Luces Divinas
De los escritos de la S. D. Luisa Piccarreta                                Vol 1 (224-244) 

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Sólo los párrafos 227-228



La instruye sobre la Fe, la Esperanza y la Caridad


Atendamos la enseñanza completa,


(224) En este estado que he mencionado, pasé cerca de tres años, y continuaba estando en la cama. Cuando una mañana Jesús me hizo entender que quería renovar el desposorio, pero no ya en la tierra como la primera vez, sino en el Cielo ante la presencia de toda la corte Celestial, así que estuviese preparada para una gracia tan grande. Yo hice cuanto más pude para disponerme, pero qué, siendo yo tan miserable e insuficiente para hacer ninguna sombra de bien, se necesitaba la mano del Artífice Divino para disponerme, porque por mí jamás habría logrado purificar mi alma. 

(225) Una mañana, era la víspera de la natividad de María Santísima, mi siempre benigno Jesús vino Él mismo a disponerme. No hacía más que ir y venir continuamente, ahora me hablaba de la fe y me dejaba, yo me sentía infundir en el alma una vida de fe, mi alma, tosca como la sentía antes, ahora, después del hablar de Jesús me la sentía ligerísima, en modo de penetrar en Dios, y ahora miraba la Potencia, ahora la Santidad, ahora la Bondad y demás, y mi alma quedaba estupefacta, en un mar de asombro y decía: “Potente Dios, ¿qué potencia ante Ti no queda deshecha? Santidad inmensa de Dios, ¿qué otra santidad por cuán sublime sea, osará comparecer ante tu presencia?” Después me sentía descender en mí misma y veía mi nada, la nulidad de las cosas terrenas, como todo es nada delante de Dios. Yo me veía como un pequeño gusano todo lleno de polvo que me arrastraba para dar algún paso, y que para destruirme no se necesitaba sino que alguien me pusiera el pie encima, y con eso quedaba deshecha. Entonces, viéndome tan fea, casi no me atrevía a ir ante Dios, pero ante mi mente se presentaba su bondad, y me sentía atraída como por un imán para ir hacia Él y decía entre mí: “Si es Santo, también es Misericordioso; si es Potente, contiene también en Sí plena y suma Bondad”. Me parecía que la bondad lo circundaba por fuera, y lo inundaba por dentro. Cuando miraba la Bondad de Dios me parecía que sobrepasaba a todos los demás atributos, pero después mirando los demás, los veía todos iguales en sí mismos, inmensos, inconmensurables e incomprensibles a la naturaleza humana. Mientras mi alma estaba en este estado, Jesús regresaba y hablaba de la Esperanza. 

(226) Recuerdo algo confusamente, porque después de tanto tiempo es imposible recordar claramente, pero para cumplir la obediencia que así quiere, diré por cuanto pueda. 

(227) Entonces decía Jesús, regresando a la fe: “Para obtenerla se necesita creer. Así como a la cabeza sin la vista de los ojos todo es tinieblas, todo es confusión, tanto que si quisiera caminar, ahora caería en un punto, ahora en otro y terminaría con precipitarse del todo, así el alma sin fe, no hace otra cosa que ir de precipicio en precipicio, porque la fe sirve de vista al alma y como luz que la guía a la vida eterna. Ahora, ¿de qué es alimentada esta luz de la fe? Por la esperanza. ¿Y de que sustancia es esta luz de la fe y este alimento de la esperanza? La caridad. Estas tres virtudes están injertadas entre ellas, de modo que una no puede estar sin la otra”. 

(228) En efecto, ¿de qué le sirve al hombre creer en las inmensas riquezas de la fe si no las espera para él? Las verá, sí, pero con mirada indiferente porque sabe que no son suyas, pero la esperanza suministra las alas a la luz de la fe, y esperando en los méritos de Jesucristo las mira como suyas y viene a amarlas. 

(229) “La esperanza”. Decía Jesús, “suministra al alma una vestidura de fuerza, casi de hierro, de modo que todos los enemigos con sus flechas no pueden herirla, y no sólo herirla, sino que ni siquiera causarle la mínima molestia. Todo es tranquilidad en ella, todo es paz. ¡Oh! Es bello ver a esta alma investida por la esperanza, toda apoyada en su amado, toda desconfiada de sí, y toda confiada en Dios; desafía a los enemigos más fieros, es reina de sus pasiones, regula todo su interior, sus inclinaciones, los deseos, los latidos, los pensamientos, con una maestría tal, que Jesús mismo queda enamorado porque ve que esta alma obra con tal coraje y fortaleza; pero ella los toma y lo espera todo de Él, tanto que Jesús viendo esta firme esperanza, nada sabe negar a esta alma”. 

