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ANTONIO LUDOVICO, guitarrista de vocación, estaba a punto de dar el primer gran concierto de su vida ante un público numeroso e influyente. En realidad, para hacer honor a la verdad, tan solo había actuado hasta la fecha en una ocasión ante tío Alfredo, su hermano Pedro Ludovico y un íntimo amigo llamado Adrián —a quien había conocido gracias a internet—. Hubo, además, una presencia de excepción: mamá Filomena, su madre; mujer sorda donde las haya, que iba y venía de la habitación al salón mientras rezaba las habituales Novenas en voz alta, ajena a los quejidos de los vecinos. He de señalar que tal sordera ya la privó en los años mozos de oír los típicos piropos que a menudo recibía entonces por su buena figura; cosa de agradecer, pues eran algo subidos de tono.
El músico en ciernes se sentía respaldado por las personas más allegadas. Mamá Filomena, a pesar de la sordera, siempre le había animado a dedicarse a la música. Pero fue tío Alfredo quien se mostró especialmente sorprendido al contemplar la ágil forma que tenía el sobrino de mover los dedos, yendo de traste en traste sin cesar. A partir de entonces, le ofreció su inestimable apoyo en busca de un objetivo: obtener el bien del joven y, sobre todo, el suyo propio. Se convirtió en mecenas y organizó la gran actuación, bajo el precepto de que nadie presenciara los ensayos —aunque ya sabemos que con mamá Filomena eso daba lo mismo.
Era tío Alfredo una persona bastante conocida e influyente, tanto en ambientes políticos como financieros —sobre todo bursátiles—, y cualquier fiesta social que se preciara debía contar con su estimable presencia. Por eso, no dudó del propio carisma para reunir gentes de alta alcurnia —y de otras alcurnias— para llenar el escenario donde tenía que celebrarse ese primer concierto. Como quien más quien menos estaba en deuda con él por algún favor recibido, o buscaba un posible y futuro provecho, nadie dudó en satisfacer tal propuesta. Además, la entrada para el concierto costaba doscientos euros, y por ese precio a cualquiera que perteneciera a semejante condición social se le iba a decapitar. Mención especial merece el director del Teatro Nacional de Música y Escenas —lugar del evento cultural—, que le ofreció sus instalaciones y estrecha colaboración como agradecimiento anticipado por cierta información secreta y privilegiada, relacionada con la bolsa...
Aquel día, grande para Antonio Ludovico, había sido en cuestión de meteoros agradable durante las horas previas; con un hermoso sol, cálido y radiante, brillando a sus anchas por encima de una densa capa de nubes. Al aproximarse la hora del concierto, ya al anochecer, el cielo se mostró aún más generoso, hasta quedarse bien raso. Lástima que tal generosidad se manifestara tan tarde, cuando, en vez del oculto astro rey, lo que caía era una señora helada, entre débil y moderada. Para entonces, un gran número de personas se agolpaba fuera del teatro —por una vez, pasaba frío en sus vidas—, mientras esperaban el momento de entrar, en un desfile nocturno de trajes alquilados, pieles y permanentes recién estrenadas. Pero las puertas del teatro no tardaron en abrirse, y la corriente de piernas movientes inició el pertinente desfile por los pasillos, adornados con retratos de célebres actores y cantantes de ópera.
Mientras el público se acomodaba, podía verse una variada muestra de arquetipos humanos, entremezclados, que formaban un curioso cóctel, desde el patio de butacas hasta el palco de personalidades. Unos eran conocidos políticos, empresarios, artistas y gentes del mundo de la farándula; otros, más desconocidos, intentaban ocupar un puesto privilegiado en esa carrera natural del hombre, llena de apariencias, hacia la meta del protagonismo. Es justo mencionar a quienes tan solo deseaban escuchar música de guitarra, aunque en esta ocasión fuera interpretada por un valor desconocido hasta la fecha, pues esos eran los verdaderos entendidos en la materia. La gente modesta y del tercer mundo estaba también representada —gracias a la acción social de una ONG— por Alberto Díaz Sintecho, a quien se le tenía reservada una baldosa del suelo; desde allí podría recoger las palomitas de maíz que cayeran por la torpeza de alguna mano situada en los palcos.
Antonio Ludovico llegó a la plaza donde estaba ubicado el teatro, acompañado de los familiares y de su amigo Adrián:
—¡Antoñito..., mira! ¡Ahí! Ese teatro tan grande será testigo de tu primer triunfo —le dijo tío Alfredo con voz animosa.
—¡Ah! ¿Es aquí donde voy a tocar? —preguntó distraído el joven, mientras portaba una funda de guitarra.
—¡Pues claro que sí! Y ahora dime, ¿qué te parece?
—Es…es… muy bonito. Te agradezco toda la ayuda que me ofreces, tío Alfredo. Quiero hacerlo muy bien, pero estoy tan nervioso.
—¡Nada! Eso es normal. Todos los artistas pasan por ello. En cuanto te subas al escenario, los nervios desaparecerán.
—¡Venga, amigo! ¡Tienes que ir a por todas! Estoy seguro de que lo harás muy bien —exclamó Adrián.
Antonio Ludovico suspiró con profundidad. Luego se dirigió a su querida madre, con un mohín de contrariedad:
—¡Cómo me sudan las manos! Necesito algo para secármelas.
—Hay que evitar que se mojen —le advirtió ella, tras leerle los labios—. Con tanto frío como hace te puedes resfriar. Toma este pañuelo, hijo; era de tu padre. Lo guardo desde hace muchos años. Hacía tiempo que deseaba regalártelo, y este es el momento más indicado.
—¡Gracias, mamá! Pero… ¿qué son esas partículas verdosas? Parecen costras.
—Mira, hijo. Para que te voy a engañar. Durante sus últimos días, papá andaba algo acatarrado y utilizaba el pañuelo a cada momento. Después, al morir, quise conservarlo tal como lo dejó. Ahora, Antoñito, te ruego que lo utilices para quitarte el sudor, sin asco alguno. No ves que los mocos se han secado con el paso del tiempo. Es una reliquia que has de conservar con cariño.
Antonio Ludovico se secó las manos con gestos de grima en la cara y la dificultad añadida de sujetar al mismo tiempo la funda. Después guardó el pañuelo, casi sin mirarlo.
—Bien. Ahora, venid por aquí —ordenó tío Alfredo, mientras consultaba el reloj.
Estaban a punto de entrar por la puerta lateral, la reservada a artistas y acompañantes. Fue entonces cuando tío Alfredo dibujó un mohín escudriñador.
—¿Qué ocurre, tío? —le preguntó Antonio Ludovico.
—A ver, la funda...
La abrió despacio; y al comprobar que sus temores eran fundados, dio un manotazo sobre el hueco vacío.
—¡Mierda! ¿Por qué diablos no lo comprobé?
—¿Nos hemos dejado la guitarra en casa? —preguntó absorto Antonio Ludovico.
—¡Cielos, Antoñito! ¿Es que no te diste cuenta al llevar el estuche?
—No, tío Alfredo.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Pedro Ludovico.
Tras unos segundos de nervios e indecisión, este señaló un letrero luminoso situado en la misma plaza, justo enfrente del teatro.
—¡Mirad! Allí venden guitarras.
—¡Sí! Ahora que recuerdo —enfatizó Adrián—, es una de las mejores tiendas de la ciudad.
—Ya las veo, a lo lejos… ¡Pero si son parecidas a la mía! —celebró Antonio Ludovico.
—¡Estamos salvados! —suspiró tío Alfredo—. Menos mal que me he traído las tarjetas de crédito… He de ir antes de que cierren. Conseguiré una buena guitarra, aunque sea a precio del mejor violín.
—¡Violín! ¡Si yo no sé tocar el violín! ¡Yo quiero una guitarra! —objetó Antonio Ludovico.
—¡Tranquilo! Lo del violín era simplemente una expresión —intervino Adrián para calmar a su amigo.
—¡Pues claro! Venga… Ahora debemos apresurarnos. Me voy a llevar la funda —dijo tío Alfredo.
—Si quiere, yo le acompaño —sugirió Adrián—. Tengo alguna idea en cuestión de marcas.
—Muy bien. —Tío Alfredo le pasó el estuche. Luego se dirigió a los demás—: Vosotros entrad en el teatro y decid que venís de mi parte. —Dibujó un gesto rápido a Pedro Ludovico—: En la entrada, junto al mostrador, debe de esperarnos ya el director o alguien de su equipo.
—No tardéis, Alfredo —mamá Filomena juntaba las palmas de las manos.
—No, tío, porque pronto va a comenzar mi concierto y no llegaríais a tiempo de verme empezar —se mostraba Antonio Ludovico preocupado.
—¡Antoñito, sin guitarra no puede haber concierto! —profirió su hermano Pedro.
—¡Oh! Tienes razón —asentía aquel, moviendo la cabeza.
—Enseguida venimos —respondió tío Alfredo.
Mientras entraban en el teatro, mamá Filomena rodeó con los brazos al artista.
—Querido Antoñito, cariño, debes aprovechar esta oportunidad que se te ha presentado. Y no lo olvides: has de rasguear la guitarra con decisión, pero sin arrancar las cuerdas; ya te sucedió una vez; las vi rotas cuando pasaba el Rosario.
Mamá Filomena no había terminado de hablar cuando su hijo se había adelantado unos pasos. Tenía la mirada fijada en una señora de la limpieza que recogía ya los utensilios de trabajo:
—Mire, soy el guitarrista y vengo recomendado por tío Alfredo.
—¿Qué…? Ni sé quién es tío Alfredo, ni me importa si usted es guitarrista o alfarero. Me parece que se ha equivocado de persona.
—¡No, hombre! ¡Déjame a mí! Es ahí… —intervino Pedro Ludovico, que se aproximó a dos hombres que revisaban unas fichas—. Disculpen… ¿El director…?
—Vienen de parte de Alfredo, ¿verdad? —preguntó uno de ellos.
—Sí.
—¡Muy bien! ¿Y mi amigo…?
—Ahora mismo vendrá.
—Don Alfredo es mi tío, y yo el guitarrista —dijo Antonio Ludovico.
