29 páginas
Qué próximos se encuentran el bien del mal, capaces ambos de distanciarse gracias a la voluntad humana; que no es sino un muro de fe.
Álamo
HA TRANSCURRIDO YA MUCHO TIEMPO desde que viera por última vez la vieja Casa del Arroyo perderse en la lejanía. Rígida y arrogante, provocaba siempre que aquellas aguas reflejaran sus enmohecidas paredes. Pero la recuerdo sobre todo solitaria, camuflada en la naturaleza; separada unos diez kilómetros del pueblo más cercano a través de esta angosta carretera.
Contemplo el camino contorneado por altos y delgados vigías, tan determinantes en el retroceso de la propia existencia. Esos álamos tiñen con bellos tonos ocres las colinas, cercados por bosques de coníferas que escalan la falda de la montaña para alcanzar, majestuosas, el cielo. Allí arriba, el paisaje se difumina entre crecientes formaciones de plomizos algodones y conforma a través de mis pupilas percepciones alegres; aunque, sin saber por qué, estremecedoras a la vez.
Viajo en compañía de mi querido pastor alemán, el fiel amigo Porto, que me habla con la mirada. Así se establece una comunicación importante en los momentos de soledad; garantizados en estos parajes.
Debo agradecer al difunto tío Cosme el inesperado gesto al concederme en herencia el lugar donde me crie junto a Clara y David, mis hermanos. Tía Aurelia y él volcaron el cariño sobre unos huérfanos, privados de crecer junto a la primera piedra en el templo de sus vidas. Ahora no veo en este legado un bien que sirva para incrementarme las riquezas, pues esto no lo considero importante —por fortuna disfruto de una situación económica solvente—. Valoro más el hecho por lo que representaba para él: una parte esencial en la propia existencia; la fortaleza sentimental a la cual se sentía arraigado. He de confesar que no me considero merecedora de este premio, obtenido bajo cierta posición de privilegio. Siento vergüenza y arrepentimiento por la distancia que mantuve desde que ingresé en el colegio público de la ciudad, donde inicié una nueva vida repleta de olvidos. Impertérrita ante el recuerdo de los tíos, fui apartándome del mundo que los rodeaba; sobre todo al cumplir la mayoría de edad, cuando ya no dependía legalmente de ellos: el peso de la distancia y el tiempo ayudaron a apagar la llama del cariño. Tan solo recuerdo haber tenido el detalle de enviar a tío Cosme una carta de condolencia nada más enterarme de que había enviudado; de eso hará nueve años. ¡Pobre tío Cosme! ¡Pobre tía Aurelia! ¡Cuánto debieron de reprochar semejante lejanía! ¡Cuánto tiempo me mantuvieron, a buen seguro, en el pensamiento sin que les devolviera el aliento primordial y generoso que yo había recibido de pequeña! Sin embargo, la llama del afecto desea ya despertar como la simple gota del mar que se conserva en una caja, preservada de la evaporación.
Intento revivir las horas entre juegos y paseos cerca del arroyo, cuando me dejaba envolver por esta fronda multicolor; las correrías persiguiendo ranas escurridizas y flores voladoras que luego liberaba para que lucieran con mayor brío sus alas pintadas de nobleza; y en especial, aquellos cuentos y leyendas, de misterios y princesas junto al calor del fuego. Ahora sí siento extrañeza por mí misma, pues me pregunto de qué forma los años me hicieron olvidar tan armonioso desfile de sentimientos; como si la edad adulta fuera incompatible con los ideales del espíritu infantil que en otros tiempos tanto me acompañó.
He aceptado reencontrarme con el pasado en honor a ellos y a esa parte del «yo», perdida y apartada de la mente. Deseo compensarles: dedicar horas y horas a la conservación de este lugar; recuperar aquellas experiencias mientras encauzo el disperso caudal, surtido en la niñez. Aunque ya no pueda hablar ni pasear con tío Cosme por la alameda, notaré su presencia en cada árbol, en el reflejo del arroyo y en cada rincón de la casa. Y cuando encienda la chimenea, me situaré junto al fuego con un libro abierto, y esperaré oír la dulce voz de tía Aurelia, dispuesta a convertir cada frase impresa en sonora y serena expresión, consciente de mi regreso.
¡Ahí está! Puedo contemplarla, confundida entre difuminadas pinceladas marrones, amarillas y verdes, complementadas con toques más rojizos; lo cual le otorga cierto estilo impresionista. Se encuentra subida en su podio, en la propia isla emergida del mar de hojas; siempre vigilada por las montañas, cada vez más confundidas entre la niebla. Percibo el cosquilleo de la emoción, que trepa por las entrañas hasta presionarme la garganta. Tengo que buscar la mirada de Porto para que me ayude a pasar estos momentos tan especiales.
He reducido la velocidad, lo cual me permite verificar con rapidez que llevo las llaves y los documentos acreditativos de que soy la nueva propietaria. Me los entregó el albacea después de la lectura del testamento; no sin haberse tomado bastantes molestias intentando contactar conmigo. La comprobación, sin duda innecesaria, se debe más al presente estado de nervios que al temor a una anterior falta de previsión. Y tales síntomas se manifiestan al concretarse ya algunos detalles del lugar.
¡Es asombroso! Me aproximo al final del particular viaje a través del tiempo, y se consuma el retroceso de los años en apenas unos minutos, como si todo comenzara de nuevo.
Paso ahora por una serie de curvas cerradas, donde la sagrada elevación desaparece de repente entre el follaje. Pero tan solo se trata de un momentáneo efecto óptico, al ser yo quien se introduce más en este bosque, sacado de maravillosos cuentos repletos de gnomos y duendes. Muchas de las hojas caídas hacen juego con los ojos serenos de Porto, y reflejan este otoño tan amigo de sombras y tibios soles.
De nuevo surge, emergida del sempiterno escondite y más cercana. He dejado atrás las curvas para entrar en una ascendente recta. Me encuentro en el último tramo de la carretera, acompañada también aquí por los bellos y delgados guardianes de la naturaleza, alineados a ambos lados del trayecto. Mas estos se distancian ante el silencio de las ramas aún no desnudas, hasta dispersarse y cederle a usted el protagonismo, señora de piedra y chimenea. Todo para que desde su altar contemple con mirada vigente la huella del pasado, que como aura llevamos grabada. ¡Cuántos recuerdos y cuánto tiempo he pasado sin ver esta imagen! Y ya empiezo a creer que solo ha transcurrido un día.
El presente se torna intenso, mágico e irreal mientras percibo en el horizonte la sombra alargada. ¡Oh, ciprés solitario! Ahí sigue tan invariable, recuperado del largo olvido, con la anuencia de la vieja compañera de gruesos muros. Pero si el árbol resulta emblemático por derechos propios, qué decir del otro elemento esencial y que intento alcanzar con la mirada. ¡Sí! ¡El mismo de siempre! ¡El arroyo! ¡Cuánta serenidad y misterio encierra! Paso sinuoso de aguas multicolores, siempre tan subordinado. Continúa siendo el espejo donde la entronada reina refleja su vanidad pétrea; si bien contribuye a reforzar la peculiaridad del lugar. Todo este conjunto de tan bucólica presencia quiere darme la bienvenida, mientras yo, con lágrimas en los ojos, detengo el coche.
Me resulta difícil articular palabra alguna. A pesar de esta experiencia en la que ya me veo envuelta, intento recobrar fuerzas con la ayuda de mi querido pastor alemán; del querido Porto, que sale del coche con rapidez y olfatea el suelo: una fina capa de arenilla lo cubre ante el abandono y la falta de cuidado involuntaria, ocasionada por la desaparición de tío Cosme.
El cielo presenta un aspecto lechoso, después de haberse escondido los pocos claros que quedaban de azul intenso. Con ese mundo de soledad me mezclo, ahora, cuando salgo del coche, piso la gravilla y respiro el húmedo aire bajo ese olor precursor de generosa lluvia.
Dudo entre dirigirme directamente hacia la casa o dilatar el tiempo de espera; o sea, encauzar la inquieta mirada alrededor y contemplar más de cerca el arroyo y el viejo ciprés. Necesito decisión para enfrentarme al vasto contorno; he de cruzar el curso de las aguas, sin balancearme como un álamo en días de viento. ¡Qué silencio! ¿Qué clase de calma abrigo, tan carente al mismo tiempo de paz?
