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ANDRÉS SONREÍA ABSORTO, en la soledad de la habitación. Apenas faltaba una hora para que ese ermitaño de treinta años, más bien alto, delgado y de pelo rizado recibiera a un ser especial.
Sus padres, recién llegados de la ciudad, nunca habían secundado la idea de que viviera apartado del mundo, en la dichosa cabaña de madera; situada, eso sí, en un bellísimo paraje rodeado de montañas y cercada por el embarcadero. Pero todo estaba dispuesto para el gran acontecimiento; algo que Andrés había decidido compartir con ellos.
Salió del cuarto exhibiendo las mejores galas ante la sorpresa de Lucía y Jonás. Se había producido el gran milagro, después de tantos años intentando convencerle sin éxito de que cuidara su imagen; de que superara el retraimiento. ¿Quién ejercía tanta influencia sobre él, al convertir aquellas desordenadas dependencias en pulcras estancias? ¿Qué clase de mujer lo había hechizado, capaz de transformar semejante personalidad?
—Ven. Quiero verte mejor —sugirió Lucía con un especial brillo de ojos garzos.
Jonás observaba complaciente la escena, tras las gafas de aumento que le otorgaban cierto aire intelectual. Era testigo incrédulo de un esbozo de afabilidad en su hijo; de ese adarme de elocuencia que luchaba contra la habitual parquedad en las palabras.
Andrés giraba sobre sí mismo para satisfacer la petición de la madre. Tan pronto la miraba en busca de una aprobación, como vigilaba el enjuto rostro paterno. Recordó los años de la niñez, cuando solía emerger de cualquier escondrijo sin saber qué reacción se iba a encontrar. Siempre había experimentado el rechazo ajeno a una forma de vivir, que él creía suya y respetable: «Hijo, ¿por qué no juegas con los amigos? Cuéntanos qué te ocurre. ¡Nos tienes preocupados!». Durante la época de juventud seguía recibiendo lo que él consideraba incomprensión: «Andrés, han venido tus compañeros. Celebran una fiesta en la universidad y habrá muchas chicas con las que podrás bailar. No debes quedarte en casa solo, como siempre».
El joven se dirigió hacia la ventana mientras afirmaba una y otra vez, con la mirada obnubilada: «Viene de muy lejos».
Lucía lo invitó a sentarse, preocupada ahora por la suerte que él podía correr ante una situación de aparente felicidad. ¿Acaso seguiría al socaire del mismo duende que le otorgó —para bien o para mal— la oportunidad de ganarse la vida como vigilante forestal, con la anuencia de la insociable naturaleza? Necesitaba la integridad emocional proporcionada por otra persona; pero ¿sería esa muchacha la compañera ideal?
El temor de Lucía quedó amortiguado enseguida. Se reprochó entonces el haber dudado de lo que parecía un signo de venturoso destino.
Andrés se disponía a iniciar la historia que les había anunciado, cuando su madre lo atajó con impaciencia:
—¿Cómo se llama, hijo? Todavía no lo sabemos…
—Su nombre es Ylenia… Ylenia —repitió Andrés con solemnidad.
—¡Qué bonito! —exclamó Lucía—. Y no es nada común. Dime, ¿cómo la conociste?
—¡Espere, madre! Déjeme comenzar —balbuceó él.
Su alma se había acostumbrado a los silencios, mas debía darse prisa. Pronto aparecería Ylenia, y para entonces tenían que estar los padres al corriente de todo. El impulso de los acontecimientos le ayudó a improvisar el pequeño discurso…
La historia referida se había iniciado diez días antes. Andrés sufría entonces una de las habituales turbaciones; la depresión convertía los árboles en seres destructores, tras perder él toda noción del tiempo. Seguía inmerso en el más completo abandono, y buscaba una respuesta en la naturaleza sin poder captar el mensaje. Creía vigilar el entorno, por su actividad como guarda, aunque eran los pinos y la laguna los que lo vigilaban a él, acusadores, sin que supiera la causa.
Durante las visitas, los turistas que se paseaban por allí se convertían en los únicos contactos con la sociedad; siempre dispersos y pasajeros; una de las ocupaciones encomendadas consistía en aprovisionarlos de barcas. Pero cuanto más conducía las hileras de los felices excursionistas, más se perdía él en la amargura…
Andrés seguía dispuesto a mostrar el iceberg que constituía la lucha consigo mismo, con la ocasional voz de Lucía como fondo, abordada por sentimientos de culpabilidad: «Nunca hemos sabido comprenderte». «Algo hicimos mal durante todos estos años».
