■ La salida y el arribo, en el Puerto de Gualeguaychú eran importantes acontecimientos registrados por los periódicos que los difundieron, hasta sumando el motivo que los había promovido, como atractiva forma periodística de satisfa er la curiosidad de los convecinos lectores.
■ Los preparativos; baúles de gran tamaño, valijas y bolsos de mano que guardan ordenadamente ropa, calzado, artículos de tocador, etc. como para usar en los días en que se estaría fuera de casa, alguna manta liviana, los tiempos para despedidas y aún para recoger algún paquete o recado que se entregaría a la persona indicada allá en la Capital, etc. Todo esto, listo con varias jornadas de anticipación al momento de embarque.
La partida: En el Puerto, todo es movimiento. Como apoyados al muelle, varios barcos lucen coloridos banderines, limpieza y orden en cada detalle, disposición de un personal idóneo y gentil, como promesa de comodidad, seguridad y buen pasar, para un viaje de doce horas, medio día o un poco más.
A las 5 p. m. sale El Pingo
■ El carruaje que llevará los pasajeros al muelle está avisado personal o telefónicamente. La seriedad de la empresa "La Unión" hace confiar en que el pedido será cumplido "religiosamente". Comienza el relato Carlos Lisandro Daneri en su "Crónica informal", y lo dejamos a sus condiciones de conocedor, testigo y por qué no de partícipe de los hechos que trasmite:
- Salagoyti: "Mandame un carruaje a las cuatro para tomar el vapor."
■ El vapor salía a las cinco, pero a las cuatro estaba el coche a la puerta del domicilio indicado.
Acomodados los bártulos en el pescante, se ubicaba toda la familia en los asientos, mientras el jefe del grupo consultaba nervioso las manecillas de su reloj de bolsillo. Trepaba último al vehículo y, con un pie aún sobre el estribo ordenaba: ¡Rápido cochero, al Puerto.!
Mientras tanto, proa al rumbo junto al muelle, El Pingo recibía ya el pasaje y las visitas. La bandera ondeaba desde un brazo de la cruceta.
Los pasajeros apretaban la marcha sobre los últimos tramos del muelle, resonando sus pasos como una música de fondo también integrante del viaje. Y no equivocamos si decimos que los del regreso siempre sonaron distinto. Incesante subir y bajar por la planchada. Lo hacían changadores con el equipaje menor, mientras que, a proa se repetía la escena con los bultos de mayor porte.
Uno de los mozos de a bordo sacaba una campana con un mango de madera agitándola con estudiada precisión y cadencia, paseándose por corredores y pasillos.
-¡Visitas, a tierra! (Eso significaba la inminencia de la partida.)
Entre las despedidas, abrazos y besos, y las recomendaciones interminables, se oía un desesperado rodar de llantas de hierro sobre el empedrado, haciendo brotar chispas las herraduras de los caballos sobre el pavimento.
Un rezagado que caía justo con la hora de la partida, se tiraba prestamente del carruaje y corría hacia la planchada. Los changadores hacían su parte y, muy pronto, el sofocado viajero se hallaba a bordo.
No faltó aquél que llegó cuando el barco, ya desprendido de sus amarras, flotando casi al medio del riacho, comenzaba su lenta propulsión. Se escuchaba el campanilleo del telégrafo que ordenaba -¡Despacio. Avante!, y venía la contraorden -¡Pare! Y el barco quedaba librado a una pesada inercia.
Entonces, el rezagado podía emprender su accidentado viaje, alcanzado por uno de los tantos botes surtos en el muelle. Mientras el barco pudo ser alcanzado, nadie perdió su viaje... ¡Cosas de ayer!