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ARTÍCULO DEL CRÍTICO DE MÚSICA Alberto Rocafría Pérez, publicado esta semana en nuestra revista de arte La Curva Recta, en la que se ofrece un resumen trabajado y esclarecedor sobre la vida del eminente músico Albert Von Viven:
Iba el otro día por la calle, oyendo cierta sinfonía de ruidos, entremezclados en la gran ciudad. Cuando sonó el claxon de un coche, me vino a la memoria el solo de violín de la Pavana en fa mayor, «Para dos y medio», del músico Albert Von Viven; más conocido como Viven Von Albert. Todo esto me animó a recopilar los datos, tanto personales como artísticos, que ya tenía de él, y a descubrir otros nuevos por medio de distintos archivos y de algunas entrevistas con personas allegadas. Fue así como pude confeccionar la presente biografía, realizada con el mayor rigor posible y el mejor de los ánimos. Sirva, pues, este modesto homenaje como muestra de admiración hacia tan gran compositor:
Albert Von Viven, más conocido como Von Viven Albert, nació el veinte de marzo de mil novecientos cuarenta y nueve en Wadeswagen; una localidad situada entre Rusia y Portugal, para ser exactos, y dotada de una belleza indescriptible ―razón por la cual no la voy a describir―. Su madre, que se encontraba en la misma ciudad cuando él nació, fue, además, testigo privilegiado de tan extraordinario acontecimiento al no separarse del recién nacido ni un solo instante ―y ese detalle demuestra que se trataba de una gran mujer.
La familia, gente de posibles, volcó desde un principio todo su cariño sobre el niño, ya que era hijo único; si bien, nacerían semanas después sus diez hermanos, de forma inesperada, en un mismo parto. Eso marcó positivamente su carácter, como semilla de futuras siembras afectuosas. Pero no es menos cierto que el pequeño Albert Von Viven, más conocido como Albert Viven Von, fue creciendo con una salud quebradiza: en una misma semana tuvo paperas, sarampión, gripe y le operaron de fimosis ―eso ya para aprovechar el lote―. Y días después, cuando había superado tales adversidades, el pequeño Albert, más conocido como Albert Viven sin Von, volvió a guardar cama a causa de un persistente catarro que le persiguió con traviesa devoción. Tan pronto finalizó ese mal trago, se levantó de su lecho infantil para jugar y corretear por el jardín de su casa, como cualquier niño de su edad; aunque para ello tuviera que romperse una pierna por calcular mal la distancia que le separaba de una rana llamada Saltarina, verdadero objetivo de inocentes cacerías.
La abuela Petra, madre de su madre, agitaba constantemente una campanita de metal para animarle en sus días de tristeza: cuando volvía a recaer con alguna alergia inesperada o una sífilis prematura e insolente. Ese gesto, por repetitivo, llegó a representar un definitivo acicate para el niño en su incipiente atracción por la música. Ella seguía produciendo con dicho objeto metalizado un regular vaivén; y cuando sus necesidades fisiológicas la llamaban a filas, se llevaba al cuarto de baño a su pequeño Albert, más conocido como Von, para continuar desde el retrete tan animadora misión. Lo curioso del caso era que esa campanita no tenía badajo y no emitía ningún sonido; eso hizo que el futuro músico se fijara antes en los silencios que en las notas. Sin embargo, no tardaría en describir el primer do un buen día al percibir determinadas vibraciones que su madre emitió cuando sorprendió al esposo, y padre del niño, en cierto lugar de la casa, saludando con efusividad a la vecina del cuarto piso: las siguientes notas llegarían a continuación.
Lo cierto es que la pobre criatura seguía con su salud quebradiza. Este hecho obligó a los padres a cambiar de residencia en busca de un clima más benigno. Decidieron entonces trasladarse a Moscú, donde realmente iniciaría nuestro protagonista una decisiva educación musical, en condiciones más favorables... Bueno. En realidad, no se marchó toda la familia. La abuela Petra, que seguía agitando la campanita, no viajó con ellos. Había obtenido permiso para quedarse en su ciudad natal e iniciar una nueva vida, independiente y de tiernos amoríos: alcanzada la mayoría de edad, no era cuestión de que se le pasara el arroz.
