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EL SEÑOR ALFONSO DE RODAS, conde de Lara y Fermín, no efectuó ninguna clase de declaraciones a la prensa tras recibir sagrada sepultura en el panteón familiar. Los brillantes periodistas del corazón no daban crédito a lo que veían y no oían. Ese silencio sepulcral del conde, sin responder a las preguntas tan hábilmente formuladas, crispó los nervios de los inteligentes inquiridores.
¿Por qué se negaba el conocido aristócrata a contestar las cuestiones planteadas y aclarar a la opinión pública sus asuntos privados sobre rupturas y amoríos? ¿Por qué despreciaba a unos grandes profesionales que, como pegajosas y comunicativas moscas zumbonas, rompían el silencio del lugar con inusitado talento? No había derecho a desprestigiar a estos periodistas que luchaban contra viento y marea; víctimas de incomodidades y desplantes, entre soles nocturnos o lunas de mediodía. .
Pero todo tiene un límite. Hartos de la indiferencia del conde, y al comprobar que sus letradas pieles no se bronceaban entre semejantes sombras, dejaron las cámaras y micrófonos a buen recaudo para convocar huelga de sentimientos. Aprovecharon, por supuesto, la ocasión y pidieron un plus por seguridad afectiva, y luego se marcharon mientras vociferaban contra el derecho a la intimidad de quienes cobran por no tenerla. Cuando regresaron a las sedes de sus respectivos periódicos y cadenas televisivas, tan solo les quedaba el recurso de inventarse las respuestas no conseguidas; de trucar unas imágenes, fiel reflejo de tanta venganza y humillación profesional.
Mientras tanto, una vez recuperado el silencio en el panteón, y sin la existencia de ningún moro en la costa, el conde pudo por fin correr su lápida y salir junto a su espectral amante, Victoria Rojas —la que fuera célebre cantante de coplas modernas, ex del matador de toros, Ramón Pergamino de Cienpozuelos—, para dar un tranquilo y frío paseo fatuo, mientras recordaban ingresos y fortunios por exclusivas concedidas en vida. Ya sin riesgo de que la rosa canallesca los descubriera; al menos, de momento.