Viernes 15

FINALIZAMOS CON CIENCIAS PARA LA CIUDADANÍA Y LENGUAJE

Luego de tu clase desarrolla el desafío del día


CIENCIAS PARA LA CIUDADANÍA

Unidad 1:

Salud humana y medicina: ¿Cómo contribuir a nuestra salud y a la de los demás?

OA 1: Analizar, sobre la base de la investigación, factores biológicos, ambientales y sociales que influyen en la salud humana (como la nutrición, el consumo de alimentos transgénicos, la actividad física, el estrés, el consumo de alcohol y drogas, y la exposición a rayos UV, plaguicidas, patógenos y elementos contaminantes, entre otros).

Instrucciones:

  • Analiza las siguientes tablas y gráficos y, contesta las preguntas planteadas.

  • Recuerda utilizar el material de apoyo anexado sobre salud mental, factores y cuidados.

MATERIAL DE APOYO

“SALUD MENTAL”

OBSERVA LA SIGUIENTE INGORMACIÓN Y GRÁFICOS.

Actividad

Responde en tu cuaderno

1. ¿Qué es para ti la salud mental?

2. ¿Por qué las mujeres presentan mayor porcentaje de depresión media, moderada y severa respecto de los hombres? ¿Cuáles podrían ser las razones de esto?

3. ¿Qué argumentos existen para explicar que las mujeres tienen mayor acceso a tratamientos de depresión?

4. ¿Existen diferencias entre el porcentaje de síntomas depresivos entre la población chilena y los extranjeros?

5. ¿Qué relación podrías establecer entre el consumo de cigarrillos y los síntomas depresivos en la población chilena?

6. ¿Qué relación se establece entre la obesidad y los síntomas depresivos en la población chilena?

7. ¿Cuál es la realidad de la salud mental en tu territorio local?



LENGUAJE

Actividad 2: Ensayo “La verdad de las mentiras” Mario Vargas Llosa

Unidad 1: Diálogo: literatura y efecto estético.

Objetivos de Aprendizaje: Reflexionar sobre el efecto estético de las obras leídas.

  • Considera que todas las actividades propuestas deben ser resueltas en tu cuaderno. No es necesario que copies preguntas. Sólo bastan tus respuestas.

  • Además, si desconoces un palabra, te invito a buscar su significado y/o sus sinónimos.

El propósito de esta actividad es reflexionar sobre la necesidad universal que tenemos los seres humanos de imaginar y plantear realidades posibles y ficciones.

A continuación, lee el fragmento de La verdad de las mentiras del afamado escritor latinoamericano M. Vargas Llosa. Una vez realizada la lectura, te invito a responder las preguntas que se te formulen.

LA VERDAD DE LAS MENTIRAS Mario Vargas Llosa

(Fragmento)

Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda rondando, vez que contesto a esa pregunta, no importa cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el centro del blanco.

Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por ejemplo, prohibieron que se publicara o importara novelas en las colonias hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y absurdos —es decir, mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos sólo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó en América española apareció sólo después de la independencia (en México, en 1816). Al prohibir no unas obras determinadas sino un género literario en abstracto, el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios, capaces de una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores españoles fueron acaso los primeros en entender —antes que los críticos y que los propios novelistas— la naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas.

En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa—, pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías. Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito, nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo.

¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad? ¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos castigados por la adversidad de Franz Kafka y los eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan o nos conmueven porque no tienen nada que hacer con nosotros, porque nos es imposible identificar sus experiencias con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado, pues este camino —el de la verdad y la mentira en el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los invitadores oasis que aparecen en el horizonte suelen ser espejismos.

¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos— sucede mi primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose inexactamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que he escrito, partí de algunas experiencias aún vivas en mi memoria y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo que refleja de manera muy infiel esos materiales de trabajo. No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo. (…)

Porque no es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida, que esté hecha de palabras y no de experiencias concretas. Al traducirse en palabras, los hechos sufren una profunda modificación. El hecho real —la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos que los lectores pueden reconocer como posibles a través de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en efecto, que, para el novelista de linaje fantástico, el que describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes, no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y la ficción. En verdad, sí se plantea, aunque de otra manera. La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve, para el lector, símbolo o alegoría; es decir, representación de realidades, de experiencias que sí puede identificar en la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista» o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza entre verdad y mentira en la ficción.

