Relato incluido en la segunda antología escrita entre 20 autores “Nuevos relatos para trayectos cortos” Editado por editorial Maluma.
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Obra completa 22 páginas
Glasgow, un destino al que solo conduce la supervivencia.
VIAJE A GLASGOW
Faltaban escasos minutos para que el tren con destino a Glasgow partiera del andén número siete, en la estación londinense de Kings Cross. El vapor y un silbido estridente anunciaban la salida del convoy: una locomotora Pullman y ocho unidades con la inscripción de la compañía Caledonian Railway.
Mary protegía el sombrero del viento y se recogía los bajos del vestido, dispuesta a subir la escalerilla del vagón.
Guiada por un empleado de la compañía, penetró en aquel mundo de madera barnizada y alfombra. A lo largo del pasillo, las ventanillas descubrían el trasiego de otros viajeros que sorteaban unas galeras tiradas por caballos inquietos. Se acordaba del telegrama recibido horas antes: «Sí, cariño. Iré a la estación. Tu Peter». Su sonrisa, algo socarrona, quedó interrumpida por el crujir de una puerta acristalada.
—Puede acomodarse aquí, si lo desea —le indicó el mozo.
La joven entró en un compartimento de butacas mullidas, que hacían juego con los portaequipajes de caoba.
—Buenos días —saludó a la única persona allí presente.
Un hombre de aspecto aristocrático, que rondaba los cuarenta y cinco años, alzó con aparente desgana la mirada del libro que leía. Apenas había esbozado un escueto gesto, cuando bajó la vista de nuevo.
«Una cuestión es que se pase de simpático, y otra, que carezca de las mínimas reglas de cortesía», pensó Mary.
Él se atusó la barba y ajustó las gafas, mientras sonaba otro aviso de la locomotora. Extrajo luego un puro de la chaqueta.
—¿Le molesta que fume, señorita? —preguntó con frialdad. Delataba en el habla un acento italiano.
—¡Oh! No soy fumadora. Lo siento pero…
—¡Donna! —exclamó el hombre, enarcando las cejas, y salió al pasillo.
«¿Acaso se comporta siempre así? Con lo joviales y atentos que son en ese país», lamentó la joven.
El italiano se encontraba de espaldas, apostado cara a la ventanilla abierta. Parecía alardear de su sombrero de copa, bajo el humo del puro impulsado por el aire.
Mary advirtió que se había dejado el libro sobre la butaca. Se inclinó y consiguió leer: Dos historias en el destino. El título le resultaba llamativo, aunque no conocía al autor, quizá de nacionalidad rusa. De momento debía conformarse con eso.
De pronto, vio que hablaba con alguien que se encontraba en el andén. La muchacha se aproximó a la puerta y giró el pomo con cautela. Entonces pudo escuchar:
—Voy a Glasgow. En realidad, me bajaré antes; en Edimburgo. Allí pronunciaré la conferencia…
«¡Caramba! ¡Cuántas sorpresas da la vida! —ironizó Mary para sus adentros—. Este elegante antipático se ha convertido en humano; incluso habla en público».
—Permaneceré dos días. Ya conoces mi problema… ¡Vaya burla del destino: estar dotado de videncia y padecer esta dichosa amnesia! Eso no me sucedía ni después de los trances más profundos...
«¿Amnesia?¿Trances?», se extrañó la joven.
—En fin. Seguiré confiando en mis anotaciones…
Mary causó un movimiento involuntario de la puerta, justo al ver un diario en el portaequipajes. Regresó rauda al asiento.
«¿Me habrá descubierto?». En su interior revoloteaba la temida respuesta.
Había sonado el tercer silbido. El tren se puso en marcha y penetró en el túnel de salida, bajo un ambiente nocturno de luces amarillas. Al regresar el italiano, se produjo un efímero intercambio de miradas.
Pasaron el túnel y la iluminación del compartimento se neutralizó. La joven contemplaba a través del cristal los suburbios de Londres, cada vez más rodeados de la campiña: los árboles se agitaban bajo el cielo gris y las chimeneas desprendían bocanadas blanquecinas, desviadas de su curso vertical con virulencia.
—¡Qué tiempo más terrible! —Lo concebido como un simple pensamiento se convirtió en exclamación a media voz.
—El viento viene del suroeste. Trae lluvia.
Quedó asombrada por aquellas inesperadas palabras. La expresión del italiano no reflejaba excesiva cordialidad, pero al menos se había dignado a emitir una opinión.
Sin añadir más comentarios, él se ajustó las gafas y reanudó la lectura.
¿Hasta dónde llegaba su capacidad adivinatoria? Mary siempre había sido reacia ante cualquier fenómeno extrasensorial. ¿Acaso tal escepticismo iba a ser puesto a prueba por este señor? «¡Otra vez divagando! Será mejor dejar de pensar en ello y disfrutar del viaje», se reprochó.
Después de consultar la hora, decidió preguntarle:
—¿Sabe usted si está abierto el comedor?
El hombre alzó la cabeza y tardó en responder:
—Es posible. —La escudriñó, sin añadir nada más.
De nuevo el aristócrata reservaba la amabilidad, almacenada a cuenta gotas. Se suponía que la videncia le permitiría responder de otra forma. O quizá no fuera tan efectiva. No. Seguro que su indolencia era la causante de tal reacción.
Mary se cruzó con un camarero al final del pasillo. Por fortuna, ya servían comidas; solo se trataba de continuar hasta el siguiente vagón.
Encontró unas puertas abatibles. Al abrirlas, experimentó cierta sensación de amplitud: paredes contorneadas por cortinas doradas y unos ventanales, bajo el tintineo de la vajilla y el rumor de la gente. Se acomodó en la mesa más cercana a un reloj que marcaba las doce del mediodía.
Apuraba ya el pastel de manzana, cuando escuchó su nombre, aturullado por el masticar de una boca. Se giró. ¡Cielo santo!
—¡Señora Elisa! —Disimuló el contratiempo con un gesto de sorpresa. Resultaba odioso contemplar esa pamela, tan atiborrada de plumas.
—¡Querida, el mundo es un pañuelo! Aunque, bien mirado, no resulta tan extraño que coincidamos. Un pajarito me dijo que usted cogería este tren.
—¿De veras? —«En cuanto llegue mañana lo mato», rumió Mary por dentro.
—Y aprovechando que nosotras teníamos que regresar a Glasgow, compramos también dos billetes para hoy mismo. Reconozco que mi hija ha tenido una buena idea; algo inaudito, tratándose de ella.
Enseguida, las abultadas mejillas de Elisa perfilaron una intencionada mueca:
—Así que va a ver a su novio, ¿verdad?
