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ROSA LA VIO merodear frente a la casa. ¡Tanto tiempo sin saber nada de ella! Con palabras aturulladas la llamó desde una ventana. Dejó caer el libro que leía sobre la mesilla y se levantó de la cama para dirigirse con apresurado paso hacia el salón. Cuando la tuvo enfrente comprendió que la vieja amiga del instituto conservaba su distinción y cierto halo de misterio en la mirada. Al abrazarla, no pudo dejar de expresarle la imprudencia cometida, pues no convenía caminar de noche sola a causa de la inseguridad reinante en la ciudad. No lo dudó; se quedaría allí a dormir.
No dejaba de examinar a esa mujer de nariz perfilada y ojos claros a través del espejo. «Siéntate en mi tocador, Eva; ahí te peinarás mejor antes de acostarte», le había sugerido poco antes. Se preguntaba por qué no hacía justicia a tan hermoso cabello con aquella peluca ahora tirada sobre el tocador, cual disfraz innecesario. Albergaba tantas dudas acerca de ella…
Escudriñaba aquella boca pintada, de la que pendía un pitillo reflejado en el cristal. No habían hablado aún de cierta cuenta pendiente. «Eva me habrá ya perdonado», pensó.
Transcurrían los segundos de silencio mutuo y música de fondo que una radio emitía. Al finalizar esta, un locutor anunció que la policía disponía de más pruebas... Y en medio del humo del cigarro expulsado con frialdad, la grave voz provocó un latido acelerado en el corazón de Rosa: revelaba el sexo de la persona homicida y añadía como dato una peculiaridad situada en el pómulo derecho. Fue entonces cuando Eva le devolvió la mirada a través del espejo del tocador. Su sardónica sonrisa le hacía bailar el característico lunar junto a la mejilla.