No consigo saber por qué todo parece ir más allá de un simple estado emocional. No me extrañaría percibir —he de insistir en ello— la presencia de los tíos en este lugar, tan inconcebible sin su recuerdo; verlos en cualquier momento deambular por el porche; escuchar sus voces al anunciar la comida sobre la mesa, o al sugerir que me arrimara a la chimenea para evitar un resfriado.
Decido al final sacar los documentos, las llaves y una pequeña bolsa del coche para dirigirme hacia el porche. Camino a paso lento, seguida muy cerca de Porto, y subo los cinco escalones necesarios para alcanzar la puerta de entrada. Ahora respiro con intensidad en pleno ejercicio de autocontrol, buscando la calma interior, necesaria en momentos tan importantes.
Introduzco la llave en la cerradura con decisión y pulso firme; escudriño al mismo tiempo la gran puerta de madera. Me llama la atención el brillo que desprende, aun después de haber sobrevivido a tanta soledad. Sin duda, tío Cosme, que era muy cuidadoso, la debía de repasar con periodicidad, ayudado por sus viejos pinceles. Me viene a la memoria un baúl de cuero, dueño y señor del desván, donde los guardaba celosamente junto al resto de utensilios. Nadie podía acercarse a ese tesoro de barnices, pinturas, sierras y martillos, a la espera de que él esgrimiera alguna excusa para tapar un agujero, lijar el marco de una ventana o reparar cualquier avería que se presentase.
Pero he de abrir ya esta barrera de madera; umbral de los tiempos. Siento un cosquilleo que circula con rapidez por las venas, mas no puedo perder la calma. Giro la llave.
La estancia apenas es visible con tanto ventanal cerrado. Hasta el perro, desconcertado, gimotea.
—¿Qué te ocurre, Porto?
Me mira, con la lengua hacia afuera. Le acaricio para tranquilizarle, aunque también para convencerme a mí misma de que no hay motivo para la inquietud. Sin más dilación, sitúo la mano en la oscuridad a modo de avanzadilla y busco a tientas el interruptor.
Aquí está. ¡La luz! Como proveniente de un mundo mágico emerge por fin el gran salón. Me rindo ante tanta emoción; ante semejante sentimiento de alegría y melancolía, confundidas ambas hasta quedar unificadas y acompasadas en el temor a lo desconocido e intangible. Algo invisible sigue conmoviéndome.
Me sumerjo en la amplia perspectiva interior, limitada por las paredes que la separan del mundo exterior, y que ofrecen a la dependencia un aspecto de empedrado color gris y marrón; una mampostería de cierto aspecto rústico y, a la vez, señorial. He de realizar un enorme esfuerzo para mover las pesadas piernas. Consigo entrar en el túnel del tiempo alumbrado por esa alta lámpara amarillenta, aunque lleno de sombras: el oscurecido día y los ventanales, aún cerrados, contribuyen a resaltar una atmósfera de iluminación nocturna.
Animo a Porto en su recelo y logro que me siga a regañadientes, como cómplice en esta aventura donde nos encontramos inmersos. ¡Si él pudiera hablar! Quizá me revelaría cualquier sensación percibida, impulsada por el infalible instinto animal.
Levanto la mirada otra vez y presencio el gran reloj de pared, detenido en otras épocas, sin aquel tictac que tantas veces escuchaba. Quizá se pregunte si soy la misma que se asustaba cuando pasaba cerca, distraída, y era sorprendida por la primera campanada de las diez, las doce o la hora que fuera. Entonces tía Aurelia me decía con amabilidad, y no sin cierto tono jocoso: «¡Pobre niña! ¡Ven aquí para que te tape los oídos, cariño!» Pero en estos instantes que transcurren despacio no hay peligro de sobresaltos. El péndulo está detenido y las manecillas marcan la hora determinada, eternizada, de un indeterminado día. Aun así, cuando me acerque después lo haré de forma precavida; no sea que me quiera dar una sorpresa. ¡Oh! ¿Qué digo? ¿Cómo iba a alterarme por una tontería semejante, a mi edad?
Dejo de observar ese artilugio y fábrica de antiguos sustos horarios, y me dirijo ya hacia la chimenea. Cada vez me sitúo más cerca de su dormida presencia, sin leña ni fuego, sin que ella pueda dar calor al salón, en otros tiempos tan confortable. Veo las cenizas, grises y frías, que forman parte de ese volcán apagado: contienen el polvo de frases muertas, ya sin enigmas por resolver durante las tardes de lluvia. Y ese meteoro desprende ahora las primeras gotas, descubiertas a través del vano de la puerta abierta. Sí. Todo se confabula para sumergirme en el fondo de las infantiles vivencias.
Junto a la chimenea permanecen las dos butacas de terciopelo rojo, aunque no ofrecen la comodidad de antaño. Paso la mano por encima y compruebo la textura, ahora no tan mullida, sin esa suavidad que acariciaba la niña ya lejana de pelo castaño y rostro claro. Quizá los elementos que nos rodean se vuelven menos amables con el paso de los años, a medida que el brillo inocente del alma se apaga; cuando la fría y adulta hipocresía sustituye el reflejo de su llama.
Porto, que se había quedado en el centro del salón, se acerca con sigilo. En su expresión adivino cierta tristeza.
—¡Querido Porto!, ¿cómo me voy a olvidar de ti?
Ahora, con estas palabras, no tarda en mostrarse más animado y acelera el paso Le acaricio mientras mueve la cola; los ojos le brillan con renovada fuerza.
Como buen pastor alemán, examina la chimenea y las dos butacas que forman a su vez una pequeña salita; un trío de piezas, dentro de la unidad superior que es el salón, situadas a la derecha del mismo. En aquella época, Porto las habría visto cálidas y acogedoras; complemento de la poética lluvia de antaño. Él no existía entonces ni conocía este rincón; y a pesar de ello, albergo la sensación de que escarba en mis pensamientos; en lo que encierra el lugar. Por momentos, la expresión de su mirada fiel se torna de nuevo desconfiada.
¡No podemos continuar así; sin hacer nada! Abramos los ventanales para que entre la luz del día. El más pequeño de ellos se sitúa enfrente de la puerta de entrada, y el más grande ocupa una parte del muro lateral izquierdo.
¡Eso es otra cosa! Ya sabemos que hoy se necesita mantener la gran lámpara central encendida, pero al menos ha decrecido el ambiente interior con que me recibió el salón.
Bien. Ha llegado el momento de subir a la que fuera mi habitación infantil, y para ello tengo que encaminarme hacia la imponente escalera color caoba. Esta sigue una trayectoria paralela al gran ventanal, inmersa en una especie de prolongación cuadrada, aislada del resto: lo rústico-señorial se refina con telas azules que cubren las ascendentes paredes, a muy poca distancia de las barandillas, y con una moqueta gris que reviste la circundante extensión de suelo.
¡Qué atmósfera más indescifrable se respira aquí! Me encuentro justo al pie de la recta y ancha escalera, que se eleva callada bajo la luz de una amarillenta bombilla. Albergo la curiosa sensación de que posee mil ojos incrustados en la madera, vigilantes. Cuento uno, dos, tres... hasta llegar con la vista hasta al último escalón. Son esos peldaños de desconcertante brillo los que aguardan mi ascensión a través de ellos; una indescifrable intuición me indica que esta animada inclinación lleva años esperando este momento. ¡Otra vez divagando! He vuelto a perderme en este mundo de infundados temores. La vida siempre ha transcurrido por cauces normales, y no recuerdo haber navegado sobre aguas turbias, ni intentado escapar de ningún laberinto inesperado. No hay, pues, nada que temer ni tiempo que perder.
—Porto, será mejor que subamos —le apremio ante la faz recelosa que muestra.
Con una mano, sujeto el asa de la bolsa; y con la otra, tiro del collar de mi compañero. Alcanzo de esta forma los primeros peldaños. Intento moverme con rapidez, pero me doy cuenta de que las piernas van despacio. Me entra ahora un extraño escalofrío y algunas gotas de sudor se me escurren por la frente. ¿Qué me ocurre?...
A medida que asciendo el techo pierde altura, lo que contribuye a reforzar cierta sensación de claustrofobia. Realizo un esfuerzo mayor para agarrar a Porto.
