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EL SIGUIENTE RELATO es un homenaje a la tan denostada figura de la suegra; esa curiosa y rara especie de inmerecida fama, cuyo estigma lleva soportando desde aquellos tiempos, ya lejanos, en que los políticos cumplían sus promesas electorales. Porque hasta las peores suegras deben despertar en nosotros un cierto sentimiento de ternura; como si se tratara de inocentes avispas, involuntarias poseedoras de un aguijón con cariñoso veneno.
¡Y es que ya no puedo aguantar más! Debo contarles de una vez esta pequeña historia, para hacer justicia en favor de esos bichitos maravillosos y tan poco apreciados por las personas.
Cierto día, en una determinada ciudad, a ciertas horas de la madrugada, el matrimonio Pérez sufrió un intempestivo sobresalto: Saturnina Opio Malahierba llamaba con insistencia al timbre de la puerta: ¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing!
Se trataba de la madre de Cristina Suárez Opio, casada con Sufrido Pérez Lástima —casualmente marido de esta última.
Transcurridos unos segundos, volvió a llamar Saturnina: ¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing!
Cristina y Sufrido interrumpieron el sueño ante semejante sucesión de agudos sonidos. Él se levantó ataviado con un pijama sin rayas —las tuvo que vender a una cebra adinerada en un momento de dificultad económica—, y comenzó a caminar a tientas, mientras tropezaba con todos los muebles posibles. Por fin, el timbre de la puerta había dejado de sonar. Era ya dicha puerta, en su totalidad, la que retumbaba, mientras unos nudillos, totalmente ensortijados, aporreaban la superficie de madera: ¡Puum! ¡Puum! ¡Puum!
—jYa voy! ¡Ya voy! —exclamó Sufrido.
Entre bostezos y legañas, se dispuso a encender la luz del recibidor. Abrió el cerrojo de seguridad, ignorando en su letargo la inseguridad de semejante situación:
—Hola, querido yerno —irrumpía Saturnina en la casa, bajo un sombrero blanco—. Había salido a dar una vuelta, pero ya ves... He regresado... No sabes lo vacías que están las calles. Es incomprensible que haya tan poco ambiente. ¡Lo he encontrado todo cerrado!
—Señora, no querrá que a estas horas de la madrugada abran las tiendas, expresamente para usted. Además..., nos ha despertado.
Tras adentrarse en la casa, Saturnina se encaminó hacia el dormitorio del matrimonio. Como su habitación se encontraba ocupada por una criada, contratada al mejorar la situación económica de la familia, compartía siempre lecho con Cristina y Sufrido.
—¡Mamá! —protestó Cristina.
—Hijita, ¿has visto que imagen más descuidada tienes? Al menos, podías haberte peinado, cariño.
—¡Estaba durmiendo! —enfatizó Cristina entre bostezos
—¿Durmiendo? ¡Pero... ¿qué hora es?
—¡La de que se vaya metiendo en la cama —respondió Sufrido con el ceño fruncido.
—¡Vale! ¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —asintió Saturnina, forzada por la mirada de este. Se despojó después de los zapatos y el vestido, y dejó al descubierto un camisón rojo, lleno de lunares negros, como si de una mariquita engrandecida se tratara; paso necesario antes de colocarse bajo las sábanas de una concurrida cama conyugal. De tal suerte que se distribuyeron piernas y brazos en un espacio no excesivamente grande, durante media hora de envites y pugnas por encontrar una postura cómoda. Al final, los tres se entregaron de forma heroica a un profundo y placentero sueño; o quizás eso parecía: Sufrido se había dormido con el ojo derecho cerrado y el izquierdo abierto, inmerso en un onírico estado de guardia. Quería asegurarse de que nadie le iba a descubrir al dirigirse hacia el cuarto de la criada para buscar los servicios nocturnos del tentador servicio doméstico. Con sigilo, y en un acto de sonambulismo íntegro, se bajó de la cama, acompañado por los cariñosos ronquidos de su mujer. Llevaba con tiento una botella de champán que había escondido entre las sábanas, y cuya temperatura se había elevado más de lo deseado al tratarse de un vino espumoso y blanco.
