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AHORA ME VIENE A LA MEMORIA aquel decisivo momento. Miraba hacia arriba, envidiando a unos seres que volaban con libertad. Mantenía los ojos firmes y una suave brisa, dorada por el sol, me acercaba a ese anhelo de liberarme de las ataduras del destino. ¿Qué me impedía despegar de un suelo imantado; de cruzar el muro?
Pájaros, de diversos colores y formas, desfilaban bajo cúmulos salpicados por el viento. Pero una constante lucha entre fortuna e infortunio convertía lo blanco en negro. ¿Acaso no podía yo formar parte de tan variado desfile de plumas?
Mi cuerpo impedía que tanta voluntad anímica venciera; ese deseo del espíritu, al cual me había entregado, intentaba manifestarse agitando su bandera alba, y una calma azabache frustraba el aireado movimiento. Cuanto más seguía las huellas del fortunio, más se encadenaba el infortunio bajo los límites del ser humano y la impuesta obediencia.
Me percaté de un movimiento repentino: una bella paloma descendía y se aproximaba, hasta que su vuelo la llevó hasta posarse en mi mano. Parecía sonreírme, mientras los níveos ropajes me acariciaban. Con gran excitación del alma, sentí la proximidad del cielo; como si de repente me hubieran crecido alas: la fortuna quería coquetear ahora conmigo.
Y cuando más cerca se encontraba el espejismo de lo anhelado, la paloma revoloteó hasta dejarse caer sobre mi cabeza y escupir las impurezas que tan excelsa figura había desechado. Vi entonces marcada la mancha de la desventura; siempre acechante; siempre aderezada de frustración.
Pero no tardó en saltar y aletear durante varios segundos, cual colibrí surgido de la nada, para dedicarme un «hasta pronto» a través de la mirada. Aturdido, la vi alejarse de nuevo.
Al recuperarme de semejante abstracción, comprendí aquel sutil mensaje que me había dedicado: entre el blanco y el negro existe un gris por explorar. Aquella paloma blanca, inalcanzable, también depositaria de impurezas, se había dignado en conocerme.