—¡Anda, no te pares! ¡No te va a suceder nada! ―exclamo con aires de súplica. Al final, el perro cede y reanuda la marcha; como si quisiera compartir mis expectativas y dudas.
La luz del salón se ha minorado desde esta perspectiva. El amarillento haz de la bombilla adquiere gran protagonismo durante estos segundos que se hacen tan eternos, entre reflejos y profundos contrastes de sombras. Soy consciente de que me dirijo al piso de arriba, pero... ¿acaso sé hacia dónde voy?
He alcanzado ya la parte superior. Quiero mentalizarme otra vez de que toda intuición es vana; de que tanto pensamiento turbador resulta innecesario. Giro la cabeza y contemplo una perspectiva distinta del salón —mejor dicho, de una parte del salón; la que permite ver la distribución de los muros enmoquetados—. Pero tras unos instantes de pausa, dejo atrás la escalera. Entro en un angosto rellano donde las paredes se curvan y dibujan un ángulo de casi ciento ochenta grados, hasta que desaparece cualquier señal luminosa. Semejante oscuridad no contribuye a serenarme el ánimo. He de retroceder unos pasos para buscar el interruptor.
—¡Porto, cálmate, por favor! —le suplico otra vez, impulsiva.
¿Dónde se encuentra la dichosa luz? Siento como si yo misma me hubiera conducido hacia una trampa. Me embarga la inopinada necesidad de bajar, coger el coche y marcharme; pero no quiero que la adversidad me venza. La mano se mueve a ciegas. Ha de estar cerca. Creo recordar que... ¡Ya está!
Cuánto tiempo sin encontrarme ante este pasillo circular, de paredes lisas y blancas. Me viene a la memoria las veces que jugaba a ser esa pasajera perdida en el interior de un barco, mientras huía de alguien extraño y peligroso —personaje que encarnaba mi hermano David—; o buscaba la protección de un ser benefactor —rol representado por Clara—, para que me salvara del acechante peligro. Y en estos instantes percibo la sensación de encontrarme en el mismo buque; abandonado, sin capitán ni rumbo, expuesto a la quietud de las profundidades marinas.
Dejo atrás el pasillo curvado. El suelo de parqué contrasta en el pensamiento con la superficie granítica del salón. Las paredes se han ensanchado y muestran un lustroso color crema, a buen seguro retocado por tío Cosme. Las luces provienen de diversos apliques dorados, colgados lateralmente, que simulan ser candelabros con llamas tenues y misteriosas; todo ello supone un obstáculo ante cualquier intento de mantener la calma. Me encuentro aún más apartada del mundo; sin ventanas que permitan divisar el exterior; atrapada bajo el silencio de este ancho corredor, —o quizá sea más apropiada la definición de alargada estancia, vacía e impersonal.
Situadas entre los apliques, surgen del olvido las cuatro puertas que comunican con las correspondientes habitaciones: tres a la izquierda según nos adentramos. La otra, situada a la derecha, representa —nada más y nada menos— el acceso al antiguo cuarto de los tíos.
Vuelvo a sentirme culpable ante ellos; daría lo que fuera por tenerlos aquí a mi lado, y cuánto lamento que esto no sea ya posible. Nunca creí en fantasmas, ni en nada parecido, aunque algunas dudas e interrogantes, formuladas ahora con mayor seriedad, revolotean como moscas invisibles en mi mente. ¿De verdad pueden tía Aurelia y tío Cosme contemplarme desde algún lugar situado en otra dimensión? Quizá sí deambulen entre estas paredes, mientras me vigilan para protegerme. ¡Oh!, ¿pero protegerme de qué?
Me entran fuertes deseos de abrir su habitación, pero un sentimiento ignoto lo impide.
—Ven. Ven conmigo, Porto.
Sí. Será mejor que me dirija directamente a mi viejo cuarto; el antiguo refugio cuya entrada me espera, justo al final de este espacio muerto.
—Llegamos, querido amigo ¡La tenemos ante nuestros ojos! —exclamo al llegar a la puerta de roble, con un nudo en la garganta reseca. Entre todos los reencuentros de la niñez, el que voy a experimentar representa la guinda de un pastel bañado con fuertes emociones. Solo he de girar este pomo redondo, vencedor en tantas batallas libradas contra aquellos lejanos impulsos infantiles. He de decidirme; abrir sin más dilación esta barrera de madera robusta.
Vislumbro unas sombras, resaltadas por las luces del pasillo. Se trata del mobiliario, cuyas formas y color se esconden entre la negrura. Como la habitación es pequeña, no se tarda en alcanzar la ventana; ahora invisible, aunque bien localizada en la memoria.
¡Cielos! ¡De qué forma ilumina esta claridad grisácea el color de los sentimientos! Los postigos abiertos permiten ya que el plateado tono de lluvia adulta penetre en este fortín de la infancia. Desde la ventana, situada junto al mobiliario, se contempla el constante juego amoroso entre el arroyo y la compañera de piedra. Pero enseguida me concentro en la cama y el armario, de rústicas formas amarillentas, apenas separados entre sí un metro; de un mate que se abrillanta ante mis vidriosos ojos. Detengo la mirada sobre la misma colcha azul, hecha a ganchillo, y las limpias sábanas de siempre. Así debió de arreglar tía Aurelia la cama por última vez, cuando me hallaba ya ausente; y con tal ignorancia correspondí a ese cariño.
Ahora que caigo en la cuenta, resulta muy extraño que no quede rastro alguno de polvo ni humedad. Tampoco me había percatado de que la habitación oliera a pintura fresca. Pasaré el dedo sobre las paredes blancas. Juraría que... ¡Oh! ¡Las yemas del índice y del pulgar se han manchado de blanco! ¡Es incomprensible! Este lugar estaba inhabitado. Nadie puede haber pintado aquí si se mantenía cerrado. Prefiero ignorar este suceso tan inconcebible. Necesito obviarlo y creer que nada extraño ha ocurrido. Me quitaré la pintura con un pañuelo.
Dejo la bolsa en el suelo y las llaves del coche sobre la mesilla. Bien. Comprobaré lo que se quedó guardado en el armario. Aunque de dimensiones reducidas, me parece enorme; y si abro sus puertas, corro el riesgo de encontrarme con un profundo precipicio emocional. ¡Otra vez divagando con esa clase de tonterías! ¿Es que existe alguna fuerza extraña, dispuesta a engullirme y aprisionarme dentro de su terrorífica envoltura? No. No estoy dispuesta a formar parte de esta especie de obra teatral, en la que lo oculto y misterioso amenaza a los personajes. Me niego a confundir la vida real, la que me pertenece, con lúgubres vivencias en un inexistente mundo de pesadillas. Por eso me dispongo a ver, sin más, lo que hay aquí dentro, liberada de tapujos y temores.
¡Las botas negras! ¡La falda escocesa! ¡Y el jersey rojo que tanto me gustaba! Todas estas prendas se escondieron en el armario, junto a la niñez. Aparecen de improviso tantos recuerdos, pero también tantos huecos sombríos en la memoria. Todo ello contribuye a considerarme una persona más bien extraña. Porque si desconocer el futuro es, salvo videncias extraordinarias, algo intrínseco en el ser humano, la aparente inexistencia de alguna parte del pasado me hace incluso recelar de mí misma; y ese recelo amenaza con intensificarse.
¡Aquí están! Mis juguetes preferidos. El tamborilero ofrece la sonrisa de siempre, palillo en mano, y agradece igual que antaño la acción benefactora de estos dedos: al girar la llave, le devuelvo la vida durante un breve espacio de tiempo.
—¿Ves, amigo? Llevabas tantos años aguardando este momento, a pesar de no ser más que un inanimado juguete.
Y así me siento yo, mientras espero que alguien benefactor abra las puertas de esta especie de armario existencial donde me encuentro. Necesito que gire la llave de la conciencia para ayudarme a recuperar la continuidad retrospectiva que necesito.
En cuanto al entrañable acordeón, recuerdo como su sonido igualaba entonces cualquier prestigiosa orquesta, repleto de grandeza para esa niña que ya no existe. Hoy contemplo sonriente la inocente apariencia que desprende, mezclada entre plásticos y cartones, incapaz de producir más de tres desafinadas notas seguidas.
Sí. Es posible que todos estos recuerdos me compensen, en cierta medida, de cualquier sentimiento de culpabilidad experimentado con anterioridad. Me gustaría, con la sinceridad, honestidad y cariño que me dicta el corazón, purgar definitivamente el olvido al que sometí a los tíos y al propio pasado.
