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Matías tamborileaba en la ventanilla del avión. Como si la sombra del pasado lo indujera a interceptar el sinuoso desfile de coches, sumergidos en el creciente abismo de Mallorca. Al observarlo, Carmen intentaba sondear el misterio encerrado en esos ojos claros, a menudo ausentes.
Las casas apiñaban cualquier resquicio visible de vida en torno a ellas; y en las parcelas pardas y verdes del terreno, los molinos se convertían en miniaturas de barro...
Otra mujer, sentada al lado, había abierto una caja azul de metal. Carmen sonrió lo suficiente para alterar el reposo del lunar que reinaba en su mejilla.
—Cariño, esta señora tan amable me lo ha dado para ti; un bombón como esos que tanto te gustan —provocó que Matías oliera el dulce.
Él abrió la boca de forma maquinal; comenzó a masticar sin reparar en el leve ruido que producía. Su mano, inquieta, salpicada por virutas de chocolate, lucía un anillo damasquinado con una pequeña piedra de jaspe.
Los cerros se allanaban y las montañas pugnaban por conservar su papel de grises vigías, mientras se adivinaba el irregular contorno de la isla…
—Carmen —balbuceó Matías.
—Dime, cielo.
—¿Irán a… recibirnos?
—Claro que sí, cariño.
—¿Y… nuestro nieto?
—Por supuesto. Luis también.
Sin añadir más palabras, Matías volvió a girarse hacia la ventanilla.
Inmersa en el eco del nuevo silencio, Carmen dejó escapar un mohín de resignación.
Se sobrevolaba una playa bañada con aguas esmeraldas y el dique de un club náutico. Aguardaba el horizonte marino, extenso, moteado por puntos que bogaban bajo el paso de cúmulos inofensivos…
No quedaban rastros de chocolate entre los labios ni cerca del anillo. Carmen terminaba de limpiarlos con una toalla perfumada; esas que él solía utilizar años atrás, después de las comidas; también en su despacho de abogado, nada más acompañar a los clientes hasta la puerta y despedirlos con un apretón de manos.
La bóveda celeste y el Mediterráneo adquirían cierto aspecto caoba, como si Matías fuera a admirar su extensión por medio de una luna ahumada. Poco después, el vuelo repentino de un águila le llamó la atención; cuanto más se aproximaba, más resaltaba aquel plumaje blanco en la atmósfera turbia. Las alas rozaron la ventanilla, y el férreo muro de cristal se tornó frágil. Percibió entonces la caricia del plumaje; todo su entorno se oscureció; el planeo del ave lo guiaba ya hacia algún lugar ignoto.
Con el ímpetu del vertiginoso movimiento, el águila lo había conducido hasta un salón sepultado en su pasado. Lleno de desconcierto, deambuló por la estancia hasta reflejarse en el espejo del aparador, a la edad de ocho años. Dio un respingo, reforzado cuando rescató en los oídos el fantasma de una suave voz:
—¡Matías!
Varias lágrimas velaban la imagen de su madre Alicia.
—¿Qué haces aquí, hijo? —exclamó ella—. ¡Si ese niño que tú eras ya no existe!
Se abrazaron, a modo de resarcimiento existencial. Alicia escudriñaba la infantil estampa, antes de confesar con grave tono:
—Ahora, al tenerte junto a mí, podría pensar que el tiempo ha retrocedido; que en el futuro nada va a repetirse. Pero me temo…
—¿Dónde está papá? —interrumpió Matías, cauteloso.
No tardó en aparecer un hombre con sonrisa sardónica, también de ojos claros. Diego, que ese había sido su nombre, llevaba puesta la sortija con el jaspe incrustado. Sin pensárselo, sujetó al niño por la cintura hasta levantarlo del suelo.
—¡Conque de visita, pequeño bribón! —Lo agitó como a un títere.
—¡Qué divertido! —exclamaba Matías.
Diego detuvo el vaivén de los brazos para mantenerlo suspendido. Ambos se miraron.
—Papá, me gustaban tanto tus cabriolas, hasta que dejaste de jugar conmigo. Solo quería que estuvieras contento, y no enfadado.