Una vez instalados en Moscú, y al darse cuenta los padres de las facultades musicales del pequeño, decidieron estos contratar los servicios de un profesor particular llamado Nicolás Iván y Vienen, quien en poco tiempo le enseñó a leer en clave de sol y de fa. Cuando este le preguntó: «Querido Albert, más conocido como Von o como Viven, ¿qué instrumento te gustaría tocar?», el niño, que entonces ya tenía treinta años, contestó: «La campanita». Nicolás Iván y Vienen tuvo, desde luego, mucho trabajo para hacer olvidar a la criatura esa fijación provocada por su querida abuela Petra: «Mira, pequeño. Yo sé lo que esa campanita significa para ti y la gran influencia que ha ejercido en tu inclinación hacia la música. Pero si quieres progresar realmente en este difícil mundo, deberás tocar un instrumento de verdad; como Dios manda».
Los padres —como gente de posibles—, compraron un piano. Claro que los posibles eran probables pero no seguros, y la economía familiar a veces no permitía grandes excesos. De ahí que recibieran el instrumento a plazos: primero sin teclas; con su madera reluciente, aunque sin el brillo de los sonidos. Así, las primeras lecciones impartidas por el profesor Nicolás Iván y Vienen trataron sobre silencios de negra y corchea: parecía un homenaje del destino a esa campanita de la abuela Petra.
El mes siguiente transcurrió en principio con bienhechora normalidad, y a mediados del mismo recibieron las teclas blancas con especial júbilo y alboroto —las negras tendrían que esperar su turno—. Así, el aprendizaje con notas naturales en la escala de do era ya una realidad y la enseñanza musical parecía encauzarse de forma definitiva. No obstante, hubo un inesperado problema con el banco y no pudo satisfacerse el correspondiente pago. De ahí que en plena lección de música, al llegar la mencionada escala a su 3ª mayor —nota mi, para los amigos—, irrumpieran en la casa dos trabajadores para llevarse las teclas ante el estupor del profesor y del muchacho: habían sido contratados por una empresa de trabajo temporal para realizar dicha función. Por fortuna, cinco días más tarde se solventó el problema de liquidez de la familia —el padre de nuestro protagonista se dedicaba al estraperlo en sus horas libres—-, y fue posible abonar el importe completo del pago. En consecuencia, los mismos trabajadores que se habían llevado las teclas blancas fueron contratados otra vez por la ETT para que las devolvieran de inmediato. Fue entonces cuando el profesor consiguió enseñar a su alumno las notas naturales en toda la tesitura posible.
El abono de la última mensualidad no fue, por fortuna, tan problemático. Las teclas negras llegaron ya para quedarse, sin el más mínimo contratiempo, y así configurar de forma definitiva el teclado del piano. Ello supondría la iniciación del futuro músico en el arte de los bemoles o sostenidos; también de las escalas… Ya solo faltaba realizar un pago adicional para disponer de un taburete con patas, cosa que ocurrió también sin mayor novedad. Ello propició que el niño continuara su aprendizaje sentado.
Transcurrieron los días y el crío de treinta años se hizo algo más hombre; maduró en todos los aspectos de su personalidad. En cuanto al aprendizaje musical, asimiló con rapidez las enseñanzas recibidas. No tardaría en conseguir Albert Von Viven, más conocido como Vivent Albert Von, una beca en el conservatorio público, concedido por el gobierno para agradecerle su apoyo durante unas elecciones generales. Allí recibió estudios de armonía, contrapunto, piano, violín, zambomba refinada y dirección de orquesta. El eminente director del conservatorio y catedrático señor Lower, el director de orquesta Lower y el gran violinista Lower —que no necesita presentación—, completaron una brillantísima tarea docente, y convirtieron a ese joven músico en ciernes en un artista consagrado tan solo unos años después.