Pero está claro que en la vida no existe la perfección. Su suegra Saturnina, que roncaba como la hija, dormía con el ojo izquierdo cerrado y el derecho abierto, también vigilante, y con una sartén en la mano —igualmente escondida bajo las sábanas—, por si fuera preciso utilizarla. El pobre Sufrido, que andaba descalzo para no producir ruido, sintió como el pánico se apoderaba de su alma tras recibir un fuerte e inesperado impacto sobre la cabeza, desde luego no preparada para tales desventuras.
—¡Oooj! ¡Oooj! —Saturnina vociferaba ya de pie, aunque sin abandonar los ronquidos— ¡Ven aquí, bribón!... ¡Toma! ¡Otro sartenazo! —¡Pa Ta Plaff!—. ¿Cómo te comportas así con mi hija?
—¡Ah! ¡Uff! ¡Ay! ¡No me pegue, Saturnina! No ve que soy un sonámbulo, ignorante de sus propios actos… ¡Estoy dormido!
—Yo también lo estoy. ¡Oooj! ¡Oooj! Pero te he descubierto. ¡Sin vergüenza! He visto la botella de champán. Ibas a tomártela con la criada —¡Pa Ta Plaff!
—¡Ah! ¡Uff! ¡Ay!... ¡Suegra, me hace daño!... Le prometo que esta botella era para su hija. ¡Venga, cariño! Despierta, que vamos a beber —añadió Sufrido, mirando a Cristina.
—¡Disimula, bribón! —¡PaTa Plaff!
Tras unos minutos de tempestad y sartenazos, Saturnina, que ya se encontraba algo cansada de soñar despierta, regresó a la cama y cerró el ojo que había lucido abierto. Por su parte, Sufrido, que ya no estaba para muchas fiestas, hizo lo propio, con la botella sin descorchar, de nuevo bajo las sábanas, como si de un soldado en retirada se tratara. La calma invadió entonces la habitación sin que Cristina se hubiera inmutado, pues dormía de forma profunda y siempre con los dos ojos cerrados.
Al día siguiente, nadie se acordaba de lo ocurrido. El peculiar estado de conciencia experimentado por Sufrido y Saturnina impedía cualquier evocación de lo acontecido. Aquel se levantó con ciertos dolores y unos cuantos chichones en la cabeza, sin saber qué los había originado; pero, eso sí, intentando esconder la botella de champán; como se suele decir: por si las moscas. Saturnina no encontró extraño del todo despertarse con la sartén entre los brazos; pensaba que, por el motivo que fuera, debía tenerla a mano para freír a sartenazos a alguien que se lo mereciera, llegado el caso.
Por la tarde ocurrió algo extraordinario. Cristina recibió dos invitaciones para asistir a una función teatral, lo que supuso un gran motivo de alegría para Sufrido; una especie de oasis en el rutinario desierto donde Saturnina brillaba como un sol abrasador; una pequeña luz en la oscura sombra que ella solía proyectar al convertir el día en noche de inalcanzable alba. Sin duda se trataba de un impulso moral para el matrimonio; algo que no había buscado por propia iniciativa, quizá por el conformismo que suele producir el día a día.
A las nueve de la noche, la pareja vestía las mejores galas deseosa de salir a solas, liberada de la omnipresente figura de Saturnina: se presentaba una gran ocasión para lucir unas ropas ya casi olvidadas por el escaso uso:
—¡Qué guapa estás, Cristina! —los ojos de Sufrido desprendían un brillo especial.
—Tú tampoco te quedas atrás, querido —respondió Cristina pizpireta
—¿Te imaginas?... Unas horitas sin aguantar a tu querida madre —bajó la voz sufrido con expresión socarrona.
—Ella no es mala mujer —señaló Cristina—, aunque debo reconocer que la tenemos hasta en la sopa.
—¡Pero si hasta duerme con nosotros! ¡Bruja, más que bruja!
—Calla, que te va a oír —hizo ademán Cristina de taparle la boca mientras mostraba atisbos de risa contenida.
Justo en aquel momento, Saturnina entró en la habitación escudriñando hasta el aire que respiraba.
—¿Qué susurráis, pillines?