(230) Ahora, mientras Jesús hablaba de la esperanza, se retiraba un poco, dejándome una luz en la inteligencia. ¿Quién puede decir lo que comprendía sobre la esperanza? Si las otras virtudes, todas sirven para embellecer al alma, pero nos pueden hacer vacilar y volvernos inconstantes, en cambio la esperanza vuelve al alma firme y estable, como aquellos montes altos que no se pueden mover ni un poco. A mí me parece que al alma investida por la esperanza le sucede como a ciertos montes altísimos, que todas las inclemencias del aire no les pueden hacer ningún daño, sobre de estos montes no penetra ni nieve, ni vientos, ni calor, cualquier cosa se podría poner sobre ellos, y se puede estar seguro que aunque pasaran cientos de años, que ahí donde se puso, ahí se encuentra. Así es el alma vestida por la esperanza, ninguna cosa la puede dañar, ni la tribulación, ni la pobreza, ni todos los accidentes de la vida, a lo más la desaniman un instante, pero dice entre sí: “Yo todo puedo obrar, todo puedo soportar, todo sufrir esperando en Jesús que es el objeto de todas mis esperanzas”. La esperanza vuelve al alma casi omnipotente, invencible y le suministra la perseverancia final, tanto que sólo cesa de esperar y perseverar cuando ha tomado posesión del reino del Cielo, entonces deja la esperanza y toda se arroja en el océano inmenso del Amor Divino. Mientras mi alma se perdía en el mar inmenso de la esperanza, mi amado Jesús regresaba y hablaba de la caridad diciéndome: 

(231) “A la fe y a la esperanza se une la caridad, y ésta une todo lo de las otras dos, de modo de formar una sola mientras que son tres. He aquí, oh esposa mía, simbolizada en las tres virtudes teologales a la Trinidad de las Divinas Personas”. 

(232) Luego prosiguió: “Si la fe hace creer, la esperanza hace esperar, la caridad hace amar. Si la fe es luz y sirve de vista al alma, la esperanza que es el alimento de la fe suministra al alma el valor, la paz, la perseverancia y todo lo demás; la caridad que es la sustancia de esta luz y de este alimento, es como aquel ungüento dulcísimo y olorosísimo que penetrando por todas partes, aplaca, endulza las penas de la vida. La caridad vuelve dulce el sufrir y hace llegar al alma aun a desear este sufrimiento. El alma que posee la caridad expande olor por todas partes, sus obras hechas todas por amor despiden olor gratísimo, ¿y cuál es este olor? Es el olor de Dios mismo. Las otras virtudes vuelven al alma solitaria y casi rustica con las criaturas; la caridad en cambio, siendo sustancia que une, une los corazones, ¿pero en dónde? En Dios. La caridad siendo ungüento olorosísimo se expande por todas partes y por todos. La caridad hace sufrir con alegría los más despiadados tormentos, y llega a no saber estar sin el sufrir, y cuando se ve privada de él dice a su esposo Jesús: “Sostenme con los frutos, como es el sufrir, porque languidezco de amor, ¿y en qué otra manera puedo mostrarte mi amor sino en el sufrir por Ti? La caridad quema, consume todas las otras cosas, y aun las mismas virtudes, y convierte todo en ella. En suma, es como reina que quiere reinar en todas partes, y que no quiere ceder este reinar a ninguno”. 

(233) ¿Quién puede decir lo que me quedó después de este hablar de Jesús? Digo sólo que se encendió en mí tal deseo de sufrir, y no sólo deseo, sino que siento en mí como una infusión, como una cosa natural, tanto, que tengo para mí como la más grande desgracia el no sufrir. Después de esto, aquella mañana, Jesús para disponer mayormente mi corazón, habló sobre el aniquilamiento de mí misma, también me habló sobre el deseo grandísimo que debía excitarme para disponerme a recibir la gracia. Me decía que el deseo suple a las faltas e imperfecciones que puedan existir en el alma, que es como un manto que cubre todo. Pero esto no era un hablar simplemente, era un infundir en mí lo que decía. 

