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Comarca de La Ventera, 1975
AQUELLA TARDE DE OCTUBRE era plomiza. La naturaleza se cernía sobre el campo, extenso y ondulado; franjas verdes, entre grises soledades, como presagio de la tempestad nocturna.
Dos hombres caminaban con dificultad por un simple camino de piedra, rodeados de la arboleda que trepaba con ellos.
—Tenías razón. El tiempo ha empeorado.
—Sí, Juan. Pero, por fortuna ya llegamos. Mira. Allí se encuentra la casa, en la cima de esta colina.
—Ya la veo. Está muy apartada.
—Sin duda, es un lugar seguro… Subiremos despacio; lo digo por ti.
—¿Y la luz? ¿Acaso hay alguien dentro?
—El capitán Jonás. Nos espera.
—¿El capitán Jonás?
—Bien. Sé que debería habértelo dicho antes. Pero no te preocupes. Lo conozco desde hace mucho tiempo y cuenta con mi absoluta confianza. De hecho, este plan no hubiera sido posible sin su colaboración.
—¿Significa eso que mi seguridad depende de él?
Transcurrieron unos segundos antes de que Andrés respondiera:
—Sí, querido amigo.
Juan respiraba ahora con cierta rapidez.
—Es una cuesta muy empinada y estrecha.
—Ahora comprendes por qué hemos dejado el coche un poco más abajo. Subir con él hubiera sido imposible. Podemos pararnos si lo necesitas…
Se detuvieron, y Juan aprovechó para inspirar con fuerza. Enseguida hizo un gesto, sonriente.
—No queda ya mucho. Creo que aguantaré.
Llegaron por fin. Se escuchó el chirrido de una verja.
—Pasa. He de cerrarla.
Avanzaron un par de peldaños. Andrés hizo sonar la aldaba que colgaba en la puerta de entrada.
—Capitán —alzó la voz.
Esta se abrió. Jonás atravesó el umbral, hasta enfrentarse a los golpes de la temperie.
—Vi la luz de la linterna mientras subíais.
—La noche se está echando deprisa; y suerte de que no nos haya llovido… Bien. Ya conoce a mi amigo Juan; puede comprobar que lleva un buen camuflaje.
—Por supuesto… Pero entren, por favor. Dentro estaremos mucho mejor.
La puerta, al cerrarse, aminoró el efecto sonoro de las ráfagas de viento.
—Puedes quitarte la máscara y la peluca —sugirió Andrés.
Juan se desprendió del disfraz con expresión de alivio.
—Sentémonos —el capitán Jonás señalaba unas butacas— Espero que no se haya fatigado mucho, Juan.
—¡Oh! Mi amigo ya se ha encargado de que no fuera así.
—Sí… Como ves, Juan, el capitán ha sabido elegir bien el lugar.
—No sabe cuánto se lo agradezco.
—¡Bah! Lo importante es que usted se encuentre a salvo… Esta es una casa rural que suelen alquilar quienes desean disfrutar de la naturaleza y aislarse del bullicio. Algo completamente normal y que no levanta ninguna sospecha. Lo tengo todo calculado; hasta el aprovisionamiento de comida y bebida, suficiente para dos días. Transcurrido ese tiempo, zarpará un barco de mercancías que le llevará rumbo a América.
—¿Rumbo a América?
—Sí. Es lo más conveniente. Los controles se van a ir intensificando en las fronteras por carretera. La única salida viable que queda es el puerto de Santa Eugenia. Conozco al contramaestre y al armador del buque. Ambos me deben ciertos favores, de los que Andrés podría hablarle…
—Cierto —asintió este—. Ya sabes… Cierta permisibilidad a la hora de transportar mercancía de contrabando.
—Comprendo.
—Su destino —prosiguió Jonás— será Brasil; concretamente Rio de Janeiro. Allí le esperará Claudio Ribera, un antiguo militar chileno huido también de su país… Claro que ese caso fue mucho más sangrante, pues no se trataba de un simple asesinato. Hay muchas muertes y desapariciones que lleva sobre sus espaldas. Pero, en fin, se trata de otra historia. Lo importante ahora es su colaboración. Él le ayudará a establecerse allí, hasta que pueda regresar algún día.
