Estudios sobre Lucrecio: G. Santayana

Three Philosophical poets, Lucretius, Dante and Göethe.

Santayana George

Cambridge, Harvard University, 1910.



http://www.archive.org/details/threephilosophic00santuoft

Traducción al castellano y notas: Pedro E. León Mescua



PREFACIO [p. v]

El presente volumen está compuesto, con unas pocas adiciones, de seis clases impartidas en la Universidad de Columbia en febrero de 1910, y repetidas en abril del mismo año en la Universidad de Wisconsin. Estas lecciones, a su vez, estaban basadas sobre el curso regular que he estado dando por algún tiempo en el Harvard College. Aunque producida bajo tales auspicios estudiosos, mi libro no pretende ser un gran estudio. Contiene las impresiones de un amateur, las apreciaciones de un lector ordinario, respecto a tres grandes escritores, dos de los cuales al menos podrían proporcionar materia suficiente para los estudios de toda una vida, e incluso tienen academias, bibliotecas y cátedras universitarias especialmente consagradas a su memoria. No soy especialista en el estudio de Lucrecio; no soy erudito en Dante ni en Göethe. No puedo reportar hechos ni proponer hipótesis sobre estos hombres que no estén a mano en sus obras más populares, o en bien conocidos comentarios sobre ellos. No obstante esto, mi excusa para escribir sobre ellos es simplemente la humana excusa que cada nuevo poeta tiene para escribir sobre la primavera. Ellos me atraen; ellos me han movido a la reflexión; ellos me han revelado ciertos aspectos de la naturaleza y de la filosofía que yo estoy listo por simple sinceridad a expresar, si alguien parece interesado o [p. vi] deseoso de escuchar. Lo que puedo ofrecer al benevolente lector, entonces, no es una docta investigación. Solo es una pieza de crítica literaria, junto con una primera amplia lección de historia de la filosofía, y quizás, de filosofía misma.1

George Santayana

Harvard College

Junio 1910.

II

LUCRECIO [p. 19]

Quizás no existe un importante poema cuyos antecedentes puedan ser rastreados tan exhaustivamente como los de la obra de Lucrecio, De rerum natura. Sin embargo, estos antecedente no están en el poeta mismo. Si así fuese, no seríamos capaces de rastrearlos, puesto que no sabemos nada o casi nada acerca de Lucrecio como persona. En un Chronicon, recopilado por san Jerónimo ampliamente extraído de Suetonio, en el cual se anotan los diversos acontecimientos que ocurrían año tras año, leemos en el año 94 a.C.: “Nacimiento de Tito Lucrecio, poeta. Después de beber un filtro amoroso se volvió loco, y escribió, en los intervalos de lucidez, varios libros que Cicerón revisó. Se suicidó a los 44 años de edad”.

El filtro de amor de este reporte suena falso, y la historia de la locura y suicidio atribuyen un final demasiado edificante para un ateo y epicúreo como para no ser sospechosos. Si algo da color a la historia es una cierta consonancia que podemos sentir entre sus trágicos incidentes y el genio del poeta tal como se revela en su obra, donde hallamos un extraño desprecio del amor, una extraña vehemencia y una gran melancolía. De ningún modo es increíble que el autor de tal poema haya sido alguna vez el esclavo [p. 20] de una pasión patológica, que su vehemencia y pasión se hayan convertido en manía, y que él mismo se haya quitado la vida. Pero la poca fidedigna autoridad de san Jerónimo no puede asegurarnos si lo que él repite es una tradición basada en hechos o en una ingenua ficción.

