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EL ALBA SE EXTINGUÍA, y un débil sol posaba sus primeros rayos sobre los tejados de la ciudad. Los gatos nocturnos se perdían en los escondrijos, huyendo de la claridad creciente, cuando la rutina urbana se preparaba para otro asalto, igual y monótono. Pero para la familia de Casimiro Pérez comenzaba un día realmente importante. Sus miembros se mudaban de casa, lo cual significaba un gran cambio para ellos; y sobre todo para los vecinos, que a buen seguro tenían preparadas varias botellas de champán para dar la bienvenida al silencio y la tranquilidad inminentes.
A las ocho de la mañana sonó el despertador, comprado gracias a una oferta del programa Tele ocasión, y cuya errónea utilidad consistía en hacer sonar una nana que, a decir verdad, lo único que producía era más somnolencia; aunque aquel día sí surtió efecto. Casimiro Pérez, el cabeza de familia, comenzó a bostezar con vehemencia, mientras extendía el brazo derecho sobre las mejillas de su esposa. Para ser justos, la expresión cabeza de familia no puede ser considerado de forma muy literal, pues ello supondría que la mujer habría sido guillotinada nada más casarse.
Ella, al recibir el involuntario bofetón, se despertó algo alterada:
—¡Casimiro! ¡Casimiro!
Casimiro abrió un ojo y dirigió la mirada hacia el despertador. Hizo cesar la nana.
—¡Querida, ya son las ocho! —exclamó— ¡Debemos levantamos!
Sabido es que este buen hombre tenía cabeza; pero, en cuanto a sus extremidades superiores, tan solo conservaba el brazo derecho. El izquierdo lo perdió al sufrir una desafortunada amputación, ocurrida años atrás, cuando ejercía de adolescente: había tenido la delicadeza de acompañar a sus padres al hospital para que les realizaran una revisión general —hecho rutinario, teniendo en cuenta que, a ciertas edades, las personas tienen que pasar ya la ITV con cierta frecuencia—. Mientras los esperaba en un pasillo del hospital, dos celadores en pruebas se confundieron, creyéndose que él era una parturienta a la que tenían que practicar una cesárea urgente. Por aquel entonces, Casimiro tenía el pelo algo largo y sus facciones guardaban alguna semejanza con una embarazada que se encontraba por allí. Fue en la mesa de operaciones donde el joven muchacho se despidió para siempre del brazo, seccionado como si de un cordón umbilical se tratara. De nada sirvieron sus avisos dirigidos al operador —que también estaba en prácticas—; si bien, la anestesia no estuvo mal suministrada por el simple hecho de que no fue aplicada. Sin duda resultó ser esta una experiencia doblemente dolorosa...
Una vez repuesta del accidental golpe, y a pesar de las prisas, la esposa relató el plácido sueño que acababa de experimentar, interrumpido de manera brusca:
—Querido, parecía todo tan real… Un príncipe montaba a caballo. Era alto y apuesto; bilingüe, pero nada separatista. Lo veía acercarse hasta mí, sobre un trote de cuento de hadas, hasta sentir su aroma de nobleza rozarme. Cuando me quise dar cuenta, acabó raptándome sin que apenas yo pusiera resistencia. ¡Era todo tan bonito!
»Los dos cabalgábamos a gran velocidad. Yo me sentía transportada a un mundo de nuevas sensaciones, donde la unidad superaba cualquier síntoma de disgregación esquizofrénica; donde las periferias de su condado no amenazaban con irse de allí, como si de ovejas negras se trataran. Pero cuando la felicidad no cabía dentro de mi ser, sentí un repentino manotazo que me hizo caer al suelo, pedregoso y solitario... Fue justamente en ese momento cuando me desperté.
—Mujer —señaló Casimiro—, de todo tu sueño lo único real fue lo del manotazo… Pero has de saber que se trataba de un movimiento reflejo al despertarme yo.
—Sí... Ya me di cuenta de eso, cariño.
La mujer de Casimiro se llamaba Achús a causa de un hecho lamentable ocurrido el día de su bautizo, provocado de forma involuntaria por su madrina al ponerse pimienta en la cara mientras se arreglaba, creyendo que el frasco utilizado contenía polvos de maquillaje. En la iglesia, la ceremonia al principio había transcurrido entre picores y oraciones, sin mayor trascendencia que un malestar general, disimulado por el olor a velas e incienso. Pero cuando llegó el momento de echar agua bendita sobre la cabeza de la pequeña, y de consumar el sacramento con el nuevo nombre de pila, el sacerdote sintió un picor creciente en la nariz, y no pudo evitar un estornudo tan crucial como solemne… —como los que habían sufrido todos los feligreses allí presentes, bebé incluido—. Así fue como el vocablo original de «Rosa» —nombre elegido en un principio—, se sustituyó de forma tan accidental e inoportuna por la consabida exclamación que aquella maldita especia había provocado: «Achússs»…
Casimiro volvió a mirar el despertador.
—¡Démonos prisa! Pronto llegarán los de las mudanzas y todavía nos quedan muchas cosas por hacer. Si nos retrasamos, vendrán después los nervios, querida Achús.
—¡Jesús, Casimiro!
—No, mujer. Yo no he estornudado. Solo te estaba nombrando.
—¡Cariño, siempre me ocurre lo mismo cuando me nombras!... Venga… No perdamos más tiempo.
Los dos salieron de la cama en un intento por ganar el pulso a un imparable reloj. Achús, después de vestirse, ayudó a Casimiro a ponerse la camisa y los pantalones.
Antes de continuar, he de hacer hincapié en la mala suerte que tenía Casimiro respecto a los accidentes. Ya saben de qué forma perdió un brazo, pero hubo otro gran suceso que le condicionó la vida cuando apenas contaba una semana de existencia. En aquella ocasión se produjo una extraordinaria similitud con lo sucedido a su esposa, aunque con unas consecuencias mucho más reseñables. El hecho de que Casimiro se quedara con ese nombre fue debido también a un incidente ocurrido el día en que lo bautizaron. El padre Fortuna —que por esas casualidades de la vida era el mismo que ofició el bautismo de Achús— le golpeó de forma involuntaria cuando, al repartir las primeras bendiciones, acercó en demasía un escapulario de plata que llevaba colgando en una de las mangas del alba. Entre lloriqueos del bebé, el sacerdote echó agua bendita sobre su cabeza, y comprobó con sorpresa que le acababa de arrancar un ojo; pequeño y frágil. Tras la sorpresa inicial, el cura, que era muy cachondo, tuvo un pensamiento jocoso: «¡Je, je! Debería llamarse Casimiro», cuya última parte se le escapó a modo de retumbo entre el eco de la iglesia. «Casimiro… Casimiro…», como si en nombre del ya bautizado se quejara de su visión en voz alta; mientras que el pobre crío parecía buscar, con el único ojo que le quedaba, al culpable del desastre… Desde luego, no tardó en producirse la lógica conmoción entre los padres y demás familiares, que contemplaron al Pequeño Juan —así se iba a llamar— con el nombre cambiado y tuerto para siempre...
