7 páginas
En cierto lugar del mundo, no importa ni dónde ni cuándo, había un hombre de triste y desconcertada mirada; ser solitario, anclado en el presente, ante un vetusto espejo como testigo plateado…
El runruneo de la ciudad irrumpía a través de las ventanas, hostigando los oídos de Antonio Rojas. Tan solo le confortaba la fascinación por el aroma a vieja y ovalada caoba, recién adquirida a un arcano anticuario.
De repente, un desfile de punzantes vivencias ralentizó la realidad. Y como si respondiera a ello, su imagen llegó a difuminarse en el espejo. Cuando la boca casi no le pertenecía y el espacio que lo rodeaba había perdido todo detalle, una voz profunda surgió de alguna parte:
—¡Señor! ¡Señor!
—¿Quién me habla? ¿Qué me sucede, si hasta el tono de las propias palabras resultan ya extrañas?
—¿Es que vuestra merced no me conoce?
—No... Pero… ¡por todos los cielos que una confusa emoción me embarga al oírle!
—Y a mí al haberle encontrado.
—Revéleme de una vez su identidad. Os lo ruego, buen hombre.
—¿Quién puedo ser sino Sancho?
—¿Sancho…?
—Sí. Su escudero. Sin duda ha de guardarme en algún rincón de la memoria.
—¡Sancho! ¡No…! Tanta enajenación me golpea, que se presenta un pasado hasta ahora inexistente.
—De muy lejos he venido para rescatarle; para ayudarle a huir de ese falso futuro de progreso. ¡Y a fe que he de lograrlo!
—Tan pérfida batalla libro, que con ahínco mis proyectos e ilusiones está quebrando.
—Venga conmigo, vuestra merced, porque esos proyectos e ilusiones solo aquí existen. Cruce el espejo que separa el tiempo y el espacio. Le aseguro que su verdadero hogar se encuentra en esta orilla.
—¿Qué ven los ojos al mirarme en el delator reflejo? La borrosa expresión de la cara se transforma sin cesar.
—No se deje vencer por el destino. Regrese a la Mancha en busca de andanzas y amores; por llanos profundos; por suaves olas en el inmenso mar de Castilla. Acuérdese, señor, de aquellas largas noches, cuando el universo cabía en nuestras manos.
—¡La Mancha…! Tesoro guardado en el cofre del olvido, mientras los sentidos acogen en el recuerdo lejanos aromas de azafrán.
—¡Pardiez!, que nada es comparable a la belleza de tan ilimitados paisajes; con el sol blanquecino tras el alba, o la luz anaranjada de la tarde. Pasee la alargada silueta que siempre lo acompañó, ensalzado por la luna que baña Campo de Criptana, ante múltiples estrellas de un cielo limpio y cercano.
—Gran conmoción me producen estas palabras, pues mi conciencia alimentan… Sancho, ¿eres real o he perdido la razón?
—Tan real como aquello que me prometió. ¿Recuerda la ínsula que tanto yo deseaba?
—¿La ínsula? ¡Por los cielos que tal promesa de estos labios pudo salir! No es falta de cordura entonces la que me aflige. ¿Acaso estoy más lúcido que nunca?
—Convénzase, señor, de que con su viejo compañero de fatigas platica.
—¡Sancho, leal amigo! ¡Cuántos años de alejamiento para este caballero andante perdido en tan extraño purgatorio! Generoso el destino se muestra, que me ofrece abandonar el trasiego de horas perdidas, mientras alimento estómagos ajenos e innobles; inhóspita sociedad a la que regalamos gran parte de la existencia. Pero la voz de mi escudero se me ha concedido para guiarme y con él llevarme. Tanta es la fuerza de tal convicción, que si dejara de escucharla enloquecería de verdad.
—No tema, vuestra merced, que la voz y presencia de este servidor se convertirán desde ahora en compañero tenaz, y los molinos de viento en gigantes testigos a los que vencer.
—¡Molinos de viento!
—¿Empieza ya a sentirlos, señor? Solo ha de atravesar el cristal que le separa de la liberación; de un tiempo y un lugar donde hasta los delirios de sus andanzas serían hermosos.
—Bendita locura la que me haga contemplar los elementos según me dicte el corazón, ajeno a las apariencias establecidas. Lucharé contra los gigantes hasta convertirlos en molinos, para que mi lanza y sus aspas se fundan en un abrazo.
—Ni el pan con queso, ni el oro rojo de uva me colmarán tanto como verle otra vez cabalgar sobre el fiel Rocinante, mientras ambos dibujamos la sombra de nuevas hazañas sobre los trigales dorados.
