MARIO ESCRIBIÓ SU TESTAMENTO

Pintura sin título de Ernest Descals


Su testamento ya ha dado lugar a acciones judiciales pero a quienes seguimos su trayectoria artística nos importa su verdadero deseo, lo demás raya con la incultura.

Yo...con la salud algo quebrantada

y no se si recuperable,

dejo a mi segunda mujer

mis brazos y mis piernas,

en recuerdo de que con

unos y con otras la abarqué y la ceñí,

la incorporé a mi territorio,

la gocé y logré que me gozara.

También le dejo mis rabietas de verdugo

y mis caricias de arrepentido;

mis hoscas vigilias y mis nocturnos de

minucioso amador;

la melancolía que me provocan

sus ausencias y el cielo abierto

que acompañan sus regresos;

la garantía de saberla dormida a mi lado

y la certeza de que velará mi último sueño.

Yo..dejo también una canción cadenciosa y pegadiza

que mi madre cantaba en la cocina mientras revolvía

el dulce de leche casero;

dejo un cristal con lluvia

que me ponía alegremente melancólico;

dejo un insomnio con luna creciente

y dos estrellas;

dejo la campanilla con la que llamaba

a la esquiva buena suerte;

dejo una tijerita de acero inoxidable

con la que, a través de los años,

me fui cortando tres o cuatro tipos de bigote;

dejo el cenicero de Murano que recogió

sin inmutarse las cenizas de mis frustraciones;

dejo todos mis apodos

y mis remordimientos clandestinos;

dejo una ficha de ruleta para que alguien

la apueste al treinta y dos;

dejo el relámpago de la memoria

que a veces ilumina los baldíos de mi conciencia;

dejo el cuaderno tabaré cuadriculado

donde fui anotando mis vagos presentimientos;

dejo un ejemplar del Quijote en papel

biblia con notas al margen que testimonian

mi aburrida admiración;

dejo los gemelos de oro que me regalaron

para mi segunda boda y que nunca estrené pues

uso camisas de manga corta;

dejo la cadenita de mi pobre perro

que murió hace tres años porque

no supo soportar su viudez;

dejo un encuadernado ejemplar de la

oda al carajo, única obra maestra del

ubicuo bandolero que escribió

nuestro himno y el de Paraguay;

dejo el antiguo calzador de mango largo

que uso en mis temporadas de lumbago;

dejo mi valiosa colección de arrugadas expectativas;

dejo un cajoncito de cartas recibidas y otro cajoncito

con copiaas de las cartas que no me contestaron;

dejo un termómetro enigmático y maravilloso

porque siempre nos fue imposible leer en él

la temperatura nuestra de cada día;

dejo la acogedora sonrisa de la preciosa

pero intocable mujer de un amigo

que es campeón de karate;

dejo el único piojo solitario,

anacoreta, que ingresó hace doce años

en mi geografía corporal

y al que ultimé sin la menor piedad ecologista;

dejo un plano muy bonito de Montevideo,

recuerdo de una época poscolonial y premoon;

dejo mi horóscopo, con sus pronósticos

nunca confirmados; dejo un papel secante

con la firma (invertida) de un ministro del ramo;

dejo un caracol gigante,

recogido en una playa oceánica

que antes de expirar me miró

con la tristeza de su odio salado;

dejo una antena de TV, que sólo aportó

inéditos fantasmas a mi pantalla;

dejo las ojeras de mi hipocondría y

los ardides de mi falso olvido;

dejo un decilitro de ola atlántica

que guardo en un frasco

verdiazul para que no extrañe;

dejo un sueño erótico y su verdad desnuda,

por cierto inalcanzable en la arropada vigilia;

dejo una bofetada femenina, injusta y perfumada;

dejo una patria sin himno ni bandera

pero con cielo y suelo;

dejo la culpa que no tuve y la que tuve,

ya que después de todo son mellizas;

dejo mi brújula con la advertencia

de que el norte es el sur y viceversa;

dejo mi calle y su empedrado;

dejo mi esquina y su sorpresa;

dejo mi puerta con sus cuatro llaves;

dejo mi umbral con tus pisadas tenues;

dejo por fin mi dejadez.

Mario Benedetti

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