Una vez vestidos y peinados, los dos salieron deprisa del dormitorio para avisar al resto de la familia. Allí, en la misma casa, vivían sus ocho hijos, los padres de Achús, los de Casimiro y el perro, que dormía en una caseta del jardín.
Para empezar, Achús despertó a Manolito Pérez, de cinco años de edad, cuyo apellido coincidía con el del padre. Manolito Pérez, que tenía una habitación para él solo por ser el más mimado de la familia, hizo lo propio con su abuela materna Ana Escoba, de ascendencia rusa y algo bruja. Esta, al levantarse, no dudó en tapar la boca y la nariz de su marido José José Díaz, quien se despidió del tranquilo descanso de forma tan inesperada, entre una sinfonía armónica de toses graves —el nombre de pila de este buen hombre estaba registrado dos veces, por no saberse exactamente quién había sido el padre; amante, a su vez, de una tal Rosita Díaz, que era la madre de muchos hijos sin apellidos.
José José Díaz, ya sin tos y con los ojos bien abiertos, se encaminó hacia la habitación de los padres de Casimiro Pérez. Tras abrir la puerta, se acercó al armario en donde ellos dormían, pues no quedaban suficientes camas en la casa. Con la compresa de una querida suya, que conservaba con cariño y a cautela, golpeó la cara de Ernesto Pérez —padre de Casimiro, como ya se imaginan:
—¡Qué olor! —espetó este mientras se desperezaba.
La exclamación hizo también despertar a su mujer, Priscila Ramírez, que salió disparada como un rayo creyendo que acababa de producirse un crimen pasional al ver la sangre de la compresa. Aterrorizada, se dirigió a otro dormitorio en donde se concentraban los ronquidos de tres de sus nietos: Justina Pérez, de seis años; Roberto Pérez, de siete y Nuria Pérez, de ocho.
Al despertarse por los chillidos de la abuela, los niños se encaminaron hacia el cuarto de los otros hermanos para, a su vez, despertarlos —a excepción hecha de Manolito Pérez que, como había indicado antes, dormía solo—. Estos eran: Casimira Pérez, de nueve años —llamada así en honor al padre—; Napoleón Pérez, de diez —en honor a Bonaparte; Bonaparte Pérez —en honor a Napoleón— y, finalmente, Silvia Pérez, de doce —demasiado joven para merecer.
Una vez despiertos, vestidos y lavados todos —pues en esa familia era costumbre lavarse vestidos—, se fueron en tropel hasta la casita del perro; eso sí, calmados ya del sobresalto ocasionado por los gritos de Priscila Ramírez:
—¡Venga, Caruso! ¡Espabila!
—¡Quítate las pulgas de encima! Hoy debes tener mejor aspecto que nunca.
Cajas de cartón cerradas y muebles convenientemente desmontados componían un desordenado y tumultuoso cuadro, en el que andar sin tropezar se había convertido en ardua tarea. De hecho, ninguno se libró de alguna caída, si exceptuamos a Caruso, que por ser perro era el más listo de todos.
Llegó el momento de desayunar, pero como la nevera estaba ya desenchufada, no disponían de horchata de chufa fresca; bebida a la que eran muy aficionados. Ese día no había nada bueno que echarse a la boca, y se tuvieron que conformar con beber agua del grifo, bajo cuyo chorro pasaron unos mendrugos de pan para reblandecerlos —los niños tuvieron ración doble—. Tan solo Caruso sacó partido de esa especie de desayuno inglés, pues era el único que estaba acostumbrado a tales carencias.
Una vez recobradas las pocas fuerzas, alguien se dio cuenta de que las camas se encontraban aún montadas. Ello supuso un inesperado estado de nervios para la numerosa y previsora familia de Casimiro Pérez. Los empleados de la empresa de mudanzas iban a llegar de un momento a otro, y se debía tener todo dispuesto para entonces. Pero Manolito Pérez —ya saben: el niño de cinco años— movido por un impulso natural, empezó a quitar las patas, somieres y cabeceras. Y es que el pequeño genio ya estaba acostumbrado a desmontar todo lo que se le pusiera por delante, para desdicha de sus padres —aunque en esta ocasión la travesura resultara beneficiosa—. Ya solo quedaba esperar, y que Dios repartiera suerte.
Sonó por fin el timbre de la puerta, y Achús se dirigió hacia la entrada. Caminaba con la forzada tranquilidad de quien no quiere dejarse ningún cabo suelto, y se tocaba el moño para asegurarse de que estaba presentable. Quizás se lo tocó con demasiada fuerza, pues su peluca se descolocó y cayó al suelo, dejando al descubierto una sorprendente calva, sin que ella se diera cuenta. Acto seguido abrió la puerta:
—¡Ya están aquí! —exclamó ella.
—Buenos días, señor —dijeron, confundidos, unos hombres bien uniformados; dos de ellos con uniforme militar de campaña, barbas y un puro humeante.
—¿Señor?... ¿Acaso no ven que soy una señora? —replicó Achús.
Casimiro cogió la peluca con rapidez y la colocó en la cabeza de su esposa, mientras ella seguía sin percatarse de lo que ocurría. Los hombres se presentaron:
—Somos de la empresa El Mueble Ambulante. Ustedes han solicitado nuestros servicios.
—Sí, criaturas de paz —respondió Casimiro, al ver sus rostros sonrientes y afables; aunque se trataba de risas disimuladas, provocadas por el aspecto inicial de Achús.
En realidad, ellos llevaban armas ocultas. Pero al darse cuenta de que eran considerados personas pacíficas, las dejaron afuera, en el jardín de la casa: se habían percatado de que en aquellos momentos convenía desprenderse de semejante carga.