Pero me conviene mostrar una actitud más animada delante de Porto, pues los estados de ánimo se contagian. Y desde ese mundo de callada sabiduría animal, goza con mis alegrías o sufre con los padecimientos que percibe.
—¡Mira! Esta alfombrilla te servirá de cama y te aislará del suelo cuando vengamos con Roberto los fines de semana. Por cierto, será mejor que vayamos al coche; me he dejado allí el móvil y debo llamarlo para que no se preocupe por nosotros. Bajemos, compañero.
Salgo sin dilación de la habitación con las llaves del vehículo en la mano. Cruzo el ancho pasillo hasta que vuelve a estrecharse y curvarse. ¡Otra vez la escalera! He de descenderla. Y eso es lo que hago junto al precavido Porto. No percibo ahora nada extraño, lo cual quizá represente una señal de que he superado de momento semejante prueba de reencuentros e impresiones extrañas.
¡Vaya! Me olvidé antes de cerrar la puerta de entrada. El salón no me parece ahora tan grande. Quizá haya yo conquistado en el aspecto emocional sus dimensiones de mampostería; eso percibo mientras observo el callado reloj y la fría chimenea.
Ya en el porche veo llover con mayor intensidad. ¡Qué agradable olor a tierra mojada! ¡Qué quietud ofrece el dios Eolo, con ese aire tan tranquilo que da la sensación de no existir! Sin embargo, en cualquier momento podría surgir, invisible, para batir bruscamente nuestros rostros; agitar el solitario ciprés y encrespar el tranquilo caudal del arroyo.
—Ahora, Porto, quédate aquí para no mojarte. Yo iré corriendo hacia el coche.
Múltiples gotas se me posan sobre la cabeza, aunque trato de cubrirme con la gabardina. Estoy llegando. Voy a darme prisa en sacar el teléfono móvil.
No será necesario cerrar con llave la puerta del vehículo. Se trata de un lugar demasiado solitario para que aparezca alguien y se lo lleve tras forzar el arranque. La humanidad, con los componentes benefactores y destructores, se ha perdido en la lejanía, como si perteneciese a otro mundo, bullicioso y competitivo, de triunfos y sinsabores compartidos.
He regresado al porche, donde Porto me ha esperado sin apenas moverse; aunque saca la lengua y en los ojos refleja de nuevo inquietud.
—¿Qué te ocurre? ¡Tranquilo! Regresaremos pronto a la ciudad.
Ahora marcaré el número de Roberto. No debería haberme demorado tanto tiempo en hacerlo. Ya da la señal:
—¡Roberto, querido!... Sí, ya he llegado... La verdad, se me ha ido el santo al cielo; ¡después de tantos años!... Muy bien. Tengo muchas ganas de que la veas; este lugar te encantará… Presenta un aspecto cuidado y limpio; extrañamente cuidado y limpio diría yo. Es curioso, pero algunas paredes están tan frescas de pintura que hasta parece que han sido pintadas hoy... Sí. Ya sé lo de la humedad, aunque eso no explica que mi mano se manchara de blanco... ¡Algo muy raro! En fin… Bueno. He visto el salón y también mi antigua habitación... No. No he entrado en los otros dormitorios, ni en la cocina. En un principio tenía la intención de echar un vistazo general, pero ahora prefiero limitarme a comprobar lo más importante; ya sabes: el agua, el gas, el contador de la luz. En realidad, no quiero entretenerme demasiado tiempo...
»¿Porto…? Aquí lo tengo. ¡Si supieras lo nervioso que está! Todo esto es nuevo para él. ¿Verdad, amigo?... Sí. Ahora llueve bastante. ¿Oyes…? Me encuentro en el porche... Desde luego. Este paraje asombra por su belleza, pero no ha de admirarse en soledad. Juntos disfrutaremos de semejante naturaleza...
»Como te he dicho, quiero terminar cuanto antes… Dentro de hora y media, más o menos, creo que habré regresado. El tiempo y el estado de la carretera no permiten tampoco correr demasiado... En cuanto llegue, comeremos; solo habrá que calentarlo todo en el microondas... No te preocupes, Roberto. Tendré cuidado. De todas formas, te llamaré cuando vaya a partir… Hasta luego, cariño… Adiós... ¡Ah! Espera un momento. Quería comentarte algo. Aunque... no es… ¡Bah! No tiene importancia. Si acaso te hablaré después de ello... Adiós... Hasta luego.
¡Soy un caso! Me doy cuenta de que me queda muy poca batería. Debería haber cargado mejor el móvil. Espero que me baste para hablar después con él.
He de dejar aparte este pequeño contratiempo para dirigirme a Porto:
—¿Sabes? Me ha dado recuerdos para ti. Seguro que ya le echas de menos. Pero dime, amigo, ¿qué te pasa? No has de estar nervioso. Y ahora volvamos a la casa. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos.
Vuelvo a pasear la mirada por el salón. Sí, todo continúa igual: el reloj con su péndulo inmóvil, silencioso; y la chimenea fría, acompañada de esas butacas vacías. Me fijo también en las cristaleras ámbar; en cómo perfilan parte de la figura rectangular de la dependencia. Eso siempre me llamó la atención. A través de ellas apenas puede distinguirse la entrada a la cocina, y aún menos la pequeña puerta del desván y la de un pequeño lavabo. Es una zona que había pasado antes por alto, y hacia la cual decido encaminarme para llevar a cabo mi objetivo. No. Será mejor que suba primero a la habitación para recoger la bolsa. ¡Oh! Además, esta mañana, con las prisas, no le di a Porto de comer y no quiero que esté más tiempo en ayunas.
—¡Pobre animal! Con razón estabas nervioso. ¡Vaya clase de dueña tienes que te ha hecho pasar hambre! Subamos, pues, que te espera tu plato preferido. Por fortuna no me he olvidado de traerlo. ¡Así me gusta verte! ¡Alegre! Ven.
Asciendo de nuevo la escalera y las piernas vuelven a ralentizarse respecto a lo que me dicta el cerebro. ¡Vaya! Quedé en que iba a conservar la calma. Dispongo del teléfono por si necesitara utilizarlo, a pesar de la escasa batería; además, Porto se encuentra a mi lado. Eso debería bastar para sentirme protegida. ¡Oh! ¿Qué estoy diciendo? ¡Otra vez con lo mismo! ¿De qué riesgo he de preservarme? ¡Es absurdo! Pero semejante pregunta me ronda una y otra vez por la cabeza, mientras intento ignorarla. Desconozco por qué esta casa y —en especial— la escalera me clavan sus afiladas agujas de indefinida incertidumbre: el continuo vaivén de unas vibraciones que no consigo descifrar.
He llegado al pasillo del piso superior. Intento no pensar; huir de todo; escapar de la nada. Porto, al igual que yo, ha acelerado ahora algo el paso. El pasillo, ya ensanchado, me desafía con sus candelabros eléctricos. Las sensaciones se refuerzan cerca del cuarto de los tíos, al observar con detenimiento esa puerta, hoy tan impenetrable, como si ocultara algo accesible y terrible. La enorme curiosidad que pudiera impulsarme a cruzarla no consigue vencer a mi espíritu cauteloso ¡Vaya! No debería huir de unos recuerdos repletos de cariño y bondad.
He decidido pasar de largo, me encuentro otra vez junto a mi habitación. Al entrar me doy cuenta de que la atmósfera infantil no ha querido escaparse, como aquel pajarillo que renuncia a salir de la jaula ante la desconfianza que le produce una desconocida libertad.
—Toma, Porto. Come. Después beberemos un poco de agua. En la cocina habrá algún recipiente para ti.
Si ahora me mirara en el espejo, quizá vería a alguien extraño. La niña, tan lejana en la memoria, podría recelar de la persona en la cual me he convertido y considerarme una intrusa que hurga en su rincón preferido. Pero anhelo el reencuentro con aquel ser infantil, cuya aura perdura en esta habitación. Intento recuperar lo vivido, con la vaga sensación de que todo ese mundo me fue usurpado de forma inesperada.
Porto ya ha terminado de comer.
—¿Te ha gustado, eh? Perfecto. Ahora recogeré la bolsa y bajaremos a la cocina.
