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ERA UN DÍA ESPECIAL. Se iba a celebrar una misa en honor de doña Encarna Gutiérrez, presidenta de la cofradía Las Encinas, por su gran labor social realizada en la ciudad. Por supuesto, no necesitaba morirse para recibir un homenaje de esta clase, casi siempre reservado a personas desaparecidas de este curioso mundo. Con anterioridad se había oído hablar mucho de ella, aunque su discreción no permitiera una excesiva difusión en los medios. En tan señalada fecha, tal figura no solo iba a poder contemplarse en toda la ciudad, sino también a lo largo y ancho de la nación.
La iglesia estaba repleta de gente; unos eran devotos, otros fíeles y el resto turistas despistados que sacaban fotos, creyendo encontrarse en una plaza de toros antes del paseíllo. Faltaba media hora para el inicio de la gran ceremonia y casi todos los bancos estaban ya ocupados; tan solo quedaban algunas sillas vacías, situadas en un lugar privilegiado, reservadas para las autoridades competentes —si uno busca y busca, puede encontrar autoridades de este tipo.
El coche oficial se aproximaba con lentitud, mientras sorteaba a la curiosa multitud que invadía parte de la calzada. Al llegar al templo, el vehículo se detuvo y las puertas se abrieron, ofreciendo al respetable un breve e improvisado concierto de chirridos, bajo la batuta de un deficiente engrase. De ese interior de asientos abatibles y aterciopelados, salían por este orden: el alcalde, su esposa —que estrenaba zapatos—, el párroco, dos monaguillos —con un incensario cada uno—, el obispo de la ciudad y doña Encarna. Habían soportado ciertas apreturas en la parte trasera del coche, porque la delantera estaba ocupada por un profesor de autoescuela y su alumno, inmersos ambos en plena clase de conducir.
La expectación que se respiraba en las calles aumentó cuando el pueblo, al ver de cerca a las ilustres personalidades, intentó abrazarlas como si de héroes mitológicos se tratara; hasta los monaguillos fueron aclamados y zarandeados por unas admiradoras en edad de saltar a la comba.
De repente, la multitud se tuvo que apartar de la calzada, por ser este lugar el elegido para recibir una final de etapa de la Vuelta Ciclista a España, correspondiente al año anterior. Los corredores llegaban con semejante retraso, uno tras otro, hasta que el último entró andando en la meta, sin saber en qué kilómetro había perdido la bicicleta. Doña Encama Gutiérrez aprovechó la ocasión para entregar el trofeo correspondiente al ganador de la etapa, que posteriormente sería descalificado al dar positivo por tomar nueces reconstituyentes.
Las personalidades entraron por fin en la iglesia con paso solemne y escrupuloso protocolo. Primero tenía que aparecer el alcalde con su esposa; después, el cura con los monaguillos; y a continuación, el obispo, que, tras una leve inclinación de cabeza y una palmadita en el trasero de doña Encarna, debía cederle a esta el paso ante una lluvia de pétalos de rosas. El trayecto a recorrer, desde la entrada del templo hasta donde se encontraban los asientos reservados, estaba señalado por una alfombra roja. En los bordes se encontraban alineados, de principio a fin, los teléfonos móviles que los dueños ―casi todos los asistentes al evento― habían desconectado y colocado con orden en el suelo para evitar interrupciones molestas.
La celebración estaba a punto de iniciarse; pero sufrió un retraso de diez minutos, hasta que los organizadores lograron llegar a un acuerdo económico con una de las cadenas de televisión más relevantes del país. Tele Pague y Vea se quedó definitivamente con los derechos televisivos, al ser suya la mejor oferta de última hora. Este hecho originó la retirada de unas cámaras colocadas de forma infructuosa, pertenecientes a otras cadenas dispuestas a emitir en abierto. Muchos espectadores, frustrados ante la evidente imposibilidad de ver el acontecimiento desde casa, se vieron obligados a dirigirse al bar más próximo para contemplar lo que iba a ocurrir en la iglesia, a cambio de la pertinente consumición.