A esta primera modificación —la que imprimen las palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia se mezcla con todas las historias y por lo mismo no empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro en el que aquel vertiginoso desorden se vuelve orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La soberanía de una novela no resulta sólo del lenguaje en que está escrita. También, de su sistema temporal, de la manera como discurre en ella la existencia: cuándo se detiene, cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica del narrador para describir ese tiempo inventado. Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de una ficción hay siempre un abismo. El tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa— como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, que comienza con la muerte de un hombre anciano y continúa hasta su gestación, en el claustro materno; (…)

Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que podemos percibir, porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido del novelista, simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente, la ficción traiciona la vida, encapsulándola en una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla, entenderla, y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida verdadera no consiente.

¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están compuestos ellos de palabras? ¿No encarcelan acaso en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas, el tiempo real? La respuesta es: se trata de sistemas opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el periodismo o la historia, la verdad depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía, más verdad, y, a más distancia, más mentira. Decir que la Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la Historia de la Conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas» es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio, documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir», ser incapaz de lograr esa superchería.

Cuando leemos novelas no somos el que somos habitualmente, sino también los seres hechizos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones.

En el corazón de todas ellas llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones. ¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas, sino los demonios que las soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época no está poblada únicamente de seres de carne y hueso; también, de los fantasmas en que estos seres se mudan para romper las barreras que los limitan y los frustran. (…)

La fantasía de que estamos dotados es un don demoníaco. Está continuamente abriendo un abismo entre lo que somos y lo que quisiéramos ser, entre lo que tenemos y lo que deseamos.

Pero la imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: la ficción. Gracias a ella somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos. En ella nos disolvemos y multiplicamos, viviendo muchas más vidas de la que tenemos y de las que podríamos vivir si permaneciéramos confinados en lo verídico, sin salir de la cárcel de la historia.

Los hombres no viven sólo de verdades; también les hacen falta las mentiras: las que inventan libremente, no las que les imponen; las que se presentan como lo que son, no las contrabandeadas con el ropaje de la historia. La ficción enriquece su existencia, la completa, y, transitoriamente, los compensa de esa trágica condición que es la nuestra: la de desear y soñar siempre más de lo que podemos realmente alcanzar.

Cuando produce libremente su vida alternativa, sin otra constricción que las limitaciones del propio creador, la literatura extiende la vida humana, añadiéndole aquella dimensión que alimenta nuestra vida recóndita: aquella impalpable y fugaz pero preciosa que sólo vivimos de a mentiras.

Es un derecho que debemos defender sin rubor. Porque jugar a las mentiras, como juegan el autor de una ficción y su lector, a las mentiras que ellos mismos fabrican bajo el imperio de sus demonios personales, es una manera de afirmar la soberanía individual y de defenderla cuando está amenazada; de preservar un espacio propio de libertad, una ciudadela fuera del control del poder y de las interferencias de los otros, en el interior de la cual somos de veras los soberanos de nuestro destino.

De esa libertad nacen las otras. Esos refugios privados, las verdades subjetivas de la literatura, confieren a la verdad histórica que es su complemento una existencia posible y una función propia: rescatar una parte importante —pero sólo una parte— de nuestra memoria: aquellas grandezas y miserias que compartimos con los demás en nuestra condición de entes gregarios. Esa verdad histórica es indispensable e insustituible para saber lo que fuimos y acaso lo que seremos como colectividades humanas. Pero lo que somos como individuos y lo que quisimos ser y no pudimos serlo de verdad y debimos, por lo tanto, serlo fantaseando e inventando —nuestra historia secreta—, sólo la literatura lo sabe contar. Por eso escribió Balzac que la ficción era «la historia privada de las naciones».

Barranco, 2 de junio de 1989

http://biblioteca.unedteruel.org/la_biblioteca_recomienda/la_verdad.pdf


Observa el video: "Escribir es un acto de rebelión contra la realidad"

A partir de la lectura del texto La verdad de las mentiras, responde las siguientes preguntas:


  1. ¿Con qué lectura he sentido que “vivo muchas más vidas de las que tengo”?

  2. Si pudiera participar en una película inspirada en un libro, ¿cuál elegiría?, ¿qué personaje o parte de la historia me gustaría representar?, ¿por qué?

  3. ¿Cómo interpretas la frase “la fantasía de que estamos dotados es un don demoníaco” ?, ¿cómo lo podrías explicar con tus propias palabras?

  4. ¿De qué manera la ficción, por medio de novelas, cuentos, cómics, películas u otros, ha enriquecido tu existencia?

  5. ¿Con qué otros propósitos creamos ficciones en nuestras vidas?


QUE TENGAS UN BUEN FIN DE SEMANA