Salgo de la habitación con rapidez. Me invaden de nuevo grandes deseos de ir al coche y marcharme, pero esas comprobaciones que he de efectuar me retienen aquí. Intento no fijarme en el aspecto misterioso del pasillo; en ese efecto intimidatorio que lo impregna. Las paredes se estrechan y curvan, como preámbulo otra vez de la omnipresente escalera que espera en silencio ofrecerme su inclinación de sombras y desconfianzas. Camino con mirada perdida hacia el suelo en un intento de ignorar el aire, que se torna ahora más y más denso.
—¡Vamos, Porto! Bajemos de una vez la escalera. ¡Cálmate! Vuelves a mostrarte nervioso.
¡Cielos! ¿Qué ha ocurrido? Juraría haber visto una luz fugaz, borrosa. No me ha dado tiempo de… Difícil descifrarla. La intuición me advierte que encerraba algo horrible. ¡Bah! Quizá se tratara del vago recuerdo de una pesadilla sufrida hace tiempo, o de cualquier mala pasada de la imaginación.
Por fin he dejado atrás la escalera y el aire se ha vuelto más liviano; el salón se rodea en realidad de una calma tensa. No evito mirar de reojo el reloj, con temor. He de darme prisa.
—Porto, dirijámonos hacia la cocina.
Me sitúo otra vez delante de las puertas de cristal. Se dividen en cuadrados, definidos por una serie de listones de madera, delgados y de color verde esmeralda. Abro la frágil muralla con cuidado, porque podría romperse al menor golpe; al menos esa sensación tenía de niña.
Una vez traspasada la separación de vidrio fino, ya fuera del salón, me hallo en el espacio intermedio que linda con la cocina. ¡Cuántas emociones invaden mi alma! Está repleto de plantas de interior, lo cual le otorga cierto aire de vivero, frío y artificial, igual que antaño. Recibe la grisácea luz del día desde un techo trasparente, de apariencia plastificada, que de no existir convertiría al conjunto en un pequeño patio interior; un enclaustrado jardín botánico, con las dos pequeñas puertas de madera correspondientes al desván de tío Cosme y al pequeño lavabo; en cualquier caso, paso obligado hacia un evocado mundo de caldos calientes.
He avanzado pocos metros y entro por fin en la cocina. Sus dos ventanas mantienen los postigos abiertos, hecho que ya suponía al acercarme. Están situadas enfrente, ahí donde se encuentran las pilas de piedra y el fogón.
Recuerdo como, siendo yo muy pequeña, los tíos recopilaban carbón para cocinar; lo adquirían en el pueblo más cercano. Después instalaron butano al llegar los ramalazos de modernidad, que nunca llegaron a enturbiar esta paz.
Compruebo que todo conserva el aspecto de entonces. Percibo una repentina añoranza al rememorar aquellos aromas que desprendían los pucheros. Aunque no solo los fogones me devuelven a la niñez; también la misma mesa, como siempre colocada junto a la columna central; la perpetua nevera, ahora con apariencia más primitiva; y los azulejos celestes, que siempre asociaba con los días claros y luminosos. Sin embargo, la amplia estancia hoy se presenta —ya se sabe— a media luz.
Veamos si el paso del agua está abierto. Creo que no. Con media vuelta basta.
—¡Mira, Porto! ¡Qué fresca! Espera. Iré a la despensa para buscar algún cuenco.
Casi no distingo nada... ¡Aquí! Ya palpo el viejo interruptor; el girador de madera. Se ha encendido la misma bombilla de siempre y su macilento brillo. Sí, ahí están los cacharros, viejos y al mismo tiempo bien conservados; dispuestos en el mismo orden con que tía Aurelia los colocaba. Aunque este mundo queda cercenado ante la frialdad del presente, al contemplar yo los ganchos huérfanos de morcillas y chorizos; estantes sin esencia a jamón o a pescados escabechados.
Bien. He encontrado algo que puede servir.
—Porto, a partir de ahora es tuyo. Ven. Bebe. ¡Pobrecillo! Debes de tener mucha sed. Yo haré lo mismo.
¡Oh! ¡Realmente deliciosa! Tal cual sucedía de pequeña, me imagino apostada ante un manantial mientras saboreo el maravilloso líquido, cuyo efecto los años no han conseguido deteriorar. Cuánto tiempo siguen las personas una evolución, ajenas a este chorro de ilusiones pasadas, por querer caminar hacia una arrogante madurez. Se equivocan. La mejor sabiduría corresponde a quien no renuncia del todo a sus cándidas acciones; las que evocan la edad infantil, sin comportamientos maquillados. Porque las ilusiones rechazadas con desdén, acaban produciendo la sed del alma. Quisiera tener siempre la boca húmeda de anhelos.
Oteo desde la ventana el triste y bello paisaje envuelto entre la cortina de lluvia. En esa orientación, el bosque parece encontrarse más cercano. Al principio el terreno desciende y desaparece, pero después vuelve a elevarse, difuminado y fantasmagórico. Paseo la mirada hasta donde me alcanza y se topa con un escondite formado por la distribución circular de unos álamos. Estos rodean… rodean la… Soy incapaz de descifrar lo que es. Lo ignoro. ¿De dónde ha salido? Me provoca estremecimiento sin saber por qué. Los árboles bordean cierta mancha borrosa y rojiza que surge ahora de la bruma. Presiento… No sé… Hay algo... ¡Vaya! ¡Ya estoy fantaseando otra vez! ¡Bah! ¡Esto no son más que tonterías! Me encuentro ante una nueva traición de la mente.
—¿Has bebido ya, amigo? ¡Bien!
Echaré un rápido vistazo al fogón. Todo correcto. Comprobaré si funciona la nevera. Perfecto. Al menos se enciende y suena el pequeño motor; yo creo que algo enfriará. En cualquier caso, siempre estamos a tiempo de comprar una nueva. La desenchufaré de nuevo. Cortaré también el paso del agua. Ya está. Dejaré los postigos de la ventana abiertos, tal como los encontré.
—Porto, salgamos de aquí.
Marcho de forma apresurada sin fijarme en el lavabo, y aún menos sin querer explorar el desván de tío Cosme, carente en estos momentos de su protectora habilidad. Regreso al salón. Deberé tener cuidado al cerrar la puerta de cristal para que no se rompa. Perfecto.
Hay detalles que me vienen de repente a la memoria. Recuerdo que había algo más de mobiliario: la mesita, los sillones de mimbre y, sobre todo, el televisor en blanco y negro. ¿Qué habrá sido de él? Cómo se esfumaron aquellas veladas con los tíos, cuando por las noches conseguía su milagrosa condescendencia al dejarme compartir con ellos las series que tanto me atraían; en realidad, nada recomendables para niños sensibles. ¿Acaso tío Cosme se desprendió al enviudar de todos esos recuerdos de bambú y ficción para huir de la añoranza, refugiado en la propia tristeza?
Aquí se encuentra la antigua entrada de la antena, y allí el contador de la luz, cerca de la puerta de entrada. Comprobaré la numeración y me iré. Cada vez noto más enrarecido el aire.
Recojo la bolsa que había dejado en el centro del salón; me la voy a colgar del hombro y... Es extraño. Hay una nota en el suelo, justo a la entrada del salón. No la había visto. No comprendo…
¡Qué grafía tan curiosa! Muy inclinada hacia la derecha. Son trazos propios de una buena y hermosa letra. Ignoro por qué, pero me resulta familiar:
Querida Lucía, no es mi deseo impresionarte; pero considero muy necesario comunicarme contigo. Desde este lugar, tan inconcebible en vuestro mundo, tía Aurelia y yo te seguimos queriendo y te apoyamos en estos instantes de dificultad emocional...
¡Tío Cosme…! Se me acelera la respiración...
… Por el testamento ya conoces mi deseo de que heredaras la vieja Casa del Arroyo. El estimado hogar donde pasé aquellos inolvidables años de feliz vida terrenal, aunque también los últimos días de soledad y tristeza...
Los ojos se me llenan de lágrimas...
… Yo siempre aprecié a David y a Clara, pero fuiste tú la elegida por demostrar más cariño hacia nosotros durante aquellos años. Y si nos distanciamos después, fue debido a las circunstancias de la vida; no has de sentirte culpable. Cuando falleció tía Aurelia escribiste para expresarme las condolencias, cosa que ellos no hicieron; aunque lamenté no poderte ver...