Una vez aclarado todo y ya iniciada la retransmisión televisiva, las celebridades reanudaron la marcha hacia el interior del templo, ante el júbilo de la gente agolpada afuera y la solemnidad de quienes se encontraban dentro. Cuando el obispo dio la obligada palmadita en el trasero de doña Encarna, los monaguillos agitaron los incensarios y el humo perfumado se expandió por doquier. Mientras tanto, un grupo de niños situados en el altar empezaron a cantar con gran valentía. Sus labios se movían algo a destiempo, pero los pentagramas, que supuestamente leían, ocultaban cualquier defecto que pudiera deslucir la actuación. En realidad, esas voces angelicales salían de un disco que en cierto día grabaran los Niños Cantores de Viena, y que el párroco había recibido como regalo de una novia secreta; solo Dios sabe cuándo y dónde.
Finalizaron el desfile y llegaron a sus asientos, situados cerca del fraudulento coro y orientados hacia el público. Iban a sentarse; vieron entonces que se había producido un grave error de organización: faltaba una silla. Fue necesario celebrar un sorteo ante notario en pruebas para determinar quién iba a quedarse de pie. Por caprichos del azar y puntería del destino, le tocó al obispo sacar de una bolsa el número del infortunio y quedarse sin asiento; hecho que admitió con gran resignación. Los monaguillos, sentados ya entre el párroco y doña Encarna, seguían envolviendo el ambiente a fuerza de mover los incensarios, ya casi vacíos.
A una mano negra se le ocurrió quitar el disco que sonaba. Aprovechó un breve silencio de dos negras con puntillo para cambiarlo por otro de los Rolling Stones, con la rapidez propia de una vampiresa al utilizar la tarjeta de crédito de su amante. Resultaba patético contemplar el coro, que dudaba si adoptar una postura serena o, por el contrario, moverse de forma alocada para intentar seguir tan agitado ritmo. Al descubrir lo sucedido, el honroso respetable lanzó como señal de protesta unas almohadillas, vendidas previamente por alguien con visión comercial, provocador de semejante situación y seguidor de la música roquera de los sesenta. Entre un gran alboroto, hubo que recogerlas del suelo y hacer cesar la música de los Rolling Cantores de Stones para que la calma regresara al lugar de la celebración.
El párroco se levantó poco después del asiento y se dirigió al púlpito recién pintado, con el fin de iniciar la primera elocución. Subió una pequeña escalera de madera, en medio de las caricias que su sotana ofrecía a la fresca pintura. Cuando llegó arriba, el color de las prendas que llevaba era totalmente distinto al original; tanto, que parecía haber ingresado en otra orden religiosa. Ignorante de tan cromática situación, comenzó el discurso ante las silenciosas y respetuosas risas contenidas de los allí presentes:
—Queridos hermanos, amada comunidad, estimada doña Encama Gutiérrez, hoy es un día especial para esta hermosa y afortunada ciudad. Una inmensa dicha alimenta con oro celestial las cristianas sensaciones que percibimos en nuestro corazón. Ya lo decía Noé al recibir a las distintas especies de animales, reunidas con encomiable esfuerzo: «Subid, hijos. Subid a mi arca de la salvación. ¡Eh…! Tú también, jirafa de largo cuello. Ven. No temas nada. Porque tienes el mismo derecho a ser acogida. Sigue la senda que el Señor ha elegido para cada especie.» Y es que lo seres vivos debemos compartir esos grandes momentos de elevación espiritual; ya seamos clérigos o seglares, trabajadores o empresarios, brillantes corruptos o simples sufridores a final de mes. Solo la serpiente del mal debe despertar en nosotros desconfianza y desprecio, condenada a arrastrarse por el polvo; disfrazada de inofensiva anciana para ofrecer la manzana ponzoñosa a la inocente Blancanieves y arrebatarle toda esperanza de un paraíso eterno...»
