MICHÍN

No tengo fotos de Michín, pero era un gato gris, tan bello como estos mininos con los que recreoesta nota.

“Michín era un gatito, hasta que un día después de un atracón empezó a crecer y a crecer y de gatito pasó a gatazo…”; así comienza un viejo libro de cuentos que solía leer a mis hijos y ellos ahora a mis nietos, su historia tal vez algún día la traiga a la memoria en su totalidad, pero no es de ese gatazo del que quiero hablar hoy.


Es de mi Michín, mi gatazo, un precioso gato gris que mis padres me regalaron teniendo yo unos cuatro o cinco años.


Michín, como he dicho, era gris, un gris plomiso en el que no se podía encontrar ni un solo pelo negro como tampoco, ni uno sólo blanco. Su pelaje era de un gris brillante al que seguramente ayudaba la gruesa capa de grasa que el minino tenía porque una cosa no puede negarse, Michín era enorme para ser un gato casero y mucho se debía a su alimentación.

Dormía en mi cama, junto a mis pies supuestamente para calentármelos. Pero muy pronto supe que yo no era la dueña de mi cama. Por entonces no sabía aún que los gatos son los reyes supremos de una casa, los dueños de quienes se consideran sus amos y que en realidad no son más que sus vasallos. Claro está que ésto lo supe años después, por entonces yo creía ser la dueña de Michín, o dicho de otra forma, que Michín era mío…. Pero no… yo era suya y él bien lo sabía.


Pero Michín dejaba que yo lo ignorara y creyera lo otro y morroneaba siempre que le acariciaba suavemente y dejaba que se durmiera hecho un ovillo sobre mi falda, lo que me obligaba algunas veces a permanecer inmóvil más tiempo del deseado, pero ¿cómo podía molestar a mi adorado gatito?


Bueno, al poco tiempo de nacer ya Michín demostró que de gatito pequeño poco iba a tener. Era enorme y eso lo hacía más hermoso. Mis padres eran dueños de un comercio. Una mueblería que tenía un gran escaparate en el que exhibían la mercadería.


Era común ver gente delante del cristal, pero muchos no miraban precisamente lo que se ofrecía a la venta sino al enorme gato que se acurrucaba y dormía plácidamente, algunas veces sobre una cómoda, encima de un sofá o en un armario. Formaba parte del espectáculo que sin intentarlo siquiera, mis padres ofrecían al que pasaba frente al negocio.


Esta historia sucedió hace muchísimos años, tantos que algunas veces creo que sólo lo recuerdo tan vívidamente porque las experiencias de los niños se graban a fuego en la mente infantil y perduran con más intensidad que las que vendrán después.


Recuerdo como lloré cuando un día mi madre me dijo que Michín iba a dejarnos. Después supe que aquel precioso animal, que ya tenía por entonces unos nueve años de edad ya era casi un anciano, aunque como gato doméstico aún podía haber vivido varios años más, pero Michín tuvo la mala suerte de contraer un cáncer en la garganta.


Me despedí de él con una caricia, ni siquiera era consciente en ese momento que cuando aquel hombre que había ido a casa a verlo, un veterinario a quién mi padre había llamado, se lo llevara, no iba a volver a verlo.


Pero aquí está, en mi recuerdo, en mi mente, en mi historia, en la sonrisa que entre lágrimas surge cuando pienso en lo que fue, en lo que hizo y en esas pequeñas anécdotas que, justamente son las que nos provocan al mismo tiempo, esa sonrisa y esa lágrima rebelde que en este momento me están empañando las gafas.


Un día mi amiga Teresita subió la escalera de casa corriendo y dejó abierta la puerta cancel por la que entró siguiéndola su perro, un perro de raza policía, de esos perros grandes, que si te encuentras con ellos por la calle y no está su dueño o no hay nadie cerca te quedas pensando si continúas tu camino o das media vuelta y entonces ¿corres o te quedas inmóvil? y en los segundos que tienes para decidirlo ruegas porque una coraza brindada caiga del cielo y te proteja de los dientes que, tal vez ni intensión tuvieran de , pero si el tamaño impone, el de este perro lo hacía.


Ese día cuando Teresa y su perro llegaron a la sala de mi casa recuerdo que lo que pensamos quienes estábamos allí fue… ¡pobre Michín! Y todos, incluso yo creímos que el perro podría lastimarlo y ya nos disponíamos a defender al minino cuando vimos un bólido, porque su velocidad nos hizo creer que podía llegar a serlo, que bajaba las escaleras entre aullidos y con las garras del gato aún marcadas en su lomo.


Ese era Michín, era el mimoso de la casa e iba a defender su territorio. ¿Defenderlo? No sé contra quién, tal vez contra un can sí, pero el día de la rata sucedió todo lo contrario. Lo recuerdo perfectamente. Cerca de casa había unos galpones donde sus dueños guardaban cosas viejas, sin uso y de allí ha de haber venido aquella rata. Cuando la vió dentro de casa mi madre gritó que nos alejáramos, pero estaba Michín y él nos defendería, eso yo lo daba por seguro, el podría cazar a la rata.

Dormía en mi cama, junto a mis pies supuestamente para calentármelos. Pero muy pronto supe que yo no era la dueña de mi cama. Por entonces no sabía aún que los gatos son los reyes supremos de una casa, los dueños de quienes se consideran sus amos y que en realidad no son más que sus vasallos. Claro está que ésto lo supe años después, por entonces yo creía ser la dueña de Michín, o dicho de otra forma, que Michín era mío…. Pero no… yo era suya y él bien lo sabía.