—Sí —respondió la joven. Por desgracia esa señora era vecina de Peter.
—¡Ay, el amor! ¡Qué maravilla!
—No es ninguna maravilla, mamá.
Las últimas palabras habían sonado a veredicto maquinal de Ana; una muchacha de mirada cambiante, revelada a través de sus gruesas gafas.
—Hola, Mary —saludó con amarga sonrisa.
Esta titubeó, pero no quiso resultar descortés:
—¿Han estado mucho tiempo en Londres?
—Dos días —respondió Elisa—. Ha sido maravilloso. Se me saltaban los ojos al pasar por tantos escaparates.
—Sí. Hay muchas tiendas —interrumpió Ana. Y mostró resignación al añadir—: Pero los vestidos no me sientan bien. Además, él no se fija en mí.
—¡Él no se fija en mí! —repitió la madre con retintín—. ¡Calla de una vez! Solo dices sandeces.
Su hija bajó la cabeza.
—¡Ay, Mary! —Elisa gesticulaba sin reprimirse—, no va a creerse lo que ha sucedido. Hemos encontrado la habitación privada llena de humedad. Por supuesto, la he rechazado. Así que aquí estamos; esperando que la compañía nos facilite una en condiciones. Si no, deberá resarcirnos y devolvernos hasta el último penique. La verdad, no me imagino toda la noche, sentada en una de esas butacas. —Se rio de forma estridente. Y al advertir un mohín displicente por parte de Ana, espetó—: ¡Venga! Cómetelo todo. Nunca serás una venus, pero al menos conserva la salud.
Atónita por aquellas palabras, Mary tomó un pequeño trago de vino y se levantó.
—Señora Elisa, que les aproveche la comida.
—¡Oh! ¡Ya se va! Supongo que coincidiremos durante el viaje. Tengo tantas cosas que contarle de Londres.
—Seguro que sí, mamá —manifestó Ana con la mirada perdida.
Mary Iba a salir. En ese momento las puertas se abrieron, lo cual la sobresaltó. El italiano esbozó un gesto de saludo, correspondido de similar manera, como si los silencios hubieran estado pactados de antemano.
La soledad del compartimento se interrumpió: el aristócrata había regresado del almuerzo. Mary simulaba contemplar el paisaje, cuando aquella voz atenorada la desconcertó:
—Una excelente tarta de manzana, ¿verdad?
—¿Cómo sabe usted lo que he tomado? —Un mechón de cabello pelirrojo le invadía la frente, algo pecosa.
—Mi intuición no suele fallar —respondió él de forma pausada.
—¿Intuición? ¡Ah, ya!
—En esta ocasión, avalada por esa pequeña mancha que lleva.
En efecto. Había una mácula en el vestido gris. «¡Qué ridícula me siento!», interiorizó Mary.
—Discúlpeme. —Se levantó como un resorte.
Salió en dirección a los lavabos, situados al final del pasillo. Allí comenzó su particular lucha de agua y jabón, tratando de ceñirse a la reducida zona afectada. Minutos después, al secarse el tejido, resopló aliviada.
De regreso al compartimento, entrevió unas sombras. Avanzó unos metros más hasta que… ¡Cielo santo! La señora Elisa y su hija se estaban acomodando allí. ¿Acaso no era el tren suficientemente grande?
—¡Mary, usted aquí! —profirió la mujer mientras un mozo colocaba en el portaequipajes su bolso—. ¡Oh! ¡Viajaremos juntas! ¡Cómo lo celebro! Sí…, ya ve. Me hicieron esperar para nada.
—No sabe cuánto lo siento —ironizó la joven.
El italiano esbozó una mueca de inopinada complicidad y continuó leyendo.
—¡Bien! Al menos, son unas butacas cómodas y hay espacio para estirar las piernas —señaló Elisa—. Eso sí. Ya me encargaré de ajustar cuentas con la compañía.
¡Qué viaje más largo se presentaba! Mary podría esgrimir cualquier excusa y huir de allí; algún sitio habría para sentarse. Claro que no iba a dejar a este hombre, tan poco corriente, con las dos intrusas. «¡Pero qué tonterías se me pasan por la cabeza!», volvió a reprocharse.
Si no quería ser abordada por Elisa, tenía que darse prisa y sacar del bolso un pequeño poemario.
—¡Vaya tiempo más horrible! ¿Verdad, señorita Mary?
Esta advirtió que el italiano había separado la vista del libro al oír por primera vez su nombre.
—Sí. Muy desagradable —respondió la joven a Elisa, sin mirarla.
El italiano se fijó también en las tapas nacaradas que Mary sostenía. Se atusó la barba, con leves movimientos afirmativos de cabeza.
—Son poemas de John Milton —le indicó ella, en una mezcla de complacencia y cautela.
Daba la sensación de que, en efecto, ese aristócrata conocía al poeta inglés. Y como si de otro acuerdo implícito se tratara, él y Mary se abstrajeron del lugar, sin más, inmersos en las correspondientes lecturas; impelidos por una especie de coraza intelectual forjada en el nuevo campo de batalla.
Ana canturreó algunas notas, hasta que su madre le dio una palmada sobre las piernas. Entonces miró hacia la ventana, como si no viera nada concreto.
La señora Elisa se había quedado dormida, y eso explicaba que guardara silencio; que dejara de interrumpir a Mary con cualquier comentario banal. La hija, por su parte, seguía sumida en letargos mortecinos.
El italiano cerró el libro.
—Así que le gusta la lectura, señorita… Mary —habló por fin, con pausado tono.
A ella le hizo gracia oírle pronunciar su nombre. Pero enseguida sacó a relucir cierto orgullo:
—Sí. Me gusta.
—Bien. ¿Ha leído algo de Walter Scott?
—¿Walter Scott…?
—Sabrá a qué escritor me refiero.
—¿Por quién me ha tomado? —espetó la joven. Lo observó con detenimiento antes de recitar—: «A los tímidos y a los indecisos todo les resulta imposible, porque así se lo parece.»
—¡Perfecto! Me ha sorprendido usted. Quizá conozca esta otra cita suya: «La venganza es el manjar más sabroso condimentado en el infierno. » Veo que no me ha fallado la memoria —añadió aquel, irónico, como si pensara en alto.
—Sí. Pero nunca me agradó. —En la mirada de Mary afloraba un adarme de contrariedad.
Él hurgó en los bolsillos de la americana y sonrió. «¡Vaya! ¡Ese hombre es capaz de sonreír!», pensó la joven.