Sin responder a su hijo, enarcó las cejas y lo bajó hasta dejarlo en la misma baldosa donde lo había recogido...
Carmen esbozaba una mueca de contrariedad.
—¿Por qué el destino se ha ensañado con él? Pocos hombres hay tan buenos. Fiel amigo de sus amigos; y en el trabajo, un defensor de las causas justas. ¡Igualito que el padre! Pero a ese señor, mejor no mencionarlo más.
—Ya… Siempre lo verá, señora. Las personas íntegras sufren varapalos en la vida; en cambio, los aprovechados y demás calaña se van siempre de rositas.
Habían transcurrido unos minutos, acelerados en el nuevo planeo del águila. Cuando el discurrir del tiempo se normalizó, el pájaro se detuvo, siempre avizor. Matías descubrió que sus manos eran diferentes. Al buscar el lenguaje delator del espejo, reconoció a ese adolescente retraído que, al mismo tiempo, lo observaba desconfiado.
—No sé qué haremos contigo —bramó su padre tras irrumpir en la estancia—. Siempre abusan de ti. Tienes que imponerte; no dejarte avasallar. Si has de romperle la cara a alguien, pues empuñas lo que tengas delante y a por él.
Aprovechando que había cerca una tarrina destapada, untó la barbilla de Matías con mantequilla, Este se apartó y, sin tiempo de refugiarse en un gesto materno, corrió hacia el lavabo mientras sorteaba la amenaza de unas arcadas.
—Perrerías peores te harán si no espabilas —alzó Diego la voz.
—Por favor; no lo humilles más —sentía el pequeño a su madre desde el otro lado del pasillo, sumido en la desesperante dependencia del jabón —. Deberíamos hablar con el director del colegio...
—Por lo que he oído, tienen familiares en Madrid—intervino la compañera de viaje.
—Sí. Nuestro hijo. Y ya lo mencioné antes: un nieto llamado Luis —sonrió—. En realidad, todos somos de allí. Después de varios años afuera, demasiados…, regresamos para quedarnos.
—Hacen muy bien. Lo mejor es que estén juntos; y más en la propia ciudad.
—El problema se había acelerado; apenas nos movíamos de la isla. Quizá vivir otra vez en Madrid le ayude a reforzar la memoria. En cuestiones de fe, hay que agarrarse a un clavo ardiendo.
El sonido de un carrito llamó la atención de Matías.
—Traen agua. ¿Cielo, quieres que te pida una botella con algo de azúcar?
—Sí —él chasqueó la lengua.
—Aquí tiene, señora. —La auxiliar de vuelo orquestó el tintineo de una cuchara.
Había tomado pequeños sorbos. Ahora clavaba las pupilas sobre un reducido baile de estratos.
El águila batió las alas. Se vio envuelto en una nueva vorágine, hasta que pudo soltarse sin perder el equilibrio. Anduvo y encontró a su padre invadido por las canas, aunque conservaba el desdeñoso lenguaje de los ojos. Cuando examinó el semblante materno, se dio cuenta de cómo la convivencia marital había hollado cualquier rescoldo de lozanía. Decidió analizarse ante el espejo, con la sospecha de qué Matías iba a encontrarse. No tardó en descubrir a ese joven estudiante de abogacías que asentía delante de él.
Más ceremoniosa que nunca, la voz paterna interrumpió el ritual del encuentro:
—Toma. Ha llegado el momento —Diego se quitaba el anillo—. Considéralo un símbolo.
El resplandor rojizo de la sortija lo deslumbró. Su padre se la había colocado en el dedo.
—A partir de hoy te pertenece. Espero que te hagas merecedor de ella; para eso, deberás actuar siempre con firmeza. En la vida y en el mundo profesional solo importan los resultados que tú deseas, no el modo de conseguirlos; caiga quien caiga.
Alicia hizo retroceder unos pasos al joven, impulsada por el instinto.
—¡Por Dios! ¿Cómo puedes darle esos consejos? Bien está que sepa andar por la vida; pero no por ello ha de convertir su bondad en una herramienta destructora.
—¡Herramienta destructora! ¡No me vengas con pamplinas! Sé inflexible con los demás, y te respetarán; sé un filántropo pusilánime, una Hermanita de la Caridad, y te devorarán. Ya lo hemos discutido tantas veces.