—Nada de importancia, señora Saturnina. Tan solo comentábamos lo mucho que la vamos a echar de menos estas dos horas...
Todos se dirigieron al salón, donde se encontraban Cristóbal y Catiana, de ocho y diez años —ambos representaban el producto de dos devaneos amorosos de la pareja, al aprovechar los respectivos descuidos de quien ya saben—. Ambos veían la televisión, mientras comían unas patatillas con gran devoción.
—¡Niños, dejad ya las patatillas! —ordenó Cristina.—. Ahora la abuela os dará de cenar. Papá y yo nos vamos al teatro.
—¿No se va la abuela con vosotros? —inquirió Catiana muy sorprendida
—Tú da ideas —exclamó Sufrido con disimulo, acercándose al oído de su hija.
—¡No me puedo creer! ¿Estoy delirando, Mamá? —intervino Cristóbal.
Cristina negaba con la cabeza, sonriente. Poco después se inclinó hacia ellos.
—Hijos..., a ver cómo os portáis. Ya sabéis... Nada de llamaditas y cosas por el estilo.
—No te preocupes. Ya me encargaré de eso —dijo Saturnina, en un alarde de dientes afilados—. ¿Verdad, muchachos?
—Seremos buenos, mamá —afirmó Catiana con gracioso retintín.
—Cristina, conviene que nos vayamos pronto; antes de que sea tarde —Sufrido le indicó el reloj de pulsera.
—Sí, querido… ¡Ah, mamá! Dile a la criada que nos deje algo de cena preparada.
—Descuida. Si yo la tengo siempre muy vigilada —profirió Saturnina de forma instintiva.
—Bien. Entonces me voy tranquila —manifestó Cristina sin prestar demasiada atención a la exclamación de su madre.
Ella y Sufrido llegaron al teatro sonrientes. El aire liviano que se respiraba quedaba salpicado por los matices aromáticos de ambientadores y perfumes, entremezclados con el colorido de los trajes y vestidos que el respetable lucía orgulloso. Se sentaron en sus butacas. Disfrutaban de cada minuto a solas; tan solo rodeados por compañías ajenas, nada comprometedoras.
Antes de comenzar la función, podía leerse el programa de la obra que iba a presenciarse; se trataba de un clásico del amplio mundo teatral. Y una característica de la misma consistía en un personaje cuya presencia iba a intuirse durante gran parte de la representación, sin saberse cuándo y de qué forma iba a manifestarse.
Sonó un timbre de aviso. Varios segundos más tarde se apagaron las luces de los palcos y la platea. Un foco tenue apuntaba hacia la cortina del escenario, que se descorría poco a poco. Enseguida apareció un hombre que, tras un breve monólogo, abrió una puerta por donde aparecieron dos señoras de buena apariencia y mejor oficio. En este primer acto, salieron al escenario dos actores más, y entre todos contribuyeron a construir una especial atmósfera que envolvía a un público intrigado, sin que el personaje fantasmal se dejara ver. En el segundo acto sucedió lo mismo: su latente protagonista seguía sin salir a escena, y se mantenía la misma incertidumbre sin perderse la trama en estériles tiempos muertos. Pero a mitad del tercer acto, surgió una repentina y redondeada sombra que comenzaba a materializarse ante la expectación general y —lo cual parecía más extraño— la perplejidad de los actores:
—¡La figura! —exclamó la actriz A en voz baja.
—¿Qué?... ¡No puede ser! Si el fantasma nunca aparece en la obra —manifestó con disimulo el actor B, situado cerca del apuntador.
—¿Quién ha salido al escenario?... Esto me da muy mala espina —protestó el actor C.
Las dos actrices se abrazaron llenas de miedo, en medio del revuelo producido en el escenario. Nadie sabía cómo actuar; la representación podía sucumbir ante los nuevos acontecimientos. Si bien, todo aquel desbarajuste no despertó en un principio, y a pesar de las exclamaciones de los actores, ninguna sospecha en el público. Este, por contra, consideraba el espectáculo ofrecido como parte del desarrollo normal de la obra.