—Voy comprendiendo…
Jonás chasqueó la lengua.
—¿Desean tomar algo? Trajeron varias bebidas. Venía todo incluido en el precio del alquiler de la casa.
—Me irá muy bien. Con tanta tensión tengo la boca seca —indicó Juan.
—Hay cerveza, whisky, zumos…
—Una cerveza.
—Yo también —había dudado Juan—. No creo que mi marcapasos se ofenda por ello.
—Parece esto del turismo rural un negocio floreciente —dijo Andrés mientras Jonás se dirigía a una nevera situada en el mismo salón.
—De eso no cabe ninguna duda. Incluso, hoy en día no son pocos los que alquilan la propia casa de campo para aumentar los ingresos —afirmó este.
Sirvió las bebidas.
—Podríamos brindar. Un brindis para que la suerte acompañe a mi amigo Juan —sugirió Andrés.
—Por supuesto. Estoy seguro de que algún día nos reuniremos y brindaremos de nuevo en mejores circunstancias que las actuales —afirmó Jonás.
Juan había esbozado una tímida sonrisa antes de beber. Se enjugó la espuma de la cerveza y rompió su silencio:
—Yo… quería agradecer las molestias que se está tomando. De Andrés nada de esto me sorprende; nos conocemos desde la infancia y siempre me ha demostrado una gran amistad. Pero usted, en realidad, no tenía ninguna obligación hacia mí.
—¡Bah! Es un placer. Tan pronto me informó él de lo ocurrido, no dudé en ofrecerle mi colaboración. Aunque no seamos amigos íntimos, lo conozco muy bien y lo admiro; eso ya es motivo suficiente para no negarle nada que esté en mi mano. Sepa, por otra parte, que algún sector del ejército me considera una especie de oveja negra; una mancha en tan inmaculada imagen; entre otras causas, por la forma de pensar un tanto extremista que me caracteriza. Conocida por muchos es mi intolerancia hacia los movimientos anarquistas e izquierdistas en general. Mi sentido de la humanidad no incluye a quienes atentan contra el orden social por el simple pretexto de querer arreglar el mundo. Sean cuales sean los medios, lo importante es el fin. Por eso admiro lo que usted hizo…
—No creo que sea digno de admiración —movió Juan la cabeza, con la mirada dirigida hacia el suelo—. Me resulta muy doloroso haber cometido ese crimen.
—Comprendo su estado de ánimo. Pero hay que reconocer la gran valentía que tuvo al deshacerse nada más y menos que de Lorena Blanco, la famosa líder sindicalista… Aunque usted piense ahora lo contrario, actuó como debía.
—En realidad no me movió ningún móvil político; fue una reacción alimentada por el alcohol. ¡Cuánto lamento que la víctima no hubiera sido mi corazón!
—No diga eso... Créame; la sociedad se lo va a agradecer algún día.
—¿De veras? —preguntó Juan con cierto tono de incredulidad.
—El capitán Jonás tiene razón —intervino Andrés—. Lorena Blanco estaba preparando un movimiento revolucionario de graves consecuencias para el país. Eso, amigo, a la larga hubiera producido más muertes.
—He aquí la cuestión. Por ello, dan igual las causas del crimen. Lo importante, como le decía, es el resultado.
—Tengo la sensación de que, con mi accidentada participación, ha visto cumplido su propio sueño; incluso el verdadero objetivo. ¿No es así?
—Yo hubiera sido incapaz de hacerlo —confesó Jonás con voz un tanto forzada.
Juan dejó escapar un mohín de irritación.
—Esta situación es incómoda y extraña para mí. Siento deseos de huir y olvidar lo ocurrido para siempre; necesito ignorar cualquier sentimiento de culpa… Pero una voz interior sale a la luz para torturarme; para hacerme ver los hechos de forma diáfana, sin tamiz alguno. Me considero, de esta forma, una persona sin escrúpulos que asesinó a una muchacha, a la que conoció en la facultad de derecho.
—¿Llegó a intimar con ella? —inquirió Jonás.