—¡Qué empeño tienes en enfrentarte al mundo!... Hijo, cuando tu padre digas estas cosas, no le hagas caso. ¡Apañado estás!
Alicia palpó la mano de Matías. Aquel espíritu de veinte años que flotaba en alguna parte se sintió reconfortado al percibir de nuevo la calidez del tacto materno. Pero dicha sensación se quebró ante la mirada torva del padre. Este encumbró su índice punzante.
—¡Apañado sí está, pero por tu culpa! Te empeñas en protegerle demasiado; en tratarlo todavía como a un niño… No creo que puedas considerarte un ejemplo a seguir, dicho sea de paso.
—¡Diego!
—Ni Diego ni leches! Lo que deberías hacer es cortar por lo sano esas tropelías que permites un día sí y otro también; me refiero a las dichosas obras benefactoras.
—¿Obras benefactoras?
—¿No te das cuenta? Escucha, bonita. Si antes cité a las Hermanitas de la Caridad fue pensando en ti. ¡Te va que ni pintado! Me he dado cuenta de lo que sucede en la tienda. Ofreciste la mano, y te han cogido el brazo esas comadres chifladas del vecindario. ¡Qué digo del vecindario…; de la ciudad entera en cuanto se enteren de tu generosidad! Se hacen las simpáticas, y la menda a fiarles género. Abrí la tienda para evitar que te aburrieras en casa; no para que regalaras el dinero.
Alicia, cabizbaja, amagó un llanto.
—No discutáis más, por favor. —clamó Matías, que terminó por huir hacia su habitación. Allí, tendido sobre un triste edredón, pensaba en la figura paterna y cerraba los puños hasta clavarse las uñas. Reacción que intensificó al recordar con mayor clarividencia la escena vista desde el balcón, donde un grupo de vecinas del barrio se reunía en la calle entre carcajadas; una de ellas bailaba con una botella de aceite, otra dibujaba círculos con imaginarios lápices revestidos de embutidos.
Propinó un puñetazo sobre la cama y se hundió en la visión roja del jaspe, como si tratara de justificar la infancia perdida…
—Te ocurre algo, Matías —preguntó su esposa mientras él concentraba toda la atención en el anillo, que danzaba al dictado de un temblor repentino.
El hombre respiró hondo; su expresión se apaciguó tras el paso de una nube.
—Carmen —dijo con languidez—, el mar se termina.
Ella le acarició los ondulantes cabellos color ceniza.
—Sí, cariño. Vamos a entrar en la península. Pronto llegaremos a Madrid.
Matías elevó la mano izquierda. Una vez mantenida en el aire, esta volvió a descender con ritmo lento.
La costa levantina se revestía del tono caoba, y en el avión regresó la oscuridad. Se aferró al águila; fiel a la cita de las visiones que lo condujeron a la última casa habitada en la capital. Retrepado en su sillón preferido, meditaba frente al único retrato guardado de los padres; reflejo de épocas remotas, cuando estos eran capaces de sonreír. Sí hubieran permanecido en el mundo de los vivos, habría conversado con ellos, enardecido por la adquirida retórica.
Se contempló el anillo; sus manos revelaban la nueva metamorfosis. Iba a identificarse ante el cristal delator, otro legado trasladado al hogar conyugal. Vio entonces a su esposa Carmen, que se acercaba. Le agradó mucho reencontrarse con la imagen que le ofrecía de mujer atractiva; de esa suave madurez bajo la bandera inconfundible del lunar.
—No me avisaste al llegar —reprochaba ella con tono informal—. Estaba en la habitación; no oí la puerta.
—Discúlpame, querida. Iba a avisarte, pero se me fue la cabeza. Es que tengo la mente concentrada en un caso.
—¡Siempre tan despistado! —Le dio un beso—. Debe de ser importante para que te preocupe tanto.
Rodeó su cuello tenso con los brazos.
—Cuéntame de qué se trata. Anoche dormiste mal; delirabas y no dejabas de repetir: Andrés, el niño...
Matías profirió vagas exclamaciones.
—¿Dije algo más en el sueño? —inquirió, por fin.
—No… ¿Quién es ese niño?