—¡Estupendo! —el director lo observaba, sonriente. Después señaló al otro hombre—: Mientras llega, este señor les guiará para que puedan acomodarse. Se llama Jaime…
Poco después se encaminaban hacia los camerinos, con paso apresurado.
—Este teatro es bastante grande —observó Pedro Ludovico para romper el hielo.
—Sí. Grande y, al mismo tiempo, acogedor. Ya verán qué maravilla de escenario tenemos.
—¿Sabe una cosa, señor? Me están comprando una guitarra —confesó Antonio Ludovico.
—¿Qué…?
Pedro Ludovico tuvo que intervenir a tiempo:
—¡No! ¡No tiene importancia! Es que mi hermano utiliza, a veces, frases curiosas. Lo hace para concentrarse...
Habían avanzado un poco más, cuando todos se detuvieron y rodearon a mamá Filomena.
—¡La pierna!¡Vuelve a dolerme! —bramaba ella.
—Si lo desea puedo acompañarla hasta el palco. Allí podrá esperar sentada a sus familiares —sugirió Jaime.
—Sí, mamá —Pedro Ludovico secundaba la idea—. Este señor te conducirá hasta tu butaca; nosotros iremos después.
Mamá Filomena, que seguía leyendo en los labios, asintió:
—Muy amable de su parte. No sabe cuánto se lo agradezco... Hijos, yo os esperaré allí. Y tú, Antoñito, recuerda que papá estará protegiéndote desde el cielo. Por eso has de ir con decisión y quedarte con el público.
—Descuida, mami. Te haré caso y me quedaré con el público; no lo dejaré solo.
Jaime les indicó que el camerino quedaba dos pasillos a la derecha; y también, el número de puerta correspondiente.
Los dos hermanos ya esperaban allí dentro. Transcurridos unos minutos, la puerta se abrió. Aparecieron el director, tío Alfredo y Adrián, que portaba la funda con la nueva guitarra.
—Jacinto, te presento a mis dos sobrinos: Antonio y Pedro; aunque los hayas visto antes… —dijo tío Alfredo.
—Sí… ¡Me ha encantado conocerlos! —Puso una mano sobre el hombro de Antonio Ludovico—. Así que tú eres el protagonista de la noche. —El director miró de reojo a Alfredo—. Alguien me ha contado maravillas de ti... Aunque tu tío no tenga mucha idea de música, posee un gran corazón; y sabe, además, cuando algo va a funcionar. Por eso no he dudado en ofrecerle mi teatro.
—¿Su teatro? ¿Lo ha comprado usted? —se extrañó Antonio Ludovico.
—Mi sobrino, aparte de artista, demuestra ser bastante ocurrente.
—¡Eso está muy bien! ¡Ya lo creo! —celebró Jacinto Cascanueces.
—Por cierto… Hablando, hablando, no te hemos enseñado la guitarra, Antoñito —enfatizó tío Alfredo, antes de dirigirse al director—: He querido que en su debut tuviera un nuevo instrumento. Él se lo merece.
—¡Oh! ¡Qué maravilla! —mostró Antonio Ludovico su alegría.
—¡Pero muchacho, si lo único que has visto es la funda, y ya la conoces! ¡Lo dicho, siempre tan ocurrente!
—¡Venga! ¡Ábrela! —Adrián le animaba.
La tapa se alzó, impulsada por unas inquietas manos.
—¡Es preciosa!... —indicó Antonio Ludovico, emocionado—. Además, os la han vendido con las cuerdas puestas…
Sin apenas percatarse de las peculiares palabras del sobrino, dejó escapar una mueca de extrañeza.
—¿Y vuestra madre?
—Un señor la ha conducido hasta el palco para que pudiera sentarse. Ya sabes... La pierna empezaba a dolerle —respondió Pedro Ludovico.
—¡Ay! ¡Esa dichosa pierna!
—Se trata del palco central —intervino el director—. Es allí donde tenéis las butacas reservadas. —Consultó el reloj—. Bueno. Voy a comprobar que todo marche bien... ¡Ah! Tienes el programa del repertorio, ¿verdad?
—Sí —contestó tío Alfredo—. Ahora se lo daré a mi sobrino, con las instrucciones pertinentes.
—Es importante que ejecute las piezas tal como están aquí indicadas —recordó el director.
Antonio Ludovico, que había contemplado todo este tiempo la nueva guitarra, siempre bajo las atentas miradas de su hermano y de Adrián, se sorprendió al escuchar las últimas palabras:
—¡Ejecutar las piezas! ¡No! ¡No puedo ejecutarlas! ¡Me opongo! ¡Estoy contra la pena de muerte!
—¡Ja, ja, ja! ¡Qué simpático eres! —las risas del director revolotearon por el camerino.
—Hermano, lo que quiere decir es que interpretes las piezas según lo indicado en el programa —intervino Pedro Ludovico de forma disimulada.
—Os dejo… Muchacho, que tengas mucha suerte —el director daba otra palmadita en el hombro a Antonio Ludovico.
Tío Alfredo acompañó unos pasos a Jacinto Cascanueces y le dedicó una mueca de complicidad.
—En unos instantes estoy contigo.
El director salió del camerino en busca de los técnicos de luz y sonido. A tío Alfredo le llegó el momento de dar las pertinentes instrucciones al sobrino:
—Aquí lo tienes —le entregó el folleto del programa—. Podrás apoyarlo en un atril, colocado de forma conveniente en el escenario. Por supuesto, hemos incluido las piezas que tú dominas más.
—A ver... —examinaba Antonio Ludovico el programa mientras su hermano le sujetaba la guitarra—: Romance anónimo... Es raro que no hayan puesto el nombre del compositor.
—¡Por eso es anónimo, hombre! —exclamó su amigo.
—¡Ah! ¡Claro!
Tío Alfredo hizo una señal a su protegido para apartarle de Pedro Ludovico y Adrián, quienes se abstrajeron de la situación mientras hablaban entre ellos.
—Ven, Antoñito… Se echa la hora encima y no podemos ya perder más tiempo. Vamos a repasar por última vez todas las indicaciones, que espero sigas al pie de la letra. Escúchame con atención, y no te olvides de lo que voy a decirte…Empezaremos con la manera correcta de entrar en el escenario; recuerda: caminarás despacio, pero con firmeza, sujetando bien la guitarra para que no se te caiga. Te detendrás al lado de un taburete y saludarás a los presentes con una leve inclinación del cuerpo hacia delante. Después te sentarás de forma adecuada, muy… muy concentrado. Se apagarán las luces y aparecerá un foco blanco. Tras unos segundos de espera, realizarás un leve movimiento de cabeza; ya sabes… —tío Alfredo imitó el movimiento de forma discreta—. Será entonces el momento de tocar la primera nota.
—Sí, tío.
—Una vez que hayas pulsado esa nota, moverás los dedos sin cesar, como tú sabes, hasta que la pieza finalice, tratando de no añadir más negras o corcheas de las necesarias.
—Sí, tío.
—Al terminar, volverás a saludar al público; aunque ahora de forma breve y sin levantarte del asiento; eso has de tenerlo muy en cuenta... Luego repetirás los mismos pasos con la segunda pieza. Así, sucesivamente, hasta llegar al intermedio; momento bien señalado en este programa… ¿Lo ves?... —Esperó a que su sobrino asintiera—. Entonces te levantarás y, después de un escueto gesto dirigido a los espectadores, saldrás del escenario.
—De acuerdo, tío.
—Pasados quince minutos, regresarás a escena. Comenzarás la segunda parte, y tu actuación en cuanto a movimiento de manos y saludos será exactamente igual a lo indicado antes; así hasta la última obra. Entonces, al finalizar el concierto, el saludo dirigido hacia el público será más duradero, y lo mantendrás hasta que los aplausos decrezcan en intensidad. ¿Has comprendido?
—¡Claro que sí, tío!
Tío Alfredo elevó un poco el tono de voz y se dirigió ya a todos:
—Bien, muchachos... No cabe duda de que nuestro Antoñito ha salido ganado con esta guitarra.
—Sí —afirmó Pedro Ludovico—. Pero, ahora que lo dices…, hay una cuerda que no parece estar muy tensada.
En efecto, así es. Los dependientes de la tienda me ofrecían la tarifa A, cuyo precio me parecía abusivo; una cosa es gastar lo que sea, otra que a uno lo tomen por tonto. Opté al final por la Cinco Mini Star Reducida, que daba derecho al instrumento, aunque solo me la entregaron con cinco cuerdas afinadas...
La conversación se interrumpió. Sonaba el teléfono móvil de tío Alfredo:
—Disculpadme un momento… Diga…
Se distanció para atender la llamada. Entonces Pedro Ludovico se dirigió a su hermano:
—Antoñito, para adelantar…, puedes coger si quieres la guitarra y tensar la cuerda que falta por afinar.
Antonio Ludovico hizo caso a su hermano y agarró de nuevo el instrumento. Anunció después en voz alta los pasos que iba dando mientras intentaba afinarlo:
—A ver... Una vuelta... Dos vueltas... Tres vueltas... Diez vueltas...
Tío Alfredo finalizó la conversación telefónica. Y se le desencajó el rostro al comprobar que el sobrino manipulaba la clavija.
—¡Para, Antoñito!
Pero ya era tarde. Llegó el momento en que la cuerda no pudo más. ¡Pa Ta Plaff!
—¡Hermano, la has roto!
—¡Antoñito!, ¿qué has hecho? —espetó tío Alfredo. Aunque, después de la primera impresión, serenó el tono de la voz—: Bueno... Qué se le va a hacer. En realidad, una cuerda más o menos apenas se nota. Después de todo no es la primera vez; el otro día en mi casa ya ensayó en condiciones parecidas, pues había roto alguna cuerda, y no se notó la diferencia.
—¿De veras? —preguntó Pedro Ludovico sorprendido.
—En cualquier caso, si la cuerda está rota deberemos quitarla. Haría mal efecto que Antoñito saliera al escenario con ella colgando —sugirió Adrián.
—¿Con ella colgando…? ¡Pero si soy muy vergonzoso!