Nuestra ignorancia sobre la vida de Lucrecio, yo creo, no es para lamentarnos tanto. Su obra preserva aquella parte de él que él mismo había deseado preservar. Una perfecta convicción se ignora a sí misma mientras proclama su pública verdad. Para alcanzar esto sin duda se requiere un genio especial que se llama inteligencia; pues la inteligencia es la rapidez en ver las cosas tal como son. Pero cuando se alcanza la inteligencia, el resto del hombre, como el andamiaje de un edificio acabado, se vuelve irrelevante. No desearíamos obstaculizar nuestra visión de la sólida estructura, la cual era lo único que pretendía el artista, si lo estaba construyendo para los demás y no era un arrogante. Es su visión intelectual lo que el naturalista en particular desea transmitir a la posteridad, no los pobres incidentes que precedieron esa visión en su propia persona. Estos incidentes, incluso si por casualidad fueron interesantes no pueden ser repetidos en nosotros; pero la visión en la que el pensador embebió sus facultades, y a la cual consagró sus vigilias, es comunicable también a nosotros, y podría convertirse en parte de nosotros mismos.

Ya que Lucrecio es para nosotros así de idéntico con su poema, [p. 21] y está fundido con su filosofía, los antecedentes de Lucrecio simplemente son las etapas por las cuales su concepción de la naturaleza se desarrolló en la mente humana por primera vez. Rastrear estas etapas es fácil; algunas de ellas son bastante familiares; incluso al ser un tema tan trillado podría impedirnos ver la grandeza y audacia de la proeza intelectual que entraña. Una concepción naturalista de las cosas es un gran trabajo de imaginación, más grande, creo yo, que cualquier mitología dramática o moral: es una concepción apropiada para inspirar la mejor poesía, y al fin y al cabo, quizás, demostrará que es la única concepción capaz de inspirarla.

Se dice del viejo Jenófanes que levantó los ojos al cielo y gritó “el Todo es Uno”.2 Lo que lógicamente podría ser una perogrullada, imaginativamente podría ser un gran descubrimiento, porque nadie antes había pensado la obvia analogía que la perogrullada registra. De modo que, en este caso, la unidad de todas las cosas es lógicamente una evidente, quizás estéril, verdad; pues por muy distintos y separados los mundos todavía serían una multitud, y entonces un conjunto, y entonces, en cierto sentido, una unidad. Incluso hubo una gran proeza imaginativa al echar una mirada deliberadamente alrededor de todo el horizonte, y trazar mentalmente la suma de toda la realidad, descubriendo que esta realidad produce tal suma, y que podría ser llamada una; del mismo modo que cualquier piedra o animal, aunque compuesto de varias partes, de todos modos se le dice uno en el habla común. Indudablemente hubo algún hombre prehistórico de genio [p. 22] mucho antes que Jenófanes, quien por primera vez aplicó en este sentido a todas las cosas juntas la noción de unidad y totalidad que todos hemos conseguido por medio de la observación de las cosas singulares, y quien por primera vez se aventuró a hablar de “el mundo”. Hacer esto es plantear el problema de toda la filosofía natural, y en cierta medida anticipar la solución de ese problema; pues se tiene que preguntar cómo las cosas se cohesionan, y suponer que se cohesionan de un modo u otro.

Gritar “Todo es Uno” y percibir que todas las cosas están en un mismo horizonte y forman un sistema por su yuxtaposición, es el rudo inicio de sabiduría en filosofía natural. Pero es fácil ir más lejos, y ver que las cosas forman una unidad de un modo mucho más profundo y misterioso. Una de las primeras cosas, por ejemplo, que impacta al poeta, el hombre del sentimiento y la reflexión, es que estos objetos, esta gente, el mundo, todo perece, y que su lugar no les reconoce más. Incluso, cuando ellos desaparecen, no les sigue la nada: otras cosas surgen en su lugar. La naturaleza permanece siempre joven y entera a pesar que la muerte está actuando por todas partes; y lo que ocupa el lugar de lo que continuamente desaparece es a menudo sorprendentemente semejante en carácter. La universal inestabilidad no es incompatible con una gran monotonía en las cosas; de modo que mientras Heráclito lamentaba que todas las cosas estaban en flujo constante, el Eclesiastés, quien también estuvo completamente convencido [p. 23] de esa verdad, podía lamentarse que no había nada nuevo bajo el sol.3