El italiano acababa de extraer una tarjeta. No atinó al sujetarla y se le escapó de las manos; fue a depositarse cerca de los pies de la muchacha. Ella la recogió, mientras le echaba un vistazo fugaz:
Onari di Vito impartirá una conferencia en el salón de actos de la Universidad de Verona, el 5 de mayo de 1898.
Hacía un año de dicha fecha. Mary se la devolvió y contó hasta tres antes abrir la boca:
—Señor di…
—Di Vito —subrayó él, como quien se muestra orgulloso de un blasonado apellido—. Así figura en la tarjeta. Aunque para abreviar puede llamarme por el nombre de pila. Si no lo ha retenido, se lo recuerdo: Onari.
—Señor Onari, en el pasillo hizo mención de su… videncia. Lo siento, no pude evitar escucharle.
—Ya. Habrá oído también lo que dije respecto a mi memoria.
Mary lo confirmó con una tímida mueca.
La joven iba a realizar un comentario cuando el rostro, absorto y simple de Ana, adquirió aires de repentina trascendencia: sus dedos iniciaron un tamborileo sobre los afelpados apoyabrazos.
Condicionado por ello, Onari di Vito mostró el puro a Mary y salió del compartimento para encenderlo de nuevo. Ella había cometido una injusticia ante este aristócrata, en principio de apariencia adusta y engreída; obligado, en realidad, a convivir con una abigarrada combinación de recuerdos y olvidos.
—No se fíe de ningún hombre. Las chicas guapas se creen infalibles. —Emergió Ana de su extraño estado para adentrarse en otro, no menos enigmático.
—No ha de preocuparse por ello —respondió Mary con grave acento—. Y deje de mover los dedos, por favor.
«¿Por qué diablos me habrá dicho Ana eso? —se preguntó—. ¡Bah! Simple despecho hacia la humanidad. Esta chica, además de poco agraciada, está para que la encierren».
Ana volvió a canturrear, con la vista dirigida al pasillo. Mary apretó los puños y siguió la lectura, intentando obviar la aguda y desafinada cadencia que enturbiaba la atmósfera del lugar.
Elisa acababa de despertarse. Estiró los gruesos brazos y uno de ellos casi alcanza a Mary. Situó luego las manos sobre la cabeza, algo aturdida:
—¡Uf! ¡Cómo me duele! ¡Y el estómago! Acompáñame al baño.
—Sí, mamá.
—Seguro que la carne me ha sentado mal
—¿Y eras tú la que me obligabas a comer?
—¡Calla, estúpida! ¡Yo qué sabía!
Madre e hija habían salido y se respiraba tanta paz. «Dos historias en el destino», recordó entonces Mary con alivio; quizá el hielo entre los dos se había roto. ¡Si dejara el dichoso puro antes de que las intrusas regresaran!
Semejante deseo se cumplió un minuto después. El italiano había soltado el pomo de la puerta y se disponía a tomar asiento.
—Señor Onari.
—¿Sí? —él le dedicó una inquiridora expresión.
—Es acerca del libro. Debe de ser muy interesante.
El hombre repitió el tic de colocarse las gafas y manifestó, inclinándose hacia Mary:
—Quizá se lo preste cuando lo termine. No necesitará fisgonear durante mis ausencias.
La muchacha cerró los ojos y sus dientes rechinaron. Alterada por un pitido del tren, los abrió enseguida. La rabia contenida se tornó en desconcierto al sentirse observada con fijeza.
—Señor Onari —se rehízo—, no me ha gustado su tono.
—¡Oh! —El italiano dejó transcurrir unos segundos de reflexión—. Nadie es perfecto, aunque nos creamos superiores a los demás. No... No lo digo solo por usted.
—¿Por mí?
—Esa señora y su hija. Las considera una especie rara, a la que hay que evitar.
La atajó al observar un amago de réplica:
—Yo también peco en ocasiones de soberbia. Lo reconozco.
Inmersa en el asombro, ella comparaba a ese hombre con un océano repleto de tesoros y peligros.
—Quizá todos encerremos un mister Hyde, en mayor o menor medida —reconoció la joven.
—Ambos, señorita Mary, nos parecemos más de lo que se cree, y no solo por la afición a la literatura.
Los iris azulados de la joven desprendieron un nuevo brillo. Ralentizó entonces el ritmo de las palabras:
—Su amnesia… ¿Le preocupa?
—En realidad, no afecta tanto a los hechos cotidianos como a los trances. Lo experimentado en esos momentos de gloria queda borrado si no lo transcribo a tiempo. Una alegoría de la vida: los encumbrados ignoran que su poder pende de un hilo. —Señaló el diario—. Ahí está el mío: fracciones de una memoria vidente.
El ambiente tranquilo fue abordado por unas voces cada vez más próximas:
—Mamá, tú nunca me comprenderás —sentenciaba Ana con lentitud.
—Algo me sentó mal y solo se te ocurre decir tonterías.
Tras unos segundos de muda resignación, se produjo el temido chirrido de la puerta. El intenso perfume, recién utilizado para camuflar olores más orgánicos, impregnó el aire.
—¿Se encuentra mejor? —se vio Mary obligada a preguntar.
—Algo. Algo mejor...
Mientras Elisa seguía hablando, sin ser apenas escuchada, Onari di Vito asintió, también a modo de afectado cumplido. Luego alternó una efímera visión del libro con la de Mary, que a la vez lo observaba con reforzada curiosidad. Luego trató de concentrarse de nuevo en la lectura del primer relato. El italiano reprimía así la constante tentación de pasar deprisa las páginas y llegar pronto a la siguiente historia, en una placentera espera intelectual. Anhelaba saborear su contenido, fuera cual fuera. Solo sabía que el tren era un lugar propicio.
Ana volvía a esgrimir notas desacordes.
—¡Cállate! —exclamó Elisa. Y añadió—: Veintidós años que ha cumplido esta hija mía, y parece una adolescente de trece.
Mary clavó las uñas sobre las tapas del poemario; consideraba, de momento, finalizada su conversación con el aristócrata. Y entre versos, alternaba la imagen cambiante de las ventanas, salpicadas por escurridizas gotas de una lluvia intensa. Su respiración al acercar la cara se condensaba en el cristal.
Observó que los ojos verdes de Onari di Vito se habían cerrado. Contempló entonces los ondulantes cabellos y las gafas caídas sobre la nariz rectilínea. Condujo la vista hacia los bolsillos de la chaqueta, donde la tarjeta se asomaba por el escondrijo de tela marrón, y la dejó volar después hasta el portaequipajes. Allí, junto a la bolsa, permanecía aquel diario, oscuro e impasible.