Después Casimiro les invitó a pasar, mientras él hacía tres flexiones con el brazo que le quedaba para mantenerse en forma:
—Entren ustedes, gentes de paz y hombres puros; porque... también son puros de Fidel Castro, ¿verdad?
—¿Qué está diciendo? El Barbas ya no molesta. Además, los norteamericanos ganamos por mayoría.
—¡Eso no es cielto! Yo soy chino. Seles como yo abundan en fulgoneta de mudanzas —protestó un oriental.
—¡Tú cállate!... Solo hacéis bulto. Queréis llamar la atención vendiendo baratijas con un sospechoso bajo coste —replicó otro trabajador.
Casimiro interrumpió las flexiones y señaló, algo extrañado:
—Ahora debo aclarar una dura. Si ustedes son en su mayoría norteamericanos, no entiendo por qué se han dejado las armas en el jardín y se han desprendido de ellas; así, tan fácilmente.
—Descuide; no las hemos abandonado del todo. A decir verdad, no podemos vivir sin ellas —confesó un operario—. Son una buena fuente de ingresos como el petróleo o el turismo.
Caruso, que demostró poseer un cuidado lenguaje, tenía también sus dudas:
—¿Guau, guau, guau?
—¡Vaya! Tienen ustedes un perro muy inteligente. ¡Muy buena observación por su parte! —exclamó un norteamericano. Luego añadió—: Desde luego, no parece muy lógico que trabajemos juntos los norteamericanos de paz, los puros de Fidel Castro y los Chinos; aunque ellos no sean tan importantes como nosotros… Estamos juntos, pero no revueltos.
—¡Somos impoltantes! —reivindicó otro oriental.
—¡Y dale!... ¡Anda que sois un coñazo! —le replicó un norteamericano.
Achús intervino con gesto de sorpresa:
—Entonces... Entre ustedes, se deben de llevar muy mal. Hay cosas incompatibles por naturaleza.
En efecto. Por eso solemos tiramos los muebles a la cabeza... Por cierto... ¿Qué le ocurre? ¿Por qué se pone las manos en la frente, señora? —preguntó un trabajador.
Ella les recriminó, tras dar un respingo:
—¡Podrían tener más cuidado! Al tirarse entre ustedes mi aparador, este me ha golpeado la cara.
—¡Perdónenos! Pero lo de tiramos los muebles era metafórico. Aquí no ha volado ningún aparador.
Achús dibujó un gesto de alivio.
—¿De veras?... ¡Haberlo dicho antes! Al final me he hecho daño sin necesidad.
Guardó Achús silencio durante unos segundos, hasta que se recuperó del inexistente golpe:
—Quería preguntarles una cosa. ¿Qué ha sido de ese…? Sí… Me refiero a De Mis Rusos. Aquel ser tan voluminoso… ¿Sigue cantando aún?
—El pobre se encuentra en el cielo. La verdad es que ya no estaba para lanzar muchos cohetes; y pensar que hace años era un gran competidor —señaló un norteamericano.
Casimiro intervino entonces:
—Yo no me fiaría. No tendría nada de extraño que se reencarnara y regresara a lo más alto de las listas.
Después de una pausa, dejó escapar una mirada evocadora:
—Miren. El tiempo transcurre de forma vertiginosa, aunque no nos demos cuenta de ello. Parece mentira… En mis tiempos yo era de otro país; una tierra que guardaba cierta similitud con la del Barbas. Me obligaban siempre a escuchar unos discursos igual de largos e insoportables… En semejante situación de desamparo, un día pensé que era el momento de cambiar de vida. Así que decidí morirme a escondidas, pues esa era la única forma de salir vivo de allí, y nacer de nuevo en un país libre, muy unido, llamado España; muy democrático y perteneciente a la vieja Europa...
—Casimiro, esta historia no me la habías contado nunca —intervino Achús.
—Porque me acabo de acordar, querida. Al ver a estos dos hombres tan...
—Tan puros de Fidel Castro —completaron la frase al unísono los dos empleados de El Mueble Ambulante que tenían barba.
La abuela Ana Escoba —no hace falta repetir que de ascendencia rusa y algo bruja— también participó en la conversación, mientras movía coquetamente sus pestañas:
—Si son puros de Fidel Castro, me imagino que una puede fiarse de ustedes dos.
—En efecto, abuela. Nosotros nos limitamos a echar humo; sobre todo ahora que ya no nos dejamos ver tanto como antes —contestó uno de los trabajadores barbudos, y añadió con tono irónico—: Además, también somos gentes de paz, como estos norteamericanos.
—¡Claro! Por eso dejaron ellos sus armas en el jardín —enfatizó Ana Escoba, riendo pícaramente.
—Nosotros somos mejoles y no necesitamos almas —intervino un chino.
—Tú calla —le recriminó uno de los norteamericanos.
—En ese caso..., ¿serían tan amables de regalarme, al menos, algún rifle de mira telescópica? —se dirigió entonces Ana Escoba a los norteamericanos con andares coquetos.
—Lo sentimos mucho, abuelita. Y ya lo hemos dicho antes… Nosotros, sin renunciar a ser norteamericanos y hombres de paz, queremos conservar todas las armas; aunque las hayamos dejado en el jardín... Además, solo hemos venido aquí con el fin de llevarnos sus muebles.
—Perfecto. Vengan ustedes por aquí, hombres de la Paz... Porque... son hombres de la Paz, ¿verdad? —preguntó Casimiro.
—¡Por supuesto! Además de transportar muebles de casa en casa, trabajamos en dicho hospital trasladando enfermos e, incluso, ejerciendo como doctores. Podemos realizar diagnósticos, llegado el caso.
—Pues eso está muy bien. Y díganme. ¿Cómo están de salud nuestros muebles?
—Bien. Tienen un poco de carcoma, pero con una botella de Constitución Europea pueden mejorar.
Ernesto Pérez —el padre de Casimiro— intervino:
—¡Que va! Ese producto parece muy eficaz, por lo que indican las etiquetas de esas botellas, pero luego las descorchas y el líquido se evapora antes de aplicarlo. Además, la madera está en crisis; y eso no se arregla, así como así.
—Eso es cierto. Aunque dicho problema se observa en todo el mundo. Incluso hay casas donde no hay siquiera una silla para sentarse —aseveró Achús.
—En mi país los muebles no estal en clisis —observó un chino.