—¡Rocinante querido…! Indescriptible es la emoción al recordar ese trote inconfundible. Sueños dormidos revivo; los que ante mí desfilaban cuando postrado en la fría cama de la modernidad me hallaba. Allí aparecías, lejano, inalcanzable. Con súplicas te llamaba, mas siempre desaparecías y yo sollozaba. Luego, al desvelarme, nunca recordaba las imágenes que tanto me habían afligido.
—Abandone toda pesadilla del futuro, y respire hondo el amplio horizonte subido en la montura, hidalgo y caballero.
Fue entonces cuando un cántico sereno de mujer se manifestó en lontananza; cada vez más cercano.
—Agitada se muestra el alma, como si un amor dormido durante siglos vislumbrara. El corazón deprisa me late… ¿Qué clase de intuida ventura he de recordar, Sancho; ahora que presiento el viaje a través de este espejo?
—¿Oye la tonadilla, mi señor?
—¡Esa voz…! ¡Que me engullan los abismos si al distinguirla no me tiembla el pulso!
—Es Dulcinea.
—¡Dulcinea!
—El gran amor cuyas huellas quiso siempre vuestra merced encontrar.
—¡A Dios por testigo pongo que bendigo este día, pues del cruel olvido tanto anhelo ha rescatado; y maldigo el infortunio que de tan bella dama me mantuvo alejado!
—Es ya hora de venir, para que pueda encontrarla en la aldea del Toboso. Porque, a buen seguro, sabe ella de su regreso y lo aguarda con impaciencia.
—Guíame entonces, caro Sancho, que la respiración contengo para atravesar el cristal que del Edén me separa.
—Salte y venza ese muro, que hasta los cerros, arroyos y lagunas le preparan justo recibimiento. Más tiempo no ha de perder; la dicha se ha presentado y no la puede dejar pasar. Salte ya, sin temor.
—¡Allá voy, escudero!, aquí no deseo permanecer. A partir de ahora ya no me llamarán Antonio Rojas, sino Alonso Quijano; don Quijote de la Mancha...
Un relampagueo súbito anunció la furia de los cielos. Todo se convirtió en vertiginoso movimiento antes de ser engullido; de perderse en la oscuridad… Fue tras el efímero trance, cuando Antonio Rojas percibió ya el cosquilleo del viento. Dirigió, embelesado, la mirada hacia el cobalto celeste, oteó la tierra pardusca y se giró con solemnidad hasta encontrar el entusiasta semblante que lo escudriñaba.
—¡Al cielo doy gracias de tenerle por fin junto a mí, señor! —gritó el escudero.
—¡Sancho, amigo!
Y sellaron el reencuentro al convertir siglos de separación en segundos de afectivos aspavientos.
—Me has rescatado de tan profunda pesadilla, y a fe que semejante gesta ha de verse recompensada —afirmó Alonso Quijano, manteniendo las manos de Sancho entre las suyas.
—Descuide, que con recuperar a vuestra merced bastante premio poseo. Tantos años de espera, encerrado en los libros, rodeado de tedio y nostalgia, han valido la pena si unidos ya estamos; sin más límite que estos campos infinitos.
De cualquier cerro cercano provinieron los ecos de un trote solitario.
—¡Oh, amado Rocinante!
—Ya ve que al encuentro del añorado jinete acude sin demora.
Llegó el rocín, que piafaba y relinchaba como ritual de bienvenida. Y el caballero, de alegre figura, lo abrazó hasta posar los labios en él; las lágrimas acumuladas durante el largo beso se deslizaron sobre la cara del animal.
—Ya nunca más nos separaremos —musitó con prolongada mirada de adoración.
Ayudado por la firmeza del estribo, se alzó sobre la montura. Las pupilas le brillaban.
—Que bien se respiran desde aquí, Sancho —suspiró, acariciándose el enjuto rostro—, los aires diáfanos de libertad…
Horas después, el sol había alcanzado el cénit. Hidalgo y escudero avanzaban entre alfombras de viñedos, pertrechados de armaduras y viandas.
—¡Sancho! ¡Sancho, los gigantes! —señaló el caballero a lo lejos, con vehemencia—. Ellos ya nos aguardan con agitados brazos. Venzamos a la invisible fuerza que los impulsa, porque a Dulcinea he de ofrecer la victoria en este y otros lances por venir.
—Sí, estimado don Quijote. Y que el humilde escudero, dispuesto a servirle, selle tales andanzas como testigo eterno.
Ajeno al trasiego exterior, yacía el cuerpo sonriente de Antonio Rojas, junto al espejo de luna roto en mil pedazos. Quizá su redimida alma cabalgara por caminos y ventas, rodeada de olivos y gloria...