Una calma extraña se había apoderado del compartimento, cuando Ana se incorporó.
—¡Mamá, la pastilla!
—¡Vaya! Siempre se me olvida… Es para la tensión.
Mary pergeñó una mueca.
—No hemos traído agua… Mejor. Pediré que me preparen alguna infusión. Vamos —ordenó a su hija—. Ambas se perdieron de nuevo por el pasillo.
Minutos después, Mary intentaba sumergirse en los poemas de Milton, pero sonó una estentórea voz que despertó a Onari di Vito: un animador anunciaba el espectáculo de música, sorteo incluido, que iba a celebrarse a las 20.30h. El italiano se desperezó y salió, seguramente con dirección a los lavabos.
Era el momento. Mary esperó a que se alejara lo suficiente. Respiró hondo y se alzó de puntillas para alcanzar las tapas negras del diario. Las abrió. Había fechas, direcciones, referencias a escritores rusos y un apartado de apuntes, con hojas recambiables. No encontraba mucho sentido en las frases inconexas e inacabadas, con letra casi taquigráfica; como si tratara de descifrar un códice. Pero su curioseo creciente recibió un frío envite al pasar a la siguiente página:
Borrador 1ª Opción: Cometer el crimen… Al principio las palabras justas. Que la muchacha gane confianza poco a poco…
«¡Dios Mío! ¿No será este hombre un…?», no se atrevió a concluir el pensamiento.
Agarró aquel tesoro críptico con mayor fuerza. ¡Cielo santo! Había muchas tachaduras.
Unos pasos la sobresaltaron. El pulso le tembló, y tuvo que realizar un esfuerzo para atinar al reponer el diario en el portaequipajes. ¿Regresaba ya Onari di Vito?
Retrocedió, rauda, el espacio que la separaba de su butaca. Enseguida lo vio a través de la puerta, a punto de abrirla. Nada más entrar, él se sentó en silencio, con el libro en las manos. No podía ser un asesino. ¡No!
Mary intentaba ralentizar la rueda del agitado pensamiento; contrarrestar la incertidumbre, acompañada de tristeza y decepción. Aquella escena se reflejaba en los cristales bajo la sombra de otro túnel, mientras el traqueteo con sabor añejo de la maquinaria se intensificaba. Por momentos, el convencimiento de una acerada realidad dio paso a la esperanza: quizá solo se tratara de una glosa utilizada en cualquier discurso. Pero… ¿qué mensaje querría transmitir con aquellas frases?
Se sobresaltó al recordar la desagradable cita de Walter Scott: «La venganza es el manjar más sabroso condimentado en el infierno.» Sí. Onari di Vito la había pronunciado con cierta intención. Y buscó una respuesta a la pregunta que su mente dictaba: «Vengarse de mí, ¿por qué?» Acto seguido, recordó las palabras de Ana, ¡esa infeliz!, al referirse a los hombres y a las chicas guapas que se creen infalibles.
Comunicar sus sospechas a los responsables de seguridad no sería prudente; aún no disponía de argumentos para ello. De momento solo vigilaría cualquier gesto, tono de voz o cambio de actitud del aristócrata. No comprendía cómo un hombre así, culto, iba a exponerse al peso de ley.
Mary oteó el pasillo: la señora Elisa aún no regresaba. ¡Por Dios! ¿Quién iba a preconizar semejante deseo?
Tan temible era el silencio que flotaba en el ambiente como el riesgo de un sospechoso comentario por parte de él. Estaba indecisa sobre si quedarse o alejarse de allí, pero el italiano ejercía una fuerza ignota. Y en esa amalgama de sensaciones, ella seguía buscando un resquicio donde albergar la más nimia posibilidad de considerarlo inocente. Si le confesara su preocupación, quizá se solucionaría todo… ¡No! No se atrevía. Empeoraría la situación.
Dudó si celebrar o lamentar oír el crujido de la puerta.
—¿Se ha tomado la pastilla, señora Elisa?
Ajenos a la evidente respuesta, los ojos de Mary se cruzaron con los del italiano. Tras controlar la respiración, intentó discernir si se trataba ahora de una señal de empatía o de una escrutadora táctica hacia la víctima elegida.
Llegaron a Peterborough. Había desaparecido la atmósfera grisácea de la tarde, y las farolas representaban el único medio de apreciar las agitadas ramas de los árboles que lindaban con la estación.
Una emoción disimulada recorrió el cuerpo de Mary cuando entró en el compartimento una señora delgada de mirada dulce, que rondaba los setenta años. La joven le indicó la butaca contigua a la suya.
La recién llegada se quitó el sombrero y alisó su cabello canoso, al son del reanudado traqueteo del tren.
—Con este viento no puedo estar muy presentable —afirmó risueña, a modo de susurro.
—¡Oh! ¡No diga eso! —Mary trataba de sobreponerse a la impresión recibida. La mujer sonrió.
El semblante de Mary cambió al observar a Onari di Vito. Él había interrumpido la lectura del libro para realizar un escueto gesto de bienvenida.
Elisa interceptó el brazo de su hija, hasta impedir que siguiera deslizando el dedo sobre el cristal que comunicaba con el pasillo. Giró entonces la cabeza, con aires inquiridores.
—¿Viaja usted sola? El trayecto es largo. Y a su edad, ya se sabe…
La anciana, tras advertir un mohín de rechazo en la cara de Mary por el comentario, respondió:
—Mientras mis piernas aguanten, lo seguiré haciendo así. Este tren me trae muchos recuerdos.
Mary celebró la respuesta con un gesto de resarcimiento. Elisa frunció el ceño antes de colocarse la mano sobre el estómago.
El convoy discurría entre la oscuridad de la campiña inglesa. La lluvia acompañaba con renacida decisión al viento, en forma de ríos noctámbulos e inestables sobre la ventana; aunque a Mary le preocupaba más lo que esta reflejaba: el pasillo, donde el aristócrata italiano se hallaba envuelto, una vez más, en el ritual del puro.
Elisa y Ana salieron del compartimento, guiadas ahora por un empleado de la compañía que las había ido a buscar. Quizá se tratara de alguna medida preventiva; de llegar a cualquier tipo de acuerdo para evitar una posible reclamación, que con pasajeras así nunca se sabe.
Tras ese razonamiento, las palabras fluyeron con relativa libertad, condicionadas por la estática pose del italiano y el vaivén de los pasajeros que pasaban por allí.
—Es usted tan parecida: los mismos ojos grises, la voz...
—¿A quién, señorita?
—A mi abuela… Se llamaba Mary, como yo —enfatizó la joven, con ojos vidriosos—. Tengo ahora la sensación de que ella se encuentra aquí. Espero que sepa disculparme.