Las luces del teatro se encendieron de forma inexplicable, y la extrañeza voló a modo de pájaro invisible sobre todas las personas allí presentes. Aquella aparición se fue despojando de su lúgubre disfraz ante las protestas del director de escena. Las quejas se generalizaron; ya ante un evidente caso de salida espontánea al escenario, como si de una corrida de toros se tratara.
Pero ese estado de vergüenza ajena, para Cristina y Sufrido se convirtió en un sentimiento de sonrojo, súbito e intenso, al darse cuenta del origen de semejante desastre. Si ya la uñas, largas y curvadas, proporcionaban ciertas pistas sobre la verdadera personalidad de la aparición, las zapatillas, adornadas con dos prominentes borlas de algodón, despejaron cualquier duda a la atónita pareja:
—¡No! —Sufrido apenas podía pronunciar palabra alguna.
—Mamá, ¿qué haces aquí? —hasta en el gallinero pudo escucharse a la atónita Cristina.
Saturnina, desde el escenario, alzó aún más la voz:
—Cristina... Cristina, hija, ¡ya te veo!... Me… lo he pensado mejor y he venido a visitaros.
Todo parecía una broma de mal gusto. El público se indignó después de superar su incredulidad:
—Que devuelvan el dinero...
—¿De dónde ha salido esa señora?...
—No hay derecho. Vaya forma de cargarse la obra...
—Guardas, ¡échenla de aquí!...
Ajena a esta situación, Saturnina gesticuló a su hija:
—Esperadme. Hacedme sitio, que quiero enterarme del final.
Sin salir aún del escenario, giró sobre sí misma:
—¡Oh! Un momento. He de recoger del suelo la capa y el velo... ¿Verdad que son elegantes?
Alguien del público le dedicó algunas lindezas y unos gestos de burla, acompasados con risas generales y gestos de burla:
—Señora, lleva unas zapatillas muy bonitas. Con las prisas no se las ha quitado.
—¡Dios mío! ¡Esto es un fracaso! —se echó las manos a la cabeza el director de escena, mientras los actores persuadían a Saturnina de que abandonara el escenario.
Cristina no tuvo más remedio que levantarse, al encuentro de su madre:
—¡Qué bochorno! ¿Por qué has venido al teatro? ¡Mira la que has organizado!
—Porque los chicos estaban entretenidos, jugando al trivial, y me aburría en casa.
Sufrido se levantó de la butaca y salió del teatro lo más rápido que pudo, mientras se tapaba la sonrojada cara. En ese momento no le importó dejar atrás a Cristina y, sobre todo, a Saturnina, quienes salieron ante el abucheo general de un frustrado público, conocedor de que el personaje misterioso nunca aparecería.
El mal rato experimentado ante tantas almas presentes —muchas correspondían a personas conocidas— tardaría en ser olvidado por el matrimonio, que se vio obligado a mudarse de casa para huir de las mofas y críticas recibidas en la peluquería o en el supermercado del barrio; ello si tenemos en cuenta que el teatro donde se habían producido los hechos se encontraba solo a una manzana de distancia.
Llevaba ya la familia de Sufrido un mes en su nuevo hogar —situado al otro extremo de la ciudad—; y la rutina seguía persiguiendo a la pareja, cuya vida conyugal tampoco se libraba ahora de Saturnina. Al incluir en el traslado a la asistenta, persistía el problema de las habitaciones: con las urgencias del momento, se habían visto obligados a aceptar la primera oferta inmobiliaria viable; una casa de parecidas características a la anterior.
No obstante, para los hijos de la pareja la situación cambió; en especial durante las tardes, cuando Cristina y Sufrido se encontraban en sus respectivos lugares de trabajo. Cristóbal y Catiana hacían los deberes de clase, navegaban en internet o adquirían cultura delante del televisor, mientras veían secuencias de anteriores programas nocturnos —también se aprende de los personajillos, encerrados todos ellos en un lugar, mientras ordeñan vacas por primera vez en su vida o chismorrean los unos contra los otros—. Esto, en sí, no aportaba nada nuevo en su forma de vivir. Pero fue Saturnina, al entablar amistad con tres vecinas de edad y manías afines, la que adquirió la costumbre de organizar tertulias en el salón, para desesperación final de los pobres chicos. Al principio, la tortura se llevaba a cabo los lunes, a la hora del té, y en un lugar recogido de la cocina. Pero a medida que obtenían fondos comunes en forma de pastas y caramelos, aumentó el número de reuniones hasta casi abarcar la semana —digo casi porque los sábados eran jornadas de reflexión y al séptimo día se descansaba—. La cocina se les quedó pequeña para aquellos ambiciosos proyectos de sociedad, y terminaron trasladando sus milagrosas cremas rejuvenecedoras y las empalagosas pastitas al gran salón de la casa.