Al oír estas palabras, el obispo mostró su extrañeza en voz baja:
—¡Qué curioso! Yo he leído el Antiguo Testamento muchas veces, y no recuerdo haber encontrado ninguna referencia de esa Blancanieves. Quizá se me haya pasado por alto.
Leído su discurso, el párroco descendió del púlpito y se encaminó hacia el altar. Desde allí hizo una señal a los gaiteros, traídos para la ocasión, quienes se dispusieron a soplar las gaitas con los ojos dirigidos hacia las curvas de una tal Rosita, a la que rodeaban con voluptuosa unción. Se trataba de una bella muchacha, nombrada Miss Beata Joven; no solo por sus gracias naturales, sino como premio por haber llegado virgen a tan tierna edad. Ella llevaba un letrero sujeto a la espalda que rezaba así: Mariscos Fonte Deumo —una de las firmas patrocinadoras del evento—. Sujetaba con la mano izquierda una bandeja de plata, repleta de mariscada fresca y Ribeiro traídos como ofrenda; con la derecha, espantaba a los moscones que se acercaban más de la cuenta.
El obispo, el alcalde, los monaguillos y doña Encama Gutiérrez se aproximaron también al altar.
El escaso incienso que quedaba apenas pudo envolver tanta vianda, pero eso fue suficiente para otorgar más solemnidad al acto. El obispo bendijo estos alimentos recién traídos del mar, con un ojo puesto en una almeja y el otro en las olas montañosas que se adivinaban bajo el escote de la joven virgen. Así se inició de forma oficial la breve comilona, salpicada por los pequeños roces de pintura; el párroco se servía la gamba que acababa de elegir, como si de un petrolero encallado se tratara. El público los observaba con cierta extrañeza al comprobar con qué rapidez se devoraba el marisco, sin que la homenajeada tuviera casi opción a probar un triste percebe.
El obispo apuró la última langosta en medio de un profundo silencio. Caminó hacia el pulpito oliendo a ría y Ribeiro, pero con esa conciencia tranquila que producen las honorables digestiones por causas tan hermosas como esta. Las demás personalidades y los monaguillos regresaron entonces a los respectivos asientos. Miss Beata Joven, por su parte, se marchó con la bandeja vacía, destituida de forma repentina de tal título, aunque sin descubrirse al causante.
Transcurrieron unos segundos de calma, solo interrumpida por el taconeo que ocasionaban los zapatos de la mujer del alcalde. El obispo se encontraba ya junto a la escalerilla del púlpito, y emitía algún que otro gas íntimo no apreciado todavía por el gran público. Se vio obligado a pedir un vaso de agua con bicarbonato para hacer más llevadero el arduo trabajo desarrollado por el estómago. Después de beber la curativa mezcla, reanudó la marcha algo más aliviado y subió despacio los peldaños con la intención de iniciar el correspondiente discurso. Como la pintura del púlpito seguía fresca, las blancas y solemnes vestiduras que llevaba se llevaban también la acaricia de la vieja y húmeda madera; privada esta de seguras carcajadas por no tratarse de un ser vivo. A simple vista daba la sensación de que tanto el obispo como el párroco poseían, a partir de entonces, similar autoridad eclesiástica; como si ambos hubieran venido de limpiar las costas de chapapote.
Llegó por fin a lo alto del púlpito, y no tardó en mostrar las artes oratorias:
—Feligreses, ciudadanos, es para mí un honor encontrarme hoy aquí, en esta bella iglesia gótica...
De repente, se oyó una voz anónima:
—¡Señor Obispo, la iglesia no es gótica! ¡Es románica!
El público intervino entonces de forma espontánea, casi al unísono:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Es románica!
Monseñor inició de nuevo el discurso:
—Feligreses, ciudadanos, es para mí un honor encontrarme hoy aquí, en esta bella iglesia románica; lugar elegido para homenajear a doña Encarna Gutiérrez, insigne dama con voluntad de hierro y trasero blando...