¡Por Dios, que a través de este mensaje me habla como solo él era capaz!
… Y ahora préstame atención. Debes saber que he contactado contigo para advertirte del peligro latente que encierra esta casa. Los temores indefinidos que percibes son producidos por un suceso ocurrido cuando acababas de cumplir diez años, y que te ocasionó un profundo choque emocional. Sufriste la pérdida parcial de memoria y tu mente desechó, desde entonces, el recuerdo de ciertas vivencias. En cambio, conservó otras evocaciones más amables, que hoy has vuelto a saborear...
¡De qué forma más turbadora se me va a revelar el pasado oscuro!
… Lucía, he de evitar por todos los medios que recuerdes aquel hecho por ti misma. Me veo en la obligación de ser yo, desde mi lejana morada, quien te informe de lo sucedido y te guíe para que puedas desterrar para siempre el mal de esta casa...
¿Qué sucedió? ¿Qué clase de desventura me paralizó la mente y los recuerdos? ¿Están las vibraciones negativas que percibo, entonces, relacionadas con una causa concreta, y no por una delirante imaginación? Me temo que todo es real.
… El punto borroso y rojizo, que la lluvia velaba cuando mirabas desde la ventana de la cocina, corresponde en realidad a una vetusta cabaña. Allí vivía un hombre tosco y de físico poco agraciado. Él venía con frecuencia para realizar algunos trabajos que yo le encargaba, más por conmiseración hacia él que por necesidad. Se llamaba Graco…
¡Graco…! Sin saber todavía por qué, leer ese nombre me revuelve las entrañas.
… Aquel día, marcado por la fatalidad, él había traído leña para la chimenea y pintura blanca que le había encargado. Cuando estaba dispuesto el fuego, me ayudó a pintar la habitación donde dormías y a colgar un cuadro en la nuestra…, la de tus tíos; es el que representa la escena de cazadores montados a caballo, y que tanto le gustaba a tía Aurelia. Al finalizar las tareas, yo me adelanté y bajé la escalera. Al descender Graco, tú apareciste por detrás e hiciste algo que obedecía a una clásica travesura infantil, carente de maldad. Llevabas una canastilla de mimbre, repleta de cerezas. Un impulso te hizo lanzarla hacia abajo. En aquel instante él se giró hacia ti, extrañado; teniendo en cuenta el instintivo rechazo que siempre te despertaba ese hombre. Te observó durante unos segundos, que se hicieron eternos; hasta yo temí por la manera en que pudiera reaccionar. Reanudó, no obstante, la marcha, distraído y cariacontecido, justo cuando el reloj del salón daba las campanadas de las siete de la tarde. Sin pararse, se giró otra vez hacia ti, rodeado de las cerezas caídas que cubrían el escenario de los hechos. Fue entonces cuando resbaló y perdió el equilibrio hasta caer rodando, al igual que esas bolitas rojas, sobre los peldaños de la escalera. Su descuidada y poblada cabellera negra chocó contra un saliente de la barandilla. Sí. Graco murió al instante, y la desgracia te produjo una fuerte reacción emocional que hizo aconsejable un tratamiento psiquiátrico…
¡No!...
… Tía Aurelia y yo consideramos que lo mejor era llevarte a un colegio especializado, en un adecuado ambiente docente y emocional. Hubo de transcurrir un año para que experimentaras cierta mejoría y llevaras una vida más normal. Aunque el recuerdo negativo quedó oculto, como una sombra alejada de la conciencia...
Borrosos y terribles pensamientos me salpican ahora la mente. He padecido la larga enfermedad del olvido, y el llanto revelador me oprime, testigo de tan dolorosa curación.
… Como recordarás, viniste a pasar un día con nosotros y no observé nada extraño en tu comportamiento; esa fue la última vez que estuviste aquí. Cuando te legué la casa no imaginaba que fueras a intuir siquiera aquel lejano suceso. Y mucho menos que pudiera perjudicarte. Me equivoqué…
¡Cielos! Despierto poco a poco de esa ignorancia que me robó la niñez. Me hallo en medio de dos sensaciones opuestas, entre el esclarecedor mensaje de tío Cosme y los nuevos remordimientos que ahora me corroen por lo que hizo aquella niña de diez años con su juego infantil. ¡Pobre...! ¡Pobre Graco!
… Sin más dilación, voy a indicarte qué pasos debes seguir, porque hay algo que adquiere vital importancia y que hasta ahora ignoraba. Te hago saber, Lucía, que el espíritu de ese desdichado continúa deambulando entre estas paredes, atrapado, con deseos de venganza avivados por tu llegada. Todavía no ha querido manifestarse, pues de momento tan solo te ha contemplado, cual depredador que deja a la víctima moverse antes de atacarla. Y en este caso, el tiempo de espera se termina…
No debo enloquecer...
… Es necesario que te marches con urgencia y busques a una médium de la ciudad. Vive en la calle Cruce 23, en una planta baja. Está capacitada para efectuar el pertinente exorcismo y salvar tanto a este querido lugar como al atormentado Graco de una nefasta unión. Márchate ya. No conviene que permanezcas aquí más tiempo, en esta insegura soledad. Deseo con toda el alma que pases muchos días de paz en la vieja Casa del Arroyo, liberada para siempre de cualquier presencia negativa, junto a Roberto y a vuestros futuros hijos, siempre en compañía de Porto. Ahora tan solo me resta desearte una larga y prospera vida, en nombre de tía Aurelia y mío. Hasta siempre, estimada sobrina.
¡Tío Cosme…! Sujeto esta nota con frías manos, mientras intento mantener la cordura. Los ojos llorosos me han hecho leer su peculiar letra de forma borrosa. Ahora, el miedo y la sensatez me obligan a seguir las instrucciones aquí contenidas; a marcharme sin más demora. ¡Que se queden las luces encendidas y la puerta abierta!
—¡Porto, larguémonos ya!
Hemos salido por fin. Después de correr bajo la lluvia, me encuentro ya junto al coche. El perro, que había soportado su estado nervioso con dignidad, comienza a ladrar, desesperado, intentando introducirse a través de la ventanilla; pero el cristal se lo impide.
—¡Calma! ¡Calma! ¡No te preocupes! Vamos a meternos en el coche ahora mismo. Creía haber dejado la puerta abierta. ¡Espera!
Guardo el mensaje de tío Cosme y me dispongo a sacar las llaves. En este bolsillo no las tengo. Estarán en este otro. ¡No! ¿Dónde las he puesto? No están en la gabardina. Ni en los vaqueros ¡Las he perdido! He de encontrarlas ya… ¡Oh, Señor! ¿Por qué? ¿Por qué tiene que ocurrirme esto a mí? Las dejé allí arriba, en la habitación, cuando fuimos por segunda vez ¡Qué desdicha la mía! Roberto no dispone de otro vehículo para venir a buscarme. Necesito comunicarme con él. Una llamada breve.
—¡Roberto, contesta por favor!
¿Acaso se habrá metido ya en la ducha? Siempre tarda una hora en salir del baño ¿Roberto…? ¡No! ¡El contestador! ¡Es que todo se pone en mi contra! Esto me consume batería y saldo. Tengo mucho menos del que creía.
He esperado unos minutos eternos. Voy a intentarlo de nuevo. Vuelvo a marcar su número de teléfono. ¡Roberto! ¡Roberto! ¡El contestador, de nuevo! ¡Dios mío! ¡Me he quedado sin señal! Imposible.
Me siento derrotada. No sé qué hacer. Caminaré por la carretera hasta el pueblo. ¡No! Se me haría de noche, y sin móvil.
Con ojos graves miro a mi amigo, y resuello antes sentenciar:
—Porto, nos vemos obligados a entrar en la casa. Debemos subir para recoger las llaves. Sin ellas no podemos irnos de aquí. ¿Qué te ocurre, querido amigo? En estos momentos tienes que demostrar tu valentía. Debes protegerme con la fuerza y serenidad que tanto te caracterizan.
¡Pobre animal! Trato por todos los medios de animarlo, pero está muy nervioso.
—Terminemos esto de una vez. Las cogeremos y volveremos a salir con la velocidad de un rayo ¡Vamos, amigo! Ven. No me hagas esto. Acompáñame. Te lo suplico.