—¡Que os calléis de una vez! —exclamó un norteamericano, ya más cabreado. Luego añadió, con mayor calma, dirigiéndose a Achús—: En realidad todo es relativo. Hasta las cosas más enormes pueden carecer de importancia, si nos elevamos de altura. Nosotros solemos subir a un gran mirador desde donde se ve la Tierra, entre traslado y traslado. Observada así, te das cuenta de la insignificancia de las cosas.
—Nosotros también vel planeta Tiela desde altula —afirmó otro chino en un momento poco oportuno.
Varios norteamericanos se abalanzaron sobre él y le dieron veinte cachetes y ochenta puñetazos, de forma organizada. Cuando la paliza estratégica finalizó, Achús les preguntó:
—Si es así, ¿por qué siguen guardando las armas en el jardín? Confiésenlo de una vez.
—Simplemente las tenemos allí por si el sol saliera con demasiada fuerza de oriente. Pero no se preocupen, podemos dejárselas prestadas para que ustedes las custodien en la nueva casa.
—¡Bien, bien! ¡Ya son nuestras! —mostró un gran júbilo Ana Escoba ante la propuesta de los norteamericanos.
—No te frotes las manos, mamá —intervino Achús—. Tan solo se trataría de un préstamo temporal.
—En efecto. En su nuevo hogar estará el armamento a salvo... Y como contraprestación a tales servicios, nosotros les concederemos la emisión de la ceremonia de entrega de los Oscar a precio rebajado, y el derecho a intervenir en alguna que otra guerra, aunque ustedes no saquen nada en claro.
—Pues en ese caso, nos llevaremos también las armas. Pueden envolverlas junto a las cremas antiarrugas de mi esposa; todo en la misma caja —ordenó Casimiro.
—¡Arrugas las va a tener tu padre! —protestó la esposa.
—Todo en una caja va a ser imposible. Por las armas no hay en sí ningún problema; pero para esconder las cremas necesitaremos veinte de ellas, y eso supondría un importante incremento en la tarifa.
—De acuerdo. Dejaremos las cremas de mi mujer aquí. No debemos salimos mucho del presupuesto —reconoció Casimiró.
Las quejas de Achús no se hicieron esperar:
—¡Pero yo las necesito!... Digan lo que digan, vivimos en un mundo machista.
—Mujer, yo no soy machista. Si te quiero igual con o sin cremas.
El personal de mudanzas cambió de opinión ante la pequeña discusión de Achús y Casimiro:
—¡No, no! ¡Lo sentimos mucho! Con estas desavenencias no podemos confiarles el armamento. Nosotros lo guardaremos.
—Pero ustedes... también discuten y se tiran los muebles a la cabeza —indicó Manolito Pérez, el pequeño de cinco años.
—Menudencias. Los norteamericanos somos mayoría y no necesitamos ya pelearnos —puntualizó un operario—. Los dos puros de Fidel Castro hacen solo bulto y han pasado a la historia; aunque otros parecidos siguen incordiando a su pueblo.
—Pues yo veo muchos con ojos raros —objetó el crío.
—Es que nosotlos somos cada vez más impoltantes —insistió el mismo chino de antes, a modo de impulso; aunque retrocedió enseguida unos pasos al temer nuevas represalias.
—Caruso, el perro, exclamó:
—¡Guauuu, guauuu! —que traducido al lenguaje humano, significa: «¡Presuntuosos unos y otros!»
—¡Anda que no tiene malas pulgas el perro! —exclamó un norteamericano—. Aquí, los únicos presuntuosos son los puros con barba, que en su día se vanagloriaron de haber tomado prestadas las teorías de Carlos Marx…
—¡Ladrones!... ¡Puros con barba mangantes... Las teorías de Carlos Marx pertenecían a mis abuelos —interrumpió Ana Escoba.
—Y… ¿qué me dicen de estos asiáticos incordios —continuó el norteamericano—, que ocupan casi todas las tiendas como si de una terrible plaga se tratara… Bien… No perdamos la calma y sintámonos orgullosos de formar parte de la primera potencia.
—¿Tú clees, folmal palte aún? —preguntó un oriental que acababa de entrar en el salón, ignorante del peligro que corría.
Bastó un puntapié del norteamericano para lanzar al chino disparado hacia el jardín.
—¡Uno menos! —exclamó aquel. Luego prosiguió con expresión del deber cumplido—: Nosotros siempre nos opusimos a la doctrina de Carlos Marx, pero creamos la de los Hermanos Marx. Y para que no nos consideren unos seres marxchistas, que eso crearía cierta confusión, haremos una excepción como muestra de atención hacia la señora: incluiremos sus cremas, pues representan un bien privado que no puede compartirse con las arrugas de otra persona, sin aplicar el aumento de tarifa por trasporte masivo.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —exclamó Achús— ¡Qué norteamericanos tan complacientes! —Y añadió en voz baja—: cualquiera les dice que los Hermanos Marx no eran norteamericanos sino universales.
—Sí, señores —intervino Casimiro—. Se trata de un gran detalle por su parte… Y ahora conviene concretar de una vez la tarifa total. Saber cuánto nos va a costar la mudanza.
—Estamos de acuerdo. Antes de nada, deben decirnos qué modalidad van a utilizar. Pueden elegir entre la simple y la completa.
—¿Cuál es la diferencia entre ambas?
—Con la tarifa completa tienen derecho a que les llevemos todos sus muebles; con la simple, únicamente la nevera, la lavadora, una batidora y, en caso de usarlas, sus dentaduras postizas.
Los miembros de la familia se miraron unos a otros, y tiraron de las propias dentaduras para comprobar si se desencajaban de las mandíbulas. Manolito Pérez —quien acababa de cumplir en aquellos momentos seis años— y Caruso —que hizo uso de las patas para comprobar la fijeza de sus incisivos— fueron los únicos que utilizaban prótesis dental; hecho anecdótico, pues no influyó en la decisión de Casimiro:
—Miren. Apliquen la tarifa completa. Nos queremos llevar todos los muebles, sin excepción; incluyendo las cremas de mi mujer.
—¡Oh, querido! ¡Qué gran detalle por tu parte!... En el fondo tienes un gran corazón —dedicó Achús un pequeño achuchón cariñoso a Casimiro.
—Bien. Para que vean que nuestra buena voluntad no tiene límites, les haremos una rebaja importante. Con el descuento la factura puede ascender a ... xxy euros.