—Amigo, me refería a la cuerda rota de la guitarra.
—¡Uf! La verdad; para nada me gustaría tocar con los pantalones bajados.
—No podemos perdernos más en divagaciones —indicó tío Alfredo—. Será mejor que la quitéis. Yo ahora me voy un momento; tengo que ver de nuevo al director. ¡Ah!... Que no se acerque Antoñito a la guitarra bajo ningún concepto. No le dejéis ensayar. Sería contraproducente —advirtió tío Alfredo—. Simplemente que mueva los dedos al aire, para ejercitarlos.
—Muy bien, tío —respondió Pedro Ludovico.
—Esperadme. No tardaré...
Mientras Adrián y Pedro Ludovico quitaban la cuerda de la guitarra, el músico vio un teléfono móvil y una hoja en el suelo, junto a la entrada del camerino. Sin mediar palabra alguna, los recogió y guardó con el fin de dárselas después a su tío.
En otro lugar del teatro había llegado el momento de atar cabos:
—Alfredo, todo está en orden.
—Perfecto.
—Ya se ha conectado el tocadiscos a los altavoces, y estos se encuentran bien camuflados, cerca de la posición en donde tu sobrino va a sentarse.
—¡Pobre Antoñito! Ahí lo tenemos, en el camerino, tan convencido de que es un gran guitarrista; de que él produce esa música. Como sabemos, el problema radica en que nadie descubra que el sonido se va a originar en el disco de Andrés Segovia que te di.
—Sí. Confiemos en que los técnicos se encarguen de que nada falle.
—Lo que más temo es el comportamiento de mi sobrino en el escenario; por su reacción entre pieza y pieza. Cualquier fallo o imprevisto sería terrible.
—¡Con lo que ha costado engañar a tu familia!...
Jacinto Cascanueces recordaba la conversación, producida días antes:
«Ya ves… —le decía entonces tío Alfredo—. En la prueba que he hecho hoy en casa, ante mi otro sobrino y un amigo de él, nadie se ha dado cuenta de la artimaña; aunque he tenido que dejar todo bajo la penumbra, con el pretexto de que la ambientación se debía ensayar en otra ocasión. Claro que solo ha tocado una pieza; no quería arriesgar demasiado… —Reía de forma contenida—. Aun sabiendo lo peculiar que es, todos creen que él es un gran intérprete... Desde un principio he evitado que tuviera la guitarra a su alcance. ¡Como para que le vieran ensayar!»
«Por supuesto —respondía el director—. En cuanto al foco blanco del escenario, no te preocupes. En el teatro habrá suficiente distancia; aunque los técnicos no deberán descuidar los detalles. Tu sobrino quedará iluminado en parte, sin que se aprecie demasiado el movimiento de sus manos... Otra cosa es que a ese pobre infeliz le dé por levantarse en plena actuación...»
Tío Alfredo retorció de repente la boca.
—¡Se me había olvidado! La guitarra tiene cinco cuerdas. El muchacho ya ha roto una, al menor descuido mío.
—¡Qué me dices! —exclamó el director.
—Como oyes. No hay tiempo para sustituirla, aunque les he hecho creer a todos que se puede tocar de esta forma; de ello está también convencido Antoñito. En cualquier caso, no creo que el público note nada.
—Eso espero. En fin… —suspiró Jacinto Cascanueces—. Solo nos queda rezar y esperar que todo salga bien; ahora que el teatro está lleno de público.
—La verdad es que estoy algo nervioso. Espero no arrepentirme de esto.
—Ni yo tampoco. Como director, me juego también la reputación.
Tras quedarse pensativo, volvió en sí y consultó el reloj.
—¡Oh! Debemos damos prisa. Se acerca la hora. Dentro de quince minutos alguien recogerá a tu sobrino para llevarlo hacia el escenario.
—De acuerdo. Iré a ver cómo se encuentra el artista.
—Toma… Aquí están indicados vuestros asientos, en el palco. Después nos vemos allí.
—Gracias, Jacinto.
Después de caminar de forma apresurada, tío Alfredo entró en el camerino.
—¡Hola, muchachos! ¿Cómo siguen esos ánimos, Antoñito? —le dio una suave colleja.
—Muy bien, tío Alfredo —respondió aquel mientras ejercitaba los dedos moviéndolos hacia arriba, como si tocara las castañuelas.
—Perfecto. —Se apartó de Antoñito—. Es momento de partir hacia el palco. No hay tiempo que perder.
—¿He de ir también yo con vosotros? —preguntó el artista.
—¡No! Tú debes quedarte aquí. Ahora vendrá un señor, que te conducirá hasta el escenario.
Adrián, al comprender que debían dejar a solas a su amigo, se acercó a él:
—Antoñito, ante todo, mantén la calma. Ya verás como todo sale bien... Te deseo mucha suerte.
—Gracias, Adrián —le respondió este con un abrazo.
—¡Ánimo y suerte! Toca como tú sabes hacerlo. Seguro que el público se rinde ante ti —intervino Pedro Ludovico.
—Gracias, hermano —repitió el gesto.
—Bien, muchacho. Como te acaban de decir, debes mostrarte tranquilo y confiar en tus posibilidades. Sobre todo, es muy importante que te acuerdes de las indicaciones que te he dado antes.
—Sí, tío. Me acuerdo perfectamente.
—Estupendo, pues… Ahora nosotros nos vamos. Y no te muevas hasta que vengan a buscarte. ¡Suerte, muchacho!
—¡A por todas, Antoñito! —le dedicó Adrián un gesto de victoria.
El músico se quedó por fin solo. Reanudó entonces los ejercicios para la puesta a punto de sus dedos, en pleno concierto improvisado de castañuelas imaginarias. Pero al realizar un movimiento con el brazo derecho, notó un bulto que se escondía en la chaqueta. Dejó los ejercicios para mejor ocasión y sacó lo que había en el bolsillo.
—¡Vaya! Se me ha olvidado darle esto a tío Alfredo. El papel...y este teléfono móvil… Es rectangular y tiene unos números a modo de teclas pegadas. Con estas características tiene que ser el suyo; de eso no cabe duda, ¡que yo me fijo en todo!
Tío Alfredo caminaba por los pasillos del teatro, algo adelantado respecto a los demás. Se encontraban ya cerca del palco.
—Adrián, ¿crees que mi hermano va a poder tocar con cinco cuerdas? —preguntó Pedro Ludovico en voz baja.
—Tu tío ha dicho que ya ensayaron de esta manera... Aunque, ahora que lo comentas, tampoco lo acabo de ver muy claro... He visto tocar la guitarra en diferentes circunstancias; pero con cinco cuerdas… nunca hasta ahora.
Llegaron al palco. Fue entonces cuando tío Alfredo miró a diestro y siniestro:
—¡No veo a mi hermana!
—¿Cómo es posible? —se preguntó Pedro Ludovico—. ¡Debería estar aquí!... Aquel señor tan amable la acompañó.
—Vosotros quedaos aquí. Yo iré en busca del director —sugirió tío Alfredo con cara de circunstancias.
En el camerino las cosas seguían su curso. Antonio Ludovico vio entrar a la persona encargada de llevarlo hasta el escenario. Condicionado por el nerviosismo en situación tan especial, metió deprisa el teléfono móvil y la nota en el bolsillo.
—Ya está todo preparado.
—Tengo que ir con usted, ¿verdad? —preguntó el joven, cauteloso.
—Así es.
Cogió la guitarra, como si la abrazara con ambos brazos, y siguió los pasos de su guía, camino hacia esa supuesta y deseada gloria…
El director vio acercarse a tío Alfredo.
—¿Qué haces aquí? Ahora iba hacia el palco… ¿Sucede algo?
—¡Mi hermana! ¡Se ha perdido!
—¡Cómo!
—¡No está en su asiento! ¡Ha desaparecido!
—¡No puedo creerlo! ¡Si la acompañaron hasta allí!... Quizás se levantó para estirar las piernas y se perdió. No sé…
—Me extraña tanto; más aun sabiendo que le dolían las piernas. Y lo peor es que esto podría perjudicar nuestro plan.
—Vamos a hacer una cosa. Tú regresa al palco; yo me encargaré de avisar al cuerpo de seguridad. También me pondré en contacto con los técnicos.
—De acuerdo. Esperaré tus noticias.
Mientras tío Alfredo regresaba al palco, el director utilizó el móvil:
—Soy Jacinto. Escuchadme con atención. El concierto se va a retrasar... Sí. Será cuestión de pocos minutos... No os preocupéis, yo ya os avisaré...
Apenas había guardado el teléfono, cuando chasqueó los dedos con semblante de preocupación.
—¡Dios! Si no lo evito ese muchacho va a presentarse ante el público ¡Por todos los cielos! ¡He de actuar con rapidez!
Por desgracia, ya era tarde para cualquier intento. El público, que llenaba el teatro, empezó a aplaudir ante la aparición del artista en el escenario. Este salió con paso solemne. Parecía una nodriza ante un bebé de carne y hueso; aunque, en aquella ocasión, la criatura fuera de madera y cinco cuerdas.
Tío Alfredo, que había regresado al palco, contempló con estupor el innovador desfile del sobrino, ajeno a cualquier demora; solo, ante tantas miradas, como un toro manso en el ruedo.
—Pero… ¿qué hace Antoñito en el escenario? —bramó.
—Tío, ¿sabes algo de mamá? —preguntó Pedro Ludovico con gesto de preocupación.
—No. El director ha iniciado su búsqueda.
—Esto me hace pasar pena... No es normal. Y, como ves, Antoñito ya está en el escenario.
—¡Encima eso!... Parece que no le han avisado a tiempo. El concierto debía retrasarse.
—¡Mirad cómo sujeta la guitarra mi hermano!
—¡Amigo, no te muestres tan maternal! —aconsejaba Adrián desde la distancia, con la impotencia de saber que no le iba a escuchar.