Cada vez se muestra más asustado y no hay forma de moverlo. Sin poder evitarlo, he de afrontar sola este mal trago. Iré con la fuerza que produce la fe en Dios para que me ampare con su coraza protectora. Así, nada me sucederá.
—Ya veo que es imposible convencerte. Espérame aquí. No tardaré, te lo prometo, querido amigo. Enseguida me verás aparecer con el ansiado trofeo que nos permitirá poner en marcha el coche. ¡Que el cielo me ayude!
Sin pensármelo, atravieso el umbral de la puerta, con paso ligero y la mirada dirigida hacia el suelo del salón. Intento convencerme de que esa fe es real; de que no forma parte de una falsa creencia, con la que trato de engañarme para extraer todo el valor de mi ser. Pero dicha virtud representa precisamente el convencimiento de lo intangible, enfrentada a un trance demasiado real. En cualquier caso, intentaré distraer la mente; apartarla de este lugar. Que los ojos vean sin mirar, y que los oídos oigan sin escuchar el sordo sonido de las vigilantes paredes que comprimen la densa e irrespirable atmósfera interior. El corazón corre de nuevo con mayor brío que las piernas, pero estas son el único medio físico para cumplir el objetivo. Necesito volar y escaparme de aquí en cuestión de segundos, pero tengo que conformarme con el lento trascurrir del sufrimiento.
Veo de reojo la escalera. Intento abstraerme, ahora con mayor esfuerzo, de cuanto me rodea al subir sus escalones. Un peldaño, otro y otro. Todos, por separado, me mantienen en vilo. Porque desde el interior escalonado puede surgir en cualquier momento la fuerza extraña que encierra, dispuesta a conducirme hacia el abismo.
Ahora me doy cuenta de que he conseguido superar de momento esta inclinación maldita, aunque debo adentrarme más en el interior de la casa. Corro ya por el pasillo hasta que se ensancha, y las luces en forma de candelabros permanecen encendidas en su creciente labor de testigos lúgubres, dispuestos a observar cualquier padecimiento. Estoy a punto de entrar en la habitación y de recoger las llaves que dejé sobre la mesilla.
Me encuentro por fin ante ellas; entronizadas en este mundo infantil, ahora lleno de siniestros recuerdos. Las agarro con mi mano derecha, otra vez temblorosa. Y para mayor seguridad, me las guardo en el ajustado bolsillo del pantalón.
Miro de soslayo el cristal de la ventana. ¡Cuánta desdicha me produce no poder escapar a través de ella!, pero resulta imposible. Por desgracia me veo obligada a pasar la última y definitiva prueba; atravesar de nuevo la casa y terminar con semejante zozobra para siempre.
Salgo de la habitación. El pasillo se alarga y la congoja se apodera completamente de mí. De nuevo me pregunto si todo es producto de la imaginación; si la nota de tío Cosme no existe más que en un mundo de ilusiones ópticas. Quizá sufra sin necesidad ante la irreal posibilidad de encontrarme con la sombra latente de Graco. ¡Pero no! Palpo el papel de manera atropellada; lo suficiente como para ser consciente de la situación en la que me encuentro.
Las luces se tornan aún más tenues y tenebrosas. Intento acelerar el paso, pero mis piernas continúan experimentando el lastre de la intangible gravedad; los dientes chocan entre sí, como canicas en continuo movimiento.
He recorrido ya la mitad del pasillo. El dormitorio de mis tíos, aun cerrado, desprende el olor a perfume que tía Aurelia utilizaba. Aunque la puerta me produce ahora mayores escalofríos, y esconde tras de sí el cuadro que Graco colgó en la pared.
El pasillo ya se ha estrechado y anuncia la proximidad de la escalera. Mas la curvatura que dibuja hace que me sienta como un ser atrapado en un estremecedor túnel. Con semejante estado de nervios es difícil tomar cualquier decisión. En cualquier caso, renuncio a la Casa del Arroyo, a pesar de la existencia de esa médium y su posible acción liberadora. No pienso regresar nunca más, y menos considerarla un segundo hogar. La pondré a la venta. Sí. Venderé este patrimonio enviado con celestial cariño, inmerso en semejante infierno de temores, sufrimiento y venganza.
Pienso ahora en Porto. ¡Pobre animal! Estará tan impaciente. «¡No te preocupes! —le digo con el pensamiento—. Vas a tenerme otra vez contigo, allí afuera, en el porche. Entonces nos marcharemos de este lugar y dejaremos atrás los sentimientos de terror que nos invaden».
Camino con la ansiedad de no sentir todavía la lluvia caer sobre mí, bajo la sensación de lejanía que supone el interior de esta casa.
¡Oh! Juraría… juraría haber oído algo. ¡Sí! Lo percibo de nuevo. ¿Qué clase de sonido es ese? ¿Acaso los oídos reciben realmente lo que la mente sospecha? ¡El reloj! ¡Dios mío! ¡El reloj! El péndulo se ha puesto en marcha. ¡Inconfundible! Me habla con esa olvidada cadencia, tan penetrante y regular… Cuando sucedió la tragedia eran las siete en punto.
Ahí está la escalera, desafiante. Es necesario vencer al tiempo en su cuenta atrás. Voy a descender y… ¡Que los santos me amparen! Escucho la tenebrosa avanzadilla de las campanadas. Miro hacia abajo con urgencia: la inclinación se eterniza. Inicio el descenso. ¡Oh, no! Se confirman los malos presagios: ya suena la primera… Nado entre la desesperación. La segunda… Me quedan varios peldaños y me esfuerzo en avanzar. Atónita, contemplo ya el reloj del salón; el péndulo, en su oscilación, parece sonreírme de forma enigmática.
El reloj no se detiene. La tercera... Cuarta... Quinta… Logro superar la escalera y mi vista alcanza algo el porche, pero la sexta campanada está sonando. Las manecillas empiezan a girar. Cada vez lo hacen con más rapidez. ¡No! Ahora se frenan. Marcan… aquella hora fatídica. ¡La séptima!
—Porto, ¿me oyes? —alzo la voz desesperada.
Corro a través del salón. Se está cerrando la puerta de entrada; ha de ser una corriente de aire. Casi la toco con los dedos, pero no llego a tiempo. ¡Se ha bloqueado! ¡No puedo abrirla!
Miro alrededor, evitando fijarme ahora en los peldaños y en esa inclinada barandilla. ¡Los ventanales!... Giraré la manivela del más grande. Tampoco se abre. Necesito algo con que golpear estos cristales. No. ¡El otro ventanal! Mis piernas me pesan… También está bloqueado. ¡Imposible! He de buscar ya cualquier objeto en este inhóspito salón. No encuentro nada. ¡Los puños! Da igual si me hiero las manos. ¡No puedo! La fe vuela con alas servidas por el destino y el precio de la salvación aumenta.
Todo se ralentiza y percibo un nítido desfile de escenas vividas aquel día, como si se tratara de la conciencia de un moribundo al reflexionar sobre su existencia.
Un suave tintineo me despierta de tal abstracción. ¿De dónde proviene? ¿De la escalera? ¡Sí! Unas bolitas rojas, surgidas de la nada. Descendente desfile sobre los peldaños: dan saltos una y otra vez hasta llegar al salón. Brillan como aquellas cerezas; las mismas que eché con inocente peligrosidad. Me he convertido en conejillo de indias de tan tenebroso experimento.
Las cerezas ya se han quedado estáticas. Rodean parte de los escalones inferiores, formando un cerco inclinado e irregular, dentro del cual no han querido introducirse. Y ese... ese espacio vacío adquiere ahora un inquietante contorno fetal. ¡En el nombre del cielo! Allí fue donde quedó tendido el cuerpo sin vida de Graco.
Como vigía aterrorizada, observo el misterioso dibujo sobre el que cae ahora un inesperado goteo. ¡Gotas rojas! ¡Gotas de sangre! Gotas que salpican esos peldaños. Emergen del mortífero manantial que forma la barandilla: ¡sí, ahí se golpeó la cabeza!
Me encuentro inmóvil, sin saber qué hacer. No puedo alejar la mirada de los escalones ni de la moqueta. Debo vigilar cualquier indicio de cambio que pueda producirse en la lúgubre escalera.
