¡Oh, el promiscuo circo trashumante de las plácidas horas juveniles, con sus caballos y perros amaestrados, sus exóticas mujeres y su mucha tablería, a través de cuyo toldo agujereado el cielo curioseaba con sus pupilas de estrellas! ¡Bien llegados recuerdos peregrinos! ¡Vienen a revolotear en torno mío, trayendo su perfume a cosa vieja, como esas golondrinas vuela-mundos que vuelven al alero cuando en las ramas brota una erupción de yemas!...
Cuatro o cinco músicos metidos dentro de un break, seguidos por un payaso jinete en un caballejo, anunciaban de tarde el espectáculo. En cada esquina aventaban una marcha ronca y arrojaban unos carteles con letras gordas y llamativas, que alguien recogía o la brisa se llevaba por ahí. Seguíanle los chicos andariegos y ruidosos, y los perros se echaban a ladrar. Una que otra vieja se asomaba, en la nariz las gafas y en las manos la aguja de tejer.
Había además en los zaguanes caritas frescas y risitas jóvenes y a lo largo de la acera el buen sol de la tarde encantaba de ocaso los ladrillos. ¡Y allá iba la murga bulliciosa y callejera con su vibrante pregón, soplando de barrio en barrio la consabida piecita el trillado repertorio!
Alguien nos trajo la nueva de un debut para esa noche. La noticia voló de banco en banco como una mariposa perseguida, y el mismo celador, centinela celoso del estudio, Pedro Galante (a) "El cruel", abandonó su tarima y se plegó a nosotros.
Nos cotizamos a moneda mínima y reunida la suma necesaria, se mandó por dos o tres localidades, papel de su color y tinta china. Obtenidos estos, los dibujantes de la cofradía, -entre otros Pedro N. Ortiz y Juan Maria Cáceres, fallecidos en plena juventud-, pusieron manos a la obra. Para la hora de la cena cada interno tenía su localidad, mal habida desde luego. La imitación era tan exacta que, cotejado el original con la copia, no se advertía diferencia. Por otro lado, para evitar contingencias, teníamos de éstas y en montón las otras. La escasa luz de la época, el humo abundante e intencional de los cigarrillos y el apuro en que poníamos al receptor pretendiendo entrar todos juntos, hacían lo demás.
Aquellos fraudes eran tan numerosos que en cierta ocasión se hizo la denuncia del hecho a la Policía. Su jefe, don Pedro Seguí -le exhibía al flaco Nadal cincuenta y seis entradas falsificadas, pero la travesura produjo tanta hilaridad que no hubo investigación a ese respecto.
Una noche, así colados, presenciábamos desde las tablas el desarrollo del programa. La banda atacó y deshizo el valsecito aquel del alambre, y a continuación irrumpió la risa guaranga y gruesa del payaso. Lleno de colorete y feo, con más calzones que gracia y tocado por el bonete habitual, creyera que le veo todavía a través de los años que se van. Saludó al público, dijo un par de chistes, y de repente nos sorprendimos todos porque el loco Alzugaray, de pie sobre el escaño, le largó un retruque. Contestó aquel, volvió a replicarle éste, y a poco se formalizó un diálogo tan verdaderamente gracioso que constituyó el número mejor de aquella noche.
En honor a la verdad digamos que, si el foráneo estuvo regular, nuestro payaso local fue todo un éxito.
Vino después "Juan Moreira" con su olor a sangre, y a su terminación nos fuimos a dormir con nuestro héroe a la cabeza, que en un momento de buen humor había regocijado a todos con el descaro de su gracia inagotable.
Así eran nuestras diversiones de entonces: inocentes, alegres, bullangueras, como la misma juventud que ¡ayl se nos va, tal una campanilla que enmudece.
No había cinematógrafos, ni tes dansants, ni shimyes; pero no faltaba de cuando en cuando un circo bohemio, -generoso de ensueño y de lirismo-, bajo cuya lona remendada un tony funambulesco nos brindaba una cabriola.
Y había además una Salamanca cuyos espinillos lugareños se llenaban por Agosto de luz de sol y oro de flores. Y había allí un viejo solitario que nos ofrecía la oquedad de su cueva hospitalaria y el agua servicial de su caldera.
Y más allá un retazo del arroyo con su linfa cristalina y loca, a donde íbamos a ver la aurora que se bañaba desnuda, o escuchar algún zorzal lírico y vago que entre los sauces de la orilla se envejecía silbando.