■ Hace mucho tiempo, la tribu del cacique Natiú estableció su toldería en la costa del Paraná. Como aumentaba la población, los alimentos comenzaron a faltar. Los jóvenes Itá-Guazú y Ñeá, decidieron abandonar la tribu.
Buscarían nuevos espacios para acomodar sus propias familias. Caminaron mucho tiempo y al notar el cansancio de los niños, decidieron acampar. Itá-Guazú señaló la sombra de un gran ceibo florecido. Allí, se repartieron charqui, miel de lechiguanas y frutos silvestres. Reparadas las fuerzas, continuaron la marcha. Al cabo de cuatro días, Neá ordenó detenerse para construir unas canoas.
Con ellas navegarían el gran río, en dirección al norte. Cuando todo estuvo listo, iniciaron la travesía final. Y llegaron a un lugar donde crecían árboles muy altos, con plantas trepadoras de flores multicolores y frutos apetitosos. El bosque proporcionaba animales para la caza y el río, peces.
■ El tiempo pasó, mientras se ocupaban en labrar la tierra, cultivando zapallos y mandioca. Pero un día, buscaron alimento y no lo encontraron: la caza parecía huir del bosque, el río no daba peces, los algarrobos no tenían frutos.
Desesperados, invocaron a Ñandeyará y le ofrecieron un sacrificio. Entonces, un guerrero envuelto en llamas, apareció y les dijo: "Si queréis salvar vuestras familias, uno de vosotros debe sacrificar su vida. Debéis luchar y el que muera será enterrado. En el mismo lugar crecerá una planta, cuyo fruto servirá de alimento. De vuestro sacrificio depende la felicidad de la tribu."
■ A la noche siguiente, cuando todos dormían, los dos amigos se encontraron en el bosque para cumplir la promesa. Se prepararon y lucharon como dos enemigos. El más fuerte, Itá Guazú venció y mató a Ñeá. Profundamente dolorido, cavó una fosa y lo enterró. Regresó con los parientes y contó lo ocurrido. La familia de Ñeá, comprendió, visitó la tumba y la limpió de malezas con cariño.