—La relación con Lorena se basaba en una amistad especial; un tanto paradójica, ya que era reacia a revelar detalles de su vida íntima. Tan solo sé que tenía una hermana…
—¿Eso le contó?
—Sí, capitán. Pero nunca me hablaba de ella. Ni siquiera llegué a saber cómo se llamaba.
—Acláreme una duda, si me permite. Ya señalé antes que se trataba de una cuestión secundaria; más bien se lo pregunto por pura curiosidad… ¿Al margen del alcohol, ¿qué provocó su reacción cuando la mató? No me puede negar que algo extraño tuvo que ocurrir.
Tras las palabras de Jonás, Juan guardó unos segundos de silencio; como si necesitara indagar en su mutismo antes de responder con lucidez.
—Bien… Ha llegado el momento de confesar todo. Quizá eso me ayude a soportar esta desazón que llevo dentro.
Después de apurar la cerveza, se levantó, pensativo; y de tal forma comenzó su relato:
—La noche del crimen me encontraba en la barra de la cantina donde solíamos quedar, y tomaba el enésimo vaso de ginebra. Sí. Aquel día bebí demasiado. Bebí sin que me importara mi quebradiza salud; porque nada corroe más por dentro que el dolor de los celos…
—¿Los celos?
—Sí, capitán. Surgieron a fuerza de navegar contra la tempestad de los sentimientos; contra el sutil muro que ella había interpuesto ente los dos... Lorena me consideraba un amigo especial, pero nunca candidato a convertirme en su amante. Y tal actitud me hirió; en especial al enterarme de que se relacionaba con otro hombre.
»En cuanto a esa fatídica fecha, como he dicho, la esperaba en aquella tasca; aunque sabía que se trataba de una cita breve: ella no disponía de mucho tiempo… Apareció por fin, en medio de la nebulosa que el alcohol provocaba. Al verme así se empeñó en acompañarme a casa, a pesar de mi resistencia. «Pablo y yo tendremos que adoptarte. No sabes comportarte como un adulto; siempre serás un perdedor. Espabila», me reprochaba mientras conseguía sacarme de allí.
»Aunque yo vivía cerca, quiso llevarme en su coche. Fue una calle más abajo, cerca del aparcamiento, cuando la locura se apoderó de mí. Incapaz de reprimir la rabia y frustración contenida hacia Lorena, puse estas malditas manos sobre su cara, hasta deslizarlas por el cuello. No dejaba de preguntarme: «¿Por qué diablos soy un perdedor? ¿Por qué?» —Un brillo húmedo afloró por los lagrimales de Juan—. Apreté los dedos durante unos malditos y eternos segundos, hasta dejarla tendida en el suelo. Sus ojos abiertos, inertes, parecían juzgarme, en silencio.
Juan se ocultó la cara con las palmas de ambas manos.
—Ahora esto ya no tiene remedio; no hay vuelta atrás. Lo único que nos incumbe es tu salida del país.
—Sí. Andrés tiene razón. Eso es lo mejor para usted…
—El capitán y yo esperaremos la claridad de mañana y mejores condiciones para marcharnos.
En efecto. Fue una noche de tempestad exterior en la casa de la colina. Entre sentimientos callados, frases de adorno y una ligera cena llegó el momento de ir a descansar. Las horas transcurrían serenas, expectantes, derrotadas; tan solo acompasadas por el sonido del viento y la lluvia, hasta que la luz apareció en el horizonte de nubes rojizas y veloces.
—¿Qué tal has dormido, Juan? —Andrés bajaba las escaleras de madera que comunicaba las dos plantas del edificio.
—Me desvelé algo; he dormido poco. Aunque eso carece de importancia. No tengo que ir hoy a ninguna parte.
—Si algo le va a sobrar es tiempo —Jonás salía de la cocina con una bandeja que situó en la mesa de centro junto al sofá—. ¡Pero sírvase! Aquí hay mermelada y café con leche. Le irá bien.
