Un zapato, una caja de cartón, algún cuaderno. Una rama, un álbum de fotos, una camisa. Un colchón, una muñeca, una damajuana… Los elementos más insólitos, más comunes, más simbólicos corrían como la consecuencia de un asalto mezquino, ciego y desprolijo.
El desamparo, de la mano del agua, doblaba a contramano las esquinas mientras un aire descolorido lo acompañaba como un coro de lamentos.
Corridas por aquí. Corridas por allá. Camiones con muebles, aviones sobrevolando la zona, botes flotando donde ayer nomás se caminaba, chiquilines en bicicleta llenos de curiosidad, mensajes de alerta, miradas de preocupación y hasta de desesperación, porque el agua se llevaba muchas, demasiadas cosas.
Como naipes apurados se entreveraban el pasado y el futuro: ya nada sería como antes y habría que empezar otra vez. Los brazos locos del río, como un pulpo malo, podían llevárselo todo.
- ¡Salgan!, no molesten, gurises! - decía un policía, mientras el oficial de Prefectura aprobaba con la mirada.
Es que el agua lo arrastraba todo. Con una violencia implacable, sin compasión. El mismo río de andar manso, entraba en rebelión como capricho de la naturaleza.
Días antes se observaba que el río crecía. Nadie imaginaba el desastre. Por eso, hubo casamientos esa noche de viernes en Nuestra Señora de Fátima. Por eso, los vecinos cenaron y reposaron tranquilos. Muchos salieron de su casa y después se encontraron con que no podían ingresar.
Gualeguaychú no estaba preparada para otra fuerte creciente. No se habían construido defensas. Quienes habían vivido la inundación de 1959, se habían ocupado de describir a los jóvenes aquel cuadro de grises diversos y opacos con pincelazos de espanto.
Al fin y al cabo, ¿quién no se conmovía si el agua se adueñaba de su cocina, le tapaba la patas a las mesas o se guardaba en el ropero? ¿Quién no se desesperaba si el río “trepaba” por las paredes, llenaba los platos de la alacena y empapaba cada retazo de rutina?
El desastre se inició la noche del 18 de marzo y se prolongó en la madrugada del sábado 19. El agua llegó de golpe, callada, con una velocidad imparable y sin viento. Los vecinos de la zona del puerto descansaban cuando el río empezó a ganar las calles, a rodear las manzanas como una peste, a entrar sin golpear las puertas.