No hay día que no pierda, en tu mirada, el cielo,
en ese mar profundo y a la vez solitario.
Naufragando, ciego en los mares del deseo,
voy abandonándome al buen paso de los años.
Nada se compara a navegar en tus sueños.
Buscar el horizonte en el que el cielo se parte.
Pues, se dice, he oído, que el mar no tiene dueño.
Entonces, creo, nada me impide, reclamarte.
Madruga mis horas todas, tu sonrisa,
alzando tus mejillas y entrecerrados,
tus bellos ojos, como matinal brisa,
van dejando que escapen, albores rasos.
Rayos del alba tuya amanecen mis días
y, abochornado, de un color
cálido, de pudor, tu rostro, se rocía,
De aquel que roba mi sopor.
La bóveda va tomando ya un rojizo intenso
cuando, por el crepúsculo, se deja rayar.
Me asiente, de tus labios, el carmesí, robar
y volver a probar una vez más de tu aliento.
Vanidosa, la luna, su reflejo admira
pintado al lienzo en la piel de las aguas.
De blanco tiñe las cerdas que tu iris, hilan
Y allí, en tus pupilas, su luz derrama.
Que es, en el fondo, olvida,
donde corre libre la vida
y nada allí que mida
su vuelta ni su ida.
Y así, sin brida,
perdida y herida,
anda en mi pecho
que, frío y estrecho,
él, amargo despecho,
cobijase tan satisfecho,
y no fuese que aquí fecho
mis horas negras y aprovecho,
si la muerte va andando al asecho,
no teniendo, para exequias, barbecho
abrazando yo el calor de tu lecho
que, si de la carne, sospecho,
vilmente, el alma, la parca,
de un golpe, me arranca,
he de tener el derecho
y, si así es, lo supiese,
de elegir yo otro arca,
sin dudas y sin carta,
el que es mi orgullo,
tu cuerpo escogiese,
y que, con la tuya,
mi alma se funda
en un solo arrullo,
mas no huya,
de la muerte,
ésta, mi alma
sin calma,
ni se hunda
ella, en temor,
que es suyo
este gran dolor
que me empuja
a tanto quererte
y a ofrecerte
el corazón,
sin razón
ninguna, mas
que el calor
que me das,
que beso por beso,
caricia por caricia,
suspiro por suspiro
y latido por latido,
da ritmo a mi rima
y sentido a mi verso.
La sal de mi sangre
no he de dejar mezclar
con el dulzor de tus venas.
Pues, la herida que arde
fue de tanto rozar
tu piel con las mías penas.
Y no hay caudal tan grande,
bañado en luna plena,
que pudiese encauzar
tu sudor junto al mío.
Tu cuerpo no volveré a besar,
ni de tu amor, a hacer nuevo alarde,
porque se han bifurcado los ríos,
porque tu piel ahora es ajena.