Hacía ya varias noches que iba al trabajo y volvía a casa caminando: el sueldo que apenas alcanzaba para mantener a una familia de dos personas, la atención de tres mascotas que solo las veterinarias particulares podían cubrir y un antojo de fumar cigarrillos baratos de vez en cuando realmente no simpatizaban con el molesto tarro al que había llegado el boleto urbano. Creo que era más el orgullo que la necesidad, el rehusarse a pagar a las empresas del Transporte Público por un viaje de una hora, apretado junto a los demás pasajeros, sin llegar en ocasiones a poder sentarse durante todo el tramo. Siempre dijo que el Transporte Público no valía ni los céntimos que, en un principio, costaba. Sin embargo, realmente no resultaba para él un gran problema pagarlo. En verdad que gastaba mucho dinero al mes en ello, pero podía sostenerlo. Quizás era la frustración de un turno a la tarde, en negro, en un empleo del que, si no respondía con una sumisión ridícula, podía ser echado, lo cual, sumado a otras preocupaciones siempre presentes, acabaría por arrebatarle el último vestigio de cordura. Quizás, el negarmse a pagarlo, optando por una alternativa que otros podrían considerar exagerada, era más una respuesta del rencor que iba engendrándose dentro del pecho a las constantes situaciones que lo generaban, en las actitudes molestas o indiferentes de la gente, ya sea su jefe, sus compañeros, los clientes, los comercios o servicios en los que entraba; amargaban lo poco que en él quedaba de ánimo. Ello, sumado a los infortunios del azar, como ver detenerse el colectivo al otro lado de la avenida -las veces en las que sd decidía a tomarlo-, ver cómo levanta un par de pasajeros en la vereda y se aleja lentamente mientras él no puede moverse del cantero porque el semáforo está abierto y no deja de fluir los autos, por los cuales comenzaba a sembrar un desprecio cada vez más fuerte.
Le llevaba el doble de tiempo cubrir el trayecto a pie: son dos horas más o menos. Su casa queda en Barrio Godoy y su trabajo en el Centro. Son tres avenidas, casi cuatro, de oeste a este y viceversa y dos avenidas, y un poco más de “y media”, de sur a norte. Aun así, no consideraba una carga el hacerlo. A decir verdad, era un alivio para él no tener que esperar el colectivo, subir y, quizás, encontrarse con un chofer malhumorado y lisonjero, ir hasta el fondo deslizándose por entre personas que no se molestan en moverse para permitir el paso a los demás, pararse junto a un asiento ocupado y que, quien está sentado, le dedique una mirada seca que, sin saber qué pensamientos o juicios esconde, siempre recibía él con un silencioso desprecio; y ver cómo las personas que subían después se sentaban antes porque los asientos que estaban cerca de ellos se vaciaban antes que los que estaban cerca de él.
Caminar significaba depender solamente –casi solamente- de su paso. No tenía que preocuparse de mantener en condiciones una bicicleta. No debía ajustarse a los horarios de aquellos vehículos y estar media hora antes esperando en la parada para no perderlos y acabar llegando irremediablemente tarde a destino. Incluso lo veía como algo positivo. Por un lado, al no depender de nadie más, podía gestionar el ritmo como mejor le pareciese. Podía recorrer ora dos cuadras hacia al sur, ora dos cuadras hacia el oeste cuando quisiese, cambiando el recorrido para no volverlo tan monótono, y seguiría cubriendo el mismo trayecto. Por el otro, lo consideraba una disciplina del carácter, sabiendo que, debido a lo ajustado de un tiempo calculado de antemano y de desviarse de vez en cuando de las rutas que seguían los colectivos que podían llevarlo, lo único que quedaba, lo que imperaba, era seguir caminando, sin que hubiese nadie más que él a quien responsabilizar de ello, auto-imponiéndose así una callada y prudente mesura. Por otro lado más, las dos horas diarias de caminata casi interrumpida, creía, algún bien debían hacerle al cuerpo.