—¡Oh! ¡Por Dios! No hay nada que disculpar. Eso que dices es muy bonito. La debiste de querer mucho.
—No sabe cuánto. De pequeña me quedé huérfana y se hizo cargo de todo. Vivía conmigo, hasta que una fuerte bronquitis se la llevó para siempre; fue el año pasado. Creí que el mundo se hundía.
La señora posó una mano sobre el hombro de Mary.
—Confieso que tu reacción me ha emocionado mucho. —Tardó unos segundos en proseguir—: Me hago cargo, porque sé lo que es perder a los seres queridos y hasta los recuerdos. Conozco bien lo que significa la soledad, aunque me queda una hermana; la acabo de visitar en Peterborough.
—Todavía no me ha dicho cómo se llama.
—Tienes razón. Soy un poco despistada —exclamó la anciana, risueña. Sacó un pañuelo y se lo mostró.
La muchacha leyó el nombre en voz alta: Rose.
—Lo guardo con mucho cariño; mi madre me lo bordó. —La mujer estudió la expresión de Mary, antes de enfatizar—: Sí. Soy una vieja despistada; pero, a la vez, observadora. Sé cuándo una persona está preocupada, y tú pareces un libro abierto.
—La abuela… también me hablaba de esta forma.
Rose miró de soslayo hacia la puerta del compartimento.
—Esa mujer y su hija no son personas de tu agrado. Aunque, he de reconocerlo, tampoco del mío. En cuanto al hombre…
Las palabras de Rose luchaban con la barahúnda ocasionada por un inesperado túnel. Mary se acercó a su interlocutora y aguzó el oído.
Onari di Vito se giró, con el puro apagado en la mano, justo cuando el estrépito había finalizado. Al circular de nuevo el tren bajo el cielo, se reanudaba el chaparrón sobre los cristales.
—¿Sabe, Rose, que hay un espectáculo preparado? Lo anunciaron para dentro de unos… quince minutos —Mary cambió de tema, mientras él entraba.
La señora iba a responder cuando intervino el italiano:
—La he escuchado.
Ambas trataron de disimular cierto sobresalto. ¿Acaso había oído la conversación anterior? ¿Sería a causa de esa dichosa facultad de visionario?
—Me refiero a la fiesta.
Mary creyó soltar un lastre. Si bien las postreras palabras del aristócrata tampoco aseguraban nada.
—Quizá se diviertan. Aunque, en mi opinión, este tipo de espectáculo resulta un tanto ridículo.
—¿Está insinuando que nosotras somos ridículas? —espetó la joven, mostrando un tono cauteloso.
—En absoluto. Todos necesitamos olvidar por un momento las preocupaciones. Cada uno elige la forma.
—Esa no es la suya, ¿cierto?
—Me gusta jugar con el tiempo, señorita Mary; detenerlo con la lectura y el pensamiento, mientras lo demás parece girar deprisa. Y este tren reúne todas las condiciones, si obviamos esa clase de diversión. Usted y yo podemos discernir con diferentes varas de medir lo que rechazamos y lo que consideramos que está a nuestra altura. Quizá —concluyó con sonrisa irónica— mis conferencias le resultarían estúpidas si las escuchara.
Sin replicarle, Mary trataba de penetrar otra vez en su interior, donde lo culto y elegante seguía amenazado por una corriente latente. «¡Dichoso diario! No he tenido la oportunidad de descifrar más aquellas frases», pensó.
Onari di Vito consultó el reloj.
—Si desean asistir, les conviene marcharse ya. Han de atravesar dos vagones.
Rose dio unas palmaditas sobre las manos de la muchacha.
—¿Mary…?
—Sí. Vayamos. No es aconsejable permanecer mucho tiempo aquí, encerradas.
El brillo de sus ojos garzos se rebeló contra la fría y complacida expresión del italiano.
La fiesta transcurría en una dependencia cercana al vagón-comedor; allí, donde la madera otorgaba un peculiar aspecto de cabaña lustrosa, sin apenas revestimientos de tela. Al fondo se extendían las estanterías con bebidas, y a escasos metros un músico tocaba la pianola. Mary y Rose llevaban tiempo sumergidas en el trasiego de la mente, engrandecido por el licor de hierbas.
—Sé que no dispondré de muchas oportunidades para mostrarle a usted el diario.
—¡Oh, Mary! Habrá que aprovechar cualquier ausencia de ese hombre. Debemos ser prudentes en cualquier caso…
Un suave chirrido de la puerta distrajo la lectura de Onari di Vito. El mozo que antes había colocado el equipaje de la señora Elisa volvió a entrar. Lo recogió y, tras un tímido gesto, se marchó.
Una repentina intuición indujo al italiano a saltarse varias páginas; las que le faltaban para terminar el primer relato y pasar al siguiente. Fue entonces cuando el tic de ajustarse las gafas adquirió mayor vehemencia. Se sumergió en frases de una familiaridad terrible y sintió como el vello se le erizaba: la memoria resurgía poco a poco. Necesitaba tomarse una copa. Cerró deprisa el libro y se levantó con ánimo de dirigirse al vagón-comedor, que aún seguía abierto para quienes preferían tragos de tranquilidad con hielo.
Eran las diez de la noche. El tren se había detenido en Doncaster, donde debía efectuar un cambio de vías. La maniobra coincidía con el momento en que Mary y Rose salían de unos lavabos.
Rose hizo una silenciosa señal a su compañera al percatarse de que Ana llevaba otra infusión. Ambas esperaron a que se alejara. Cuando reanudaron la marcha, Mary se asomó a los cristales de las puertas abatibles, que les pillaba de paso.
—¡Onari di Vito! —exclamó
Ella las empujó con sigilo: el italiano estaba allí, con una copa en la mano y leyendo el libro, engullido por el ambiente desangelado que se respiraba. Daba la sensación de que iba a permanecer ocupado durante un buen rato.
Ambas renunciaron de forma implícita al bullicio de la fiesta y a la rifa que iba a celebrarse; no había tiempo que perder.
Llegaron al compartimento, al compás de la respiración avivada por las prisas. Mary celebró con una mueca la ausencia de Elisa y su hija —no necesitarían actuar con tacto delante de ellas—, y en especial, que no hubiera rastro de su equipaje. Semejante cuestión pasó enseguida a un segundo plano.