Coincidiendo con la inoportuna mala pasada del subconsciente, el obispo tuvo que interrumpir otra vez tan breve y accidentada elocución. La cadena televisiva TPV debía incluir justo en esos instantes un anuncio sobre una importante marca de armamentos. El presidente y mayor accionista era un magnate que comenzó sus andaduras vendiendo tirachinas en un puesto del mercado principal de la ciudad, cuando todavía iba al colegio.
Una vez concluido el espacio publicitario se reanudó la ceremonia; aunque con tanta interrupción el obispo no se acordaba ya del contenido del discurso; sencillamente se había quedado su mente en blanco —ahora que lucía una casulla más negra que nunca—. Se vio obligado a bajar del púlpito, volver a su «no asiento» y permanecer de pie, casi sin haber hablado; todo ello tras seguir los consejos del asesor personal de imagen, mediante señas dibujadas a distancia.
La misa debía seguir el curso normal y se anunció la lectura de los Evangelios, acto del que se iba a encargar un conocido tenor de la ciudad. Pero a causa de una inesperada ronquera matutina, había sido sustituido por un mendigo, rescatado y liberado de su pedigüeña actividad dos horas antes, en las mismas escaleras de entrada al templo. Ante la imposibilidad de mostrar al indigente, tal como era él, los organizadores del evento se vieron obligados a cambiar con urgencia su imagen: darle un reconfortante y clandestino baño, vestirle con un bonito traje de rayas, tan amablemente cedido por el célebre diseñador italiano Nicola Laconi Colan, y enseñarle a leer las Sagradas Escrituras, de forma rápida. La brutal transformación del mendigo propició, así, una actuación brillante que arrancó los aplausos de la concurrencia...
Después de la mencionada lectura —que había durado media hora; segundo más, segundo menos—, surgió de un lugar, quizá celestial, una solemne y contrapuntística música de órgano. Sus múltiples notas representaban la elevación espiritual; ignorada por oídos privados de emociones artísticas, y confundida en los concilios por manos que siempre creyeron cambiar voluntades divinas mediante normas terrenas. Las sublimes notas cesaron, solapadas por un emotivo silencio: eran momentos de reflexión y recogimiento. Aunque la meditación general se relacionaba con la elevación interior de los abrigos de pieles si el pensamiento era femenino, o sobre la belleza exterior de sus vecinas de asiento si tenía carácter masculino.
Transcurrido el devoto silencio, el párroco se dirigió de nuevo hacia el altar. Desde allí invitó a los feligreses a obrar siempre bien ante sus semejantes. Ello hizo que alguien se confundiera en la acepción de este verbo y que liberara el vientre en lugar tan poco apropiado ―esa persona resultó ser el obispo, que no acabó de recuperarse del todo; pero eso no se lo digáis a nadie; es un secreto―. El olor pestilente, a almeja descompuesta, produjo tanto malestar entre el público presente que los monaguillos se vieron obligados a mover con gran impulso los incensarios, aprovisionados de forma urgente con mirra.
Ya recuperada la normalidad ―gracias a las rogativas de unas monjas y a unos ventiladores conectados para semejante situación―, el párroco exclamó con firmeza, mientras mantenía todavía oculta su nariz con un pañuelo:
—Gentes de bien. El Verbo no debe confundirse. Es único y sagrado. En él tenemos que fijamos y aferramos, como siervos que somos, para que cuando llegue el día del juicio final podamos, por fin, disfrutar del pulcro e inmaculado aroma celestial...
El silencio volvió a apoderarse del lugar; nadie decía nada, ni se movía de sus asientos. Podía intuirse que el momento crucial de la ceremonia se acercaba, pero había que mantener de forma estratégica el suspense durante un cierto tiempo. En muchos hogares y bares aparecieron, superpuestos en las pantallas de televisión, varios números de teléfono para que los expectantes telespectadores participaran en el sorteo que patrocinaba una importante constructora del país —por cierto, varios altos cargos de dicha sociedad, junto con algunos ediles, se fugaron días más tarde al extranjero, en situación de busca y captura—. Se trataba de adivinar entre varias opciones cómo iba a finalizar el evento; todo pensado para hombres y lesbianas, pues el premio principal consistía en una cena íntima con doña Encarna en una urbanización junto al mar.