Los tres observaban atónitos los siguientes pasos del guitarrista: él se acercaba al taburete que le habían colocado; siempre con lentitud, como sí ralentizara el tiempo. Al llegar a su destino, examinó de forma general al público, girando la cabeza de izquierda a derecha, al tiempo que inclinaba una y otra vez el cuerpo hacia delante, como repetida y peculiar forma de saludo. Eso sí; sin soltar la guitarra bajo ningún concepto.
«¡Y los técnicos!... ¡Que apaguen ya las luces! Nadie debe ver a Antoñito hacer tantas tonterías», pensó tío Alfredo.
El director, que no había oído los aplausos del público, iba presuroso por los pasillos del teatro. Y al dirigir la vista hacia la puerta de servicios para caballeros, se encontró a mamá Filomena.
—¡Ya era hora de que alguien viniera! —se quejó ella—. Llevo una hora de pie, con mi dichosa pierna…
—¡Señora, la estamos buscando! —farfulló el director.
—Quiero ver sus labios mejor.
—¿Mis labios?
—¡Sí!... Ahora se los he visto bien.
—¿Qué ocurre con mis labios?
—Padezco sordera aguda y me guío con el movimiento de su boca.
—¡Ah! ¡Claro! No lo recordaba... Y… ¿qué hace usted aquí, sola? —él exageró los gestos, de manera instintiva.
Sin dar tiempo a que respondiera, se escuchó una voz que provenía del lavabo:
—¿Dónde se encuentra? ¿Por qué no me responde? ¡En nombre del Cielo!
—¿Qué…? —El director entró con rapidez en el lavabo—. ¡Jaime!
—¡Don Jacinto!, ¡por fin!... Me encuentro aquí, sin poder moverme. A pesar de lo ridículo que me sentía, estaba a punto de llamarle.
—¿Qué le ha sucedido? ¡Estábamos preocupados!
—Verá... Cuando llevaba a esa mujer al palco sufrí un repentino retortijón que todavía me tiene aquí postrado. No sé dónde se encuentra. Debía esperarme afuera y creo que ha desaparecido, pues la he llamado varias veces en voz alta y no me ha respondido.
—¡Bueno! ¡Bueno! Ella sigue aquí; y la verdad es que está sorda como una tapia. Pero no se preocupe, yo me la llevo hacia el palco.
Mamá Filomena, que acababa de entrar en el baño en busca del director, había llegado justo a tiempo de leer en sus labios:
—¡Oiga! ¡Sin faltar! ¡Eso de la tapia sobraba!
—¡Oh!
—¡Sí! ¡Y le he entendido perfectamente!
—Perdone —gesticuló el director, aturullado—. Era una forma de hablar... Ahora, por favor, venga conmigo; yo la conduciré hasta su butaca.
—Muy bien, pero no hace falta que mueva los brazos. Le entiendo con solo mirarle la boca.
Ambos se dirigieron hacia el palco con la rapidez que las piernas de la señora permitían. Habían avanzado unos pasos, cuando el director cerró los puños. «¡Cielos, se me había olvidado!», pensó. Ya con el teléfono en mano, marcó raudo un número.
—Sí… —dijo, girándose un poco—. ¡Rápido! Que vaya alguien hacia el camerino. Debemos evitar que el músico salga antes de tiempo...
Al cortar la comunicación, trató de ponerse en contacto con su amigo. De forma maquinal miró a mamá Filomena.
—¡Vaya! Con los nervios he borrado el número de Jacinto, y justamente no lo tengo memorizado —dijo, como si hablara al aire.
—Eso no es problema, buen hombre. Yo se lo indico ahora mismo... Es el 699872391 —intervino la mujer, que había leído de nuevo en los labios.
El director, sorprendido por la oportuna memoria de mamá Filomena, marcó el número y espero la señal.
—¡Alfredo, contesta ya!...
Antonio Ludovico saludaba una y otra vez al público, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda; y repetía de nuevo el ciclo, mientras apretujaba con similar insistencia la guitarra. Como el público no dejaba de aplaudir, los saludos no cesaban. Un círculo vicioso; una alternancia causa-efecto, en la cual los espectadores sustituían ya con algunas risas las primeras muestras de bienvenida hacia el desconocido artista. Fue en aquel momento, en el que las carcajadas empezaban a invadir el ambiente teatral, a modo de improvisada obra cómica, cuando sonó un pitido agudo y repetido. La llamada pudo oírse de forma amplificada —el micrófono, supuestamente instalado para el concierto, estaba todavía conectado—; y es que los técnicos habían cometido un descuido imperdonable. El público, al percatarse de esos pitidos, dejó de reír; aunque mantenía unas amplias sonrisas.
—¡Ese tono me resulta familiar! —exclamó tío Alfredo.
Antonio Ludovico, al oír la señal, sacó el móvil del bolsillo sin abandonar su apariencia de nodriza:
—¿Qué tecla debo apretar? —se preguntó en voz alta. Los espectadores, al escucharle, contuvieron las risas—. A ver... Esta… No... Esta otra... ¡Sí! ¡Ahora!... ¿Hay alguien ahí?...
—¡Alfredo!, ¿me oyes? —hablaba el director, en un intento de ocultar la boca ante la curiosidad de mamá Filomena.
—Señor, soy Antoñito, el guitarrista.
Ante semejantes palabras, los espectadores no pudieron aguantar más la situación, y sus carcajadas se produjeron ya de forma más evidente. Por su parte, tío Alfredo se metió enseguida la mano en los bolsillos.
—¡No lo tengo!... ¿Qué diablos ha ocurrido? —Movió la cabeza, como si negara una evidencia—. Pero… ¿cómo diablos ha ido a parar a sus manos?
—¡Dios mío! —profirió el director— ¿Qué haces tú aquí? ¿Dónde está Alfredo?... ¿Qué son esas risas?... ¡Hay! Que me temo lo peor.
—¿Quería usted hablar con tío Alfredo? —le preguntó Antonio Ludovico.
—¡Antoñito!, dime, por favor... Dime que no estás en el escenario.
—Sí, señor. Me encuentro aquí, delante del público.
—¡Madre mía! ¡Qué desastre!
—¡Ah! Ya le he reconocido. Usted es el director de este teatro. Debe saber que todo va viento en popa. Me han aplaudido al salir; y parece que se lo pasan muy bien, pues la gente no para de reír.
Al oírse tales afirmaciones por parte del músico, la hilaridad se acrecentó aún más.
—¡Tierra, trágame! ¡Si las carcajadas se oyen ya hasta en los pasillos!
Tras unos segundos titubeantes, el director ordenó de forma apresurada:
—Antoñito, escúchame y no hables. Pon mucha atención a lo que te voy a decir... Cuando te haga la señal, esconderás el teléfono, saludarás con mucha brevedad al público y te sentarás.
—De acuerdo, señor director.
—¡Calla, por el amor de Dios! ¡No digas señor director!... Mira. Solo tienes que recordar las instrucciones de tu tío; lo de la luz blanca y la inclinación de cabeza, justo antes de tocar. Lo harás todo con calma, sin nervios y sin prisas. Y no olvides colocar el programa en el atril. ¡Vale, Antoñito!... ¡Por lo que más quieras; haz lo que te he dicho! ¡Esconde ya el teléfono!
—Muy bien. Ya ve que ahora no le he dicho señor director.
Casi sin tener tiempo de oír las últimas e inoportunas palabras del artista, Jacinto Cascanueces hizo un nuevo intento, urgente y desesperado, para localizar a los técnicos, que por fortuna se percataron de la llamada:
—¡Diablos! ¡A ver si prestáis más atención! Tenéis el maldito micrófono conectado. ¡Mirad la que se está armando!... No es excusa que haya salido de improviso. El público lleva tiempo riéndose... Ahora debemos evitar que esto vaya a más. Decidme. ¿Qué hace el músico ahora?... ¡Menos mal! Debemos apresurarnos antes de que le dé por levantarse... Sí. Actuaremos como estaba previsto. Apagad las luces generales y proyectadle el foco blanco. Y ya sabéis: el disco deberá ponerse en marcha al verle inclinar la cabeza. ¿Entendido?... ¡Ah! ¡Os lo ruego! Desconectad el dichoso micrófono para que no se oiga más su voz… ¡Venga! ¡Actuad rápido!
Jacinto Cascanueces realizó una señal a mamá Filomena para reanudar la marcha, ya con dirección al palco; ella llevaba tiempo sin hablar, aunque le había resultado extraño el nerviosismo del director. En el trayecto, se cruzaron con un pelotón de agentes de seguridad que, a paso ligero, seguía buscando a la ya aparecida señora:
—Ustedes, vayan a la zona 1. Usted y usted, a la zona de pasillos. El resto, que peine las escaleras. Esta señora podría haberse caído —ordenó el agente A.
—¡Eh! ¡Párense! ¡Que ya la he encontrado! —trataba de informarles el director.
El pelotón pasó de largo, sin escuchar las órdenes recibidas.
—¡Es que no me oyen! ¡Vaya cuerpo de seguridad! No es extraño que los cacos nos roben casi a diario.
Sin que se le borrara el gesto de resignación, llegó poco después al palco junto al remolque de mamá Filomena.
—¡Alfredo!... ¡Alfredo, aquí la tienes!
—¡Hermana!, ¿dónde te habías metido?
—¡Querido Alfredo, ya te contaré! Una historia muy larga —suspiró ella. Y al fijarse en el escenario, dejó escapar una sonrisa—: ¡Oh! ¡Antoñito!... ¡Mirad, qué guapo está! ¡Cómo saluda al público, ahí, sentado en su silla!
—¡Otra vez saludando! ¡Qué hacen las luces encendidas! —espetó el director al oído de tío Alfredo, mientras tomaba asiento—. ¡Dejad el escenario a oscuras de una puñetera vez! ¡Qué técnicos más inútiles!
—¡Mi móvil! —se lamentó tío Alfredo—. No sé cómo diablos lo tiene.
Mientras los dos amigos seguían extrañados de semejante hecho, Pedro Ludovico señalaba una butaca vacía.
—Mamá, ven. Siéntate. ¡Estábamos preocupados!
—Gracias, hijo... Pues sí. Ya ves… Paradojas de la vida. Tenía que ser la primera en sentarme; y al final, he llegado la última.