Ya con el trofeo de tapas negras entre las manos, se sentaron junto a la puerta para vigilar el pasillo. Mary se dio cuenta de que había mucho más material escrito del que suponía, incluso con letras más legibles. En otras circunstancias podría bucear en ese excitante océano; la realidad ahora no se lo permitía. Así que regresó a la desconcertante hoja leída antes. Las pupilas de las dos mujeres se deslizaron por el papel, hasta clavarse en un párrafo escrito con trazos intrincados:
En cuanto al viaje a Glasgow, Mary ha de ser también asesinada. Quizá después de llegar a Hull.
—¡Dios mío! —Sonó un gemido agudo, acallado al taparse ella misma la boca.
—Debemos ponernos en contacto con el responsable de seguridad —farfulló Rose, mostrando un inquieto brillo en la mirada.
—¡Mi nombre! Él sabía… que iría en el tren. —Mary amagó un sollozo.
—Sí, querida. Sus dotes de vidente, de peligroso visionario, son ya demasiado evidentes —enfatizó Rose con un movimiento de cabeza.
Salieron sin mayor dilación. Las pisadas producían ecos de tensa soledad, y unas acalladas luces ya se adivinaban, veladas por los efectos de la temperie a través de las ventanillas del pasillo.
—Llegamos a Hull —afirmó la muchacha con tono lánguido.
Avanzaban por la zona de habitaciones privadas, cuando sonó el chasquido de una manivela: la puerta con el número 23 inscrito en una placa se abría.
—¡Es…! —Mary fue incapaz de completar la frase.
—Las oí hablar. —Ana asomaba la cabeza.
—Por eso no vimos antes su equipaje… —observó Rose
—Estaba reservada en Peterborough, pero allí nadie la ocupó. Nos avisaron, y no pudimos despedirnos de ustedes.
—¡Ah, ya! —suspiró Mary.
—Mi madre lo ha agradecido. Ahora está durmiendo; ha tenido un día muy agitado. ¿Quieren un poco de café?
—No debemos importunarla. Tenemos prisa. —Mary amagaba distanciarse.
—Esperen, por favor. Yo se lo traigo.
—Muy amable —intervino Rose, tras unas forzadas miradas de asentimiento entre ella y su acompañante.
Ana había dejado la puerta entornada. No tardó en salir con dos tazas humeantes.
—Les puse un poco de azúcar.
Bebieron con la rapidez que les permitía el calor en los labios. Al finalizar, devolvieron las tazas.
—Gracias. Ha estado delicioso. Pasen una buena noche.
Después del cumplido de Rose, Ana cerró la puerta.
El tren representaba un oasis en las costumbres británicas respecto a horarios nocturnos, pero eran ya las once de la noche y el silencio se extendía a lo largo de todas las unidades. La fiesta había finalizado y acababan de cerrar el servicio de bar. Onari di Vito regresaba con respiración acelerada al compartimento. Se sintió contrariado por no encontrar a Mary; si bien, se lo había temido. El ímpetu de la memoria lo indujo a abrir otra vez el libro y llegar, con pulso alterado, a las últimas páginas del segundo relato: no cabía ya ninguna duda. Corrió de nuevo por el pasillo, en sentido contrario.
Mary señalaba una puerta abierta cuando Rose se enjugó el repentino sudor que le corría por la frente. Entraron en un saloncito coqueto: la moqueta azul combinaba con unas cortinas del mismo color, rozadas por la espalda de John Write, el responsable de seguridad.
—¿En qué puedo ayudarlas? —preguntó, acodado sobre la mesa, antes de levantarse.
Mary se disponía a resumir la situación, pero reparó en la creciente lividez de la anciana.
—¿Se encuentra bien? —Le puso una mano en el hombro; gesto interrumpido al escucharse el inquieto murmullo de unas pisadas. La joven retrocedió, aturdida, guiada por el instinto: vio entrar a Onari di Vito.
Los movimientos aturullados del italiano contrastaban con su habitual impavidez. Las palabras, sometidas a los vaivenes del pecho, sonaban entrecortadas:
—Escúchenme, por favor. Que venga un médico, antes de que sea tarde.
Amagó un gesto de asentimiento ante el semblante pálido de Rose y balbuceó, deslizando las yemas de los dedos por sus pómulos:
—A mí también…
Ante el desconcierto de Mary, John Write llamó al doctor de guardia que se encontraba en un compartimento contiguo. Este no perdió ningún segundo en dar aviso al hospital de Hull. Antes de que se escuchara el trasiego de los caballos y el carruaje, Onari di Vito trató de señalar a Mary. Ella se aproximó, impelida por una mezcla de recelo y compasión, o lo que fuera. Aquel hombre, que para bien o para mal no la había dejado indiferente, respiraba cada vez con mayor dificultad. Recostado sobre una pared, le entregó el libro. La voz estertórea confesó:
—Nunca desearía… su mal. Ignore el diario. Por el amor de Dios, lea… —Onari di Vito le susurró el título incompleto del segundo relato antes de perder el conocimiento.
Mary desprendió un fulgor amargo en la expresión, testigo del desfile horizontal de aquellos dos seres conducidos en camilla; solo quedaba rezar y padecer la espera. Y a ella le podía suceder lo mismo. No. Había transcurrido suficiente tiempo; ya se habría sentido mal. En cualquier caso, lo ocurrido iba a suponer un escándalo para la compañía. Primero, la señora Elisa; si bien lo suyo parecía estar superado. Ahora, Rose y… también él: una persona capaz de despertar tantas sensaciones; distante y, a la vez, comunicativo; altivo, aunque empático en distancias cortas; sospechoso, capaz de recuperar pensamientos ajenos y desmontar una prueba en su contra al desfallecer. ¡El diario! Sabía que ella lo había descubierto. Pero si no le deseaba ninguna clase de mal, ¿por qué escribió las notas, citándola?
John Write se marchó; debía ponerse en contacto con el responsable del vagón-comedor.
Mary permanecía allí y sostenía el libro en las manos, con el eco de las palabras al inducirla a descubrir lo que encerraba aquella historia. El repiqueteo que ella ejercía sobre las tapas era constante: quería abrirlas, pero desistía una y otra vez, en una pugna contra la curiosidad, para levantarse y trazar pequeños e irregulares pasos.
Las manecillas del pequeño reloj de pared habían avanzado una hora. El responsable de seguridad regresó, por fin, con rostro más relajado.
—Están fuera de peligro. Por fortuna, la señora es fuerte, a pesar de la edad.
Mary resolló. Luego cerró los ojos y juntó las palmas de las manos, como si de algún ritual se tratara. Unas lágrimas se deslizaron por las mejillas, mientras escuchaba a John Write.
—Ahora conviene que se marche a descansar, señorita. Es muy tarde.
—Sí —respondió la joven, entre renovados suspiros. Aunque sabía que de momento no iba a dormir.