Concluido dicho sorteo, el párroco se reunió con el obispo y los monaguillos. Había llegado la hora de que doña Encama se encaminara hacia el altar, por segunda y definitiva vez: debía celebrarse la Salvum Doña Encamis Llamadis. Las lágrimas de emoción y agradecimiento de tan emblemática mujer fluyeron por sus mejillas y maquillajes, hasta penetrar incluso en la duodécima capa de crema interpuesta: capaz de rebajar veinte años la edad de cualquier distinguida señora ―las menos pudientes solo podían quitarse un lustro de encima, al ser el lustre de sus potingues de peor calidad.
Resulta cierto que lo ficticio y engañoso tiene un precio que a menudo se debe pagar; como en esta ocasión, después de que doña Encama Gutiérrez, la homenajeada y admirada dama, tuviera a bien moverse. Mientras el obispo y el párroco realizaban un breve desplazamiento de brazos para recibirla de forma más ceremoniosa, ella tropezó con un pequeño peldaño de piedra. Terminó en el suelo, agachada, con las gafas oscuras rodando escalones abajo, y con el peinado separado de la cabeza: una peluca rubia utilizada como disfraz. Así quedó su verdadero aspecto al descubierto ante el asombro e indignación general. No era ya esa dama, merecedora de los mayores honores por la gran labor social; por una obra salvadora que nadie había visto de cerca, pero que todo el mundo conocía de referencias. Sin la coraza occidental, aquella china anónima, símbolo del fraude, se había delatado. Por supuesto, las reacciones no se hicieron esperar:
—¡Esta mujer es una impostora!
—¡Señor Alcalde!, ¿dónde está la verdadera doña Encama?
—¿Acaso no existe?
—Si ella no es real, ¿qué ha pasado con esas obras tan benefactoras para la ciudad? ¿Tampoco existen?
—¡Hemos sido engañados!
—¡Vaya comedia habéis montado!
—¡Desvergonzados!...
El alcalde se mostró muy nervioso delante de tan comprometedora situación. La tensión llegó a tal punto que hasta su esposa se vio obligada a esconder la lima para uñas, comprada para este gran día —hubiera sido una imprudencia perfilar sus garras color fucsia ante semejante panorama.
Varias personas se abalanzaron sobre la china con intenciones poco amistosas, hasta ocasionarle diversas magulladuras y lesiones óseas generales. La policía tuvo que actuar a tiempo para evitar males mayores, aunque tardó dos días en llegar al lugar de los hechos.
Cuando el alcalde comprobó la suerte que había corrido la ficticia doña Encarna, subió raudo al púlpito para refugiarse de posibles embestidas. Aunque seguía escuchando las quejas de los alborotadores, sabía que estaba más seguro en esa especie de sagrado refugio, ahora sin rastro alguno de pintura; claro está, con la incomodidad de compartir de forma inesperada tal fortaleza con otros dos personajes repletos de instinto de conservación: el párroco y el obispo.
—¡Atención! ¡Silencio, por favor! —balbuceaba el alcalde—. ¡Oídme, os lo ruego! —sacó por fin fuerzas para dirigirse a la iracunda concurrencia—. Ya sé que os sentís algo decepcionados y engañados por la forma de producirse los acontecimientos. No puedo negar que todo aparenta ser un fraude, cuidadosamente planeado para dar una imagen falsa, causa de ilusorias expectativas y frustraciones reales. Pero yo os aseguro que esto no es así. Mirad… Las cosas no toman siempre el rumbo deseado por nosotros. El que doña Encarna se haya desvanecido, como producto de una lamentable confusión, no debe provocaros el desánimo. Si la ciudad no ha recibido esas mejoras, se debe a que todavía no ha llegado el momento propicio. Esperad, fieles ciudadanos, sin decaer en el desánimo. Ved en esto un simple anuncio de lo que pronto va a suceder. Vosotros, a pesar de todo, tenéis que mantener la fe en mí. Porque si seguís apoyando a vuestro alcalde, os veréis algún día por fin recompensados; quizá después de las próximas elecciones municipales. Y como fruto de esa confianza, obtendréis un entorno mucho más habitable; aunque para ello sea necesario inventarse otra nueva doña Encarna Gutiérrez. No os dejéis llevar por aparentes frustraciones, ni por inexistentes fracasos. Elevad, pues, vuestros ánimos y votadme, queridos feligreses, ya que unidos conseguiremos nuestros objetivos...