De vez en cuando ella miraba alrededor: un par de láminas cubiertas de cristal y abstracción, quizá recién traídas por la misteriosa mujer; una mesita y dos sillas de mimbre cerca de la ventana del saloncito; enfrente, la estantería, antes vacía, ahora repleta de velas, convertida en un santuario con un collar de jades verdes como incomprensible fetiche. Y el relato, alejado siempre de la ortodoxia, no se detenía…
… Caminaba por el embarcadero, ya tras la marcha de los turistas. Cada elemento se encontraba en su sitio; los amarres, fijados; y las lonas, extendidas sobre la reducida flota de barcas para preservarlas del rocío. La tarde anunciaba purpúreos tonos y las sombras pedían paso. Solo se percibía el canto de los mirlos, como si estos desearan retener los pasados murmullos de la jornada.
Meditaba con el impulso de una brisa, sin esperar que nada extraordinario le salvara de cuanto le concedía el presente. Aguardaba otra noche, envuelto en el silencio. En la cabaña debía convivir con el desorden y la desidia del espíritu, reflejados en el mal estado de las dependencias. Dispondría de horas, bajo la negrura del firmamento, para seguir preguntándose por su origen y destino; sobre la misión que el Ser Superior —fuera quien fuera— le había encomendado en este mundo.
Pero avanzado el ocaso, cuando las últimas luces del día se resistían a desaparecer, cierta vibración turbó la sufrida tranquilidad. Andrés vislumbró una sombra flotante; un punto rojo que se aproximaba con lentitud. Se sorprendió, pues ninguna embarcación podía haberse quedado rezagada. ¿De dónde venía, si la laguna, aunque perdida en la inmensidad, allende la arboleda y los cáñamos entreverados, no se conectaba con el mar? ¿Quién era su tripulante, de figura cada vez más definida, con blancas vestiduras y largo pelo azabache? No podía tratarse, desde luego, de ninguna turista extraviada; se mantenía de pie, sin gesticular, como si de un hada madrina se tratara. ¿Acaso la imaginación lo había traicionado, ávida de novedades extraordinarias? ¿Supondría ello un paso más hacia la locura, dotada de espejismos en el desierto anímico?
Ella extendió los brazos, mientras sujetaba un cabo elegante y femenino, con nudos en forma de sirena. Era alta, de piel clara y ojos azules. Su cabellera caía sobre los hombros, sin ocultar el collar de piedras que llevaba.
Se levantó la brisa, como si deseara acompañar la llegada de la barca roja al embarcadero. El lento amarre sujetaba ya el vaivén de la proa para facilitar el desembarco de la reina flotante; y la joven tomó tierra, con habilidad fría y cálida expresión.
Andrés creía bogar en un sueño. Nunca la había visto antes; si bien, no le resultaba ajena, como si estuviera inducido por algún insondable vínculo. Observaba su sonrisa. Intentaba recibirla, con palabras titubeantes que encontraron la paz de la respuesta, suave y sedante; y así sonó el nombre de Ylenia.
De forma incomprensible, la muchacha caminó delante del atónito ermitaño, perdido antes en la tristeza y ahora en lo sublime. Ella desprendía un perfume jamás percibido, y le tendía la mano entre frases revestidas de confidencia. Ambos avanzaron por el camino empedrado que conducía a la cabaña, mientras los mirlos seguían cantando inspirados en tan enigmática figura.
La joven amoldaba el pensamiento de Andrés al mostrarle el lado hermoso de la existencia; un universo que el joven ni siquiera hubiera podido imaginar.
No tardó él en pronunciar «Ylenia», a modo de bálsamo. Percibía aquella piel, de tersa esencia; tangible y, al mismo tiempo, etérea; sin dejar de sentir extrañeza por semejante vivencia.
El embrujo se interrumpió en la oscuridad de la noche, al despedirse de repente la muchacha y anunciarle que pronto regresaría. Poco después, ella se subió a la barca roja, mientras su pelo reflejaba la luz de la luna bajo la brisa nocturna. Al verla alejarse, Andrés flotaba sobre un lecho de dudas. ¿Acaso lo vivido antes era el inicio de una metamorfosis celestial o, por el contrario, estaba de nuevo a punto de hundirse en el sempiterno caos de su personalidad? Si adversa había sido ya la carencia de felicidad, peor amenaza representaba el anhelo de lo experimentado y no repetido.
Había vencido el duermevela y escudriñaba con renovada alegría la cabaña, impelido por los efluvios del alba. No tenía ninguna duda: la huella de Ylenia marcaba ya su vida. Se le antojaba ahora real, como delataba el brillo de las maderas y la ausencia de polvo en la mesa y la estantería.
Esperó a que avanzaran las horas y se dirigió de nuevo al estanque, sin turistas revoloteando, ya bañado por el sol del siguiente ocaso. La esperanza de ver aparecer la barca no lo abandonaba.
Apuraba un cigarrillo de humos inquietos, cuando las aguas se rizaron. La calma vespertina adquirió un hálito perfumado, confirmado al divisar el punto rojo, cada vez más próximo. Ylenia bogaba de nuevo, con expresión sonriente; para nada ilusoria, sino real. Andrés contempló su bello rostro, ya con mayor detalle, y lo bendijo.