Salió de la pequeña estancia, y el aliviado reflejo de su semblante saltaba veloz entre las ventanas del pasillo. Cayó en la cuenta de que las farolas de Hull se movían; el retrasado traqueteo del tren había regresado sin avisar. Cualquier amago de temor relacionado con el diario se solapó con un inopinado sentimiento de culpabilidad por mantener a Peter alejado de la mente.
Cruzaba el área que comunicaba con las dependencias privadas, embargada por la impresión de que no había nadie más a bordo. El convoy se dirigía a Newcastle, donde permanecería hasta las siete de la mañana, y los pasajeros reponían fuerzas junto a Morfeo, a la espera de una hermosa ruta por la costa hacia Edimburgo. A ella le hubiera gustado disfrutar del espectáculo en compañía de Rose y de Onari di Vito, lejos de ser considerado sospechoso de… ¡Cielos! Las últimas palabras del italiano, con esa mirada al desfallecer, volvieron a invadir sus pensamientos. Y sin detenerse en buscar respuestas a todas las preguntas que bogaban en el aire, sintió una efímera y repentina frustración por no seguir con él la lectura de lo que sucedía en ese relato.
Por desgracia, la situación no le permitía tales licencias. Aceleró el paso y casi tropieza al atravesar una puerta que separaba dos secciones del pasillo; justo cuando divisó a Ana con camisón, como si esta hubiera deambulado todo el tiempo.
«¿Qué hace allí? ¿Acaso esa estúpida padece sonambulismo? ¿Por qué retrocede ahora hacia la habitación y se encierra en ella? En cualquier caso, no es problema mío. Ya tengo demasiado en lo que ocuparme», pensó Mary.
Llegó al compartimento, más solitario que nunca; y sin perder tiempo, abrió el libro. Carente de paciencia para consultar el índice, pasó las hojas a tientas en busca de la narración, hasta encontrar un párrafo de apenas seis líneas impresas que delataba el final de la obra anterior. Tras un ralentizado movimiento, sujetó la deseada hoja en blanco que daba paso a una página impar, anunciando: Viaje a…
Fueron unos segundos de interrupción, antes de completar la lectura del título. Dejó de parpadear. En los ojos se iban quedando grabadas todas las letras escritas con cuerpo mayor: Viaje a Glasgow ¿A Glasgow…?
Junto a la raya horizontal, extendida a lo ancho de la página, figuraba «Otivid Iranov». Se disponía a iniciar el relato, cuando quedó atrapada entre aquellos caracteres. El instinto la recondujo hasta una maquinal búsqueda hacia atrás; respiración contenida, las palmas juntas, a modo de rezo, y la clave, ¡por Dios!, descifrada, leída al revés, con una «v» añadida que le otorgaba aires rusos: ¡vonarI divitO…! ¡Onari di Vito! ¡Cielo santo! ¡Ese…! ¡Ese impredecible italiano era el autor!
Todo rastro de sueño y cansancio desapareció. Sumida entre el pasmo y la impaciencia se topó con las primeras líneas:
Faltaban escasos minutos para que el tren con destino a Glasgow partiera del andén número siete, en la estación londinense de Kings Cross…
«Viaje a Glasgow», repitió suspirando con fuerza. Y al musitar las siguientes líneas, una palabra se le clavó en la pupila:
MARY protegía el sombrero del viento y se recogía los bajos del vestido, dispuesta a subir la escalerilla del vagón…
Un flujo de estremecimiento la envolvió al verse reflejada; al sentirse como una marioneta manipulada por letras impresas.
«Sí, cariño. Iré a la estación. Tu Peter»…
—¡Peter…! ¡Dios mío! ¡El telegrama!
La joven entró en un compartimento de butacas mullidas, que hacían juego con los portaequipajes de caoba...
Separó la vista de la página y lo contempló con la boca abierta, ahora más desangelado que nunca. Regresó rauda a la lectura:
—Buenos días —saludó a la única persona allí presente…
Un hombre de aspecto aristocrático, que rondaba los cuarenta y cinco años, alzó con aparente desgana la mirada del libro que leía…
¡Onari di Vito…! El rostro de Mary se repetía nuevamente en la ventana moteada por la lluvia y el asombro: el italiano se erigía a la vez en personaje y autor de la narración en aquel mismo escenario. Y en medio del impacto, trataba de razonar sobre tan extraordinaria videncia.
Se sumergió de una vez en el relato, abstraída del traqueteo de un tren que circulaba ahora en planos paralelos de la conciencia.
«¡Mis pensamientos!», decía una y otra vez a medida que revivía lo sucedido: una página y otra, evocando el porte seguro y a veces enervante del italiano; la mirada y la voz dulce, protectora, de Rose; hasta llegar a las últimas palabras que aquel pronunció con apenas aliento:
—Nunca desearía… su mal. Ignore el diario. Por el amor de Dios, lea…
Las anotaciones encontradas en el diario adquirían ya un sentido: borradores que ulteriores golpes de clarividencia seguramente habían relegado. Mas la ansiedad aumentaba a medida que se aproximaba al presente, amenazado por unas páginas turbadoras.
Llegó al compartimento, más solitario que nunca; y sin perder tiempo, abrió el libro. Carente de paciencia para consultar el índice…
En efecto, temía encontrarse a sí misma. Cerró los ojos. Sabía que al abrirlos cruzaría la frontera inmersa en un dédalo de espejos. Se armó de valor y separó los párpados, antes de leer con caracteres pequeños:
Se armó de valor y separó los párpados, antes de leer con caracteres pequeños:
Unos pasos inesperados se acercaban por el pasillo…
«¿Pasos inesperados…? ¡Cielo santo! ¡Los estoy escuchando!», bramó en sus adentros, segundos después.
Sin soltar el libro, se levantó. Asomó la cabeza y la vio acercarse, envuelta en su camisón; con la mirada perdida bajo las lentes, más gruesas que nunca.
—Por favor. Mi madre necesita verla —manifestó Ana.
—¿A mí?
Dudó qué hacer. Pero la curiosidad pudo más que el rechazo. ¿Qué querría esa mujer?
Siguió a Ana. Como si de una aparición se tratara, esta caminaba a lo largo del pasillo, y luego a través del coche-cama, sin girarse, hasta que su fría sonrisa señaló la placa con el número 23 grabado.
Entraron. Mary oyó cerrarse la puerta, justo cuando buscaba a la señora Elisa. Las paredes revestidas de madera formaban un saliente que ocultaba la cama y el baño.
—Un momento. Ahora saldrá —dijo Ana, que se perdió tras la estructura de la habitación.