Todo transcurrió muy deprisa. Pareció el pequeño e improvisado discurso dar los resultados que el alcalde deseaba. Las muestras de hostilidad se tornaron en pruebas de repentina expectación por parte del público:
—De acuerdo, alcalde, confiamos en ti.
—Por favor, danos una verdadera doña Encama.
—Sí. Hay que confiar en nuestros representantes.
—¡Sí! ¡Sí!
—Alcalde, ahora que nos ve todo el país, anuncia tu candidatura para presidente del Gobierno. ¡La nación te necesita!
—¡Vamos! ¡Vamos!
El júbilo provocó que el afortunado político saludara a la concurrencia con esa alegría infantil, inocente y algo traviesa, de quien recibe un premio por una buena obra no efectuada. Se había demostrado a sí mismo que no había perdido sus artes de convicción ante una masa, ahora entusiasta.
Nada más recobrarse la calma, el obispo leyó desde el púlpito algunas oraciones tras abrir un misal. Lo sujetaba el párroco, que hacía las veces de atril de carne y hueso. Ya nadie sabía quién era quién, bajo las vestimentas teñidas; y a fe que dichos momentos adquirían una trascendencia sin precedentes, pues se estaban consolidando las bases de la que sería en un futuro cercano la gran orden religiosa de los Hermanos del Hábito Negro. En la actualidad hay que reseñar el incalculable valor de sus misiones y la destacada labor educativa que desarrollan en favor de los esquimales; todo gracias al contraste instructivo que forman sus hábitos con la blanca nieve.
Tras la lectura de la oración final, los allí asistentes se dieron la mano en señal de confraternidad, inducidos por la sinceridad que requería la ocasión. Los monaguillos agitaron sus incensarios con nuevos bríos, extendiendo el incienso de aroma puro, como sí las narices de quienes lo percibían fueran merecedoras de ello. Entonces, se dio por concluida la ceremonia con puntualidad británica; un brillante broche final en una celebración infructuosa.
A pesar de que el público se veía privado de su homenajeada, empezó a desfilar con rostros de ilusión renovada hacia la puerta principal. Unos murmuraban; otros caminaban en silencio, sin dejar de pensar en esa inexistente señora. Como les venía de paso, era momento de recoger los correspondientes teléfonos móviles; los alineados junto a la alfombra alargada y roja.
Una hora más tarde, la iglesia estaba casi vacía. Solamente dos personas se encontraban en el interior: la maltrecha china, que se recuperaba del susto recibido, y el obispo. Este volvía a darle palmaditas en el trasero, creyendo que todavía debía seguirse el protocolo e ignorando la verdadera personalidad del falso personaje.
El alcalde, su esposa —que se limaba otra vez las uñas—, el párroco y los monaguillos —con las postreras sacudidas de incienso—, disfrutaban del tapeo que varías tascas del centro de la ciudad les ofrecían.
Mientras tanto, el mendigo, al cual habían ataviado de forma tan eficiente, volvía a su andrajosa realidad con los harapos de siempre en la puerta del templo. Ya todo había pasado y no se corría el riesgo de que estropeara la buena imagen pública del evento. Apenas le quedaba un rayo de esperanza: que doña Encarna Gutiérrez fuera algún día real para él.