Pero Michín dejaba que yo lo ignorara y creyera lo otro y morroneaba siempre que le acariciaba suavemente y dejaba que se durmiera hecho un ovillo sobre mi falda, lo que me obligaba algunas veces a permanecer inmóvil más tiempo del deseado, pero ¿cómo podía molestar a mi adorado gatito?


Bueno, al poco tiempo de nacer ya Michín demostró que de gatito pequeño poco iba a tener. Era enorme y eso lo hacía más hermoso. Mis padres eran dueños de un comercio. Una mueblería que tenía un gran escaparate en el que exhibían la mercadería.


Era común ver gente delante del cristal, pero muchos no miraban precisamente lo que se ofrecía a la venta sino al enorme gato que se acurrucaba y dormía plácidamente, algunas veces sobre una cómoda, encima de un sofá o en un armario. Formaba parte del espectáculo que sin intentarlo siquiera, mis padres ofrecían al que pasaba frente al negocio.


Esta historia sucedió hace muchísimos años, tantos que algunas veces creo que sólo lo recuerdo tan vívidamente porque las experiencias de los niños se graban a fuego en la mente infantil y perduran con más intensidad que las que vendrán después.


Recuerdo como lloré cuando un día mi madre me dijo que Michín iba a dejarnos. Después supe que aquel precioso animal, que ya tenía por entonces unos nueve años de edad ya era casi un anciano, aunque como gato doméstico aún podía haber vivido varios años más, pero Michín tuvo la mala suerte de contraer un cáncer en la garganta.


Me despedí de él con una caricia, ni siquiera era consciente en ese momento que cuando aquel hombre que había ido a casa a verlo, un veterinario a quién mi padre había llamado, se lo llevara, no iba a volver a verlo.


Pero aquí está, en mi recuerdo, en mi mente, en mi historia, en la sonrisa que entre lágrimas surge cuando pienso en lo que fue, en lo que hizo y en esas pequeñas anécdotas que, justamente son las que nos provocan al mismo tiempo, esa sonrisa y esa lágrima rebelde que en este momento me están empañando las gafas.


Un día mi amiga Teresita subió la escalera de casa corriendo y dejó abierta la puerta cancel por la que entró siguiéndola su perro, un perro de raza policía, de esos perros grandes, que si te encuentras con ellos por la calle y no está su dueño o no hay nadie cerca te quedas pensando si continúas tu camino o das media vuelta y entonces ¿corres o te quedas inmóvil? y en los segundos que tienes para decidirlo ruegas porque una coraza brindada caiga del cielo y te proteja de los dientes que, tal vez ni intensión tuvieran de , pero si el tamaño impone, el de este perro lo hacía.


Ese día cuando Teresa y su perro llegaron a la sala de mi casa recuerdo que lo que pensamos quienes estábamos allí fue… ¡pobre Michín! Y todos, incluso yo creímos que el perro podría lastimarlo y ya nos disponíamos a defender al minino cuando vimos un bólido, porque su velocidad nos hizo creer que podía llegar a serlo, que bajaba las escaleras entre aullidos y con las garras del gato aún marcadas en su lomo.


Ese era Michín, era el mimoso de la casa e iba a defender su territorio. ¿Defenderlo? No sé contra quién, tal vez contra un can sí, pero el día de la rata sucedió todo lo contrario. Lo recuerdo perfectamente. Cerca de casa había unos galpones donde sus dueños guardaban cosas viejas, sin uso y de allí ha de haber venido aquella rata. Cuando la vió dentro de casa mi madre gritó que nos alejáramos, pero estaba Michín y él nos defendería, eso yo lo daba por seguro, el podría cazar a la rata.

Mi abuela, que vivía con nosotros desde que había quedado viuda tenía una vieja máquina de coser, de esas cuyo pie era algo así como una gran plancha metálica que con el movimiento rítmico de los pies hacía que funcionara el mecanismo. Pues fue precisamente debajo de esa plancha donde se escondió la dichosa rata y Michín, muy orondo fue a sacarla, pero como parece que conocía poco de ratas lo hizo más por jugar, por curiosidad que por instinto.


¡Vaya si recuerdo lo que pasó! Como si fuera ayer mismo: el gatazo, porque ya no era un gatito, trató de sacar la rata de debajo de la plancha usando sus garras y el roedor se defendió mordiéndole.

Aullido de Michín, y doloroso por cierto, sacó rápidamente su patita de debajo de la plancha pero ésta salió con la rata sosteniéndose con los dientes de ella y el gato sacudiéndola dolorido… y por susto, Michín bajó la escalera corriendo encontrando la puerta de calle cerrada…. Bueno, para hacerlo corto… yo consolaba a mi pobre gatito mientras mi madre, con una escoba se deshacía de la rata.


Dos anécdotas bien diferentes pero que hacen a la personalidad de una bolsa de agua caliente con pelos, un peluche que ocupaba demasiado lugar en la cama, o simplemente mi mascota durante años, con la que creo que como niña llegué a tener largas conversaciones sin palabras, de esas que sólo niños y gatos o niños y perros perros pueden entender cuando hay mucha convivencia entre ellos.


Es sólo un recuerdo, pero un recuerdo que hoy me ha hecho sonreír. ¡Y caray!…. también secar los cristales de mis gafas.



                                                                             ®Graciela Adriana Vera Cotto







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