Se acomodó por fin, ante la mirada de su hermano.
—Filomena, como ves, todavía no ha comenzado el concierto. Tan solo debemos esperar que Antoñito se deje de tanto protocolo social, y que las luces se apaguen.
De repente, el escenario se quedó a oscuras. El director suspiró.
—Crucemos los dedos —tío Alfredo susurraba.
Pero esta situación, que debía durar pocos segundos, se prolongó más de lo deseado. Los técnicos, desde la cabina de control, se desesperaban por encontrar la tecla adecuada:
—¡El foco blanco! ¡Tenemos que encenderlo! —exclamaba el técnico A.
—¡Leches! ¿Dónde está la…? No me acuerdo —se encontraba en un buen apuro el técnico B.
—A ver... Probemos... ¡Oh! ¡Hemos conectado de nuevo el micrófono del escenario!
Justo en ese momento, el músico, al quedarse perplejo ante tanta oscuridad, empezó a hablar:
—¡Qué negro lo veo todo!... ¿Y dónde está la gente? Yo no sé sí saludar otra vez o empezar a tocar.
Los sobresaltos para los organizadores del evento se adornaban con reforzadas risas ajenas.
—¡Vaya desastre! ¡Y mi sobrino haciendo de las suyas!
—¡Cuando coja a esos técnicos los voy a despellejar! El foco blanco no se enciende y el micrófono está conectado.
—¡Antoñito, qué peligro tienes! —Tío Alfredo se mordió los labios.
Para colmo de males, el pelotón de agentes de seguridad, otra vez agrupado, se acercaba al escenario. El artista, por su parte, optaba por no callarse:
—Bien... Haré un breve ejercicio, y a continuación comenzaré mi concierto.
—¿Tu concierto? —vociferó alguien, respaldado después por otras personas del público:
—Pero… ¿qué clase de espectáculo es ese?... ¡Que nos devuelvan el dinero!... ¡Músico, recítanos ahora una poesía!...
Exclamaciones de este tipo se repetían, entreveradas con carcajadas crecientes...
Antonio Ludovico, que parecía ajeno a las quejas y chanzas del respetable, inició, tal como había anunciado, un simulacro de ejercicio para poner a punto la agilidad de los dedos. Las cuerdas de la guitarra empezaron a sufrir una serie de pellizcos chirriantes; como si se lamentaran de correr tan mala suerte por el mal trato sufrido; hasta mamá Filomena tuvo que taparse los oídos. Por otra parte, y para consolidar más el desastre, el pelotón irrumpió ya en el escenario a ciegas; sus voces sonaban amplificadas:
—¡Vamos! ¡Paso ligero! ¡Tenemos que encontrar a la señora!
—¡Ay! ¡No se ve nada!
—¡Cuidado! ¡Cuidado, que tropezamos!...
Por desgracia, el cuerpo de seguridad al completo se abalanzó sobre Antonio Ludovico; lo que provocó una serie de sonidos, fuertes y secos, seguidos de un armónico y decreciente resonar de las cuerdas de la guitarra. Tanto el músico como el instrumento terminaron por los suelos, junto a los ineptos agentes; un cuadro que simulaba el Fusilamiento de Goya, a oscuras. Pero cuando la velada marchaba hacia el abismo del desastre, los técnicos resollaron:
—¡El micrófono! ¡He conseguido desconectarlo!... ¡La clavija!
—¡Claro! —al técnico B se le había iluminado también la mente—. El interruptor del foco blanco está precisamente ahí... Un poco más abajo. ¡Cómo pudimos olvidarnos!
—Seremos despistados, pero al final cumplimos —sentenció orgulloso el técnico A.
La luz blanca, intimista, apareció de forma repentina en el escenario. A pesar de estar concentrada en un punto, permitió que el público fuera testigo del amontonamiento de cuerpos. Entre muestras de sorpresa y diversión en los presentes, los agentes se levantaron de forma ordenada. Una vez incorporados, rehicieron su deshecha fila, como si nada hubiera ocurrido:
—Continuemos la búsqueda. ¡Rápido! —ordenaba el agente A.
La fila desapareció del escenario sin más demora, y dejó al artista de nuevo a solas, aunque recién accidentado. Este, después de emerger de la oscuridad y de sufrir tanto sobresalto, empezó a gatear en busca de la guitarra. Su estado era de cierta perplejidad; pero, como el micrófono ya se encontraba desconectado, no pudo percibirse ninguno de los vocablos que en aquellos momentos emitía.
Enseguida vio la guitarra entre las sombras. Dejó entonces de gatear y la recogió para llevársela hacia el taburete, acariciado por la luz blanca. Se sentó y, al acordarse del programa de la actuación, lo sacó de un bolsillo con el fin de colocarlo en el atril; que, de milagro, continuaba en posición vertical. Antonio Ludovico reaccionaba bastante bien, si tenemos en cuenta la situación; como oveja indefensa bajo la protección de un pastor inmaterial e inesperado. Y bajo ese indicio de impulso momentáneo, como premonitorio, estaba el artista dispuesto a iniciar el recital.
Se produjo un silencio, donde el tiempo se ralentizaba. Mamá Filomena agarró con fuerza la mano de su hijo Pedro.
—Quizá no esté todo perdido —musitó el director con expresión cautelosa. ¡El gesto, Antoñito!
—Yo no seré muy creyente —le devolvió Alfredo el susurro—, pero voy a rezar.
El artista inclinó por fin la cabeza hacia delante, aunque de manera brusca, y dirigió sus dedos hacia el mástil y la boca de la guitarra. Los técnicos, por su parte, pusieron el disco en marcha; ahora con eficacia y rapidez. El concierto comenzaba…
—¡Increíble! Ha empezado la actuación de tu sobrino, como si nada hubiera ocurrido —Jacinto Cascanueces se atrevía a esbozar una sonrisa.
—¡Sigue así, muchacho; por lo que más quieras! —tío Alfredo quería infundirle fuerzas de forma telepática.
—Sí. Aunque ya veremos cómo termina esto —el director cambió una fugaz mirada con su «socio».
El público escuchaba la música con atención, ahora complaciente. Creía que lo acontecido antes obedecía tan solo a un numerito cómico previsto, como si de un entremés se tratara, aunque representado antes de la función principal.
No se apreciaba ningún desfase llamativo entre los dedos de Antonio Ludovico en la penumbra y el sonido representado; si tenemos en cuenta la correcta colocación del foco. Por otra parte, se desprendía ya un brillo especial en los ojos de quienes le querían:
—Estoy sorda, pero sé que lo hace muy bien. ¡Demos gracias a Dios! —se santiguaba mamá Filomena.
—En momentos como este, delante del público, se demuestra mucho más el talento—afirmó Pedro Ludovico.
—Mi amigo Antoñito es un gran guitarrista —concluyó Adrián.
Tras escuchar tales comentarios, tío Alfredo y el director volvieron a mirarse con cara de complicidad.
—¿Cómo diablos ha ido a parar el móvil a sus manos? —exclamó tío Alfredo, sin perder detalle de lo que sucedía en el escenario.
—No sé. La verdad. Con tu sobrino todo resulta posible.
La preocupación de tío Alfredo se hizo más evidente tras rebuscar de nuevo entre los bolsillos:
—¡El borrador! ¡Lo he perdido, por Dios!
—¿Qué borrador?
Tío Alfredo le hizo señas para que bajara aún más la voz, y respondió:
—¡Maldita sea! El que escribí antes de mandarte la información confidencial sobre las acciones. Debía haberlo roto… Lo guardaba en la chaqueta. No sé por qué…
—¿No lo habrás dejado en tu casa?
—¡Que va! De eso estoy seguro. Recuerdo que aún lo tenía al entrar en el camerino…
Ambos compartieron un mohín cauteloso.
—Me lo estoy temiendo —balbuceó tío Alfredo.
El director se puso la mano en la frente. Habló, como temiendo pronunciar sus palabras.
—Si sabemos quién tiene tu móvil, no es difícil adivinar en qué manos se encuentra ese papel... ¡En las de Antoñito!
—Solo de pensarlo, me entran escalofríos... —hurgaba aún más en el bolsillo—. ¡Un agujero! —exclamó—. ¡Ahora lo entiendo! Se me debió de caer todo en el camerino, y me fui sin… Él recogió el borrador y el teléfono. Lo debe de tener en la chaqueta. ¡Dios mío!
—Mira. Se lo pedimos después del concierto, y aquí no ha pasado nada.
—Si tú lo dices... ¡Ay, muchacho, muchacho, con lo tonto que eres, estamos en tus manos!
—Peor hubiera sido que tu otro sobrino o ese amigo de Antoñito lo hubieran visto.
Tío Alfredo se persignó.
Adrián, que en un par de ocasiones les había observado, hizo un gesto de extrañeza. Mientras tanto, el guitarrista seguía tocando, o al menos moviendo los dedos, maravillado de la música que creía hacer sonar. Todo hasta que llegó el momento crítico.
—La pieza va a finalizar, y nos la jugamos de nuevo —advirtió tío Alfredo.
—Menos mal que la luz es nuestra cómplice.
—Aun así, pendemos de un hilo. Ya lo hemos hablado. Sería desastroso que moviera demasiado las manos entre pieza y pieza; porque algo se notaría, creo yo.
—¡Más vale que no sea así!
La obra finalizó. Guiado por el propio instinto, Antonio Ludovico separó los dedos del mástil, para momentáneo respiro de tío Alfredo y Jacinto Cascanueces.
—¡Uf! De momento estamos salvados —exclamó aquel. El director lo miró entonces de reojo; juntaba las palmas, como si se encomendara a algún santo ante la amenaza de un peligro.
El músico se levantó y cogió otra vez la guitarra de forma maternal.
—¡Siéntate, capullo! —tío Alfredo apretaba los puños.
Ajenos a ese detalle, los ilustres espectadores se rendían ante la supuesta evidencia. Los familiares también aplaudían, encantados, y vitoreaban al artista; porque, en realidad, eso es lo que él parecía:
—¡Viva mi hijo! —señalaba mamá Filomena el escenario, sin poder evitar que se le cayeran las gafas, impulsadas por semejante júbilo.