Coincidiendo con ciertas dificultades por las que tuvo que pasar el país, se produjo uno de los momentos de mayor importancia —y polémica— para nuestro Albert Von Viven, más conocido como Albert Von Viven. Tras olvidarse de favores y fidelidades anteriores, traicionó al partido gobernante al hacer campaña a favor de la oposición y apoyar la idea de presentar una moción de censura. El grupo opositor se salió con la suya; se hizo con el poder y ejerció una gran influencia en ciertos organismos culturales. En prueba de agradecimiento, el compositor fue nombrado futuro catedrático y director de un nuevo conservatorio, todavía no construido; hecho que sentó bastante mal al catedrático Lower, que lo acusó de traidor y tránsfuga —el director de orquesta Lower y el gran violinista Lower también se sintieron decepcionados.
Pero el tiempo seguía pasando y el nuevo conservatorio no se construía, a pesar de lo prometido tiempo atrás. Hasta siete años, con sus siete noches, tuvo que esperar Albert, más conocido como Von Von Helado, para comprobar que era catedrático y director de un solar, todavía sin edificar. Esa decepción le sumergió en una profunda y continuada meditación: «Tener o no tener buenos principios... Esa es la cuestión»…Tras semejante reflexión ética y existencial, tomó varias decisiones muy importantes y acertadas, como muestra del sincero arrepentimiento que le atenazaba: renunciar y olvidarse para siempre de cualquier cargo que pudiera corromper su personalidad; disculparse ante el catedrático Lower por haberle traicionado después de lo que este había hecho por él —he de confesar por fin que el catedrático Lower, el director de orquesta Lower y el gran violinista Lower eran la misma persona—; y, sobre todo, dedicarse de una puñetera vez a la actividad plenamente musical, ajena a líos y corrupciones de tipo político. Solo así pudo empezar a componer de forma continuada, para bien de la música y de su recuperado espíritu artista; desde luego, los resultados no se hicieron esperar. De aquella primera época son las siguientes obras:
-Poema sinfónico en mi mayor, «Clara de huevo» —del cual destaca su célebre Andante tranquilo; no te pongas nervioso.
-Gran serenata diurna —compuesta expresamente para sordos.
-Sinfonía n.º 4 en fa mayor —las sinfonías n.º 1, 2 y 3 llegarían más tarde.
Su fama empezó a crecer de forma vertiginosa y cruzó fronteras, llegando incluso hasta Aranda de Duero un día tormentoso en Roma. Las citadas composiciones se representaron por todo el mundo; primero en descampados, después en pequeños locales vacíos y, finalmente, en grandes teatros, repletos de asientos sin utilizar.
A pesar de las giras y de las ansias de descanso, no satisfechas del todo en hoteles de pocas estrellas, siguió componiendo mientras vencía momentos de desánimo y desfallecimiento. Se superó a sí mismo, alentado por las fuerzas que suelen producir el convencimiento y la fe en el éxito. Trabajó con intensidad hasta conseguir la merecida depuración, ya prácticamente definitiva, de la propia técnica como compositor. De dicha época hay que destacar su considerada obra maestra:
-Concierto para campanita sin badajo y orquesta en do mayor, «El gran silencio» —creada para ser interpretada por su abuela Petra, que obtuvo cierto reconocimiento por su manera de mover la campanita en todo el orbe. Aunque provocó cierta extrañeza su insistencia, una vez finalizada cada función, cuando seguía sin dar tregua a un nunca reposado brazo derecho.
El insigne músico, aquí homenajeado, iba llenando, sin prisa pero sin pausa, el gran hueco que faltaba por llenar en la música gracias a su espectacular aportación. Si J. S. Bach, Mozart y Beethoven nacieron porque el arte musical los necesitaba, con Albert Von Viven, más conocido como Von Albert Von, se terminaría por alcanzar la cima del Olimpo; de ahí que contrajera nupcias con su esposa Olimpia, bella muchacha griega, aunque solo de adopción. Su nombre podía ser escrito ya con letras de oro en el fructífero caminar del tiempo; que no pasaba en balde, y sí de forma inexorable.
El artista había alcanzado una edad madura: las canas dominaban el pelo y los gatillazos eran cada vez más frecuentes en sus relaciones con Olimpia. Sin embargo, ello no impidió que fuera padre tres veces. Sus hijos: Anastasia, Anastasio y Anastasín le sirvieron, desde luego, de nueva fuente de inspiración. De esta época tan prolija hay que destacar las siguientes obras:
-Pavana en fa mayor, «Para dos y medio».
