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EL RELENTE INVADÍA la cubierta del barco, bajo la bóveda celeste. Allí las estrellas se sucedían, repartidas en constelaciones expectantes: una vez más, la suerte estaba echada.
En el Salón, donde los retos mitológicos se gestaban, varios jugadores seguían el giro recién iniciado de una ruleta, ante el caprichoso tintineo de la bola. Y fue al detenerse esta, cuando las miradas se concentraron en Teo: el corazón le latía deprisa, entre resuellos acentuados.
Apoyó de forma instintiva los dedos en el tapete hasta rozar su ficha, apostada en el signo elegido por la diminuta esfera.
—La «W» de Casiopea —notificó el Crupier—. Señor, el azar le ha elegido a usted y le brinda la oportunidad de alcanzar la Felicidad.
Los ecos de tal sentencia reverberaron en su mente, como lema ya inseparable.
Sus compañeros lo escoltaron hasta la proa, que apuntaba al Norte. Se sentaron todos en círculo, aprovisionados de mantas: ritual de miradas conducidas hacia la «W», ahora con brillo intermitente. Y tras pronunciar frases salmodiadas en aromas de incienso fugaz, Teo se levantó, solemne, absorto ante Casiopea, con la respiración contenida. Las demás constelaciones se fueron difuminando al mismo ritmo que desaparecían el frío y el vaivén del barco.
Cerró los parpados y solo escuchó las voces al unísono, ya muy lejanas, que le despedían: «Buena suerte. Hasta siempre, amigo».
Como si hubiera despertado de un sueño, Teo percibía el paulatino deslumbramiento del sol y el cosquilleo de una brisa. Por un momento se tapó el rostro, pero luego abrió los ojos sin pestañear, como nunca lo había hecho en el mundo real. En en aquel universo, todo adquiría un lustre diferente: el cielo, las montañas, los árboles, el mar…
Se incorporó despacio, consciente ya de que debía esperar cualquier señal. Nada perturbaba esa aparente paz, hasta que de alguna parte surgieron entrecortados lamentos, que consideró premonitorios. Una mujer, vestida con un vaporoso vestido, se mesaba los largos cabellos; como tesoros caídos sobre los hombros para proclamar su inquieta belleza.
—¡En buena hora te hallo, Perseo! —exclamó ella, mientras se reclinaba hacia el recién llegado.
Unos segundos de desconcierto bastaron para intuir la envergadura de la misión.
—¿Casiopp…? —el balbuceo de Teo se interrumpió ante la incertidumbre.
—Sí. Soy Casiopea, esposa del rey Cefeo. Mi Felicidad depende de ti —afirmó la mujer con grave semblante.
Elevó sin más dilación el brazo para señalarle una roca junto al mar. Varias lágrimas se deslizaron sobre sus mejillas.
Él viró la vista poco a poco hasta encontrar el punto señalado; apenas se distinguía un trazo blanco pendido en las grietas.
Intercambiaron una fugaz mirada.
—¡Es Andrómeda! —ratificó Casiopea con un nudo en la garganta—: ¡Perseo, debes salvar a mi hija!
—¡Por el cielo, que Perseo estaba dotado de poder! Pero yo no…—balbuceaba Teo.
—¡Debes tener fe!
—He venido de muy lejos. Y no soy…
—Sí —interrumpió Casiopea—. Eres hijo de Zeus y como tal has de actuar.
—Daría todo por salvarla..., pero no dispongo de poder.
—Confía en ti mismo; el bien ha de superar al mal. Siempre te comportaste como un héroe.
«¡Precio alto me ofrece el azar para lograr la Felicidad!», reflexionaba Teo.
Casiopea prosiguió:
—Las Nereidas, Ninfas del mar sienten celos de Andrómeda; de que yo haya proclamado a los cuatro vientos su belleza; y la detestan. Poseidón prometió inundar nuestras tierras… Nunca le perdonaré a Cefeo que hiciera caso al oráculo; ha renunciado a nuestra hija a cambio de obtener la paz.
El joven resolló, con un movimiento confuso de brazos y la vista clavada en la roca.
—Se encuentra atada a unas cadenas, abandonada a su suerte —continuó Casiopea—. Dependemos de tu valentía.
Teo se arrodilló cabizbajo.
—El tiempo se termina. —La mujer le agarró por los hombros. De repente, su rostro mostró un centelleo inesperado—: ¡He ahí la señal! Pegaso, tu gran aliado.
Él alzó la cabeza y comprobó como un caballo blanco con alas descendía hasta posarse a escasa distancia. «Por qué se me ocurriría apostar en la ruleta», se lamentaba.
Renqueante, sin posibilidad de renunciar a la misión, solo le quedaba respirar hondo y subirse ya al lomo de Pegaso.
Casiopea lo escudriñaba, arañándose el cuerpo con las uñas. Vigilaba el mar y cualquier alteración indeseada en las olas, mas no había aún indicios de que surgiera Ceto, el monstruo marino, para ejecutar el sacrificio.
