Luces Divinas
De los escritos de la S. D. Luisa Piccarreta                                Vol 1 (48-50

 Espíritu de mortificación 

 Morir a la propia voluntad


(42) Después de algún tiempo en que traté de ejercitarme en estas cosas, a veces haciendo y a veces cayendo (si bien veo claro que aun me falta este espíritu de rectitud y siempre quedo más confundida pensando en tanta ingratitud mía), Jesús me habló y me hizo entender la necesidad del espíritu de mortificación, (si bien me recuerdo que en todas estas cosas que me decía, me agregaba siempre que todo debía ser hecho por amor suyo, y que las virtudes más bellas, los sacrificios más grandes, se volvían insípidos si no tenían principio en el amor. La caridad, me decía, es una virtud que da vida y esplendor a todas las demás, de modo que sin ella todas están muertas y mis ojos no sienten ningún atractivo, y no tienen ninguna fuerza sobre mi corazón; estate pues atenta y haz que tus obras, aun las mínimas estén investidas por la caridad, esto es, en Mí, conmigo y por Mí). Ahora vayamos directamente a la mortificación. 

(43) “Quiero”, me decía, “que en todas tus cosas, hasta las necesarias, sean hechas con espíritu de sacrificio. Mira, tus obras no pueden ser reconocidas por Mí como mías si no tienen la marca de la mortificación. Así como la moneda no es reconocida por los pueblos si no contiene en sí misma la imagen de su rey, es más, es despreciada y no tomada en cuenta, así es de tus obras, si no tienen el injerto con mi cruz no pueden tener ningún valor. Mira, ahora no se trata de destruir a las criaturas, sino a ti misma, de hacerte morir para vivir solamente en Mí y de mi misma Vida. Es verdad que te costará más que lo que has hecho, pero ten valor, no temas, no lo harás tú sino Yo que obraré en ti”. 

(44) Entonces recibía otras luces sobre la aniquilación de mí misma y me decía: 

(45) “Tú no eres otra cosa que una sombra, que mientras quieres tomarla te huye, tú eres nada”. 

(46) Yo me sentía tan aniquilada que habría querido esconderme en los más profundos abismos, pero me veía imposibilitada para hacerlo, sentía tal vergüenza que quedaba muda. Mientras estaba en este reconocimiento de mi nada, Él me decía: 

(47) “Ponte junto a Mí, apóyate en mi brazo, Yo te sostendré con mis manos y tú recibirás fuerza. Tú estás ciega, pero mi luz te servirá de guía. Mira, me pondré delante y tú no harás otra cosa que mirarme para imitarme”. 

(48) Después me decía: “La primera cosa que quiero que mortifiques es tu voluntad, aquel “yo” se debe destruir en ti, quiero que la tengas sacrificada como víctima ante Mí, para hacer que de tu voluntad y de la mía se forme una sola. ¿No estás contenta?” 

(49) Sí Señor, pero dame la Gracia, porque veo que por mí nada puedo. Y Él continuaba diciéndome: 

(50) “Sí, Yo mismo te contradiré en todo, y a veces por medio de las criaturas”. 

(51) Y sucedía así. Por ejemplo: Si en la mañana me despertaba y no me levantaba enseguida, la voz interna me decía: “Tú descansas, y Yo no tuve otro lecho que la cruz, pronto, pronto, no tanta satisfacción”. 

(52) Si caminaba y mi vista se iba un poco lejos, pronto me reprendía: “No quiero, tu vista no la alejes de ti más allá que la distancia de un paso a otro, para hacer que no tropieces”. 

(53) Si me encontraba en el campo y veía flores, árboles, me decía: “Yo todo lo he creado por amor tuyo, tú priva a tu vista de este contento por amor mío”. 

(54) Aun en las cosas más inocentes y santas, como por ejemplo los ornamentos de los altares, las procesiones, me decía: “No debes tomar otro placer que en Mí solo”. 

(55) Si mientras trabajaba estaba sentada, me decía: “Estás demasiado cómoda, ¿no te acuerdas que mi Vida fue un continuo penar? ¿Y tú? ¿Y tú?”. 

(56) Enseguida, para contentarlo me sentaba en la mitad de la silla y la otra mitad la dejaba vacía, y algunas veces en broma le decía: “Mira, oh Señor, la mitad de la silla está vacía, ven a sentarte junto a mí”. Alguna vez me parecía que me contentaba y sentía tanto gusto que yo misma no sé decirlo. Algunas veces que estaba trabajando con lentitud y desganada me decía: “Pronto, apúrate, que el tiempo que ganarás apurándote vendrás a pasarlo junto Conmigo en la oración”. 

