ECLIPSE LUNAR

"Eclipse de luna" pintura de la artista argentina Graciela Bello

 

Si un día se llamara a concurso para premiar al mejor arquitecto, al que hubiese creado la obra más entrañable, aquel que haya dejado asombrada a la humanidad con su genio, seguramente habría muchos osados que se presentarían. 

Y habría muchos ciegos que se enfrascarían en una discusión sin fin, tratando de llegar a un imposible consenso sobre cuál es el merecedor del lauro. 

El sábado pasado pude comprobar que ese arquitecto, ese hacedor de obras magníficas, existe. 

No se como se llama. O mejor dicho yo le conozco por un nombre,  pero a lo largo de la historia se le han dado y le siguen otorgando tantos otros que, con tantas referencias paralelas a un mismo ser, muchísima gente pasa a su lado sin reconocerlo.

Puede que haya firmado su obra como Quetzacoatl o como Odín, tal vez como Zeus o quizás haya estampado como rúbrica: Lug o Viracocha; que fuera una mujer como Kiri-Risha o Isis; quizás lo haya hecho como Ada o su firma haya sido Dyaus o simplemente haya escrito en forma invisible la palabra Dios.

 

El eclipse total de luna de anoche me hizo sentir tan insignificante dentro de la grandeza del cosmos y a la vez tan  enormemente importante por tener el privilegio de observarlo, comprenderlo y compartirlo que no pude menos que admirar al constructor de todo aquello que me rodeaba, embellecido por otros constructores menores, pero sustentado en su infinita sapiencia. 

Del 3 al 4 de marzo, desde casi todos los continentes, si bien fuimos privilegiados quienes estábamos en Europa o África, pudimos recrearnos con el aspecto de la luna llena eclipsada durante la fase total del fenómeno.

Un eclipse lunar es un evento astronómico muy común, sencillo de explicar y seguro de observar. No se necesitan instrumentos para contemplarlo ni cuidados especiales para protegernos. 

Almería, y por lo tanto yo también, fuimos privilegiadas por el entorno desde el que pude observar el espectáculo magnífico de la luna llena convertida en una gran naranja difuminada por la sombras.

No me equivocaría al decir que ni Aglaya, ni Eufrósine ni Talía, diosas de la alegría conocidas como Las Gracias, hayan sentido tanto placer como el que me embargó envuelta en la noche, en lo alto de Sierra Alhamilla.

En la ladera de la sierra, a unos 470 metros de altura,  hay un balneario de aguas termales donde se encuentra un magnífico mirador natural desde el que se observa un paisaje que desciende entre riscos abruptos y cumbres onduladas hasta perderse en la cota cero, en el azul del mar. 

El uso de las aguas termales, una herencia que los fenicios legaron a los árabes y de éstos quedó para los españoles está circunscripta a la administración del hotel y su historia y su disfrute puede ser motivo de mayor abundancia, por eso dejo para otra ocasión esa merecida verborrea descriptiva.

Salimos de la city cuando ya la carretera de  montaña apenas se dibujaba con la última luz del crepúsculo, un crepúsculo que por cierto en esta región se extiende por más tiempo haciendo que el cielo tome durante muchísimo rato, aún cuando ya es de noche en la tierra, una luminosidad y color indescriptibles.

Cuando sorteamos los altos peñascos, se abre el valle en forma agreste hacia nuestra izquierda y mostrándonos todo el sortilegio de las luces de pueblos y villas a nuestra derecha. 

Luces que más tarde semejarán enormes luciérnagas inmovilizadas a diferentes alturas.

Precisamente huyendo de ellas para poder contemplar con mayor efectividad el espectáculo que se avecinaba, habíamos subido a la sierra.

Nuestro destino final no iba a ser aquel, pero llegamos a ‘los baños’ y en un típico y rústico restaurante del lugar disfrutamos de una magnífica cena bajo un alero abierto, tan espectacular el clima de esta provincia en pleno invierno boreal. 

La Ermita de San Claudio nos distrae con su luminosidad y nos invita a acercarnos al mirador adyacente. El cielo parece encendido sobre una enorme hoguera de luces en el lugar donde imaginamos a Almería; más suave es el resplandor que irradia desde  El Chuche, Rioja, Pechina, Viator, Gádor, Huercal, La Fuensanta, Illar, Benahadux , Alhama y algunas cortijadas locales. 

Alguien comenta que la luna ya ha comenzado a mostrar las primeras manchas oscuras. No nos apresuramos, falta tiempo para la fase más espectacular. Las sombras que se van extendiendo en la parte inferior del gran disco blanco no son aún el imán que más tarde nos dejaría con los ojos clavados y la boca semiabierta.

Apuramos una reconfortante taza de café y enfocamos el astro rey de la noche, quizás demasiado lejos para nuestro humilde objetivo.

Durante el descenso, las luces a lo lejos, allá abajo, parecen querer recibirnos en una enmarañada red fosforescente.

Apenas bajaremos unos doscientos metros. Hay un mirador natural, somos los primeros en elegir el sitio, poco después llegarán otros vehículos de los que descenderán entusiastas del firmamento, algunos con telescopios o trípodes para cámaras profesionales.

La luna llena dejaba ver un paisaje de montañas y valles. Podíamos adivinar en la oscuridad atenuada, los peñascos, los contornos y allá arriba veíamos un mar de estrellas entre las que destacaba la Polar, no por luminosidad sino por seguridad de que su ubicación dará siempre referencias.

Sobre la medianoche, como estaba previsto, la luna dejó sumida en la oscuridad a nuestro planeta. Para llegar a ese punto en el que mostraba un color anaranjado casi marrón, había pasado por distintas tonalidades rojizas y se nos había presentado con el aspecto de su fase en creciente.

Mientras el entorno se iba perdiendo entre tinieblas y la pared rocosa en la que nos recostábamos desaparecía a pocos metros de nosotros, las luces artificiales de allá abajo y las naturales que parpadeaban en lo alto, tomaban mayor protagonismo.

Pero la figura principal de aquel elenco magistral era precisamente la que perdía brillo, aunque no espectacularidad.

Por un momento dejé volar la imaginación y quise comprender como se sentirían nuestros antiquísimos antepasados ante fenómenos similares.

El temor al sol que se moría o a la luna que se transformaba dieron lugar a cultos, sacrificios, oraciones. 

¿Cuántos temores pasarían por la mente de aquellos hombres que no comprendían los acontecimientos? 

¿Cómo podían recrearse, como nosotros esta  noche, con la magnificencia que aquel arquitecto primero legó a nuestro entorno y a nuestras vidas?

Vuelvo a repetirme que soy privilegiada, y ahora lo hago agradeciendo vivir en una época donde los misterios dan paso a la ciencia sin perder su encanto. 

La bóveda que teníamos sobre nuestras cabezas parecía una pizarra del más oscuro azabache y no lo dudé. Ningún arquitecto humano, ningún artista podría nunca igualar la magnífica arquitectura donde se escenifica el diario espectáculo de la naturaleza en toda su grandeza.

    

                                                                ®Graciela A. Vera Cotto 



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