Se dice que los niños saben llegar donde nadie llega. Acaso por su inocencia, por su pura audacia o porque ese precioso tiempo de la vida encierra un montón de cosas especiales que los grandes ya no pueden entender.
JUANCITO MANGUCIO, hijo de una familia de Gualeguaychú, tenía doce años cuando quiso cumplir un sueño que aparecía poco menos que imposible: llegar a conocer a Evita.
Así como alguna vez su ilusión fuera un juguete de madera, ahora quería hacer realidad la esperanza de conocer a Evita. Y de nada valdrían los lógicos intentos de sus padres para que desistiera del descabellado intento.
¿Qué perdía si lo intentaba?, se preguntaría una y otra vez Juancito mientras disfrutaba de su niñez en Gualeguaychú.
Y le escribió una carta.
Le dijo que no le pedía una bicicleta, ni juguetes, ni una pelota de fútbol.
Quisiera conocerlos a Perón y a Ud. Evita, escribiría con su letra.
Llegaba de la mano el otoño del ‘52 y también de la inolvidable mujer cuando la carta tuvo respuesta: dos pasajes y una cita.
Fue una mañana de abril. “Voy a ver a Evita…”, repetía el niño cuando junto a su madre entró en la residencia presidencial.
Evita recibió a Juancito, quien seguía obstinado en su sueño: “no quiero pedirle nada. Verlo a Perón. Verla a usted…”.
Luego, Eva le preguntaría si necesitaba algo, pero el chico insistiría hasta el cansancio: quería conocerla a ella y a Perón.
—¿Qué querés que te dé, Juancito?
—Nada, Evita.
—¿Te hace falta algo?
—Nada, Evita.
—Pero yo deseo darte algo. Tenés que pedirme algo…
El pibe titubeó un momento.
—Sí, señora, quiero ver al General Perón.
A la mañana siguiente, presenciaría en primera fila un acto en el que el gobierno de Brasil condecoró a Evita. En esa ocasión, pudo cumplir también el sueño de ver a Perón.