Así, caminando, dirigiendo su paso, comenzó a reconocer las calles por los escaparates de las tiendas, a acostumbrarse a calcular más ágilmente las distancias por las alturas signadas en las puertas, a aprender atajos en diagonales, como Río Negro, en bifurcaciones, Mendoza y San Juan, a agudizar los reflejos al cruzar las calles, calculando semáforos, distancias de autos, caminando por el costado de la calzada, todo únicamente por detenerse lo menos posible a esperarlos -los odiaba y no le gustaba respetarlos-. A partir de las diez de la noche, más o menos, comenzaba a disminuir el tránsito, por lo que también hacía suyo el asfalto de la calzada. El día se consume no tan rápido como se suele decir estando en el trabajo, pero la noche ya se hace de su gala. Muchas veces se presenta vieja y arrugada pues más de una vez seguían de largo la jornada con los compañeros, yéndonos a algún bar, a algún boliche o a lo que encuentren después de salir. Sin embargo, la mayoría de las veces se iba directamente a casa pues no les alcanzaba el dinero para salir. Así fue como conoció la cara nocturna de la ciudad. Las calles están vacías y los negocios cerrados. Tras el cristal de los locales, cuerpos, luces y sombras, sin rostro unos, sin ojos otros, con los labios rígidos unos, otros sin boca, unos sin brazos, otros sin pelvis, otros sin torso. Algunos lucen rasgos casi humanos. Otros se alejan abruptamente sin perder aquella apariencia de conciencia, o de algo parecido a la conciencia. Nada de humano había en aquellas miradas sin vida.
Sobre esos mismos cristales se derrama su reflejo. Las luces amarillentas de la calle iluminan sus pómulos. Las comisuras de esos labios, desprovistos de toda emoción. Bajo las cejas, la sombra, el negro más profundo dentro de las cuencas. Ante él se yergue aquella imagen, deformada acaso, de sí mismo, encarnada en la madera de las mesas y los muebles perdidos entre la obscuridad, dentro de los locales que, de día, llenos de empleados, de clientes, de actividad; de noche yacen envueltos en una nostálgica soledad. Ya ni la naturaleza estaba viva alrededor. Deméter deambulaba errante aquellas calles buscando a su hija, llorando, gritando. Ya no podía esperar el auxilio de su olímpico hermano. Él ya no intervendría entre ella y aquel otro que, con cordiales modales, recibe a las muchachas jóvenes y bellas, como su hija, durante las frías noches de invierno. Ya la luz de la luna era luz muerta. Una luz que vigilaba, que no iluminaba. Una luz que sólo servía para desnudar ante la noche y las fieras las miradas, las formas de los cuerpos, la belleza y la abominación, lo despreciable, las heridas, las debilidades. Aquellas luces que se encienden cuando uno pasa eran la única compañía que tenía durante las dos horas de caminar solitario. Lo único que podía ver variar ante la materia inerte y fría de paredes, calles y veredas, como si algo se despertara al percatarse de su pasajera presencia. Y era una agradable compañía, pues había algo que la diferenciaba de la luz de la luna. La de esta estuvo agonizando siglos de secularización. Aquella otra, en cambio, había nacido muerta. No poseía fuerzas que pudiesen combatir contra la soledad, contra el aislamiento. Fue caminando como, por calle San Luís, a punto de doblar la esquina, vio una niña sentada en la vereda contra el tapial de una casa. Era cerca de la una menos cuarto de la mañana. Ella estaba allí, abrazando sus rodillas juntas, descalza. Sus pies eran casi tan blancos como el camisón que llevaba puesto, que robaba la poca luz que había en la noche. Sus cabellos, negros, estaban algo enredados, como si hubiese salido recién de la ducha. La miró por unos segundos imaginando todas las posibles razones a las que podía deber el encontrar a una infante de no más de diez años en aquel sitio, a aquella hora, junto a un portón abierto tras el cual podía verse la sombra inmóvil de un adulto, de cuarenta o cincuenta años, frente a un televisor encendido. Ella se volteó al instante y le devolvió una mirada triste y desesperanzada. Él retiró la suya y paso disimuladamente junto a ella, percatándome por el rabillo del ojo de que lo miraba fijamente y su cabeza seguía su paso a su misma velocidad. Giró la esquina. No recuerdo sobre qué calle iba pero la seguió hasta Mendoza, llevando a cuestas un ligero frío en la espina. Casi llegando a Mendoza, se encontró con una cortada –o un pasaje; la verdad, no se nos ocurrió ver hacia el interior de la garganta del lobo-. Al bajar a la senda peatonal, ve acercarse una figura peculiar: un hombre de edad avanzada, campera negra de