La abuela Ana Escoba exclamó entonces:
—¡Gracias, hombres buenos!, ¡gentes de paz, norteamericanos y minoritarios puros de Fidel Castro!
—¿Y nosotlos qué? —preguntó un chino, que salió disparado para que no le arrearan.
—¡De nada! ¡De nada!... Porque con ese descuento adquirimos el derecho de llevarnos los muebles a nuestro país —señaló un norteamericano.
—¿Llevar nuestros a su país? —preguntó extrañado Casimiro.
—¿Dónde vamos a dormir si ustedes se quedan con las camas?... ¿Acaso no somos nosotros también norteamericanos? —preguntaron todos los hijos de Achús y Casimiro, al unísono.
—No. Ustedes pertenecen a un pequeño continente. A ver... ¿cómo se llama?... ¡A, sí; Europa!
—¡Señores, señores!, yo, además, nací en España —aseveró de forma animosa José José Díaz, marido de Ana Escoba.
—¿España…? Esto sí que ya no nos suena de nada —admitieron los de las mudanzas.
Caruso farfulló con indignación:
—¡Guauu, guuu, guauu! —en lenguaje humano: «¡Incultos, ignorantes! Se creen los más listos, y luego demuestran tanta incultura geográfica.»
—Entonces, si se van a quedar con nuestros muebles pueden aplicamos, al menos, la tarifa mínima y un descuento adicional. Después de todo, el mobiliario que van a transportar ya no nos pertenece —señaló Priscila Ramírez, madre de Casimiro.
—¡De eso nada querida! Los muebles son intransferibles. Bastante tenemos con la crisis y la prima de riesgo —exclamó el padre de este.
—¿Acaso no se conforman con un simple candelabro? Deberían aceptar la propuesta, porque son norteamericanos condescendientes y, también, descendientes nuestros? —Casimiro guiñaba el ojo tuerto.
—¡De acuerdo!... ¡De acuerdo, señores europeos! No discutamos más… Nos quedaremos entonces con un candelabro y, ya de paso, con su nevera; lo demás seguirá siendo suyo. Eso sí; aplicaremos en este caso la tarifa máxima, sin ninguna clase de descuento. No se puede tener todo en esta vida.
—¡La nevera!... Además de norteamericanos, son ustedes muy frescos —se quejó Achús.
—Sí, pero lo hacemos con la mejor intención.
—Ya lo entiendo. Necesitan recibir una nevera europea y hacerla suya, como hicieron con nuestra cultura —afirmó Casimiro, decepcionado.
—Por supuesto. Pero no deben olvidar que en el cine siempre hemos tenido un gran protagonismo.
—Ya… Y ahora díganme... ¿De dónde provenían los hermanos Lumière?
—¿Lumière? —se extrañaron los de las mudanzas— Pues… de América, ¿verdad?
Casimiro Pérez se revolcaba por los suelos de la risa.
—¡De America!... ¡Je, je!... ¡A chincharse, toca, porque nacieron en Europa! ¡Jo, jo!...
Poco después, cuando las carcajadas se calmaron, prosiguió:
—Para que lo sepan de una vez: ellos dieron el primer paso en la existencia del séptimo arte. Sí, señores… Sin los hermanos Lumière nunca hubieran creado ustedes el imperio de Hollywood.
—Pues creíamos que todas las cosas ocurrían en nuestro país. En cualquier caso, nosotros hemos producido grandes películas y los mejores actores han sido norteamericanos.
—Eso hay que reconocerlo... Me acuerdo de Clark Gable... ¡Qué guapo estaba con el bigote! —intervino Achús.
—Y nuestro Fidel, ¿qué? Con su gran barba y largos monólogos, dirigidos por él mismo —replicó uno de los dos trabajadores puros.
Otros operarios, por supuesto norteamericanos, se dirigieron a él:
—¡A callar! En asuntos de guerrillas comunistas parecerás un experto, pero en materia de cine no entiendes nada… ¡Mira que poner en el mismo saco a Fidel y a... Cary Grant o Alfred Hitchcock! ¡Qué grandes compatriotas!
—¡Pero si eran británicos! —protestó el benjamín de la familia.
—¡Británicos!... ¡Vaya! Pues los nacionalizamos y ya está. Además, nosotros descubrimos la luz eléctrica. Eso nadie lo puede negar.
—Eso sí debemos reconocerlo. Y también el hecho de que en música han aportado cosas interesantes —concedió Casimiro.
—¡Gracias! ¡Gracias! Mozart y los Beatles representan una buena muestra de ello. No cabe duda; forman parte de nuestro orgullo yanqui.
—¡Imposible! Ellos venían de Rusia —exclamó con sorpresa Ana Escoba.
—¡Fastidialos!... Fu Manchu ela Chino —intervino un operario oriental, que también tuvo que huir despavorido, guiado por el instinto de conservación.
—Bien. Será mejor que no nos enredemos más. Definitivamente, aceptamos la tarifa completa, aunque se queden con nuestra nevera; por esto no vamos a discutir. Así que ya pueden trasladar los muebles y las cajas hasta la camioneta de mudanzas. Cuando hayan cargado todo, nos marcharemos. Nosotros iremos en moto y ustedes nos seguirán hasta la nueva casa —sugirió Casimiro.
Los trabajadores se pusieron manos a la obra con rapidez y efectividad. Así que, transcurrido un cierto tiempo, la camioneta estaba ya repleta y no quedaba nada más para cargar, a excepción de la nevera, que se quedó en el jardín, junto a las armas, tal como habían acordado de forma definitiva. Esperaron entonces a que sus clientes partieran rumbo al nuevo domicilio…
Si ya parecía complicado para Casimiro conducir la moto con un brazo y un ojo de menos, más lo era hacerlo con el séquito familiar a las espaldas. Resulta fácil imaginar que todos iban bastante apretados, teniendo en cuenta que Caruso, el perro, se encontraba situado entre el manillar y el conductor. A pesar de todo, pudieron arrancar a una velocidad moderada y guiar al personal de mudanzas…
La moto europea marchaba entre apreturas e incomodidades, pero con ilusiones renovadas para contrarrestar los nuevos tiempos que se avecinaban. Estaba vigilada desde atrás por los operarios de El Mueble Ambulante, quienes volvían a tirarse los trastos: los chinos seguían tocando las narices al recordar que su influencia estaba alcanzando altas cotas; los pocos barbudos que había evocaban antiguos e interminables discursos del pasado; y los norteamericanos se quejaban ante tanto barullo.