Un día, la sesión comenzó como siempre; con el jaleo ocasionado por una vorágine de frases amontonadas, en las que los silencios brillaban por su ausencia. Cristóbal y Catiana, que se habían sentido obligados a participar en la reunión ante la insistencia de su abuela, no tardaron en considerarse presas por las garras de la ruidosa oratoria y de las galletas, extremadamente dulces; convertidos en inocentes seres, conducidos hacia un mundo de empachos y dolores de cabeza; un infierno de voceríos y exceso de azúcar, privados del refugio de las habitaciones.
Llevaban una hora de reunión, y las guerreras con arrugas competían por emitir más sonidos que nadie:
—¿Sabéis lo que le dijo Pepita a su marido? —preguntó la amiga A con la boca repleta de pastas.
—¡Nooo! —respondieron al unísono las amigas B, C y Saturnina.
—Pues...: «Me encuentro muy triste. Ya sabes lo importante que era para mí aquel collar del escaparate. Alberto, ¿por qué no me lo compraste?»
—Pobre mujer. Vaya marido más tacaño le ha tocado —bramó la amiga B.
—Es que una no puede ser buena —sentenció la amiga C.
—Y que lo digas —intervino Saturnina. Vigiló a sus nietos, que escudriñaban ahora unas imágenes de televisión. Fue entonces cuando indicó a sus amigas que se acercaran para hablarlas en voz baja—: Con mi yerno ocurre lo mismo. Siempre presume de generosidad, y luego es más agarrado que un tango con pegamento.
—¿De veras? —lució la amiga A una expresión de cargante sorpresa.
—¡Resignación, Saturnina! Tu desdichada hija ha de llevar esa cruz para ganarse el cielo —se hizo cargo la amiga B, también en voz baja.
—Amén —se santiguó la amiga C.
—Con deciros…, y eso ya entre nosotras…, que por su culpa nos tuvimos que mudar de casa para huir de los vecinos y amigos.
—Cuéntame. Cuéntame, querida —impulsaba la amiga A una cátedra de chismorreo con sabor a té—. ¿Qué trastada cometió este hombre?
—Veréis... Mi hija y su marido se habían ido al teatro...Ya sabéis… Una forma de perder el tiempo en caprichos que no conducen a nada... Pues bien. Como mis nietos jugaban con esos chismes modernos y yo me aburría en casa, tomé la decisión de arreglarme para comprobar cómo se desarrollaba la salida nocturna de sus padres; teniendo en cuenta, además, que me desagradaba el hecho de que Cristina anduviera por esos mundos de Dios a horas tan intempestivas. Cuando llegué, ellos se encontraban ahí, sentados, en su butaca, muy calladitos. Y debo confesar que en aquellos momentos sentí ganas de sentarme a su lado para ver qué final iba a tener la obra; no por nada; solo para… poder criticarla mejor. Pero cuando me quise dar cuenta, me encontré rodeada de actores, con mi capa de seda y el velo en el suelo, ensordecida por un griterío poco digno de un lugar tan pretendidamente fino. Me sentía muy aturdida porque no comprendía mi situación allí, en medio del escenario, y en un ambiente poco apropiado. Se trataba de una situación realmente bochornosa.
—Pero ¿qué culpa tenía tu yerno? —inquirió la amiga C.
—La de llevar a mi hija a esa clase de lugares, donde todo el mundo te señala con el dedo. Sobre todo cuando uno se levanta de su butaca como él hizo, mientras llamaba la atención por huir de forma tan ostentosa de aquel lugar sin acordarse apenas de nosotras...
—¡Abuela —interrumpió Catiana—, ya no puedo comer más pastas! ¡Voy a reventar!
—Come…, mira la tele y déjanos hablar! —la increpó Saturnina.