algodón y tirantes reflectores, pantalón jogging color gris oscuro con viejas manchas de pintura blanca y roja, borcegos de trabajo desgastados y una vieja boina de cuero marrón. Se arrimaba a la bocacalle en una bicicleta de paseo del color de la noche azul. Iba a un pedaleo tan lento que Dios no le explicó cómo podía mantener el equilibrio. Se movía tan tranquilamente que no hacía ruido alguno, de tal forma que no llegó a tocar la senda cuando él pasó por en frente mirándolo a los ojos, los cuales no se despegaban de su camino, tan opacos que parecían pintados. Subió a la acera y seguió a paso firme y despreocupado. De repente, un silbido quebró aquel frío silencio. La calle y la vereda estaban completamente vacías. Volteó a ver de dónde podía provenir aquel doliente chillido. La sangre se le heló en un suspiro asmático. Una marabunta le recorrió la espalda desgarrando a su paso todo nervio que encontrase. A lo lejos lo vio, quieto sobre la bicicleta, sobre la senda peatonal por la que había pasado él hace unos minutos, con dos dedos entre los labios, chiflando en su dirección, mirándolo fijo con aquellos ojos muertos. Volvió a voltearse al momento. Pudo escuchar la cadencia del último llamado. Entonces se volvió nuevamente y lo vio, otra vez en movimiento, dirigiéndose hacia el interior de esa cortada –o pasaje-, al mismo ritmo con el cual se había acercado a la bocacalle y con el mismo silencio. Era la misma escena espejada desde el otro lado de la calzada. Lleguó a Mendoza y giró hacia el oeste. Eran las doce y cuarto de la noche. La única luz que interrumpía aquella oscuridad, que penetraba barrio adentro, siguiendo la calle sobre la que venía, era la de los postes. Blanca y fría como los huesos de sus brazos y piernas. No pasaba ningún auto. Cruzó la avenida y se subió a la vereda del sur y por ella seguió su camino. Sobre calle Paraná, los edificios y las casas se cortan súbitamente. Al otro lado puede verse una vía de tren que la atraviesa, cual venas las paredes del corazón. Aquella echa sus raíces sobre dos grandes terrenos cubiertos de pasto. En la cuadra que queda del lado sur hay un alambrado que separa todo ese verde de las construcciones que le siguen, encima del cual crece una vegetación que no permite ver qué hay detrás de él. La calzada de Paraná que queda de este lado, se baña por las noches de un tono amarillo, sucio, que visten las luces de las casas, y que imprime en la atmósfera un sentimiento de profunda amargura y desolación. Del otro lado de la calle, hacia el norte, una cartelera de postes esqueléticos y una garita ferroviaria. Sobre ellos se abre implacable el cielo nocturno, con nubes azules como el fuego del azufre, como si, tras el último edificio sobre el otro cordón de Paraná, se acabase el barrio, lacivilización.
La noche era tan fría que lo que vería le helaría la sangre, de tal modo que lastimaría las venas. Estando él aún a casi media cuadra antes, pudo ver entrar sobre aquella, contra aquel cordón, a ese extraño señor, al mismo paso, junto al mismo silencio que lo acompañaba. Él disminuyó la velocidad casi instintivamente y lo vio doblar sobre Mendoza. Cuando iba ya él junto a la garita, una Fiorino de un blanco límpido y oscuros parabrisas entró desde el oeste. Al pasar a su lado, tapó su figura y, tras ella, desaparece. "¿A dónde fue? ¿Acaso se escondió detrás de la garita? ¿Tan rápido se bajó de la bicicleta y subió a la vereda?” Tales razonamientos cruzaban su mente mientras caminaba sobre las vías, mirando aquel espacio que toca las espaldas de aquella fortificación para descubrir que no había absolutamente nada allí.
No sería la última vez que pasaría por aquel cruce. Varias veces anduvo por allí cerca de la una de la mañana, de las dos, inclusive de las cuatro, mas no lo volvió a ver. En una de esas ocasiones iba caminando sobre la calle cuando comenzó a escuchar un ruido negruzco, que sonaba un par de veces de manera regular y luego se detenía para volver a sonar por intervalos. “Es como una alarma, quizás la de una casa o un taller”, pensó al principio, pero luego descartó la idea. El sonido era chirriante y metálico pero comenzaba a asomar en él timbres de animal. Parecía provenir desde lejos, desde el sur, y parecía que se movía hacia el oeste. En un momento empezó a escucharlo más fuerte, como si se estuviese acercando por Felipe Moré. Parecía el llanto de una mujer. Era como el lastimero aullido de dolor de un lobo sarnoso. Casi llegando a la esquina el sonido comenzó a alejarse. Cuando él llegó a mitad de cuadra, casi sobre Perito Moreno, se había extinto por completo.