—Una… persona indefensa. Existe cierto empeño en desahuciar a su familia. Bueno, veremos cómo se solucionará el caso. No puedo añadir nada más de momento.
—Contigo está en buenas manos; seguro.
Él inclinó la cabeza…
—Hemos avanzado bastante, tierra adentro —afirmaba Carmen, apoyada junto a la ventanilla del avión—. Ya falta menos —miraba a Matías, pero lo vio ensimismado.
Había guardado unos segundos de silencio. Optó por recuperar la posición en el asiento.
—Aquí, donde nos ve, llevamos casados casi cincuenta años. Nos conocimos meses antes de que terminara la carrera de abogado —manifestó.
—¿Sabe…? Considero un privilegio encontrarme matrimonios como el suyo; así de unidos. Por muchos años…
La compañera de viaje mostró un guiño esperanzador para coronar las palabras inconclusas.
«Supe apreciar lo que valía como persona. Solo necesitaba convencerlo de que iba a superar los traumas arrastrados desde la adolescencia», llevó Carmen los últimos fragmentos de la confesión al terreno íntimo del pensamiento.
Se rascaba con suavidad el lunar, meditabunda; pero una tenue turbulencia la alejó de cualquier abstracción.
—Pasamos por un pequeño lago —señaló la ventanilla.
—¡Ah! Debe de ser el pantano de Alarcón —repuso la otra viajera.
Entre nubes tintadas de caoba, reapareció el águila con un aleteo majestuoso y lo condujo por una ruta diferente. En aquel destino indefinido, su madre Alicia intentaba huir del afligido espíritu que la acosaba, y Diego no dejaba de impulsar histriónicos ademanes de patriarca complaciente:
—¡Bravo, Matías! ¡Al final necesité morirme para sentirme orgulloso de ti!...
Anunciaban la aproximación al aeropuerto de Barajas. Carmen le cogió la mano con fuerza. Deseaba compartir la alfombra nubosa, que en sus huecos permitía apreciar ya el Jarama, los coches sorteando las rotondas y, más allá, el majestuoso perfil de la sierra. Al agrandarse los detalles, sentía que Matías gozaba en su interior, como si preguntara a través del viento: «¿dónde estabas, Madrid…?»
—Que la fortuna les acompañe —se despidió la compañera de viaje al bajar del avión.
Anduvieron por un vestíbulo del aeropuerto. Allí, detrás de unas puertas acristaladas, se encontraban los familiares.
Un niño corría y gesticulaba. Como si alguien le hubiera despertado con brusquedad de un profundo letargo, Matías se acercó a trompicones.
—¡Andrés! ¡Andrés! —vociferaba.
—Abuelo, soy Luisito. Tenía muchas ganas de verte —le selló varios besos sonoros.
—Carmen, es… Andrés, el niño.
—¡Por el amor de Dios! —la mujer se estremeció al recordar aquel remoto sueño.
—¡Mi Andrés!
—¡Que no me llamo Andrés, abuelo! ¡Me llamo Luisito!
Los ojos claros de Matías desprendieron un desconocido fulgor, ajenos a las voces disuasorias que revoloteaban alrededor. Su voz luchaba por recobrar el brillo de otros tiempos:
—Carmen, te lo oculté...
Sin que le temblara el pulso, se palpó la sortija y sentenció con triste cadencia:
—Perdóname, Andrés. Me sobornaron…; os traicioné.
Carmen abrió y cerró la boca, sin poder articular palabra alguna.
Matías dirigía su mirada hacia una imaginaria bóveda, para enviar un pausado mensaje que erizó el vello de su compañera de fatigas:
—Padre, donde quiera que estés, no te enorgullezcas por lo que hice; sino por mi arrepentimiento.
Carmen respiró hondo en medio de silencio, hasta que del propio rostro emergió, pausado, vencedor, un visaje de redención.
Luis sacó un cuarzo blanco del bolsillo, estimulado por los gestos de sus padres.
—Es tuyo, abuelito. Te protegerá.
Ante la sonrisa materna de Alicia, Matías lanzó el anillo de incrustado jaspe al suelo y se despidió para siempre del águila, que emprendía el vuelo hacia algún lugar remoto...