Algunas migas adornaban la alfombra de bambú que le otorgaba a la estancia cierto aire rústico, complementado con las paredes de mampostería del salón. Las tazas, antes tintineantes por las cucharillas, se encontraban ya vacías, desangeladas. Juan las contemplaba mientras se limpiaba los pringosos dedos con los pantalones.
—No sé si te has fijado… En el piso de arriba hay una estantería con libros y revistas —Andrés mostraba la escalera a Juan con el índice—. Quizá te parezca un poco aburrido, pero de momento no se puede hacer nada más.
—No te preocupes. Habiendo libros que leer, las horas se pasan más deprisa.
—Es posible que la policía merodee tu casa. Eso no nos debe importar demasiado; no existe ninguna pista que la conduzca a este paradero. Tan solo debes esperar a que regresemos mañana para recogerte.
—Será mejor que nos vayamos. Hay muchas gestiones aún que realizar y no conviene dejar ningún cabo suelto —intervino el capitán.
—Sí, Jonás… —Andrés se incorporó para colocarse la gabardina. Después dedicó unas palabras a su amigo.
—En cuanto al disfraz —intervino Jonás—, no ha de perderlo por nada de este mundo.
—Lo sé. Sin el soy hombre muerto... Espero un día devolverle el favor.
—Descuide. Ya dije que lo hago por placer y convicción.
—Adiós, amigo. Cuídate y espera nuestras noticias.
La puerta se cerró. Los pasos de Andrés y del capitán Jonás se alejaban, invisibles.
Juan apoyó los brazos en la pared de piedra, junto a la chimenea apagada. Y sobre ellos posó la cabeza, sollozante.
—¡Pobre… pobre Lorena!
El capitán se encontraba a la espera, con el auricular pegado a su oreja.
—¡Clara! —exclamó por fin—, soy Jonás…
Al hablar, se acariciaba la barbilla, bien afeitada, con el índice y el pulgar; y ese gesto lo repitió un minuto después de finalizar la conversación. Entonces fue él quien recibió una llamada:
—¿Diga?... Hola, Andrés. Tenía el teléfono ocupado. Alguien se había equivocado y estaba empeñado en disculparse una y otra vez. Bien. Tengo datos más concretos. El barco sale mañana, a las ocho de la tarde. Recogeremos a tu amigo sobre las seis… Sí. El tiempo justo para que se ponga el disfraz y abandone la casa… Con mi coche será suficiente. Después partiremos rumbo al puerto… De acuerdo… Me parece un buen lugar… Entonces nos vemos allí mañana, a las cinco… Adiós…
Las horas se sucedían con lentitud en la casa de la colina, entre libros iluminados y sombras de meditación. Al llegar la tarde, Juan se asomó al exterior para respirar el aire puro que pudiera limpiar el peso de la conciencia. Divisó las diferentes ondulaciones de la amplia llanura, allá abajo. Y cuando percibía los matices verdes del conjunto, con la idea de que, quizá, Lorena bogara en aquellas nubes rojizas para otorgarle el perdón, su vista se apartó de forma maquinal hasta la lejanía grisácea: toda idealización se derrumbó por un momento. Pero volvió a mirar hacia arriba; y ante el veloz desfile de cúmulos, imaginó que ella lo contemplaba ahora con ojos de mujer y que iba a acompañarlo desde arriba a través del océano rumbo a América, a modo de figura femenina, reivindicadora, luchadora y amante.
Un haz del sol que alumbraba la casa se desvaneció y, de forma irremediable, la imagen grisácea del horizonte de nuevo lo despertó para situarlo ante aquella llanura traicionera.
—¿Por qué no he sido yo el ajusticiado en sus brazos? —cerró lo puños.
La tarde dio paso a la noche, reforzada en el interior de Juan. ¿Acaso iba a disponer de fuerzas suficientes para huir de la justicia y sobrevivir con el peso de la libertad? ¡Oh, Lorena! Seguramente le esperaba la carga de mantener esa alma, tan maternal, ¡maldita sea!, rondando a través del cruel pensamiento; y el recuerdo de su inalcanzable cuerpo… ¿Para qué escapar, en tales circunstancias?