Cuando los dos vehículos pasaron por la calle Japón, tuvieron que detenerse. Varios transeúntes intentaron venderles una serie de aparatos de diversa utilidad. En dicha calle podía verse también a Casimoto Pélez, una especie de clon de Casimiro Pérez, y a la empresa de mudanza Los Señoles Constantes, réplica segura de El Mueble Ambulante —ejemplos de la típica fijación japonesa para imitar todo lo que ven—. Ante tantas muestras de acoso oriental, se las vieron y se las desearon para poder reanudar la marcha; además, estaban siendo acusados por plagio, con el argumento de que la furgoneta y la moto eran de marca nipona. Pero al final llegaron a un acuerdo de colaboración, y tanto la familia de Casimiro como los de las mudanzas se dejaron hacer fotos con tal de que les dejaran salir de allí...
El recorrido hacia otros barrios resultó ser también algo accidentado. A medio camino, se encontraron a unas gentes muy revoltosas, situadas en unas manzanas conflictivas. Unos juraban en hebreo y otros desfilaban en la Pasarela Palestina, donde se veían las últimas tendencias de moda trivial y reivindicativa; pero todos querían ocupar el mismo edificio formando una comunidad mal avenida. La camioneta hizo una señal acústica a Casimiro para que se detuviese:
—¿Qué ocurre ahora? —alzó este la voz mientras aminoraba la marcha.
—Esperen un momento —insistió un norteamericano con aspavientos—. Llevamos armas en la camioneta. Entraremos en este edificio para vender alguna.
—¿No las habían dejado en el jardín? —preguntó Casimiro.
—Sí. Pero siempre disponemos de una reserva, por si hacemos algún negocio extra. No están los tiempos para desaprovechar las oportunidades.
—¡Especuladores! —espetó Ana Escoba.
—Querida, recuerda que en tus tiempos mozos vendiste la batidora; esa que utilizabas para darme en la cabeza —le replicó su marido, de forma disimulada.
Cuando los norteamericanos se disponían a vender las armas a los contendientes, Caruso expulsó una fuerte ventosidad y el sonido ocasionó un mal entendido entre los que juraban en hebreo y los de la Pasarela Palestina. Ambos creyeron haber oído un obús enviado por el respectivo enemigo, y se vieron obligados a replicar el supuesto ataque. Ante el incremento incontrolado de la situación y el consiguiente intercambio de petardos, los de las mudanzas se vieron obligados a cambiar de planes de forma inesperada:
—¡Maldito perro! Será mejor que nos vayamos. Ya haremos negocio cuando la ocasión sea más propicia. ¡Reanudemos la marcha!
—¡Sí! ¡Larguémonos pronto! Aquí no se nos ha perdido nada entre tanto estruendo —se mostró Casimiro apurado.
La moto y la camioneta partieron deprisa y se alejaron de la zona conflictiva. Cinco minutos más tarde, llegaron a una calle donde podía percibirse un curioso olor a petróleo. Los norteamericanos hicieron una nueva señal a Casimiro:
—¡Párese! ¡Párese! ¡Espere un momento!
—¿Pararnos otra vez? ¡A este paso no vamos a llegar nunca!
—Aquí huele a petróleo. Debemos enviar tropas para controlar la situación. Ustedes, amables europeos, pueden quedarse un tiempo atrincherados mientras esperan. Solo será cuestión de diez minutos. Les prometemos rebajarles la tarifa del transporte un veinte por ciento.
Ante la oferta, surgieron algunas desavenencias entre los miembros de la familia de Casimiro. A unos le parecía una buena idea; pero otros pensaban que ello suponía una pérdida de tiempo; que no les iba a reportar ningún beneficio especial. Además, en aquellos momentos la calle se había llenado de hombres disfrazados con vestimenta árabe, haciéndose difícil distinguir entre los buenos y los malos. Hablaban de forma muy rara, y de vez en cuando se arrodillaban, inclinando los cuerpos hacia delante. Todo era un desorden, en medio de ese perfume a crudo.
Por fortuna surgió la voz de Caruso, que ladraba a diestro y siniestro. Recriminaba a los suyos que se enredaran tanto; debían llegar a la nueva casa cuanto antes y no sacrificarse por intereses ajenos. Al final, las discrepancias familiares desaparecieron al comprender que la mascota tenía razón; además, ya sabemos que iban algo prietos e incómodos en la moto.
Los de El Mueble Ambulante tuvieron que acatar la decisión de los clientes europeos y transportar sin mayor dilación sus bienes al destino en cuestión. Así que todos reanudaron la marcha: la moto —con filigranas por la excesiva carga humana— y la camioneta, mientras contaminaban el aire.
Un par de manzanas más hacia occidente, pudo verse un gran kiosco de prensa; hecho que Casimiro había esperado ya con cierta premura. Él se bajó con brusquedad del vehículo, en marcha, y se acercó al quiosquero, que guardaba las monedas recibidas por una venta anterior. Como la inercia de la velocidad de la moto no pudo variarse a tiempo, la agrupación familiar irrumpió de forma accidental en el puesto de venta, como elefante en una cacharrería. Se produjo un gran choque, por el cual volaron monedas, revistas y periódicos entre una amalgama de piernas, unas más largas que otras, y patas de perro —de esas había solo cuatro— El pobre quiosquero terminó aplastado entre las nalgas de Ana Escoba y el hocico de Caruso, rodeado de babas caninas y pérdidas de orina, propias en edades maduras.
Les costó algo de trabajo recuperarse del aparatoso choque. Pero quienes habían ido en la moto se levantaron poco a poco del suelo, entre miradas de sorpresa y gestos de improvisada generosidad: todos colaboraron en la tarea de colocar los periódicos y las revistas del corazón sobre los estantes correspondientes, a excepción hecha del diario que Casimiro compró: se trataba del rotativo El Euro Jodido.
Los operarios de mudanzas, que también habían colaborado con el pobre quiosquero, se percataron de que Casimiro no apartaba la vista del periódico:
—Díganos, ¿para qué quiere leer las noticias; ahora que estamos en plena mudanza. ¿Qué clase de periódico es este?
—Créanme; se trata de algo muy necesario —afirmó Casimiro—. Las noticias no me interesan mucho. En realidad, lo he comprado por las ofertas de pisos...