Teo percibió una corriente ignota en las manos; no parecían suyas; las apretaba con renovada firmeza sobre el cuello del caballo. Juntó las piernas, como si tuviera que aplastar al animal, que inició el galope ascendente; vencía así el vértigo del vuelo a lo largo de la costa abrupta. Un flujo de calor lo envolvió, mientras comenzaba a percibir el espíritu de Perseo en su interior: los recuerdos de la niñez hasta las últimas hazañas acometidas…
Se aproximaba con celeridad a la roca, y el hechizo de una mirada celeste, esperanzada, se apoderaba de él para infundirle valor. Frente aquel embrujo cualquier resquicio de temor se esfumó.
El rey Cefeo, con rostro de preocupación y arrepentimiento, estaba rodeado de súbditos y curiosos, agolpados a no mucha distancia de allí. Cerró los ojos en una plegaria silenciosa que pugnaba contra la resignación.
Fue entonces cuando un rugido surgió del abismo del mar, y de él emergía Ceto, cual morador de los abismos. Daba saltos que retumbaban entre las rocas, y produjo tal temblor que el renacido Perseo se cayó del caballo. Las pupilas de la encadenada se erigieron en testigos suplicantes de vida, azotados por rubios cabellos al viento.
Enfrente de Andrómeda, Perseo braceaba hacia la orilla en un lance encrespado. Pero el arrojo y la fortuna le iluminaron la voluntad para encomendarse a la diosa protectora Atenea; tantas veces providencial. Desfilaron entonces en el pensamiento las urgentes escenas de su victoria ante Medusa; aquel ser con cara de bella mujer y cuerpo de tentáculos, cuya miraba petrificaba a quien osara observarla.
Los puños de héroe vibraron, y tras el temblor palpó debajo de una ola la cabeza que recordaba haber cortado. Luego la agarró con firmeza, justo cuando el aliento de Ceto rozaba la piel de Andrómeda. Superando el violento vaivén del mar, se encaró al monstruo y le situó enfrente el rostro solitario de Medusa, cuyos ojos rojos emitieron un fulgor pétreo. Ceto retrocedió entre alaridos, hasta quedar inmóvil; hasta convertirse en roca e integrarse para siempre en el paisaje...
Un brillo nuevo se despertó en la expresión de Perseo. Su pecho latía como un corazón grande y exhausto, rodeado del perfume a salvación que desprendía la túnica de Andrómeda.
Izó la cabeza hacia el cielo para agradecer a Atenea la suerte corrida en el trance. Ahora solo restaba cortar las cadenas para liberar a la encadenada. Inmerso en un ritual, escuchó la llamada también aliada del dios Hermes, que le anunció la presencia de su evocada arma: la espada curvada, cuyo mango ya superaba la espuma del mar. Con ella en su poder, se subió a la roca y liberó por fin a Andrómeda: una suave voz, de llanto desahogado, dio paso al prolongado abrazo entre ambos, preludio de la consagración que tanto bendijeron Casiopea y Cefeo.
Con grandes boatos se celebró la boda. En semejante estado de satisfacción, Teo volvió a adquirir entidad propia al creer que había alcanzado la meta. Pero recordó, importunado, que aún faltaba un escollo que le separaba de la Felicidad Absoluta.
En medio de la fiesta, irrumpió Fineo, el tío de la desposada, a quien el rey le había prometido tiempo atrás la unión con Andrómeda. Apoyado por sus seguidores se dirigió con violencia hacia Teo y pronunció soflamas en contra del joven.
Abrumado, Teo volvió a encontrar el gesto exhortador de Casiopea. No disponía de tiempo, solo de implorar a los dioses Atenea y Hermes su influencia para recuperar el valor de Perseo.
Las manos de Fineo le rondaban la garganta, y entonces escuchó un canto femenino cual surgido del mar, acompañado del sonido de una orquesta y del suave viento; los segundos se habían paralizado mientras un cofre cercano emitía destellos. Alargó el brazo y al abrirlo, agarró unos cabellos en forma de tentáculos. Con renovada energía tiró de ellos tratando de evitar el rostro de Medusa. Lo dirigió hacia el intruso, hasta que este quedó convertido en roca. Temerosos, los aliados de Fineo huyeron para siempre sin echar la vista atrás…
Sin enemigos, la celebración llegó a buen puerto, sellada con un brindis dorado que suponía para Teo cruzar los senderos de la Felicidad. Él y Andrómeda obtuvieron descendencia; y en la eternidad del universo, Casiopea los pudo contemplar desde su posición de privilegio.
Los jugadores se emocionaron ante el asiento del amigo ausente. Murmuraron unas palabras antes de situar con renacida firmeza las respectivas fichas en el tapete. El Crupier anunciaba la nueva apuesta y la bola inició el revoloteo caprichoso en la ruleta.
En el cielo contemplado desde la cubierta, otras constelaciones aguardaban su turno; un firmamento donde la «W» brillaba con especial intensidad.