Pedro Ludovico y Adrián incrementaban un sentimiento de orgullo:
—¡Bravo, hermano!
—¡Así se hace!... Amigo, eres muy despistado y peculiar, pero tocas de maravilla.
Aunque el concierto no había hecho sino comenzar, y resultaba difícil que no se produjeran más situaciones comprometedoras. Antonio Ludovico, que casi amamantaba el instrumento, quiso corresponder ante tantos aplausos con una nueva serie de saludos. Al poco tiempo, las transitorias muestras de admiración se convirtieron, poco a poco, en extrañeza —se suponía que la parte cómica se limitaba a un momento determinado antes de la actuación—, hasta desencadenar de nuevo todo en una situación hilarante y de burlas generales. Tal como ocurre en la vida misma, donde las alternancias entre ser encumbrado o lapidado son frecuentes, y las opiniones particulares se desvanecen, ingeridas por la masa humana.
Tío Alfredo y el director percibieron la misma sensación fría.
—¡No!... ¡Ya volvemos a las andadas! —se lamentaba el director, casi sin saliva en la boca y con un nudo en el estómago.
—¡Deja de saludar, hombre! ¡Es que no salimos de una y nos metemos en otra!... ¡Cuánto nos queda por sufrir! —Dibujó tío Alfredo una mueca al pensar que podían haberle oído.
—¡Oh! ¡Pobre hermano! Hace poco he visto como le aplaudían, y ahora tengo que volver a lamentar este espectáculo de risas… ¡Jolines! ¡Pero qué manía le ha dado con los dichosos saludos!
—¡Es injusto! —se lamentaba Adrián.
Tantas eran las muestras de hilaridad que algunos asientos se veían afectados:
—¡Ja, ja, ja! ¡Uf, que me meo!... ¡Que me meo!... ¡Que me he meado… ¡Ja, ja, ja! —se reía, entre pérdidas, una tal señora Gutiérrez, esposa de cierto financiero famoso.
—¡Yo... yo también!... ¡Ja, ja, ja! —se carcajeaba, también humedecida, la señora Hernández, esposa de un conocido diputado y, además, amante del citado financiero.
—¡Vaya peste! ¡Si huele a pipí! —exclamó mamá Filomena haciendo gala del único sentido que poseía intacto, pues a la sordera que padecía se le unía una gran colección de dioptrías: ni oía, ni veía formas definidas porque sus gafas seguían descansando sobre la moqueta del suelo.
Pedro Ludovico, al percatarse de ello, se las recogió con la mejor intención del mundo; hecho que ella agradeció con un escueto pero sentido «Gracias, hijo».
Claro que hubiera preferido no ver nada. Cuando ella se las puso se encontró con el panorama de saludos repetidos y risas. Le preguntó entonces a su hermano:
—Alfredo, ¿es normal que se rían de esta forma?
—Sí, hermana, sí —respondió él con tono de resignación.
El artista dejó por fin de saludar y se sentó en el taburete. Las risas se difuminaban de nuevo; aunque algunas se reavivaron de manera esporádica, cuando dio otro cabezazo brusco hacia delante, por seguir con demasiado ímpetu las indicaciones de tío Alfredo.
Ello no fue óbice para que reanudara las andaduras de sus dedos sobre las cuerdas, bien sincronizados con el sonido de la segunda pieza, que ya se oía entre el murmullo decreciente del respetable.
—Parece que se encauza de nuevo la situación —suspiraba tío Alfredo.
—Sí. Pero… ¡cuánto nos queda aún por sufrir! —manifestó el director.
En la sala de mandos se respiraba ahora un ambiente más relajado. El técnico A preguntó a su compañero, no sin cierta mofa:
—¿Has visto que cabezazo ha dado?
—Sí —respondió el técnico B—. Podía haber jugado como delantero centro en cualquier equipo de campanillas.
—Resultaría curioso... Llevar él la pelota y detener siempre el juego para saludar al graderío —imaginó el técnico A entre risas.
Desde su butaca, Pedro Ludovico se mostraba algo nervioso mientras hablaba para sí:
—¡Uf!... A ver si es verdad que Antoñito encauza de una vez la actuación… Señor, bien sabes que soy creyente, y te pido que lo guíes para que sea más discreto cuando le aplaudan.
Cuando se aproximaba el final de la segunda pieza, tanto tío Alfredo como Jacinto Cascanueces cruzaron los dedos.
—Ahora, a pasar otra prueba de fuego con los dichosos saludos.
—¡Y que lo digas, Alfredo! —exclamaba el director— ¡Y que no se levante!
La música cesó. Antonio Ludovico había dejado de mover las manos, más o menos cuando debía hacerlo. Se levantó para saludar, como antes ocurriera, pero en esa ocasión tomó asiento enseguida; quizá por olvidarse de corresponder al público; quizá debido a las agujetas que pudieran haberle surgido con tanta gimnasia realizada.
—¡Increíble! ¡Gracias, Antoñito! —resolló un incrédulo y aliviado tío Alfredo.
—¡Menos mal! Ahora ha sido más comedido —señaló Pedro Ludovico a Adrián.
El público aguardaba ya el inicio de la tercera pieza, en silencio y, a la vez, extrañado por los saludos tan breves de Antonio Ludovico. Las primeras notas de la Mazurca en sol de Tárrega, iniciaron su andadura hacia los oídos de buena y mala fe. Claro que, después de haber superado anteriores pruebas, y de discurrir el evento por mejores caminos, un repentino estornudo de Antonio Ludovico provocó que se le escapara la guitarra de las manos y terminara en el suelo, como reina de madera destronada, mientras la música seguía su rumbo, sin el capitán del barco. Todos los presentes, incluido el propio músico, se extrañaron de que la mazurca continuara cuando este recogía el instrumento. Tío Alfredo y el director se echaron las manos a la cabeza.
Mamá Filomena era sorda, pero sabía que algo no iba bien a raíz del incidente. Pedro Ludovico y Adrián se quedaron paralizados. El público vociferaba; dirigía, con quejidos y risas, sus miradas al escenario y a los palcos. Mientras tanto, el director cogió presto el teléfono móvil y marcó un número, mientras se mordía los labios.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó tío Alfredo con cara desencajada.
—Estos técnicos son un desastre…
Cuando le contestaron, su enojo le hizo elevar ligeramente la voz sin percatarse de ello, aunque ya daba igual:
—¡El disco, inútiles!... ¡Todo se ha ido al traste! ¡Os voy a despedir!
—¡El disco! —exclamó Pedro Ludovico con expresión aturdida; la misma que mostraba Adrián. Luego apretó los dientes sobre el labio inferior.
—¿Qué ocurre? —inquirió mamá Filomena— ¿Qué mal hay en que se le haya caído la guitarra? ¿Por qué no sigue tocando?
—¡Cómo se nota que eres sorda, mamá! —se lamentaba su hijo de forma entrecortada, mientras escudriñaba a su tío con expresión desangelada.
Antonio Ludovico buscaba el origen de esa música que había creído tocar. Deambulaba por el escenario, con la guitarra en la mano, recién recogida del suelo, y con la expresión de tristeza asomada en los ojos.
Los técnicos actuaban con su peculiar eficacia:
—¡Rápido, rápido! ¡El disco! —el técnico A apremiaba a su compañero.
—¡Sí!... ¡Ya está!... ¡Conseguido!... ¡Es que somos los mejores! —se vanagloriaba el técnico B.
En efecto. La música —¡a buenas horas!— había dejado de sonar; y el público, entregado a tanta hilaridad, consideraba bien empleado el dinero de las entradas por lo bien que se lo pasaba:
—¡Jo, jo, jo! ¡No puedo más! —exclamó con lágrimas en los ojos la señora Petronila, esposa de un famoso político del partido gobernante.
—¡Ja, ja, ja! No me había reído tanto desde las últimas elecciones —vociferaba, por su parte, el citado político.
—Te reirías tú. A mí no me hizo ninguna gracia —le contestó, también risueño, otro político sentado al lado. Pertenecía al primer partido de la oposición y, para más inri, anterior pareja de la señora Petronila, quien lo abandonó a modo de tránsfuga sentimental.
—¡Estamos perdidos! —cerró por un momento los párpados tío Alfredo. Buscaba el refugio de la oscuridad, como si al abrirlos se le fuera a conceder el privilegio de encontrarse ante una realidad diferente.
—¿Por qué no sigue tocando? —la voz de mamá Filomena reflejaba resignación.
—Lo han estado utilizando. ¡No hay derecho a eso! —Pedro Ludovico dedicaba a su tío una mueca incisiva.
—¿Por qué…? ¿Por qué… este complot?
Mamá Filomena, que casualmente miraba a Adrián en aquellos momentos, pudo descifrar la última palabra que él había articulado con especial énfasis:
—¡Complot!
Dibujó entonces una pequeña señal para llamar la atención de su hermano.
—Querido Alfredo, ¿qué significa complot?
—¿Qué? —se mostró este titubeante—. ¿Por qué preguntas eso, Filomena?
—¡Complot! —repitió Mamá Filomena de forma maquinal y mirada ausente.
—¡Si parece que me habla la conciencia! ¡Quién me mandaría meterme en este lío! —susurró tío Alfredo al director.
—Hemos montado un circo, y nos están comiendo las fieras —admitió Jacinto Cascanueces, cabizbajo y tenso.
—Y eso sin haberse descubierto el dichoso borrador.
El músico, desorientado y abatido, dejó otra vez la guitarra sobre el suelo; un instrumento querido que ya le resultaba extraño. A través de las lágrimas, contemplaba al respetable, que no paraba de reír y lo señalaba con el dedo de la masa despiadada, vestida de frac y pieles caras.
—¿Qué habéis hecho? ¿Qué explicación hay en todo esto? —se dirigió por fin Pedro Ludovico a tío Alfredo.
—¡Yo…! ¡No lo sé! ¡Soy el primer sorprendido! ¡Te lo juro! —balbuceaba este.
—¿Y el disco? —espetó el sobrino.
—¿El disco? —se extrañó mamá Filomena al leer en los labios de su hijo—. Alfredo, ¿qué sucede?