—¿Ofertas de pisos?
—Sí. Todavía no sabemos adónde nos vamos a mudar en concreto. Por eso les ruego que tengan paciencia. Mientras busco el anuncio apropiado y consigo la nueva casa, pueden esperar en su camioneta. Pronto les mantendremos informados sobre el trayecto a seguir.
—Si improvisa de esta forma, debe de ser usted español a la fuerza.
—Se suponía que ustedes, los norteamericanos, no nos conocían —profirió con orgullo Achús.
—¡Guau! ¡Guauuu! —el perro negaba ahora su nacionalidad, atacado por una repentina y efímera pulga.
—¡Papá!, ¡mamá!, nuestro Caruso ladra como un separatista —se quejó el pequeño Manolito Pérez, con voz lastimosa y haciendo pucheros.
—¡No llores, cariño! Se le pasará pronto. Está vacunado —intentó consolarlo Achús.
—Nosotlos los Chinos, siemple unidos; no sepalal de nadie —intervino un oriental, de nuevo a una distancia prudencial; aunque ello no impidió que Caruso le mordiera, vitoreado por los norteamericanos.
—¡Vale! ¡Vale! No discutamos de nuevo —intervino Casimiro—. Lo que no podemos negar es que todos los miembros de nuestra familia, perro incluido, somos europeos; aunque ello suponga que tengamos que pagar una tarifa tan cara para la mudanza y corramos el riesgo de que nos intervengan los muebles.
—Miren —interrumpió un operario—. En cuanto a lo de buscar nueva casa, les ofrecemos una buena solución. Casualmente, disponemos de un piso para la venta. Está bien situado.
—¿De veras? —inquirió Casimiro.
—Sí. Los norteamericanos nunca mentimos.
—Y… ¿qué precio tiene ese piso?
—Unos … xyz dólares, incluyendo sus muebles y demás pertenencias.
—¡Ya empezamos con los embargos y las intervenciones! ¡Si ya lo decía yo!
Se produjeron unos instantes de silencio. Casimiro dibujó después una repentina mueca de resignación.
—Y en ese caso, ¿entrarían con el precio las cremas faciales de mi esposa?
—¡Casimiró!, ¿no habíamos quedado que…? —se mostró Achús contrariada.
—No, eso no —intervino un norteamericano—. Ya nos cuesta trabajo cargarlas ahora, como para llevárnoslas después en la furgoneta. Además, sin ellas su mujer parecería más vieja; más que Europa.
—¡Yanqui Machista!... —protestó Achús. Luego se giró hacia su esposo—. ¡Casimiro, con mis cremas no se juega! ¡Te lo digo las veces que haga falta!
—En cambio, nos quedamos con ese periódico... El Euro Jodido —enfatizó otro operario.
—¡Ustedes lo quieren todo! —farfullaba Casimiro— Claro que sí nos conceden un descuento del veinte por ciento sobre el total del precio del piso que desean vendernos, y no nos cobran tarifa alguna por la mudanza, pueden quedarse con nuestros muebles y mi periódico; total, por lo que estoy leyendo ahora solo habla del futuro cambio climático y de una lacra llamada globalización. ¿Qué será de nuestra identidad?
—De acuerdo. Les venderemos el piso por… xyzw dólares. Y para que vean que somos buenos norteamericanos, renunciamos también al periódico. En realidad, no lo necesitamos; como ven, el nuestro tiene un gran prestigio y no habla ni de cambio climático ni globalización… ¿O sí…?
—¡Monela china! ¡Buena!... —vociferó un oriental, segundos antes de ser bombardeado con gominolas por el pequeño Manolito Pérez.
—Bien. Debemos ponernos ya en marcha —recomendó uno de los operarios—. Claro que ahora les toca a ustedes seguirnos...
El Mueble Ambulante guiaba a una familia ávida por contemplar su nuevo hogar. Casimiro observaba el cambiante paisaje urbano, entre zonas de lujo y chabolas tercermundistas, todo distante y, al mismo tiempo, comprimido a modo de escaparate social: se vislumbraban diversas culturas y razas; había incluso gentes del propio país.
Muchos de esos ciudadanos tan diversos saludaban a la pequeña comitiva formada por la camioneta —tan repleta de norteamericanos, chinos y de aquella pequeña muestra de guerrilleros barbudos y retirados—; y a la moto europea, entre cilindradas de viejos esplendores. Aunque no faltaba quienes dejaban explotar sus petardos, por aquello de tocar las narices con religioso afán.
—¡Quién me mandaría vendérselos! —se lamentó Ana Escoba de forma repetida, mientras recordaba su ascendencia rusa y que era algo bruja.
Los dos vehículos continuaron la marcha. Dejaban atrás aglomeraciones y calles concurridas, y se dirigieron hacia las afueras de la ciudad. En determinado momento, los de El Mueble Ambulante hicieron una señal a Casimiro y familia para que se detuvieran. Por fin habían llegado al lugar de destino: un amplio descampado con impresionantes vistas al cielo, provisto de aire acondicionado —frío en invierno y caliente en verano—, agua corriente los días de lluvia y grandes espacios, propicios para los paseos de Caruso; eso sí, con el suelo todavía sin embaldosar.
Los ocupantes de la moto, perro incluido, se apearon sorprendidos, cegados por la emoción, mientras escuchaban las instrucciones de los operarios para finiquitar la operación: debían pagar un substancial anticipo por la venta del piso.
Casimiro entregó, no sin gran sacrificio por su parte, una gran suma de dinero a cuenta de los xyzw dólares; lo que representaba el cien por cien del total —este tipo de transacciones se suele realizar entre caballeros y especuladores, sin que la honradez de los primeros quede tan dañada como su cuenta corriente. Para los segundos, se produce el efecto contrario.
Los miembros de la familia de Casimiro no tardaron en saltar de alegría por lo que creían una gran adquisición, ajenos a lo que en realidad sucedía. Cuando llegó el momento en que los norteamericanos tenían que mostrar la casa —un hermoso palacete en cuyo interior solo había ocupas y ruinas—, estos se montaron en la camioneta, sin avisar, y se dieron a la fuga a toda velocidad.
—¡Casimiro!¡Casimiro, que se van! —gritó Achús.
—¡Eh! ¡Esperad!... ¡Venid, no huyáis!
—Cariño, nos han timado y, además, se han llevado nuestros muebles.
—Os han engañado como chinos —afirmó Ana Escoba.