Los sentidos presagiaban algo, y él no sabía de qué se trataba. De pronto albergó la esperanza de liberarse —a saber, cuándo y cómo— de tanto sufrimiento; le faltaba valor para existir, aunque también para morir. Decidió dejarse llevar como una marioneta por el destino: esperar a que el tiempo pasara y dictaminara su futuro. Quizá su corazón agradecería una vida más relajada; después del último infarto padecido, meses antes.
Los presentimientos se intensificaron; decidió aproximarse a la ventana. La temperie se había enfurecido aún más; la oscuridad exterior, profunda y silbante, parecía penetrar en la casa. Parpadeó varias veces. Una Luz diminuta... Quizá se tratara de alguna ilusión óptica debido al estrés acumulado, pues había desaparecido de repente. Sí, eso parecía; pero… volvía a surgir, allí a lo lejos. Ya no había duda. Se acercaba dibujando el camino de subida hacia la casa. ¿Acaso se trataba de…? No. No lo esperaba hasta el día siguiente. «Iré a ver qué ocurre», pensó. No eso sería una imprudencia… ¿Imprudencia…? ¡Tonterías! ¿Qué había de temer? ¿Quién podía ser sino…?
La luz se encontraba ya muy cerca; y como la orientación del último tramo del camino no coincidía con el de la ventana, era mejor acercarse a la puerta.
—¡Andrés! ¡Andrés! —exclamaba mientras descorría el cerrojo.
Apenas asomó la cabeza al exterior; tampoco había luz. Le pareció entonces escuchar un sonido, como de hojarasca pisada.
—No oigo tu voz. Contesta, por favor… ¿Eres tú?
Decidió cerrar la puerta, girar el pestillo; tan solo pudo entornarla. Dio entonces un respingo, y retrocedió aún más hasta que las piernas ya no le respondieron: la puerta se abría, ahora desde fuera, poco a poco, dejando que el relente del exterior penetrara. Pero el frío se hizo extraño cuando la figura de una mujer joven aparecía y se adentraba despacio.
El grito ahogado de Juan apenas superó las palpitaciones que golpeaban su interior. La boca seca y la vista turbia dieron paso a una sensación de vértigo...
El viento penetraba en el salón, como si quisiera otorgar a Juan una honorífica despedida y ahuyentar cualquier rescoldo de culpabilidad en su alma, ahora liberada del inerte cuerpo.
—Entra, Jonás —dijo Clara—. Como suponíamos, su corazón no ha superado el castigo.
El capitán cruzó el vano de la puerta con paso lento. Observó el cadáver.
—Muy bien. Has tenido mucha sangre fría. La verdad, he de reconocer que con este disfraz pareces haber salido de la tumba. Más teniendo en cuenta que erais idénticas.
Clara recordó la conversación mantenida con el capitán días antes, mientras tomaban una copa, al socaire de la música y la distancia entre las otras mesas:
—Hay algo que no deja de sorprenderme —manifestó ella entonces—. Tú siempre sentiste ojeriza hacia Lorena, por su ideología y formas de actuar. Sin embargo, vas a ayudarme a vengar su muerte. ¿Qué ha sucedido con tus ideales, con esa encarnizada lucha contra la izquierda desestabilizadora?
El capitán dejaba que transcurrieran unos segundos antes de responder:
—¡Peculiaridades del ser humano! Si el hombre vende a menudo sus ideales por dinero, por qué no hacerlo por amor; por amor hacia ti…
Pero la situación ahora no permitía distensiones ni exceso de retórica. Jonás señaló la entrada.
—Será mejor que nos larguemos de aquí. Podemos dejar la puerta abierta…
—Sí. Salgamos de esta casa. No quiero quedarme ni un segundo más viendo el cuerpo de este infeliz.
Se dirigieron al coche, guiados por la linterna, tratando de no tropezar con los pedruscos que invadían el serpenteante camino.
—Nunca me ha gustado la oscuridad, y menos en estas circunstancias —suspiró ella al divisar las sombras del camuflado aparcamiento.
Ya en el asiento empezó a cambiarse de ropa. Hizo un además de mirar hacia la casa.
—Espero que tarden en encontrar el cadáver.
