Tal vez no incluidos como postres, en el concepto actual, los sabores dulces eran gustados desde los tiempos de los primeros habitantes. La fruta de la flora regional: mburucuyá, tuna, guayaba, algarroba, daban variedad al sabor de alimentos y calmaban la sed. Los guaraníes, en sus recorridas de las costas del Uruguay con fines de trueque, traen, junto a la piedra dura, codiciada para labrar puntas de flecha o cuchillos, el maíz con cuya harina harán, al rescoldo, el primer pan; la yerba mate que tomarán en infusión; frijoles, habas, mandioca, batata, tomate, etc. elementos y formas de preparación que enriquecen la dieta de los nuestros.
Ellos llevarían cueros, cerda, y carne que secaban y ahumaban como el pescado, para conservarlos.
Los pobladores blancos, en especial los de la corriente más numerosa, venida de Santa Fe y La Bajada del Paraná, de origen español o portugués, conocen otras frutas y hortalizas que integraban su dieta. Aquí las cultivarían en sus precarias huertas y quintas cercadas con tunas y palos.
En la larga travesía hasta el lugar de su nuevo asentamiento, acomodaron en los carretones, bolsas con granos, carozos, semillas y sarmientos de vid, dándoles el sitio más seco y moviéndolos o venteándolos después de lluvias o de atravesar algún arroyo, en cuanto se detenía la marcha. Igual cuidado habían tenido ellos o sus ancestros al arribar de Europa.
Los sembrarían después de ablandar el suelo y, multiplicados en sucesivas cosechas podrían regalar un puñado de granos de trigo, cebada, avena; semillas de melón, sandía; de acelga, cebolla, col, zanahoria, de limón, lima, membrillo o carozos de durazno, sus vecinos, en un interesante y provechoso trueque.
En correspondencia de los siglos XVIII y XIX, se evidencia el interés por merecer tan prometedor obsequio.