Caminando fue que llegó hasta Teniente Agneta. Sobre la calzada vio una botella de gaseosa media llena, con la tapa puesta, contra el cordón. El camino a casa se había hecho largo. La sed suele hervir y el hambre punzar cuando la hora de comer ya ha pasado. Alzó aquella caja de Pandora. Se volteó hacia todos los lados para cerciorarse de que no había nadie. La abrió y comenzó a beber ¿Qué podría hacerle un poco de saliva ajena, de sustancia, de gérmenes o lo que hubiese allí dentro? Una vez no lo mataría. Entonces el líquido, caliente, impregnó los labios, con el calor alcohólico de un perfume. Estaba tan ansioso que un gran trago había ya cruzado la garganta. Escupió al instante y dejó la botella sobre el marco de la ventana de una casa con el mayor disimulo que pudo tener. Siguió el resto del trayecto escupiendo, mas no pudo sacarse todo el sabor que cubría el entero interior de la boca.
Llegó a Río Negro. Le dolía el estomago. Subió a la vereda del sur -siempre caminaba por allí-. A la solitaria madrugada no había por allí nada abierto en donde comprar algo para mitigar el apetito. Pudo distinguir en la otra orilla una pequeña figura de color negro que se acercaba. Un perro de greñas sucias y piel enferma. Clavó la mirada en sus ojos, los cuales se clavaron en la suya. Los oídos se le taparon y un silbido seco los inundó. Su paso se hizo más lento cuando pasó junto a él. Su cabeza y la suya giraban al unísono. Lo vio cruzar la calle detrás de sus pasos. Los pliegues de sus músculos parecían humanos cuando se movía. No sabía qué era aquel demonio que trataba de rodearlo sin soltarle la mirada. Volteó y seguió su camino.
Yendo a trabajar, generalmente cubría las horas de las doce del mediodía y las dos de la tarde -hora en que entraba-. Un día, cerca de las dos y media, se encontró un negocio sobre una esquina que realmente no sabía qué era. Habían puesto un par de mesas con libros viejos sobre ellas a 75 pesos cada uno, o algo así. No necesitaba revisar su billetera pues, por un lado, sabía que tenía únicamente uno de 5 y, por el otro, aunque hubiese tenido el dinero, no quería desperdiciarlo en nada que no fuese necesario. Vio entonces un título que le interesó. No recuerdo cuál era. Sólo me acuerdo de la tapa blanca, de las letras verdes y de un dibujo antropomórfico. en ella. Ese libro se encontraba sobre la mesa que estaba justo frente a la puerta de entrada, la cual se encontraba abierta. Dentro del lugar estaba un hombre acomodando unas cajas y una mujer sentada ante un mostrador. Lo tomó y se dirigió hacia la otra mesa, que se encontraba bajo una ventana, más hacia el este, con persianas entreabiertas. Ojeando los libros que allí se encontraban exhibidos, miró disimuladamente el interior del local hasta que pudo confirmar que ambos sujetos estaban de espaldas. Entonces, libro en mano, comenzó a caminar a paso ligero. Ya habiendo cruzado la otra calle sobre la cual se emplazaba el cordón opuesto, se volvió para confirmar que aún nadie había salido a la vereda del negocio.
Caminando sobre la vereda iba esquivando aquellas irregularidades que esta presenta. Siglos llevaron a aquellas manos, que habían colocado sobre el suelo natural la cal de las aceras que pisaba, a la tumba, si es que recibieron ceremonia alguna, si es que queda ahora su esencia mínima entre las enhebras de algún terruño de la Sudamérica o si, de lo contrario, privados del humanitario sepulcro, acabaron por mezclarse con el aire que respiramos. Y esa cal no era la misma que sus manos pusieron. No. No pisaba con sus pies las mismas veredas que habría pisado algún Fulano de la patria naciente. Ya la habían removido otras manos. La habían arrancado del músculo. Era otra. Era otra piel que había mudado por la necesidad imperiosa del tiempo. Sin embargo, esa piel se había resquebrajado. Estaba leprosa y arrugada como, quizás, la de aquellos que la habían colocado por última vez allí. Las venas de los árboles la laceraban y levantaban desde dentro, como algunas infecciones hacen a la carne. La deformaban. Llegó a pensar, incluso, que esa piel había muerto ya y que los golpes y la erosión carroñeaban sus rotas baldosas, que atacaban aquellas aberturas, hechas por obras abandonadas en las que la tierra de debajo se presentaba en carne viva, merced de la lluvia y el rocío inclementes.