Esta doble experiencia de mutación y recurrencia, una experiencia a la vez sentimental y científica, pronto conllevó una gran idea, quizás la idea más grande que la humanidad jamás ha encontrado, y que fue la principal inspiración de Lucrecio. Es algo que todos observamos alrededor nuestro, y también en nosotros mismos: que pueden existir muchas formas pasajeras de una sustancia permanente. Esta substancia, aunque permanece la misma en cantidad y en cualidad interior, es redistribuida constantemente; en su redistribución forma aquellos compuestos que llamamos cosas, y que encontramos desapareciendo y reapareciendo constantemente. Todas las cosas son polvo, y al polvo regresan; un polvo, sin embargo eternamente fértil, y destinado a convertirse perpetuamente en nuevas, y sin duda hermosas, formas. Esta noción de substancia ofrece una mayor unidad a la inmensidad del mundo; eso nos persuade que todas las cosas pasan de una a otra, y tienen un fundamento común desde el cual ellos surgen sucesivamente, y al cual retornan.

El espectáculo del cambio inexorable, el triunfo del tiempo, o como quiera se le llame, siempre ha sido un tema favorito de la poesía lírica y trágica, y para la meditación religiosa. Percibir la mutación universal, sentir la vanidad de la vida, siempre ha sido el principio de la seriedad. Es la condición [p. 24] para cualquier hermosa, mesurada o joven filosofía. Antes de esto, todo es bárbaro, tanto en moral como en poesía; pues hasta entonces la humanidad no ha aprendido a renunciar a nada, no ha sobrepasado el egoísmo instintivo y el optimismo del animal joven, y no ha removido el centro de su ser, o de su fe, de la voluntad a la imaginación.4

Descubrir la substancia, entonces, es un gran paso en la vida de la razón, incluso si la sustancia es concebida bastante negativamente como un término que solamente sirve para remarcar, por contraste, la insubstancialidad, la vanidad, de todos los momentos y cosas particulares. Ese es el modo en que la poesía y la filosofía de la India han concebido la substancia. Pero el paso dado por los físicos griegos, y por la poesía de Lucrecio, va más allá. Lucrecio y los griegos, observando la mutación universal y la vanidad de la vida, concibieron detrás de la apariencia una grandioso proceso inteligible, una evolución en la naturaleza. La realidad se vuelve tan interesante como la ilusión. Los físicos convierten en científico, lo que previamente había sido simplemente espectacular.

Aquí había un tema muy enriquecedor para los poetas y filósofos, que estaban ocupados en el descubrimiento de las causas primeras y secretas de este gozoso o melancólico flujo. La comprensión que le permitió descubrir estas causas hizo para los europeos lo que no consiguió la mística india, que no desdeñen entender nada, que sufran para hacerlo; es decir, [p. 25] dominar, pronosticar y transformar este cambiante espectáculo con una viril inteligencia práctica. El hombre que descubre la fuente secreta de las apariencias se abre a la contemplación de un segundo mundo positivo, el taller y las atareadas profundidades de la naturaleza, donde un prodigioso mecanismo esta sosteniendo continuamente nuestra vida y preparándola en secreto por medio de las más exquisitas modificaciones. La marcha de este mecanismo, aunque produce vida y a menudo la promueve, sin embargo también a menudo la obstaculiza y la condena a la extinción. Esta verdad, que la concepción de la sustancia natural por primera vez hace inteligible, justifica las elegías que los poetas de la ilusión y desilusión siempre han escrito acerca de las cosas humanas. Es una verdad con un aspecto melancólico; pero siendo una verdad, satisface y exalta la mente racional, que ansía la verdad como tal, sea triste o reconfortante, y desea perseguir una posible, no imposible, felicidad.