—¡Nada! Se trata… de un pequeño contratiempo.
Pedro Ludovico remarcó las palabras, como siempre que se dirigía a su madre; en esta ocasión con más énfasis que nunca:
—Mamá, mira al escenario. Ya ves que la gente se ríe de Antoñito. A eso ha conducido el plan del tío.
—¿El plan?
Dicen que una víctima inocente puede convertirse en involuntario verdugo. Y en honor a la justicia, fue el mismo Antonio Ludovico quien, sin saber qué hacer con los brazos de puro nerviosismo y decepción, introdujo la mano derecha en un bolsillo de la americana; por cierto, alquilada para la ocasión. Al tocarla, se acordó del papel que había recogido en el camerino. Lo sacó impulsado por una inesperada e inocente curiosidad.
—¡Pero se puede tener peor suerte!... ¡Ha sacado el borrador! —Tío Alfredo quería hundirse en el asiento.
El director movía las manos, desesperado, como si desde la distancia fuera a evitar la temida reacción del muchacho.
Justamente en aquellos momentos, uno de los técnicos chasqueó los dedos con cara maliciosa.
—¡Oye! Acabo de tener una idea —sugirió el técnico A al compañero.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Verás... Como, de todas formas, nos va a despedir, qué más da una trastada final; apoteósica.
—¡Cierto! ¡Dime, dime!
—Este pobre desdichado lleva un papel en la mano; tiene ganas de leerlo. Y, por la reacción del director, me da que su contenido contiene pólvora. ¿Vas captando el mensaje?
—Creo que sí —se mostró el técnico B sonriente.
Antonio Ludovico, músico de irrealidades, se aproximaba al micrófono, hoja en mano, entre las renacidas quejas y las consabidas burlas del público:
—¡Esto es una vergüenza! ¡Que devuelvan el dinero!
—¡Vaya guitarrista de pacotilla!
—¡Que escondido teníais el disco! ¡Estafadores!
—¡Callad! ¡Ja, ja, ja! ¡Va a hablar el maestro! ¡Ja, ja, ja!
Las risas y el vocerío duraron algunos segundos más, para luego disminuir poco a poco; un silencio gradual, salpicado por una inquietante pregunta de mamá Filomena:
—Alfredo, ¿qué hace Antoñito delante del micrófono, con un papel en la mano?
Tío Alfredo no respondió. Intentó huir de aquella mirada inquiridora y buscó la del director. El silencio podía mascarse por doquier, hasta que sonó un pequeño pitido, señal inequívoca de que los técnicos no se habían vuelto atrás en su travesura, final y decisiva:
—¡El micrófono! ¡Por todos los cielos! —exclamó tío Alfredo mientras los ojos se le salían de las órbitas.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que lo iban a conectar! —movía el director la cabeza desde su ineficaz escondrijo.
Después de mirar hacia todas partes, y precedido de una peculiar meditación, Antonio Ludovico respiró hondo. El foco blanco, solemne, caía de pleno sobre su figura. Abrió ya la boca y sonaron unas palabras con eco:
—Me llamo... me llamo Antonio Ludovico, y soy el guitarrista. O, al menos…, eso creía...
—Y yo soy Ruperto —vociferó alguien del público.
Se produjeron unas breves risas, pronto acalladas con siseos.
El gesto en la cara del joven se fue transformando en aquel nuevo silencio, hasta descubrir un semblante inesperado; una mirada diferente, más profunda. Tomó de nuevo aire y continuó, como inspirado por aquella extraña fuerza: el pastor invisible había regresado de forma más contundente:
—Yo… quiero pedirles disculpas por este espectáculo tan desagradable… Vine convencido de poseer cualidades artísticas; suponía que compensaban las deficiencias en mi persona...
Pedro Ludovico y Adrián escuchaban el inicio del discurso, con un nudo en la garganta y ojos vidriosos. Mamá Filomena intentaba descifrar el mensaje que su hijo transmitía, pero los labios se movían a demasiada distancia, difuminados. Por las caras que contemplaba, sacaba la conclusión de que sucedía algo fantástico; intuía la inspiración, reflejada en aquellas palabras mágicas que surgían desde el escenario. Tío Alfredo y el director se sentían como dos condenados arrepentidos, a punto de ser ejecutados ante la amenaza representada por esa nota, aún no leída.
—… Como una isla en un mar vacío —proseguía Antonio Ludovico—, mi supuesta facilidad interpretativa era una especie de piedra salvadora, a la cual me agarraba para no caer ahogado en la nada. Momentos antes, ese único motivo de alegría parecía haberse esfumado como burbuja en el aire; pero una nueva e inesperada fe en mí desea sustentarme; espero compartirla con los seres queridos.
»Ya habrán observado que entre mis manos guardo una pequeña nota; se trata de un papel que antes recogí en el camerino. Al principio me resultaba extraño verlo en el suelo; así, de repente, junto a un teléfono móvil. Ya saben...: ese que antes utilicé en este mismo escenario.
Guardó otro breve silencio para alzar la mirada: buscaba a alguien hasta encontrarlo. Entonces prosiguió el discurso:
—Enseguida supuse, estimado tío Alfredo, que te pertenecía. Quizá se te cayó con las prisas del momento; cosa lógica, por otra parte, debido a los nervios y a tus ganas de verme triunfar. En cualquier caso, leeré esta hoja hasta el final, para que entonces, y solo entonces, puedas hacerme una señal desde el palco y me confirmes o desmientas que es tuya.
»Ahora, voy a rogarles que presten atención. En especial a ti, apreciado tío; porque dicha lectura, en caso afirmativo, hará que te sientas orgulloso de mí por haberte recuperado un documento, sin duda importante... Bien… El contenido del mensaje es el siguiente:
Estimado Jacinto: Como lo prometido es deuda, te envío información Bursátil —te adjunto una lista de cotizaciones, con reseñas mías. Pero antes de nada debo recordarte el peligro que puede correr nuestra reputación: ya sabes que nos consideran personas honradas, inmunes a la tentación de la corrupción. Para nada conviene entrar en detalles cuando hablemos por teléfono, ni tampoco conservar estos correos después de leerlos.
Verás... Hay una idea generalizada de que las acciones de la empresa QUENASA van a tocar fondo muy pronto, sin posibilidad de volver a remontar; de hecho, ya nadie cree que dicha sociedad dure más de seis meses. Yo mismo he contribuido, de forma interesada, a que diversas personas quieran vender los títulos antes de que, supuestamente, bajen más en su cotización. Y aquí es donde entras tú en este juego. Ahora, tienes una gran ocasión de adquirirlas a precio casi regalado, y de realizar una gran inversión que no tardará en darte muy buen fruto. De eso estoy seguro, porque QUENASA va a ser utilizada por un grupo de contrabando y tráfico de drogas, que la va adquirir como tapadera de blanqueo de dinero. Muy pocos privilegiados sabemos que esta sociedad volverá a renacer y hacerse fuerte, con la apariencia de ser un modelo de eficacia comercial, en una ficticia y engañosa legalidad. Cuando eso ocurra, sus acciones subirán como la espuma, hasta llegar a un momento culminante, propicio para venderlas a un precio muy alto... Como ya sabes, se trata de una secreta colaboración con los miembros de esa mafia, de la que tengo el gusto de hacerte partícipe.
Para finalizar, te agradezco el gesto que has tenido al ofrecerme tu teatro y la recaudación que se ingrese con motivo del concierto de mi sobrino; ese pobre desdichado que no sabe distinguir si toca él, o si lo que suena es un disco camuflado. Si todo sale bien, podremos repetir este espectáculo fraudulento, en la supuesta carrera ascendente de un bobo ilusorio. De momento, nada más; ya hablaremos con detenimiento sobre este asunto cuando por fin nos veamos. Recibe un saludo de tu amigo Alfredo. ¡Ah! ¡No lo olvides! Deshazte de este correo lo antes posible. Un saludo.
Las últimas frases habían sido pronunciadas por Antonio Ludovico con voz quebrada. Ahora dejaba caer de sus manos el papel hacia el suelo, como pluma que representara el aprecio que siempre había sentido por su tío. El público se puso de pie para dirigirse de forma iracunda hacia el palco:
—¡Impostores!...
—Jacinto Cascanueces, eres una vergüenza para este teatro...
—Alfredo, tú me hiciste vender las acciones. ¡Maldito traidor!...
—Y a mí también, ¡estafador!...
—Este lugar no se merece a un sinvergüenza como director...
—¡Mafiosos!...
—Lo que habéis hecho a este pobre muchacho no tiene nombre. ¡Y pensar que nosotros nos hemos reído de él!...
También en el palco todos los dedos, índices implacables sedientos de veredicto, señalaban a los culpables:
—¡Eres un desgraciado! ¡Lo que has hecho no tiene nombre! —recriminó Pedro Ludovico a su tío.
—¿Qué ha ocurrido, hijo? ¿Por qué le dices eso a tu tío? —inquirió mamá Filomena tras leerle los cercanos labios. Por fin, este le resumió el contenido de la nota.
—¿Es eso verdad, Alfredo? —preguntó ella con voz justiciera.
Antonio Ludovico realizó un gesto con los brazos, como si reclamara el silencio de los allí presentes. El público se dio cuenta, y el griterío desapareció en pocos segundos.
Con un brillo especial en la expresión, sacó de forma lenta el pañuelo, sucio y acartonado que mamá Filomena le había entregado antes del concierto. Hizo el ademán de secarse las lágrimas, ante la lejana y también llorosa mirada de su madre. Entonces, el foco blanco que lo iluminaba se intensificó, para adquirir un fulgor especial. En medio de aquel silencio sepulcral nadie parecía respirar. El público observaba atónito ese extraño haz luminoso que ya envolvía a Antonio Ludovico, hasta provocar que su materia adquiriera una apariencia cada vez más etérea. Se inició un vapor dorado, deslumbrante, que sustituía de forma gradual la luz anterior. Está terminó por desaparecer junto con la imagen ya espectral del joven. La nube áurea aumentó de espesor y otra figura difuminada surgía, como sí de un estudiado truco de magia se tratara. Intentaba tomar cuerpo, envuelta en una túnica transparente. Sus facciones perdían poco a poco abstracción; se definían hasta corresponder a las de una persona de unos cincuenta años, alta, canosa y con barba...