-Sonata para piano en la mayor, «Anastasia, Anastasio y Anastasín». Con sus movimientos Molto allegro de conocerle, Allegreto y Allegretín.
-Cuarteto de cuerda, opus 2.306, Andante con moto de 250 centímetros cúbicos.
-Concierto para violín y orquesta en si bemol mayor, «Mi abuela Petra».
-Sinfonías n.º 1, 2 y 3 en do mayor y do mayor, respectivamente.
-Las cuatro estaciones de Vivaldi —esa creo que la plagió.
-Poema sinfónico: Nunca creas en promesas electorales, Tempo largo, ma engañoso.
A parte de esto, el músico contemplaba con agrado como sus hijos se hacían mayores, aunque al final siguieron derroteros bien diferentes al mundo del arte: Anastasia acabó siendo presidenta de la liga feminista Mujeres con pantalones; Anastasio se hizo veterinario para quitar las caries dentales a los caballos; y Anastasín, que era el más joven, llegó al puesto de director gerente en una empresa dedicada a vender dientes de caballo, para que las feministas se hicieran collares con ellos, y así lucir mayor feminidad...
No se equivocan quienes dicen que a toda gran vida el destino le tiene reservado un gran final; ya sea para bien o para mal. Ese destino mismo quiso que sus padres, su esposa Olimpia y la abuela Petra, que seguía agitando la campanita, se marcharan de este mundo al mismo tiempo que el propio Albert Von Viven, ya demasiado conocido como Viven Viven Viven. Tal hecho ocurrió en el banquete de boda de Anastasín, cuando, al llegar el momento de saborear un excelente besugo al horno, todos se atragantaron con la misma espina sin llegar a tiempo para degustar la tarta nupcial. El suceso conmovió al mundo entero, sucediéndose las muestras de sentimiento y afecto. Días más tarde se pudo leer el epitafio que el mismo músico escribió mientras se atragantaba:
En estos momentos tan especiales, quiero agradecer de todo corazón a las personas que voy a citar a continuación, por su ayuda e influencia en mi vida, pues ellas me ayudaron a convertirme en este humilde, modesto e inigualable músico:
A mis papás, de cuyos nombres el autor de esta historia no se ha acordado.
A la abuela Petra y su campanita sin badajo, que ahora continúa moviendo mientras se está atragantando. Le debo mucho.
A mi esposa Olimpia, cuyo monte de Venus alcancé con la punta de los dedos. Solo su sordera justifica que me haya aguantado tantos años.
Al profesor Nicolás Ivan y Vienen. Con él inicié las enseñanzas musicales, hasta que superé sus conocimientos, convirtiéndole en mi alumno aventajado.
Al catedrático Lower, quien supo perdonar mis momentos de debilidad, cuando tanto me había ayudado. .
Al director de orquesta Lower. Me enseñó todo lo que sabía sobre dirección orquestal. Aunque la única vez que cogí una batuta fue al dirigir a mi abuela Petra en aquella famosa interpretación suya, mientras los miembros de la orquesta se revolcaban en el suelo, riéndose no sé de qué.
Al gran violinista Lower. No necesita presentación.
No debo olvidarme de Anastasia, Anastasio y Anastasín, cuya acción en pro de la música se manifestó, más bien, al no haberse dedicado a ella; pues Dios no les afinó mucho los oídos.
También he de agradecer a Moscú su clima templado en invierno, porque me posibilitó adquirir y desarrollar los conocimientos musicales cuando era un niño enfermizo de treinta años.
¡Y este dichoso besugo!... Es el causante de que, en estos momentos tan cruciales, nos vayamos a reunir casi todos nosotros en otro lugar, a la espera de que también lo hagan algún día mis hijos y los hijos de mis hijos…
Pero ahora ya no puedo continuar. Tengo la espina muy adentro.... ¡Ay! ¡Aj! ¡Agg! ¡Pataplaf! ¡Ya está! …
De esta forma tan brusca, finalizó el gran músico su epitafio. Tan solo me queda señalar que su abuela Petra sigue agitando la campanita, allá en el cielo.