(234) Mientras mi alma estaba excitándose en encendidos deseos de recibir la gracia que Jesús mismo me quería hacer, Él regresó y me transportó fuera de mí misma, hasta el paraíso, y ahí, ante la presencia de la Santísima Trinidad y de toda la corte celestial renovó los desposorios. Jesús sacó el anillo adornado con tres piedras preciosas, blanca, roja y verde y lo entregó al Padre quien lo bendijo y lo devolvió al Hijo, el Espíritu Santo me tomó la mano derecha y Jesús me puso el anillo en el dedo anular. Después fui admitida al beso de la Tres Divinas Personas y me bendijeron. 

(235) ¿Quién puede decir mi confusión cuando me encontré delante de la Santísima Trinidad? Sólo digo que en cuanto me encontré ante su presencia caí rostro en tierra y ahí habría permanecido si no hubiera sido por Jesús que me animó para ir a su presencia, tanta era la luz, la Santidad de Dios. Sólo digo esto, las otras cosas las dejo porque las recuerdo confusamente. 

(236) Después de esto, recuerdo que pasaron pocos días, y al recibir la Comunión perdí los sentidos y vi a la Santísima Trinidad que había visto en el Cielo presente ante mí, enseguida me postré ante su presencia, la adoré, confesé mi nada. Recuerdo que me sentía tan abismada en mí misma que no me atrevía a decir una sola palabra, cuando una voz salió de en medio de Ellos y dijo: 

(237) “No temas, date ánimo, hemos venido para confirmarte como nuestra y tomar posesión de tu corazón”. 

(238) Mientras esta voz así decía, vi que la Santísima Trinidad descendió en mi corazón y se posesionaron de él y ahí formaron su sede. ¿Quién puede decir el cambio que sucedió en mí? Me sentía divinizada, no más vivía yo sino Ellos vivían en mí. A mí me parecía que mi cuerpo fuera como una habitación, y que dentro habitase el Dios viviente, porque yo sentía la presencia real sensiblemente en mi interior, oía su voz clara que salía de dentro de mi interior y resonaba en los oídos del cuerpo. Sucedía precisamente como cuando hay gente dentro de una habitación, que hablan y sus voces se oyen claras y distintas aun desde fuera. 

(239) Desde entonces no tuve más la necesidad de ir en su busca a otros lugares para encontrarlo, sino que lo encontraba dentro de mi corazón. Y cuando algunas veces se ocultaba y yo he ido en busca de Jesús girando por el cielo y por la tierra, buscando a mi sumo y único Bien, mientras me encontraba en la hoguera de las lágrimas, en la intensidad de los deseos, en las penas inenarrables por haberlo perdido, Jesús salía de dentro de mi interior y me decía: 

(240) “Estoy aquí contigo, no me busques en otra parte”. 

(241) Yo, entre el asombro y el contento de haberlo encontrado le decía: “Mi Jesús, ¿cómo toda esta mañana me has hecho tanto girar y girar para encontrarte y estabas aquí? Me lo podrías haber dicho, así no me hubiera afanado tanto. Dulce Bien mío, amada Vida mía, mira como estoy cansada, no tengo más fuerzas, me siento desfallecer, ah, sostenme entre tus brazos porque me siento morir. Y Jesús me tomaba entre sus brazos y me hacía reposar, y mientras reposaba me sentía restituir las fuerzas perdidas. 

(242) Otras veces, en este ocultamiento que Jesús hacía y yo que iba en busca de Él, cuando se hacía oír dentro de mí y que después salía de dentro de mí no sólo Jesús, sino las Tres Divinas Personas, las encontraba ahora en forma de tres niños graciosos y sumamente bellos, ahora un solo cuerpo y tres cabezas distintas, pero de una misma semejanza, las tres igual de atractivas. ¿Quién puede decir mi contento? Especialmente cuando veía a los tres niños y que yo los contenía a los tres entre mis brazos, ahora besaba a uno, ahora al otro, y Ellos me besaban a mí, ahora uno se apoyaba en un hombro mío y otro en el otro y uno me quedaba de frente, y mientras me gozaba en ellos, con gran asombro hacía por mirar, y de tres encontraba a uno sólo. 

(243) Otra cosa que me maravillaba cuando me encontraba a estos tres niños era que lo mismo pesaba uno que los tres juntos. Tanto amor sentía yo por uno de estos niños como por los tres, y los tres me atraían del mismo modo. 

(244) Para terminar de hablar de estos desposorios, tuve que pasar por alto algunas cosas para seguir el hilo, pero ahora me dispongo a decirlas.