—Saturnina, qué mal rato debiste de pasar —dejó la amiga B pasar unos segundos.
—¡Imaginaros! —el verbo académico y de alto nivel que poseía la anfitriona se veía reflejado en tal exclamación.
—Ver, queridas, cuántas situaciones desagradables pueden ocasionar los hombres —la amiga A no le iba a la zaga en oratoria.
—Además, mi yerno es un vicioso del juego.
—¿Qué me dices? —inquirieron las amigas al unísono.
—Participa en apuestas.
—¡Dios mío! Eso sí que es vicio —concluyó la amiga C.
—Y nunca gana nada.
Todas se persignaron.
—¡Abuela, yo tampoco puedo más! —se quejó Cristóbal, acompañado de las primeras bocanadas con aromas de devuelto y unos peditos delatores.
—Sois unos niños muy pesados. Vosotros comer, que estáis en edad de crecer.
—Abuela Saturnina, estos dulces son muy empalagosos. ¡Y así todos los días! —reivindicó Catiana.
—¡Qué nietos más quejicas tengo! ¿Habéis visto?
—Hacer caso a vuestra abuela. Tenéis que estar fuertes —dijo la amiga A.
—Eso pasa por tener un padre así. ¡Es que ya no hay modales! —recalcó la amiga B, bajando la voz
—Cambiando de tema... ¿Sabéis la última? —la amiga A había encontrado a una víctima a quien desplumar…
Cuando Cristina y Sufrido regresaron de la jomada laboral, se encontraron con un panorama no demasiado halagüeño. Sus hijos no dejaban de vomitar, y hasta padecían fiebre. Entre los nervios lógicos del momento, hubo que llevarlos a urgencias para que les practicaran un lavado de estómago —por las galletas ingeridas— y de oído —por todo el vocerío padecido—. Después se les mantuvo en observación hasta que se confirmó su total recuperación.
Los días siguientes transcurrieron con medidas preventivas por parte de Sufrido, para liberarlos de más reuniones mórbidas de tarde con su abuela y las amigas de esta. Con el tiempo superaron las secuelas psicológicas; aunque los metabolismos infantiles solo aceptaron, desde entonces, comidas y bebidas carentes de azúcar —habían almacenado la suficiente como para prescindir de ella hasta que cumplieran los ochenta años.
Sufrido empezaba a cansarse de soportar la presencia de Saturnina; lo sucedido a sus hijos había supuesto un antes y un después. Bien es cierto que el destino puede sacarse de la chistera algún posible cambio drástico en nuestras vidas. Y a ese tren que se presenta una vez cada cien vidas se le ocurrió aparecer con intención de detenerse en una simbólica estación: el campo de fútbol donde Sufrido y su familia al completo se encontraban un domingo, bien marcado en el calendario. Todos los partidos habían concluido, a excepción del visto in situ y otro perteneciente a la misma liga.
Hasta el momento, una serie de resultados extraordinarios producidos en Formula 1, baloncesto y fútbol coincidían plenamente con lo apostado por Sufrido aquella semana. La aceleración en su ritmo cardíaco se justificaba, si tenemos en cuenta que, a falta de un minuto para el pitido final, los dos resultados por concretarse situaban la gloria al alcance de sus manos. Estaba a punto de convertirse en un afortunado para quien dejar de madrugar, con su cuenta corriente repleta de millones, y con la oportunidad de enviar a su suegra a Oxford para que aprendiera inglés, no fuera una quimera.
Cristina y Sufrido se miraban con lágrimas de alegría y temor, al mismo tiempo; mientras vigilaban el juego y el transistor. Como el equipo de la ciudad perdía, su rival directo, que también estaba cayendo derrotado, daba ese resultado por bueno, a sabiendas de que con estos resultados, se proclamaba ya campeón.
Los segundos se eternizaban bajo el temor de un indeseado y cada vez menos probable gol que echara por tierra el particular paraíso, ya inminente.
