La galería, cubierta con una parra y enredaderas por doquier. Un jardín repleto de plantas, casi sin distinguir unas de otras, donde florecían las madreselvas y las campanillas azules en los veranos soleados.
El aire impregnado del canto de pájaros, que los había y muchos, diseminados en pajareras a lo largo de la galería.
Esta era en síntesis la casa que albergó los sueños juveniles de un periodista de dotes singulares, que desde los cargos más modestos llegó a ocupar, con el transcurrir del tiempo, la redacción de dos importantes diarios metropolitanos: La Nación y La Razón.
En ella vivieron la anciana madre del periodista, sus hermanas, su cuñado y su sobrina Carmencita, que con su dulzura alegraba las horas oscuras de la abuela ciega.
Doña Carmen Altolaguirre de Neyra fue una noble dama. Con humildad y sencillez características de las mujeres fuertes que lucharon con las adversidades de la vida.
Sus ojos de ciega se perdían en la serena aceptación de su destino sin luz, pero cuando llegaba su nieto predilecto, Marianito, desde Buenos Aires, parecía que se iluminaban de felicidad.
Don Mariano Neyra, un federal de Urquiza que, por sus servicios, recibió dos leguas de campo, fue el padre del periodista. De ese linaje recio provenía este hombre de claros ojos y mirada triste que volvía con frecuencia al solar nativo, a comulgar con los árboles, el río de aguas tranquilas y las calles de quietud provinciana que tanto añoraba, él, cuya misión era andar por el mundo para traducir el acontecer diario en la noble tarea de comunicador.
Quienes lo conocieron lo pintaban como un hombre honesto, probo, leal, cariñoso, caritativo, que transitó más de cuarenta años por el periodismo argentino. (2)
Sirvió a la patria con la pluma, alabó lo bueno y censuró lo malo, (3). Era un caballero criollo; de indumentaria severa a la que unía el poncho, el sombrero aludo y el cigarro.
Había formado su hogar, junto a su inseparable Celina y a la hija María Celina que heredó del padre claros ojos y su vocación de escribir.
El buen Viejo Neyra, como lo llamaban en las redacciones porteñas, iba a cumplir sesenta años cuando lo sorprendió la muerte; víctima de una pulmonía, el 23 de julio de 1929.
A la casa de Gualeguaychú- Rivadavia, vereda norte, entre Rca. Oriental y 1º de Mayo regresaron muchas veces Celina y María Celina. Volvían como a recoger el eco de José María.
A imaginar sus días de niño en la atmósfera íntima, junto a la anciana madre y las hermanas, entre los viejos muebles familiares, las plantas y los pájaros.
Muchas veces disfruté y compartí esas visitas. Entonces aprendí a conocer a este periodista de la guardia vieja el que pidió dormir su último sueño junto a sus seres queridos en el cementerio de Gualeguaychú, a la sombra de un sauce llorón.
A la casa de Neyra, antiguamente le correspondía el número 123 (4).