—Descuida. Para entonces nosotros nos encontraremos lejos de aquí, rumbo a Brasil. Ahora lo único importante es llegar al puerto antes de las once. El capitán del barco nos espera, pero no debemos retrasarnos.
—No sabes las ganas que tengo de encontrarme a bordo —Clara apuraba la limpieza de la cara con unas toallas perfumadas, en el intento de no dejar rastro de crema blanquecina.
—Yo también, querida. Nuestro sueño de empezar una nueva vida se convertirá pronto en realidad.
La joven asintió, sonriente. Le acarició la cabeza, gesto que coincidió con un paso de segunda marcha a tercera.
—Va a resultar una sorpresa muy desagradable para Andrés —señaló el capitán.
—De eso no cabe duda.
—Ahora he de confesarte algo, Clara. Mi jugada no solo se limitaba a preparar, supuestamente mañana, la fuga de su amigo a Brasil. Le hice creer también que debía abonar una cantidad de dinero para que Juan pudiera acceder al buque de forma ilegal. Él estaba dispuesto a pagar lo que fuera necesario; por supuesto, sin que su protegido se enterara por aquello de no herirle el orgullo. Y eso es lo que hizo, incluyendo el importe que yo había abonado antes por alquilar la casa de la colina.
Clara apartó la mano de los cabellos de Jonás; dibujaba un mohín irónico.
—¿No decías que lo habías hecho por amor hacia mí?
—Claro que sí querida. Digamos que he aprovechado la circunstancia para matar dos pájaros de un tiro.
—¿Sabes? Eres un verdadero sinvergüenza —mantuvo ella la sonrisa.
Él asintió.
—Entonces… el dinero… ¿Dónde está?
—En un pequeño bolso, en el maletero, camuflado con la ropa. Es una pequeña sorpresa que te tenía reservada. Ya te lo mostraré cuando nos encontremos a bordo.
Clara miró la negrura a través de la ventanilla.
—¿Cuánto nos falta para llegar al puerto? Esta carretera se me hace larga.
—No te preocupes. Dentro de media hora estaremos allí.
Clara volvió a mirarse en el espejo.
—Cuando haya más luz me retocaré mejor la cara; además ahora estoy algo nerviosa.
—¿Por qué? No hay nada que temer.
—No sé… Tengo una extraña sensación; como si algo fuera a salir mal. No me gusta esta clase de presentimientos.
—¡Bah! ¡Supercherías absurdas! Cariño, solo hay que creer en lo que tenemos ante nuestros ojos. No debemos preocuparnos por lo que no ha sucedido. Los miedos no nos pueden condicionar nuestros actos y sentimientos.
—Quizá no te falte razón. Perdóname. Supongo que es la emoción contenida por todo: haber provocado la muerte de ese hombre; el paso que vamos a dar... Ya sabes…
—Comprendo.
Dejaron atrás dos curvas cerradas. Clara posó entonces el dedo índice sobre el cristal de la ventana.
—Jonás, ¿es aquella la casa de la colina? Allí, a lo lejos.
—Sí. Aún no la hemos perdido de vista del todo. No hay otra por esta zona.
—Pues juraría que salía una luz de...
—¿Una luz?
—Sí. Como un fogonazo.
—Será… un meteorito o algo así.
Apenas habían disertado sobre la naturaleza de aquel resplandor, cuando enfilaron una recta, algo más larga. A medida que la recorrían, los faros comenzaron a iluminar dos figuras con acerada mirada.
El capitán aceleró, y al llegar a la siguiente curva perdió el control del coche. Los rostros desaparecían y volvían a surgir, al otro lado del cristal, hasta que los árboles cercanos iniciaron un giro continuo por una ladera empinada…
El interrumpido silencio de la oscura naturaleza regresó. Las dos ánimas paseaban, unidas por un sentido eterno de comprensión mutua; arrepentidas del daño emocional y físico que respectivamente se habían infligido en vida. Sintieron, horas después, conmiseración por el rostro desencajado de Andrés ante el cuerpo sin vida del amigo. Pero había llegado el momento de abandonar el lugar y dirigirse hacia mundos por descubrir.