Varios pensamientos se pasearon por la cabeza del millonario en ciernes. Se contemplaba en una pantalla imaginaria, mientras llamaba a su jefe el lunes por la mañana para confesarle que le consideraba un indeseable; que tenía cara de mono y que el balance del mes lo iba a realizar su distinguida madre. Después dispuso de tiempo para realizar un rápido recorrido mental por las mejores zonas residenciales con el fin de ubicar su imaginario chalet. Se encontraría rodeado de pinos, provisto de sauna y piscina, con vistas a la sierra y bañado por el aire limpio de un lugar privilegiado. La casa, de dos pisos unidos por una escalera mecánica, adquiriría una estética repleta de arcos y columnas a imitación del estilo romano, incluyendo detalles al gusto particular. Todo ese conjunto rodearía un gran patio interior con reminiscencias andaluzas, donde podrían oírse los murmullos de una fuente central, con relieves y cabezas de león escupiendo iluminados y continuos chorros de agua. A unos doscientos metros del chalet, se encontraría el establo, lleno de caballos de carrera y un habitáculo perfectamente adaptado para que Saturnina —en caso de que volviera de Oxford antes de tiempo— durmiera con la mayor comodidad posible, tumbada sobre un suelo acolchado con heno y paja, a suficiente distancia para preservarla de las posibles coces de los equinos —o mejor dicho, con el fin de preservar a los propios caballos de sus ronquidos—. Se dispondría por fin de tiempo y dinero para conocer mundo y alojarse con su esposa en lujosos hoteles, donde reponer fuerzas para el tapeo del día siguiente por las tabernas y restaurantes más importantes....
Estos sueños se estaban casi convirtiendo en realidad cuando el árbitro, ya en tiempo añadido, consultó el cronómetro. La familia de Sufrido, que llevaba unos minutos tapando la visión de algunos espectadores inquietos y ya resignados, se frotaba las manos, al son de sonoras palpitaciones. Hasta Saturnina parecía llevarse bien con su yerno, en el umbral de un nuevo horizonte.
Pero esta vida, tan generosa como cruel y cómplice del destino, quiere a menudo jugar con las personas. Les acerca el perfume de la felicidad, para después alejarlo y sustituirlo por la frustración, maloliente y sin escrúpulos, del retomo a la rutinaria realidad. Eran los nervios, precisamente, los que provocaban que Saturnina se colocara un dedo en el ojo derecho —ese que siempre mantenía abierto al dormir— y lo volviera a separar con fuerza, en una cadencia constante de movimientos. Los segundos seguían consumiéndose en los dos partidos, entre los pisotones de los niños y los empujones lógicos del momento. Ella, al formar parte de aquella euforia tensa, terminó por provocar lo inevitable; otro espectáculo personal y público, ante noventa mil espectadores. Tal fue la contundencia en determinado momento, al desplazar su mano hacia el párpado, que impulsó las pestañas postizas que lucía los domingos hacia el terreno de juego, precisamente cuando el portero visitante se disponía a detener un lanzamiento efectuado a distancia, inocente y sin peligro. El guardameta no era, al principio, consciente de la presencia cada vez más cercana del misil, proyectado con involuntaria puntería por Saturnina. Pero cuando se disponía a atrapar el balón, el artefacto, negro y de aristas punzantes, impactó sobre él, hasta provocar que tropezara y se cayera al suelo, con tan mala suerte que se inició un movimiento incontrolado de sus piernas, que empujaron el esférico hacia la propia portería. Ante el asombro general del público y la desolación particular de Cristina y Sufrido, el gol subió al marcador, lo que destrozó el pleno en la combinación en las apuestas y ese sueño dorado cuyo aliento les había estado acariciando. Saturnina se convirtió en destino de miradas de la más diversa índole. Todas de incredulidad; la mayoría de jolgorio por el empate local —lo que suponía ganar la liga en el último momento—; y en especial, una de ira. Los fotógrafos y las cámaras de televisión galoparon hacia aquel fondo para buscar el origen de la gran noticia que, sin duda, iba a dar la vuelta al mundo.
El pobre Sufrido, ajeno a vinculaciones sentimentales con el equipo de la ciudad, solo deseaba desaparecer de la faz de la tierra; parecía esto un castigo divino con ensañamiento. ¡Pobre, pobre Sufrido!, pues, en esos momentos más que nunca, hacia honor a su nombre. «Adiós a mis sueños de patios andaluces de oro; hola, de nuevo, a la eterna sucesión de madrugones mal pagados y obediencia corporativa», eso fue lo primero que pensó. Ya solo le quedaba la oportunidad, pero sin alardes, de acertar otra combinación.