Hasta ese momento la ciencia griega ha entendido que el mundo era uno, que había una substancia, que era una sustancia física, distribuida y moviéndose en el espacio. Que era materia. La pregunta permanece ¿cuál es la exacta naturaleza de la materia, y cómo produce las apariencias que observamos? La única respuesta que nos atañe aquí es la dada por Lucrecio; una respuesta que él aceptó de Epicuro, su maestro en todo, el cual a su vez la recibió de Demócrito. Ahora bien, Demócrito logró un gran avance [p. 26] respecto a los sistemas que seleccionaron una sustancia obvia, como el agua, o reunieron todas las sustancias obvias, como hizo Anaxágoras, y trataron de entender el mundo a partir de ellas. Demócrito pensó que la sustancia de todas las cosas no debería tener alguna de las cualidades presentes en algunas cosas y ausentes en otras; sólo debería tener las cualidades presentes en todas las cosas. Debería ser meramente materia. La materialidad, según él, consistía de extensión, figura y solidez; en el más fino éter, si observamos con suficiente agudeza, no encontraremos otra cosa más que partículas que poseen estas cualidades- Todas las otras cualidades de las cosas sólo eran aparentes y atribuidas a ellas por un convencionalismo de la mente. La mente ha nacido mitológica, y proyectaba sus sentimientos en sus causas. Luz, color, gusto, calidez, belleza, excelencia, eran cualidades atribuidas y convencionales; solo el espacio y la materia eran reales. Pero el espacio vacío no era menos real que la materia. Por consiguiente, aunque los átomos de la materia nunca cambian su forma, cambios reales ocurren en la naturaleza, porque su posición podría cambiar en el espacio real.

A diferencia de la inútil sustancia de los hindúes, la sustancia de Demócrito podía ofrecer un predecible fundamento para el flujo de las apariencias; pues esta sustancia era distribuida desigualmente en el vacío y estaba constantemente en movimiento. Cualquier apariencia, aunque fugaz, corresponde a una precisa configuración de la sustancia; [p. 27] que surge con esa configuración y perece con ella. Por consiguiente, esta sustancia era física, no metafísica. No era un término dialéctico, sino una anticipación científica, una profecía sobre lo que un observador que estuviese adecuadamente equipado descubriría en el interior de los cuerpos. El materialismo no es un sistema de metafísica; es una especulación en química y fisiología, enunciando que, si el análisis pudiese ir a suficiente profundidad, se hallaría que todas las substancias eran homogéneas, y que todos los movimientos eran regulares.

Aunque la materia fuese homogénea, las formas de las últimas partículas, según Demócrito, eran variadas; y diversas combinaciones de ellos constituían los diferentes objetos de la naturaleza. El movimiento no era, como el vulgo (y Aristóteles) suponía, innatural, y producido mágicamente por alguna causa moral; era eterno y connatural a los átomos. Al chocar, ellos rebotaban; y las corrientes y torbellinos mecánicos que estos contactos ocasionaban formaron una multitud de sistemas estelares, llamados mundos, con los cuales el espacio infinito está tachonado.

Mecanicista en cuanto al movimiento, atomista en cuanto a la estructura, materialista en cuanto a la sustancia, ese es el entero sistema de Demócrito. Es tan maravilloso en su perspicacia, en su sentido de exigencia ideal de método y comprensión, como curioso y audaz en su simplicidad. Solo el más convencido racionalista, el profeta más audaz puede abrazarlo dogmáticamente; pero [p. 28] el tiempo le ha dado largamente la razón. Si Demócrito pudiese mirar el actual estado de la ciencia, se reiría, como acostumbraba hacer, en parte por la confirmación que podemos dar a partes de su filosofía, y en parte por nuestra estupidez que no puede adivinar el resto.