(57) A veces Él mismo me indicaba cuánto trabajo debía hacer. Yo le pedía que viniera a ayudarme. “Sí, sí,” me respondía, “lo haremos juntos a fin de que después que hayas terminado quedemos más libres”. Y sucedía que en una hora o dos hacía lo que debía hacer en todo el día, después me iba a hacer oración y me daba tantas luces y me decía tantas cosas, que el querer decirlas sería demasiado largo. Recuerdo que mientras estaba sola trabajando, veía que no alcanzaba el hilo para completar aquel trabajo y que tendría necesidad de ir con la familia para buscarlo, entonces me dirigía a Él y le decía: “En qué aprovecha amado mío el haberme ayudado, pues ahora veo que tengo necesidad de ir a la familia, y puedo encontrar personas y me impedirán venir de nuevo, y entonces nuestra conversación terminará”. “Qué, qué,” me decía, “¿y tú tienes fe?” “Sí”. “Pues no temas, te haré terminar todo”. Y así sucedía, y luego me ponía a rezar. 

(58) Si llegaba la hora de la comida y comía alguna cosa agradable, súbito me reprendía internamente diciendo: “¿Tal vez te has olvidado que Yo no tuve otro gusto que sufrir por amor tuyo, y que tú no debes tener otro gusto que el mortificarte por amor mío? Déjalo y come lo que no te agrada”. Y yo enseguida lo tomaba y lo llevaba a la persona que ayudaba en el servicio, o bien decía que ya no quería, y muchas veces me la pasaba casi en ayunas, pero cuando iba a la oración recibía tanta fuerza y sentía tal saciedad, que sentía náusea de todo lo demás. (59) Otras veces para contradecirme, si no tenía ganas de comer, me decía: “Quiero que comas por amor mío, y mientras el alimento se une al cuerpo, pídeme que mi Amor se una con tu alma y quedarán santificadas todas las cosas”. 

(60) En una palabra, sin ir más lejos, aun en las cosas más mínimas trataba de hacer morir mi voluntad, para hacer que viviera sólo para Él. Permitía que hasta el confesor me contradijera, como por ejemplo: Sentía un gran deseo de recibir la comunión, todo el día y la noche no hacía otra cosa que prepararme, mis ojos no se podían cerrar al sueño por los continuos latidos del corazón y le decía: “Señor, apresúrate porque no puedo estar sin Ti, acelera las horas, haz que surja pronto el sol porque yo no puedo más, mi corazón desfallece”. Él mismo me hacía ciertas invitaciones amorosas con las que me sentía despedazar el corazón; me decía: “Mira, Yo estoy solo, no sientas pena de que no puedes dormir, se trata de hacer compañía a tu Dios, a tu Esposo, a tu Todo, que es continuamente ofendido, ¡ah! no me niegues este consuelo, que después en tus aflicciones Yo no te dejaré”. Mientras estaba con estas disposiciones, por la mañana iba con el confesor y sin saber por qué, la primera cosa que me decía era: “No quiero que recibas la Comunión”. Digo la verdad, me resultaba tan amargo que a veces no hacía otra cosa que llorar, al confesor no me atrevía a decirle nada, porque así quería Jesús que hiciera, de otra manera me reprendía; pero yo iba con Él y le decía mi pena: “Ah Bien mío, ¿para esto la vigilia que hemos hecho esta noche, que después de tanto esperar y desear, debía quedar privada de Ti? Sé bien que debo obedecer, pero dime, ¿puedo estar sin Ti? ¿Quién me dará la fuerza? Y además, ¿cómo tendré el valor de irme de esta iglesia sin llevarte conmigo? Yo no sé qué hacer, pero Tú puedes remediar a todo”. Mientras así me desahogaba, sentía venir un fuego junto a mí, entrar una llama en el corazón y lo sentía dentro de mí, y enseguida me decía: “Cálmate, cálmate, heme aquí, estoy ya en tu corazón, ¿de qué temes ahora? No te aflijas más, Yo mismo te quiero enjugar las lágrimas, tienes razón, tú no podías estar sin Mí, ¿no es verdad?”. 

(61) Yo entonces quedaba tan aniquilada en mí misma por esto, y le decía que si yo fuera buena, Él no lo habría dispuesto así, y le pedía que no me dejara más, que sin Él no quería estar..."