Nada más marcarse el peculiar gol, sonó el pitido final —¡a buenas horas!—, y lo mismo debía suceder en el otro encuentro. Ahora bien; es cierto que el ser humano se curte a fuerza de penalidades que ayudan a engrandecer su alma a fuerza de cicatrizarla y conducirla hacia una gran evolución. Cuando Cristina y Sufrido se consolaban, con el soporte emocional de conformarse, al menos, con un dinero nada despreciable, aunque insuficiente para miras más elevadas, se produjo una terrenal relación causa-efecto entre la acción originada por una mano negra, vinculada con la pestaña de nuestra amiga y la manipulación de unos dirigentes que habían pactado obtener el mismo resultado que se produjera en el encuentro contemplado por Casimiro y su familia —los visitantes del otro partido no tenían nada que perder ni ganar, pero se podían llevar un buen pellizco por su colaboración con el club de la ciudad rival.
Sin la orientación del transistor, perdido entre los propios aspavientos, Sufrido contempló un simultáneo movimiento en el marcador electrónico, creyendo que el juego había finalizado en el otro estadio. Pero ese marcador no reflejaba el final de una contienda. De forma inexplicable, los dígitos se movieron entre murmullos crecientes, que se convirtieron en gritos desesperados de «¡tongo!» «¡tongo!» al comprobarse que el equipo rival acababa de marcar el temido gol, fuera de tiempo. La alegría inesperada y efímera solo había servido para reforzar la pérdida in extremis del campeonato; así, de forma cruel.
Con los ojos que se le salían de las órbitas, y ante la expectación del aforo y la televisión, se giró hacia Saturnina para abalanzarse sobre ella, hasta convertirla en una peonza —eso sí, metida en grasas—, que terminó girando sobre sí misma, impulsada por alguien a quien le esperaba otro inevitable lunes; otro día de trabajo ante el impresentable del jefe; de nuevo esclavo de los pagos a los acreedores que normalmente absorbían gran parte de su nómina.
A consecuencia del vaivén y agitación sufridos por Saturnina, perdió esta su peluca, la otra pestaña postiza, un brazo ortopédico, una pierna implantada en sus años mozos, el ojo derecho —en realidad era de cristal—, y un escapulario que llevaba en el cuello, que se confundía con una bolsita de tila para sus nervios.
Cristina no daba crédito a lo que veía:
—¡Para ya, Sufrido!... Todo fue un accidente… Tenía que ocurrir así...
Cuando tan solo quedaba la cabeza, el tronco y una pierna por desmontar, Sufrido cesó en su empeño y soltó a Saturnina, mientras se lamentaba con voz quebrada:
—Sabía que traerla aquí no nos iba a dar suerte. Por su culpa los millones han volado de nuestras manos ¡Mujer de mal fario!
—¡Pobre mamá!... ¿Me oyes? ¡Soy yo! —Cristina agitaba lo que quedaba de su madre para que reaccionara—. ¿Puedes escucharme?... ¡Pobrecita! ¡Está tan desconocida! ¿Qué has hecho a la pobre mamá?, ¡bruto!
Sufrido experimentaba momentos de infortunio; pero, al mismo tiempo, significaban el punto de partida hacia una nueva vida conyugal, que le iba a compensar de cualquier contratiempo anterior. Mientras tanto, los niños se miraban sin mediar palabra alguna, y mostraban ciertos aires de liberación. Aquellas empalagosas pastitas de té se diluían en el baúl de los malos recuerdos; sin representar ya una latente amenaza diaria, furtiva al menor descuido de los padres.
Los restos vivientes de aquella suegra, llamada Saturnina, se encuentran actualmente expuestos en una de las salas del museo Antropológico y de Ciencias Naturales de la ciudad. Para mayor información pueden llamar al ¿¿¿¿¿¿¿ y preguntar por el señor Ya No Sufrido Pérez Alegría, del Departamento de Relaciones Públicas del citado museo.