Mary decidió esperar, sentada en una pequeña butaca… ¡El libro…! Lo abrió por el punto. Hasta entonces no se había percatado de la imagen del niño Jesús. La acarició de forma instintiva: sí. Onari di Vito utilizaba estampitas.
—Puede venir.
Sobresaltada por la voz de Ana, se levantó deprisa. A modo de inesperado sueño, el tiempo comenzó a ralentizarse; todo flotaba alrededor. Al caminar por el compartimento, creía introducirse en un sendero limitado por las paredes. Avanzaba y avanzaba, hasta que su propio grito la despertó con brusquedad ante un embozo de sábanas del que sobresalía, ¡oh, Dios mío!, una cara pálida y rígida, con los ojos abiertos.
—No, señorita Mary. Ella ya no podrá humillarme más —sentenció Ana con lenta cadencia. Unos acerados puntos cruzaban aquellas lentes.
Mary se quedó inmóvil. ¡Maldita sea! He de salir de este lugar.
—Ya lo ve. El mundo siempre me ha rechazado. He sido objeto de desprecio. Usted, en cambio, es muy afortunada y bonita. Atrae a la gente, se siente admirada por todos. Hace tiempo que lo sé. Solo necesitaba un ambiente adecuado y poner fin a semejante injusticia. Primero mi madre, sorbo a sorbo. Luego, esa vieja; a su querida amiga seguro que le gustó el café que tomó. Y el italiano… Vi cómo la miraba. Ignoro si le eché suficiente veneno. Al menos, conseguí distraerlo unos segundos. «Mi tía necesita una manzanilla ¡Qué tarde es! ¿Ha visto qué reloj más bonito?», algo así le dije y se giró, olvidándose del vaso con hielo. Sí, era cuestión de eliminarlos también. Ahora, ellos no pueden acompañarla, ni protegerla.
—¡Policía! —Mary corrió hacia la puerta. Se le cayó el libro al suelo.
—Está bloqueada —espetó Ana, que recogió el ejemplar y lo abrió por la señal de la estampita. El rostro insidioso se paralizó ante el reflejo impreso de lo que acababa de escuchar y ver, secundado por la propia dicción:
—¡Policía! —Mary corrió hacia la puerta…
Ana la observó, como si por un momento tuviera que compartir su asombro, y leyó en alto las siguientes letras pequeñas:
—A mí, nadie me quiere. Tampoco Peter. Su novio me rechazó. Él la eligió a usted, Mary… No. Esto no se hace conmigo.
—¡Eso iba yo a decir! —balbuceó después.
—¡Maldita loca!
Desorientada, como si buscara algo indefinido, Ana se adentró en el compartimento.
Mary intentó forzar el picaporte, pero no tardó en escuchar aquella turbada voz al recitar:
Regresaba del baño lentamente, mientras leía, secundada por el chasquido de unas tijeras.
Mary escuchó el choque metálico y sintió las palpitaciones, prolongadas en la garganta reseca. ¡Por Dios! ¡Esa loca se aproxima!
Corrió hacia la butaca, tratando de elevarla a modo de escudo. Ana dejó caer el libro e impulsó las tijeras con fuerza, en escorzo para evitar el obstáculo. Un quejido sordo anunció poco después el goteo que comenzaba a teñir la moqueta. Se produjeron unos pasos renqueantes, hasta que el cuerpo herido quedó inerte, convertido ya en hontanar rojo. Las gafas contemplaban, complacientes y liberadas, los zapatos de Mary.
Acababan de llegar a Newcastle, donde dos camillas cubiertas por unas sábanas eran introducidas en un furgón. Los ojos, a través de los gruesos lentes, observaban ahora la pequeña estancia aumentada. Se trataba de un simple gesto, para afirmar:
—Tomó su propia medicina.
—Sí, inspector —asintió John Write—. Esa clase de personas es la más desconcertante y peligrosa. Al menos, el responsable de comedor y bar se ha quitado un gran peso de encima.
Luego se acercó a la mesa con un vaso.
—Tómese el tranquilizante, señorita Mary.
Ella esbozó una sonrisa nerviosa ante los gestos vivaces del hombre bajito con bigote. Le costaría olvidar el forcejeo y el impulso en defensa propia contra la agresora. El tubo de polvos tóxicos que llevaba Ana en un bolsillo y el desesperado aviso de Onari di Vito al recuperar la conciencia, para que forzaran el compartimento 23 a tiempo, esclarecían el desarrollo de cualquier informe. Y aunque el trance final del italiano al escribir el libro le dictara un final feliz, se había corrido el riesgo de que cualquier desviación inesperada provocara otros desenlaces previstos y luego rechazados. El personal de seguridad había llegado unos minutos tarde; pero, por fortuna, la pericia de Mary estuvo a la altura de las circunstancias.
El tren dejó atrás Newcastle y realizó una de las paradas previstas al bordear la costa bajo las primeras luces del día, ya lindando con Escocia. Mientras la mayoría de pasajeros aprovechaba el momento para fotografiar la naturaleza entre los envites del viento, ella observaba a través de un ventanal del vagón-comedor el mar encrespado y las nubes rojizas que discurrían veloces. Se acordaba de Peter con semblante maternal, convencida de que tal sentimiento no era nuevo. Y al contemplar como una ola rompía contra las abruptas rocas, pensó en aquellas páginas vividas, con la perspectiva que ahora le ofrecía el paisaje; en Rose, cuyos ojos grises revivirían a buen seguro la mirada de su abuela por mucho tiempo. Se preguntó, en definitiva, si podía recuperar ese guiño al destino narrado por el italiano.
Eran las once de la mañana. John Write había sido incapaz de reprimir la lectura del relato antes de entregar el libro a Mary. Llevaba minutos sin notar ya las tapas entre las manos; rodeado de los espejos impresos, que realzaron aún más su fascinación en este antepenúltimo párrafo. Luego inspiró con fuerza y leyó el final:
El tren llegó a Glasgow. Mary echó una mirada evocadora hacia atrás y descendió la escalerilla con el libro bajo el brazo. Vio enseguida a Peter aproximarse, que vociferaba «¡Aquí estoy, cariño!», mientras amagaba alguna que otra cabriola. ¡Sí, es como un niño!
Al caminar por el andén, ella dio un respingo: su nombre había vuelto a sonar, ahora con otra voz. Apartó los ojos del joven, ya dispuesto a abrazarla. Giró la cabeza y la respiración se le aceleró ante la comedida sonrisa de Onari di Vito, adornada por el humo del puro; entre la llovizna, el viento y los crecientes rayos de sol.