Hay dos máximas de Lucrecio que bastan, incluso hoy en día, para distinguir un pensador naturalista de uno que no lo es. “Nada -dice Lucrecio- surge en el cuerpo para que nosotros podamos usarlo, sino que lo que surge produce su uso”.5 Aquí está ese descarte de las causas finales del cual depende todo progreso de la ciencia. La otra máxima dice: “Una cosa se volverá patente cuando se compare con otra: y la cegadora noche no te arrebatará el camino, antes que hayas escudriñado exhaustivamente las cosas primordiales de la naturaleza; entonces las cosas iluminarán a las cosas”.6 La naturaleza es su propia medida; y si ella nos parece innatural, no hay esperanza para nuestras mentes.

La ética de Demócrito, en cuanto podemos juzgar de la escasa evidencia, fue meramente descriptiva o satírica. Fue un observador aristocrático, un desdeñoso de los necios. La naturaleza se reía de todos nosotros; el hombre sabio [p. 29] considera su destino y, conociéndolo, se eleva a una medida superior. Todos los seres vivientes persiguen la máxima felicidad que pueden imaginar, pero ellos son maravillosamente miopes; y la ocupación del filósofo era concebir y perseguir la más grande felicidad que fuese realmente posible. Esto, en un mundo tan áspero, fue hallado principalmente en la abstención y el retraimiento. Si tú pretendes poco, es más probable que los hechos no te defraudarán. Era importante no ser un necio, pero era verdaderamente difícil.

El sistema de Demócrito fue adoptado por Epicuro, pero no porque Epicuro tuviese algo de entusiasmo por la visión científica. Por el contrario, Epicuro, el Herbert Spencer de la Antigüedad, fue en su filosofía natural una enciclopedia de conocimiento de segunda mano. Prolijo y minucioso, vago e inconsistente, él reunió su miscelánea científica con los ojos puestos no en la naturaleza, sino en las exigencias de una fe interior, una fe aceptada sobre motivos morales, considerada necesaria para la salvación, y defendida a toda costa, con todas las armas disponibles. Es instructivo que el materialismo haya sido adoptado en esa coyuntura sobre los mismos irrelevantes motivos morales sobre los cuales usualmente había sido rechazado.

Epicuro, aunque pueda sonar extraño a aquellos que han oído, con horror o envidia, lo de revolcarse en su pocilga, Epicuro era un santo. Los caminos del mundo [p. 30] lo llenaron de consternación. La Atenas de su tiempo, la cual algunos de nosotros daríamos nuestros ojos por ver, retenía todo su esplendor en medio de su decadencia política; pero nada de eso complacía o interesaba a Epicuro. Teatros, pórticos, gimnasios, y sobre todo el ágora, apestaba, para su sensibilidad, a vanidad y locura. Retirado en su jardín privado, con unos pocos amigos y discípulos, buscó los caminos de la paz; vivió con moderación; habló con cariño; dio limosna a los pobres; predicó contra la riqueza, la ambición y la pasión. Defendió la libre voluntad porque deseaba ejercitarse en retirarse del mundo, y en no nadar con la corriente. Negó lo sobrenatural, pues creyó que tendría una influencia inquietante sobre la mente, y convertía demasiadas cosas en compulsivas e importantísimas. No había vida futura: el arte de vivir sabiamente no debería ser distorsionado por tales imaginaciones fantásticas.

Todas las cosas suceden según el curso debido de la naturaleza; los dioses también estaban demasiado lejos y demasiado felices, apartados como buenos epicúreos, como para entrometerse en los asuntos terrestres. Nada altera lo que Wordsworth llama su “voluptuoso desinterés”.7 Jamás les agradó que se visite sus templos. Allí, como en los espacios donde ellos moran entre los mundos, los dioses estuvieron silenciosos y hermosos, y vistiendo forma humana. Sus estatuas, cuando las mira un infeliz hombre, le recuerdan la felicidad; por un momento es renovado y desconectado [p. 31] del insensato tumulto de los asuntos humanos. De estos bosques y sagrados santuarios el filósofo regresa a su jardín fortalecido en su sabiduría, más feliz en su aislamiento, más amigable y más indiferente al mundo entero. Por tanto la vida de Epicuro, según el testimonio de san Jerónimo, estaba “llena de hierbas, frutas y abstinencias”.8 Hubo un silencio en esto, como de dolor. La suya fue una filosofía de la decadencia, una filosofía de la negación, y un escape del mundo.