Las noches son más lúgubres, más calladas, más tranquilas. En ellas pueden deambular libres sus ideas e imaginación. De tal forma, una de ellas comenzó a imaginar, detrás de las paredes, a la gente recostada sobre sus camas, durmiendo, sin saber qué clase de seres podían pasar caminando junto a su ventana, tan cerca, dentro de una misma realidad en la que dos mundos, el interior de la privacidad y el silencio salvaje de la calle desnuda, se rozan mútuamente, sin verse las caras. Aquellos cuerpos eran reales, tendidos como muertos, casi inmóviles, respirando inconscientemente. Se encontraban quizás a los centímetros de los que una pared puede tener de grosor y no podía saber si realmente estaban allí o no, qué tan lejos podían estar, si eran jóvenes o viejos, mujeres u hombres, quizás niños. No podía saberlo. Una pared partía en dos su realidad y la otra parte quedaba separada de él por un infranqueable abismo, como la piel separa los órganos del exterior, inclusive de nosotros mismos, de nuestra conciencia, como llaman los etólogos del hombre a los sentidos. Allí están, vivos y en movimiento. Los podemos sentir moverse. Los podemos oír moverse. Pero quizás nunca los podremos ver durante nuestras vidas. Llegó a aquel paso a nivel sobre Paraná. La vejiga apretaba. Se dirigiĺ directo a los altos yuyos contra aquellas rejas y bajó el cierre de la bragueta. El frío le acariciaba los omóplatos, la nuca, los costados sudados de los lumbares. Sacó el tarjetero -allí dentro siempre guardaba los papeles de los boletos de colectivo viejos que usaba para escribir recordatorios, para anotar números, para hacer listas y esas cosas-.Sacó un par. De pronto, a través de un agujero que había en aquel enrejado salió un perro pequeño. No tenía collar ni nada. Comenzó a olfatear a los alrededores como si no se hubiese percatado de su presencia. Se subió el cierre y se agachó para llamarlo pero. El animal, apenas lo vio al momento en que se volteó con un primer silbido, corrió nuevamente hacia el agujero. Antes de que entrara, él empezó a llamarlo de cuclillas. Extendió una mano y esperó. Se detuvo. Lo miró fijo, con la cola entre las patas, que es como esos daimones de la naturaleza expresan su rendición al medio. Son criaturas que la Naturaleza hizo tan sociales, tan colectivistas, que cuando los deja solos y desamparados, ya no son lo mismo. Ya no se pueden definir dentro de esas miradas tan inexpresivas, detrás de esas pupilas sin alma, en donde hay algo que se mueve, que pareciera observarlo, pero que no parece ser vida. Él se alejó un poco, manteniendo la mano tendida. Las luces de la calle parpadearon. Los autos dejaron de pasar. Su paciencia se mantuvo firme. Alzó una pata delantera y, lentamente –tan lentamente que sus sentidos no lo registraron como el movimiento de un ser vivo-, la volvió a colocar a unos centímetros de su cuerpo, en su dirección, con sus garras hacia él, sin dejar de mirarlo fijo, con esos ojos negros y profundos. Se detuvo. Seguía mirándolo a los ojos. Uno o dos minutos habrá pasado así. Estaban completamente solos. Un relámpago iluminó la noche durante unas milésimas de segundo. El cuerpo del animal mostró su verdadero tono, más sus ojos no cambiaron aquel umbrío que lo observaba como los ojos de la nada. Entonces, con un rápido movimiento, se metió en aquel hueco y se perdió entre las plantas, detrás del alambrado. No pudo percatarme del momento exacto en que sus miradas se dividieron. Se puso de pie. Miró hacia la calle, de la cual él estaba a unos pocos metros. Vio entonces la figura de aquel anciano pasar frente a sus ojos, silbando, yendo hacia el oeste, esta vez contra el cordón de la vereda en la cual estaba. Un escalofrío recorrió toda su espalda. Esperó un rato. La edificación tras el alambrado no le dejaba ver el lugar por el que ahora circulaba aquel personaje.
Cuando se calmó, se acercó a la vereda. Ya no estaba allí. De pronto, un ruido empezó a escucharse desde las calles profundas del sur. Un ruido como el lamento de una mujer. Podía escuchar cómo aquel salvaje ruido se alejaba cuadras adentro, entre las aguas del Once. Él segía el paso. Ya ningún auto pisaba la calzada. Las luces de todas las arterias anémicas y negocios empezaron a apagarse calle tras calle. Unos minutos después, atravesando la luz blanca y fría de los postes, volvió al asecho aquel doliente quejido. Sus pies se detuvieron de golpe sobre las orillas de Teniente Agneta. Las extremidades renunciaron a todos los movimientos, a todas las fuerzas y energías por las que sus músculos suplicaban. Allí permaneció, yerto, inerte, bajo las frías luces.