Cuando llegamos a media mañana y no vimos chicos jugando ni sillones en la galería de la sombra, nos dimos cuenta de que en esa estancia no había patrona, que era una estancia de hombre solo.
Al ruido de nuestro camión se asomó a la puerta de la cocina una mujer grande. La cocinera.
-¿El patrón?
-Y, ha de andar en el campo.
Por la monografía (1) sabíamos que la estancia era de Duggan, y su mayordomo, don Juan Fox, vivía en el campo: Oveland.
-Bueno, hágame el favor de decirle cuando venga que los ingenieros van a acampar en la torre (2). En el bajo.
- Si, señor. Pase nomás.
Y esa misma tarde nos voló el campamento una terrible tormenta del pampero. Pasamos mal la noche, debajo de la carpa caída. Y a la mañana temprano nos guarecimos en las casas. Ocupé una piecita, con mi mujer. Los muchachos levantaron de nuevo las carpas. Nosotros hacíamos mediciones geodésicas. Ajá. Y tirábamos luces (3), de noche.
- Nación... Y don Juan me arrojaba el diario por la puerta entreabierta, antes de salir al campo. Después yo me ponía a dibujar, y por la noche media. De manera de que no nos velamos nunca.
La cocinera hacía las mentas del hombre. La sala de billar la había transformado en un museo de aperos criollos. Bastos, tiendas, pasadores de metal y de plata y de oro, rebenques, lazos, boleadoras, relucían, en el salón señorial. El gran comedor tampoco se usaba. Don Juan comía en la cocina, con los mensuales. Después jugaba una partida a las bochas, tomaba su café en jarro, en un jarro grande que la cocinera mezquinaba mucho. Sestiaba, y a la sobretarde ya estaba a caballo, recorriendo.
Un domingo a la mañana, temprano, salí a oler el campo. No había podido medir el sábado a la noche, así que madrugué. Tenía hambre de ver la madrugada en Oveland, oler el rocío, ver la niebla de la madrugada y la ceja del monte a lo lejos, desvaneciéndose en grises y nácares.
En el palenque estaba bailando en una pata un hermoso caballo negro retinto. Un basto cortón, de sobrepuesto de terciopelo con las puntas bordadas con seda, las riendas cortas, brillando los pasadores de plata, marlo al tronco (4), y los estribos cruzados. Liviano ha de ser, pensé, el que monte sin estribos tan grande, hermoso y ligero animal. Y al rato, de la cocina salió don Juan, hamacando su corpacho y acomodándose la boina sobre su cabeza entrecana.
Se arrimó de lleno al oscuro y se le acomodó de un salto, sin arrugar ni un chiquito el sobrepuesto. Medio quiso amagar un corcovo el hermoso animal, pero don Juan lo serenó de un lonjazo a lo ancho, que sonó en la mañana dormida como un toque de tambor. Abarajando el freno salió el caballo al campo, como despejando sombras y abriéndolo un trillo al día por venir, y don Juan, arriba como una estatua, sereno, grande, tranquilo, solitario, mirando sin ver ese mundo de su ámbito, pero respirándolo por todos sus poros.
Hombre y caballo concluyeron por diluirse armoniosamente en esa bruma del amanecer del domingo. El campo comenzó como a abrirse. Y yo me quedé triste, a pie.