Aunque la ciencia por sí misma no podía interesar a un temperamento monacal, sin embargo la ciencia podía ser útil para reforzar la fe, o para resolver objeciones contra ella. Entonces Epicuro salió del territorio de Sócrates y buscó una filosofía natural que pudiese apoyar su ética. De todos los sistemas existentes - y eran legión- el de Demócrito le pareció el más útil y edificante. Mejor que cualquier otro persuadiría a los hombres a renunciar a las necedades que deben abandonarse y disfrutar los placeres que pueden ser disfrutados. Pero, ya que fue adoptado por motivos externos y pragmáticos, el sistema de Demócrito no necesitaba ser adoptado entero. De hecho, al menos un cambio era imperativo. El movimiento de los átomos no debía ser completamente regular y mecánico. El azar debe ser admitido, el destino tenía que ser rechazado. El Destino era una noción terrorífica. El pueblo hablaba de él con [p. 32] supersticiosa reverencia.El azar era algo más humilde, más familiar al hombre de la calle. Con sólo permitir a los átomos de vez en cuando desviarse un poco de su curso, el futuro podía permanecer impredecible, y se salvaba el libre albedrío. Entonces Epicuro decretó que los átomos se desviaban, y se agregaron argumentos fantásticos para demostrar que esta intrusión del azar ayudaría a la organización de la naturaleza; pues la declinación de los átomos, como es llamada, explicaría cómo su aguacero originalmente paralelo habría cedido paso a torbellinos, y luego a cuerpos organizados. Sigamos adelante.

El Materialismo, como cualquier sistema de filosofía natural, no conlleva ni mandamientos ni consejos. Simplemente describe el mundo, incluyendo las aspiraciones y moralidad de los mortales, y todo lo remite a una causa material. El materialista, siendo un ser humano, no dejará de tener preferencias, y también una moralidad, por sí mismo; pero sus preceptos y conducta expresarán, no las implicaciones lógicas de su ciencia, sino sus instintos humanos, tal como los han modelado la herencia y la experiencia. Por lo tanto cualquier sistema de ética podría coexistir con el materialismo; pues aunque el materialismo declare que ciertas cosas (como la inmortalidad) son imposibles, no puede declararlas indeseables. Sin embargo, no es probable que un hombre tan dispuesto a abrazar el materialismo estará también muy dispuesto a perseguir cosas que considera inalcanzables [p. 33] Entonces hay un vínculo psicológico, no lógico, entre materialismo y una moralidad maltrecha .

El materialista es ante todo un observador; y probablemente también lo será en la ética; es decir, él no tendrá una ética, excepto la emoción que le produce la marcha del mundo. Si es un esprit fort y realmente desinteresado, amará la vida; pues todos nosotros amamos la vitalidad perfecta, o lo que nos parece tal, en gaviotas y delfines. Esto, yo pienso, es el sentimiento ético psicológicamente consonante con un materialismo vigoroso: simpatía con el movimiento de las cosas, interés en la ola que se levanta, delicia en la espuma que estalla después que se hunde de nuevo. La Naturaleza no distingue lo mejor y lo peor, pero el amante de la naturaleza si lo hace. Él llama mejor aquello que, siendo análogo a su propia vida, aumenta su vitalidad y probablemente posee cierta vitalidad en sí mismo. Ese es el sentimiento ético de Spinoza, el más grande de la filosofía naturalista moderna; y veremos como Lucrecio, a pesar de su fidelidad al ascético Epicuro, es llevado por su éxtasis poético en la misma dirección.