Algo surge suspendido en el aire. Un punto luminoso y amarillo, menos fugaz. Desciende y desprende ahora vapor. Sí. Es una nube más densa y grande. Me froto los ojos, que se rebelan contra el descubrimiento de ese más allá amenazante. Soy testigo de cómo se posa sobre aquella forma fetal. La luz brillante inicial se esfuma y descubre la tenebrosa representación de una persona inerte. Una persona inerte, tendida en el suelo, rodeada de cerezas. ¡Piernas! ¡Brazos! ¡Cabeza! ¡Me voy a volver loca! Figura estática, encorvada; con las manos ocultando el rostro, como avergonzada de su pasado.
Allí, donde mi infancia se traumatizó por una travesura, sigue la lenta transformación; todo se concreta a través de los castigados ojos. ¡Tío Cosme, ayúdame! Que la inocencia no sea castigada de forma tan cruel.
Los tonos grises se han tornado en colores nítidos, separados. Distingo… distingo la textura de unas ropas. El pantalón de pana, marrón. Las mismas botas. El jersey verde. Su negra cabellera. La rugosidad de las grandes manos. Y la cara.
Las formas adquieren mayor nitidez. Un reguero de sangre cubre ahora ese rostro. Juraría que… ¡Dios mío! ¡Sus ojos!
Debo intentar de nuevo abrir la puerta. Corro hacia ella con desesperación. Alcanzo la manilla. Sigue bloqueada.
Giro el cuello para vigilar la escalera. Y en medio de tanta desesperación, compruebo que la horrible mirada de Graco, escondida hasta hoy en la fosa del pasado, se ha despertado: las oscuras pupilas clavan ya en mí el odio contenido.
Corro y corro, sin sentido alguno; sin rumbo definido. ¡La cocina! ¡Su ventana! Ahí podría encontrar la salvación. Necesito ganar tiempo.
He llegado a la frágil cristalera. He de girar el pomo con fuerza ¡Ábrete! ¡Ábrete, te lo suplico! ¡Ábrete! No. Se ha bloqueado. Los cristales han cambiado de aspecto. Ya no son finos ni frágiles. Se han convertido también en vidrios de gran dureza; tan inaccesibles como el final de esta pesadilla.
Intento moverme; una vez más, sin saber hacia dónde. Por mucho que lo intento, la desaliñada aparición no deja de perseguirme con la mirada. El castigo quiere ensañarse ante la escasa seguridad que me queda: Graco se levanta.
Sin perderme de vista inicia el movimiento con lentitud y torpeza. Eleva los brazos, mientras siento que el final de mis días llama a las puertas. Los detalles de la cara y de las manos se evidencian más. Y a pesar de todo, esta nueva materia se delata a menor distancia como algo en realidad más etéreo; menos palpable. ¿Quizá incapaz de infligirme daño físico alguno?... ¿Un halo de esperanza?
Ha dejado ahora de avanzar. Sin embargo, esa imagen intimidatoria, tan bien remodelada y lograda, hacen que siga siendo presa del miedo. Quisiera saber qué sentido tiene la vida y el mundo que me rodea, si al final acabo en manos de este espíritu vengativo: no me ofreció tío Cosme su casa ni se comunicó conmigo para que yo fuera engullida entre estas gruesas paredes. Por desgracia no queda mucho tiempo para encontrar una solución. El espectro, con apariencia corpórea, me vigila con cadavérica expresión.
Cierto chasquido me hace alzar la cabeza. Un papel cae hacia mí. ¿Acaso se trata de una nueva señal? ¿Han dado resultado las súplicas? Debo darme prisa en leerlo, sin dejar de vigilar al espectro:
¡Lucía, el ventanal mayor! ¡Atraviésalo! ¡Salta a través de él! Ten fe y lo conseguirás.
¡Tío Cosme!... Necesito concentrarme. Reunir esa fe; esa esperanza de salvación. ¡He de intentarlo!
Pero Graco se muestra más desafiante; como si se hubiera percatado de mis renacidas esperanzas. ¡Mueve la boca! Con dificultad emite ahora unos extraños sonidos de ultratumba; ecos justicieros de maldad que me revuelven las entrañas con tan grave y espacioso timbre; rumores que ya contienen alguna que otra sílaba indescifrable, cada vez más cercana. Intuyo la voz. Ese acento que lo caracterizaba en vida, cuando, de forma misteriosa e introvertida, se dirigía a tío Cosme:
—Lucía…
¡En el nombre del cielo! Con lenta y fría cadencia acaba de nombrarme.
—Te burlaste.
—Yo no…
—Las cerezas.
—¡Fue un accidente!¡Escúcheme, por favor! Me quedé traumatizada. Se lo aseguro.
—Ahora vago atrapado en esta cárcel hacia la que me condujiste...
—Aún… está a tiempo de ser liberado. Mi tío…
—No hay cura para esta alma humillada. Ha llegado la hora. Acompáñame.
¡Oh! Reanuda otra vez el paso; cada vez menos lento; más sentenciador. La mirada terrorífica se enciende con mayor y renovado fuego; fiel reflejo del infierno que me ha forjado.
¡El ventanal! Intento alejarme del espectro y, al mismo tiempo, colocarme a una distancia adecuada de esa existencial barrera. ¡Rápido! ¡Rápido! No puedo dejar que este espíritu atormentado e imperfecto me dicte el propio destino. Tío Cosme, ayúdame a traspasar el muro que me separa del arroyo salvador; mi piel siente ya la frialdad del aura mortal que me persigue…
El tiempo se ha detenido por completo, como un reloj sin cuerda. Me dirijo hacia el ventanal, suspendida en un vuelo determinante, casi ajeno a la fuerza de la gravedad. Rozo ya la barrera de mi libertad, con los puños cerrados. ¡Fe! ¡Convicción! ¡Rómpete, por favor! ¡Rómpete! ¡Por Dios, permíteme salir!...
Estoy aturdida… Me aterra abrir los ojos y comprobar que permanezco en el salón. Me escuece la cara, las manos… Juraría que… ¡Roberto! ¡Porto!... Creo percibir la brisa con olor a tierra mojada; como lo están mis piernas. Separo los párpados poco a poco. De forma borrosa veo la sangre que fluye entre mis dedos; y esa niebla se disipa... ¡Dios mío! Bendito sea el dolor de las heridas que cubren este cuerpo.
Siento el cosquilleo de las finas gotas de lluvia ya cesante. Me impregno de la naturaleza, sin límites; y todo desde este arroyo, cuyas aguas afelpadas me han dado la bienvenida. La casa se encuentra tan próxima, con su maldad encerrada; y sin embargo, asombra contemplar la libertad que refleja, con la perspectiva ofrecida por esos vetustos muros desde afuera. ¿Qué clase de línea separa el infierno del paraíso; tan capaz de mostrarse profunda e infranqueable, como de parecer sutil y transparente?...
Me incorporo y camino hasta salir del arroyo. Agarro con firmeza las llaves del coche. Nada me retiene en este lugar; en semejante soledad. Miro de reojo el ventanal, que muestra los cristales rotos por la providencia. Rodeo el curso de las mansas aguas, dibujando el contorno de la casa.
Con lágrimas de alegría en las mejillas, giro la esquina, repleta de yerbajos y piedras y… ¡allí lo veo! ¡Mi querido Porto! El pobre corre hacia mí.
—¡Porto, fiel amigo! Ahora sí estamos juntos, de nuevo; y así permaneceremos siempre... ¡Mira! ¡Las llaves! ¡Aquí las tengo! ¡Ven! Subamos al coche, sin más vueltas atrás e incursiones peligrosas en el pasado.
A pesar de todo, no quiero renunciar a este lugar. Pronto regresaremos con Roberto para disfrutar juntos de la naturaleza y de su ciprés solitario, mientras busca reflejarse en el arroyo; nos cobijaremos bajo el amparo de la señora de piedra, ya purificada, con el fuego de la chimenea de nuevo reavivado para nosotros.
—¡Oh, Porto!
El pobre animal no deja de saltar. Quizá sea consciente del tipo de experiencia que acabo superar. Seguro que el instinto animal encierra más poder que cualquier frase dirigida a él.
Ahora, poco después de arrancar el coche, resulta difícil no mirar el espejo retrovisor: la brillante superficie donde el vaivén del limpiaparabrisas devuelve a la luna su nitidez. Se refleja entonces la Casa del Arroyo; y amagado tras los cristales quebrados del ventanal, un atormentado espíritu me ve partir sin saber que el fin del calvario está próximo.