Todos los allí presentes se habían levantado de sus asientos, bajo ahogadas exclamaciones. Fue entonces cuando una voz se paseó desde el palco hasta el patio de butacas, para terminar ahogada en la emoción:
—¡Juan!... ¡Juan!
La figura de su difunto marido, el padre de Antonio Ludovico, ocupaba la misma situación en el escenario. Adquirió mayor consistencia, pero sin abandonar del todo ese halo fantasmagórico. Quería tomar aire para hablar, mientras sujetaba el pañuelo que le perteneciera en vida; tan refulgente por las lágrimas que su agraviado hijo había desprendido. Emitió por fin unos sonidos a modo de preámbulo, que se convirtieron en palabras dotadas de gravedad y eco:
—Sí… Por un acto de justicia he regresado a este mundo cruel e imperfecto. Me veo en la obligación de realizar ahora esta breve pero necesaria, tarea. Resulta perentorio para este espíritu socorrer a una persona vilmente maltratada; sumergida en la tristeza y la decepción: mi hijo Antonio Ludovico…
La aparición alzó el pañuelo.
—Esta prenda que contemplan ustedes representa un gran vínculo entre nosotros. A través de ella, he podido captar sus sentimientos y actuar en consecuencia, en busca de justicia ante los ojos de la sociedad. Esa misma sociedad que se crece desdeñosa ante aquellas inocentes víctimas de ciertas artimañas llevadas a cabo sin escrúpulo alguno.
Señaló hacia la dirección de tío Alfredo y elevó algo la voz.
—Alfredo, si despreciable es realizar una empresa bajo la tutela del engaño, más lo es utilizar un cebo inocente; provisto, en cierta medida, de tu sangre.
Un foco nuevo e inesperado surgió de la nada, hasta iluminar la cara de tío Alfredo; cual dardo brillante que diera en el blanco; muestra justiciera ante testigos mortales:
—Mi hijo representa a ese ser humano cuya voluntad se mueve como un títere manejado por los hilos del destino; cuanto más cree llevar el mando de sus acciones, más es conducido por manos invisibles de mala voluntad. Sembrar la mala hierba en otros jardines, puede hacer que esta se extienda hasta el tuyo; regar con lluvia acida otros sembrados, aprovechando cualquier influencia sobre las nubes, puede, con su salpicadura, yermar las propias tierras. Tú, Alfredo, y ese compañero de artimañas, nada más y nada menos que el director de este teatro, habéis obrado sin ninguna clase de escrúpulos; mas ya empezáis a sufrir las consecuencias.
Alzó aún más la mirada y sus etéreos brazos señalaban en el techo algún lugar especial:
—Querido Antoñito, cuánto has sufrido, consciente de esa peculiaridad tuya en la forma de ser; en un mundo donde la candidez suele recibir la burla de las gentes poco evolucionadas. Has sido consciente de pender del hilo de la propia estima; expuesto al ataque de las alimañas que por desgracia nunca faltan y que suelen adquirir la apariencia de seres humanos. Pero vas a tener, a partir de ahora, la oportunidad de demostrar al mundo entero tu valía, como la persona digna de respeto y admiración que en vida deseé que fueras. Adquirirás esa habilidad que, engañado, creías poseer, y que se había convertido en tu único sustento anímico; junto al cariño de tu madre, de Pedro y de ese amigo, fiel e íntegro, que conociste en internet... Sí, querido Antoñito. Te convertirás en un músico capaz de expresar los sentimientos, mediante el sonido verdadero de unas vivas y armónicas cuerdas, entre trémolos y acordes de la guitarra, compañera de madera noble. Ningún disco camuflado va ya a suplantar a tus dedos, poseedores del arte vivo de la música.
Dejó que un lacónico silencio revoloteara, a modo de elevada meditación, y continuó:
—Hijo mío, la providencia va a concederte lo que la naturaleza en su momento te negó. Te dotará de la seguridad necesaria para vivir con dignidad, aunque tú deberás poner algo de tu parte y luchar día a día para mejorar; porque en la lucha realizada radica la alegría del éxito obtenido... Antoñito…, te deseo la mayor de las suertes. Hasta siempre, hijo.
Las huellas de la emoción corrían ya por muchas mejillas del público.
—Ahora, y antes de finalizar —prosiguió la aparición con trémula voz, dirigida hacia el palco—, he aquí un cariñoso mensaje de amor y gratitud para la querida Filomena, esposa mía; algo dura de oído, pero fiel como pocas mujeres, a quien sigo esperando con ilusión.
Dejó escapar un resuello, antes de añadir:
—También para mi otro hijo, Pedro, de quien tan orgulloso me siento.
La voz se le agrió de repente:
—Y el último mensaje, de nuevo para ti, Alfredo. Porque has de saber que las fuerzas superiores no van a infligirte más castigo que el que estás ya soportando, pues esa mala fama que acabas de adquirir con merecimiento será suficiente para redimirte de toda culpa; aunque para ello necesitarás el paso del tiempo... ¡Así sea!
La aparición se desvaneció poco a poco y dio paso otra vez a un fluido blanquecino que se materializaba a medida que la imagen de Antonio Ludovico regresaba y recobraba la apariencia normal. Y así fue como una sonrisa de callado preámbulo dio paso a la ceremonia de unas palabras casi salmodiadas:
—¡Qué cerca he estado de mi padre!
Adrián, con lágrimas en los ojos, observaba el abrazo entre Pedro Ludovico y mamá Filomena.
—Ha venido del otro mundo para hacer justicia —se dijo tío Alfredo, abatido—. Dirigió después la mirada, ya circunspecta, hacia el escenario—: Sobrino, ¡qué mal te he tratado! ¡Perdóname!
Allí se encontraba ya Antonio Ludovico, sin vapores de otros mundos; solo bajo la luz blanca del foco; atrincherado con sus facultades naturales, en la soledad del artista que lucha con las propias armas.
—¡Mira, mamá! Parece que Antoñito va a coger la guitarra.
—Sí, hijo. Tu padre le está ayudando desde el cielo —señaló mamá Filomena con voz entrecortada y palidez en el semblante.
Antonio Ludovico recogió con lentitud el instrumento, ahora de seis cuerdas bien dispuestas, y se acercó al taburete. Extendió el brazo hacia el palco, pañuelo en mano, como si de un torero se tratara; saludo, correspondido por mamá Filomena, desde lo alto, bajo el continuo brillo en los ojos.
—¡Suerte, hijo! —profirió ella, en la esperanzada distancia.
El director no ocultó más su contrita voz, y quiso también formar parte de aquel ritual de recompensa emocional en beneficio del agraviado:
—Aunque sea mi última orden, avisaré a los técnicos para que mantengan el sonido en las mejores condiciones… Todo el mundo tiene que oír al artista. —Cogió el teléfono móvil…
—Descuide, señor —le contestó el técnico A—. Así lo haríamos, aunque usted hubiera ordenado lo contrario. Se está haciendo justicia por un mal ocasionado, del que nosotros también hemos formado parte…
Antonio Ludovico escondió el pañuelo y, mediante un breve chasquido, verificó si el micrófono seguía funcionando. Dirigió al público un escueto saludo, correspondido con aplausos, y se sentó. Su rostro reflejaba serenidad y concentración; los ojos rezumaban seguridad. El verdadero concierto de guitarra se iniciaba por fin al son de una música más real que nunca...
El tiempo transcurría y las piezas se sucedían entre aclamaciones del, ahora sí, respetable público:
—¡Bravo! ¡Bravo!... ¡Increíble!... ¡Eso sí es tocar!...
En el palco, la alegría se desbordaba:
—¡Antoñito, hermano, estás triunfando con tu propio arte!
—Es para sentirse muy… muy orgulloso, amigo.
—¡Gracias, esposo mío! Aunque no pueda oírle, sé que toca como los ángeles.
Tío Alfredo movía la cabeza.
—Nos ha vencido Antoñito.
—¡Qué paradoja! —le respondió Jacinto cascanueces—. El éxito de este concierto supone el prólogo de nuestro destierro. Al menos, yo pienso desaparecer del mapa.
Una hora más tarde, la ovación era de las que hacen época. El público, levantado de los asientos, vitoreaba al triunfador. Hasta el representante indigente, Alberto Díaz Sintecho, se puso en pie y abandonó la baldosa restrictiva que había ocupado, llevado por la admiración hacia el artista y héroe, vencedor de semejante prueba de fuego.
Después de tanto parabién y reconocimiento las butacas se fueron vaciando. El público desfilaba por los pasillos, como hormigas que hubieran recolectado experiencias en un mundo de sueños, nada telúrico. El foco blanco se había apagado y la luz general iluminaba con discreción el ambiente, ya casi desierto.
Pero surgió entonces un inesperado y creciente murmullo que amenazaba aquella tranquilidad escénica: unos pasos, llevados a ritmo marcial, con creciente intensidad. De nuevo, como elefantes en una cacharrería, los agentes de seguridad entraban en el escenario intentando cumplir su misión:
—¡Paso hacia la izquierda!... ¡Bien, muchachos! Tenemos que encontrar a la señora. ¡Que no se diga! ¡Adelante! Nuestro prestigio está en juego...
Los días de gloria se sucedieron en la vida de Antonio Ludovico. A partir de ese primer concierto, iba a ser representado artísticamente por su hermano y Adrián. Tío Alfredo y Jacinto Cascanueces se vieron obligados a marcharse de la ciudad y poner un puesto de castañas y pipas en cualquier lugar, en algún lejano país. En cuanto a mamá Filomena, he de señalar que recobró la audición, un día, de casualidad, al descubrir que lo que le había producido la sordera durante tantos años no era un defecto físico, como tal, sino una inmensa capa de cera que, sin saberlo, llevaba incrustada desde niña. A partir de entonces, sí pudo, por fin, enterarse de lo bien que tocaba su hijo.