—¿Cómo chinos…? ¡Si entre ellos había muchos! —replicó el marido de esta.
Resultaba curioso ver como los hijos de Achús y Casimiro revoloteaban y jugaban con Caruso, todavía ignorantes del engaño. Claro que no tardaron en darse cuenta al ver las caras de los padres; sus correrías se convirtieron en desolación ante aquel amplio horizonte sin hogar propio. El perro, por su parte, terminó cogiendo la rabia de lo cabreado que estaba.
Claro que Dios aprieta, pero no ahoga. Porque tras la sentencia de Ana Escoba, a Casimiro se le encendió una lucecita. Examinado el solar, vacío y sin historia, se percató de la presencia inesperada de unos orientales que nada tenían que ver con los de El Mueble Ambulante: aquellos ciudadanos buscaban una buena forma de invertir sus ahorros, conseguidos con lo que ganaban en los bazares. Tal hecho debía aprovecharse, sobre todo después del traspié sufrido. Y como de las malas experiencias y engaños se aprende, nada mejor que aplicar lo vivido en perjuicio de esos inversores:
—¡Cremas faciales a buen precio! ¡Compren, compren! ¡Son realmente milagrosas! ¡Una verdadera inversión! —anunció como reclamo el pequeño Manolito Pérez, por orden de su padre; hecho que supuso la consiguiente bronca y coscorrón por parte de Achús.
—¡Cremas! ¡Cremas! ¡Siempre estás igual, Casimiro! —protestó ella. Luego añadió—: Además… ya no las tengo. Se las llevaron esos indeseables de las mudanzas.
—¡Tranquila, querida! Ese solar tiene una tierra muy roja. Les haremos creer que se trata de una arcilla rejuvenecedora. Con el dinero que les saquemos, tendrás para comprar potingues y disimular las arrugas acumuladas durante veinte años.
—¡Grosero! —exclamó ella.
Cuando más enojada se sentía Achús, los chinos ahorradores se acercaron atraídos por el ofrecimiento que el pequeño Manolito Pérez acababa de lanzarles. Ante tan prometedor panorama, Casimiro empezó a frotarse la mano que tenía, con la clásica euforia del especulador delante de las víctimas que pinchan el anzuelo. Y lo hizo con tanta fuerza que terminó por salirle fuego de las palmas —llegó incluso a necesitarse la intervención de los bomberos, aunque el foco fue reducido enseguida.
¡Vaya si pincharon el anzuelo eso orientales! No dudaron en adquirir la supuesta arcilla milagrosa que Casimiro, convertido en chico malo por las circunstancias, les acabó vendiendo… La situación había dado un giro radical en poco tiempo para la familia; y eso que alguno todavía no se había enterado de lo sucedido:
—¿Qué ocurre? ¿Dónde está la casa? —preguntó Ernesto Pérez, el padre de Casimiro, despistado y, por supuesto, ignorando el nuevo negocio fraudulento del hijo. Pero enseguida se percató de la expresión de Caruso y se le encendió la lucecita deductiva antes de exclamar—: ¡Cabrones!
—No te preocupes, papá —le dijo Casimiro—. Pronto tendremos un hogar europeo como Dios manda—. Fue entonces cuando le explicó el nuevo plan mientras señalaba a los orientales.
—¡Esta es la mía! —intervino José José Díaz, el padre de Achús. Después reclamó la atención de los chinos, mientras sacaba de forma espontánea la compresa de su querida—: ¡Vean! ¡No pierdan la última oportunidad! ¡Compren esta compresa histórica! ¡Verdadera muestra de la feminidad de las mujeres del viejo continente!
—¡Compren, compren! ¡No se lo piensen! —intervinieron todos los hijos de Casimiro y Achús, al unísono, oliéndose otro posible negocio.
Los chinos se abalanzaron sobre José José Díaz —parecía repetirse la historia de las cremas.
—José, ¿qué hacías con esa compresa? ¿A quién pertenecía? —le pidió su mujer Ana Escoba explicaciones.
—¡Nada, nada! La encontré sin querer en la basura —pudo oírse la voz de aquel, en su intento de justificarse—. Me confundí. ¡Te lo juro!
—¿En la basula?... Nosotros entendel su idioma. Si complesa en basula, no tenel histolia. Nosotlos no complal —manifestó uno de los chinos con oído avizor, mientras los demás, defraudados, dejaban de tapar a José José Pérez.
—¡No! ¡Compren, compren! Algo tenía que decir a mi mujer. Ella es muy celosa.
—¡Con que algo tenías que decir a tu mujer!... ¡Sinvergüenza!
—¡Que se trataba de una estrategia de venta; de una mentira! ¿Acaso no te das cuenta, Anita?
A pesar de los intentos de hablar bajo, los chinos escucharon a José José Díaz:
—¡Estlategia!... ¡Mentila!... Si complesa mentila, clema también. Nosotlos habel pagado ya foltuna… ¡Nos han lovado!
—¡Compren!¡Compren! —insistían los hijos de Casimiro y Achús, ajenos a todo.
—¡Callad chicos! ¡Subamos todos a la moto! ¡Rápido! ¡Ya les hemos sacado suficiente dinero con las cremas! ¡Rápido, que nos han descubierto! —exclamó Casimiro mientras arrancaba el motor.
El numeroso clan familiar, perro incluido, se subió al vehículo de dos ruedas a toda velocidad, mientras los orientales, plenamente conscientes del fraude al que habían sido sometidos, intentaban alcanzarlos sin éxito…
Los chinos ahorradores, resignados por el fraude sufrido, tuvieron que vender los propios negocios para recuperar el dinero perdido y luego comprar, con el beneficio de tales ventas, nuevas tiendas —al final, pase lo que pase, siempre terminan inundando de nuevo los barrios con sus bazares…
Gracias al dinero obtenido por las cremas, los europeos tenían un futuro algo más halagüeño, aunque sin excesos. Tras el gran negocio realizado, la familia de Casimiro tomó una gran decisión: regresar a su hogar de siempre, añejo, lleno de historia y sin injerencias externas. Conservar, además, el periódico El Euro Jodido; el gran diario gracias al cual podrían adquirir nuevos muebles y enseres, clásicos y modernos, siempre y cuando la fecha del rotativo no correspondiera al ejemplar del día de los inocentes, la crisis no lo impidiera y los de El mueble ambulante no se metieran por medio.