Ella volvió a desembarcar, con elegante cadencia de movimientos, dispuesta a guiarlo por segunda vez. La luz del crepúsculo alumbraba, como si del mediodía se tratara, el heraldo de ilusiones compartidas. Andrés se comunicaba y sentíase escuchado, embaucado por la figura femenina. Exclamaba con fruición «¡Ylenia! ¡Ylenia!», quien le ofrecía todo su ser, cual ángel que iluminara el infierno.
Las horas se sucedieron, hasta que la joven le dio un beso de despedida, bien avanzada la noche; casi con los nuevos impulsos del alba. El anuncio de próximas visitas flotaba en el aire; como la barca roja que ya navegaba; la blanca figura se perdía otra vez en el horizonte, roto por pinos y matorrales.
Discurridas varias jornadas, no se atrevía a dudar, ni a considerar un futuro aislamiento. El bien se había asentado mediante las sucesivas apariciones de la mujer. Arribaba con mayor prontitud y se marchaba más tarde; quedaban, así, establecidos los intervalos decrecientes de soledad. En la cabaña se consolidaban los aires renovados, tal como sucedía en el propio espíritu, que rejuvenecía rescatado de la locura.
Llegó, así, el momento de avisar a sus padres para que fueran testigos de la siguiente y definitiva aparición de la muchacha. A partir de entonces Ylenia no se separaría ni un solo instante. Ya no habría tiempos de melancolía ni largas esperas. Andrés se dejaría siempre conducir por ella en su deambular hacia el futuro. La naturaleza se tornaría amable, ante la mirada de la barca roja; ora amarrada y pasiva, ora navegante por púrpuras aguas…
El relato finalizó al marcar el reloj del salón las doce del mediodía. Bajo la cobertura del cielo lechoso, el tiempo se había vuelto más borrascoso. Al contrario de días anteriores, soplaba un viento repentino que deseaba unirse al extraordinario acontecimiento.
Andrés se levantó raudo, ante la mirada atenta de Lucía y Jonás. «¡Ya ha de venir!», barbotaba. Y consciente de las crecientes olas, vigilaba el exterior a través de la ventana. La tempestad podía truncar su futuro y convertirlo en alma estéril ante los seres que le brindaron la vida.
«Ylenia», suspiró una y otra vez, forzando las pupilas en busca del punto lejano. Transcurrieron unos minutos, de palpitaciones que percutían en sus tímpanos; hasta que, por fin, advirtió la señal ondulante de la barca roja. La erguida figura se definía a medida que dejaba atrás el inhóspito horizonte; como el vestido blanco, hollado por el viento.
—¡Es ella! ¡Ylenia! —exclamó vehemente, ante la visión de su indefinida salvación.
Los padres se incorporaron deprisa. Iban a verla por primera vez y deseaban conocerla después de tanta espera. Salieron todos de la cabaña, aunque Andrés les sugirió con un gesto que se quedaran varios pasos atrás. Él reanudó entonces la marcha hacia el embarcadero.
Ylenia arribaba, en medio de aquella atmósfera de mediodía desangelado; sin visitantes que desempeñaran el rol de testigos. Sujetaba el cabo entre los dedos sensuales, aunque después lo dejó caer. Impávida vencedora en el traqueteo de la temperie, esbozó una sonrisa diferente.
Los ojos cautelosos de Lucía y Jonás se erigían en testigos turbados de la escena. Impelidos por la intuición, llamaron a su hijo para que se girara hacia ellos.
En esta ocasión, Ylenia se quedó inmóvil; sin pergeñar el amarre. Tendió su mano a Andrés para invitarlo a subir a bordo, mientras le señalaba un destino invisible que le había prometido. Y así obró él, ajeno a los sordos y lejanos gritos paternales.
El viento desplazó la barca, que poco a poco navegaba hacia el horizonte. Las gotas de lluvia presentaban ya sus mejores galas, preparadas para la ocasión, cuando unas olas de plata esparcieron la espuma de proa a popa. Andrés se sintió guiado por los brazos de la joven, dotados de una fuerza ignota; y por su mirada, ahora insondable, que le daba la definitiva bienvenida…
Habían transcurrido las horas en aquel paraje, cuando los padres se presentaron en la cabaña. Recogieron las pertenencias de Andrés, difuminadas por unas lágrimas: las descuidadas ropas; los libros de tapas desvencijadas, sobre la mesa de triste mimbre llena de polvo; y un santuario situado en la estantería, con velas deformadas por la cera.
Sumidos en el horror, encontraron aquella foto; la de una calavera con sonriente expresión. Tenía el pelo largo, liso, azabache. Llevaba el vestido blanco; con piedras, no verdes sino negras, como insondable fetiche. Junto a ella, y con porte elegante, Andrés mostraba un semblante complaciente, abstraído en la confusión. Quién sabe en qué mundo creía navegar con Ylenia; tan hermosa y etérea ante sus ojos.