Pero hay que señalar el punto crucial de esta unión: el materialista amará la vida de la naturaleza si ama su propia vida; pero si odiase su propia vida ¿cómo le va a gustar la vida de la naturaleza? Ahora bien, Epicuro, en gran medida, odiaba la vida. Su sistema moral, llamado hedonismo, recomendaba esa clase de placeres que [p. 34] no entrañan ni agitación ni riesgo. Este ideal es modesto, incluso casto, pero no es vital. Epicuro fue notable por su misericordia, su amabilidad, su completo horror de la guerra, del sacrificio, del sufrimiento. Esos no eran sentimientos que un genuino naturalista aceptaría compartir. La pena y el arrepentimiento, dijo Spinoza, eran vanos y malignos; lo que aumentaba el poder y la alegría de un hombre también aumentaba su bondad.9 El naturalista creerá en cierta dureza, tal como Nietzsche hizo; se inclinará a un cierto desprecio, como la risa de Demócrito era de desprecio. No contará demasiado escrupulosamente el costo de lo que consigue; será un imperialista, embelesado en el gozo de alcanzar algo. En una palabra, el matiz moral del materialismo en una época inicial, o en una mente agresiva, será aristocrática e imaginativa; pero en una época decadente, o en un espíritu que renuncia a todo, será, como en Epicuro, humanitario y tímidamente sensual.

Traducción al castellano y notas: Pedro E. León Mescua

Valencia, Junio 2011

Traducción de Three Philosophical poets de Santayana por Pedro E. León Mescua se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.

Basada en una obra en www.archive.org.

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1 Nota del Traductor: Solo incluyo algunas páginas de la segunda parte.

2 N.T.: Jenófanes de Colofón, poeta y filósofo del cual sólo poseemos pocos fragmentos y testimonios indirectos. La cita puede referirse a Aristóteles, Metafísica, 1, 5 (“con respecto al entero universo él dice que el Uno es Dios”) o a Sexto Empírico, Hipotiposis pirrónicas, 1, 224, citando a Timon: “en cualquier dirección que fijara mi mente, en uno y lo mismo se resolvía todo”.

3 N.T.: Eclesiastés o Qohelet es un libro del Antiguo Testamento: Ecl. 1, 9: “¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará: nada nuevo hay bajo el sol”.

4 N.T.: Con “imagination” Santayana no entiende tanto algo “fantasioso” o “irreal” sino más bien nuestra capacidad creativa. No olvidemos que él dijo: “I have imagination, and nothing that is real is alien to me”. (Little Essay drawn from the writings of G. Santayana, Books for Libraries Press, 1967, p. 99).

5 LUCRECIO, IV, 834-5: "Nil … natumst in corpore, ut uti / possemus, sed quod natumst id procreat usum".

6 Ibidem, I, 1115-18: "Aliud ex alio clarescet, nec tibi caeca / nox iter eripiet, quin ultima naturai / pervideas : ita res accendent lumina rebus".

7 N. T.: William Wordsworth (1770-1850) poeta inglés: “the Brotherhood of soft Epicureans, taught … to yield up their souls to a voluptuous unconcern, preferring tranqulity to all things”. Poetical Works, London 1827, vol. V, book 3, Despondency, p. 101.

8 N. T.: JERÓNIMO, Adversus Jovinianum, 2. 11 (Migne, PL 23, col. 314): “quodque mirandum sit Epicurus, voluptatis assertor, omnes libros suos replevit holeribus et pomis, et vilibus cibis dicit esse vivendum”.

9 N.T.: SPINOZA, Ethica III, prop. 50: “la pena en un hombre que vive bajo la guía de la razón es en sí misma mala e inútil”. Prop. 54: “el arrepentimiento no es una virtud, o no surge de la razón; y el que se arrepiente de una acción es doblemente desdichado o débil”. Apéndice 5: “las cosas son buenas en la medida que ayudan al hombre a gozar de la vida intelectual”