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HAN TRANSCURRIDO YA VARIOS AÑOS y no he sido capaz de olvidar lo sucedido en el maldito caserón. Si ahora cerrara los ojos, desfilarían a buen seguro las imágenes del jardín; de los árboles vigilantes, cuyas ramas arañaban las cristaleras del ventanal y trepaban por los muros enmohecidos. Tal era la sensación producida en esa especie de mausoleo de leña y piedra, donde se cortaba la respiración y los latidos del corazón se aceleraban… Solo he de rozar el botón del viaje retrospectivo para revivir la intransigencia de mi madre y la imposición de acompañarla cada vez que decidía visitar a tía Berta; rechazo atribuido en principio a la fantasía infantil.
El detonante de los acontecimientos, verdadero ejemplo de prueba emocional, llegaría el día en que se vio obligada a interrumpir la conversación con su hermana y ausentarse unas horas. En alguna ocasión había imaginado escuchar a causa de mi incómoda capacidad intuitiva aquella horrible unión de palabras: «Venga, Juan, sé buen muchacho y haz compañía a la tía hasta que regrese. Pronto estaré de vuelta». Y tales augurios se cumplieron entonces, sin posibilidad de réplica efectiva al carecer yo de suficientes dotes persuasivas. No quedaba pues más opción que permanecer allí cautivo, durante una espera más lenta que el propio transcurrir del tiempo.
Tía Berta, quien por otra parte no me resultaba una persona desagradable —he de reconocerlo—, no tardó en ofrecerme un libro de tebeos encuadernados que todavía conservaba; gesto de buena voluntad que, en realidad, no contribuía a tranquilizarme si tenemos en cuenta a quien habían pertenecido. Representaba meses atrás —desde la perspectiva adulta se comprende mejor— el tesoro sagrado donde prima Alicia se refugiaba de la soledad y del desdén que le inspiraba el mundo. Aunque ya no podía repetirse la escena en la que era perseguido por la premonición, cuando pasaba las hojas con manos temblorosas en el cobertizo del jardín, antes de que regresara del desconocido centro al cual asistía; de que su escuálida silueta y las rígidas coletas que llevaba aparecieran en el claroscuro de la puerta, hasta adentrarse lentamente. En realidad, eso debía formar parte del pasado. Quería convencerme de que ella había ya sucumbido ante la oculta enfermedad de cuerpo y mente; no iba a martirizarme más con sentencias lapidarias, ni tendría yo que huir de sus punzantes ojos.
Inducido por la amarga amabilidad de tía Berta, y con el estímulo de un zumo de naranja, me senté en el salón, junto a la ventana que recibía el reflejo plomizo del jardín. Traté enseguida de concentrarme con las primeras viñetas. Necesitaba abstraerme en una atmósfera compuesta por muebles vetustos, un espejo grande y un carcomido reloj de pie. Luchaba por evitar el fluir del pensamiento.
Pero las sensaciones engendradas tiempo atrás se reforzaron con el sobresalto de la primera campanada; tensión sonora que abarcaría hasta los últimos ecos metálicos, a las cinco de la tarde. De repente, el silencio se adueñó más que nunca de la estancia y adquirió un halo de inexplorada trascendencia. Presentí entonces una sombra. Alcé la vista con sigilo hacia el ventanal: la pesadilla premonitoria, que en ocasiones sufría al dormir, se vestía de siniestra gala para traspasar los límites de la realidad. Se me secó la boca. Ya no sentía las manos, tan frías como el hielo. El vértigo se apoderó de mí y cuanto me rodeaba desapareció por completo...
Había recobrado el conocimiento. Me encontraba tendido sobre la mesa, junto a mi madre, tía Berta y un doctor que me tomaba el pulso. Una vez recuperado de semejante trance, confesé por fin lo que acababa de experimentar. Trataron de convencerme, ambas con voz titubeante, de que la imaginación me había jugado una mala pasada: «No te preocupes, cariño. Esas cosas nunca suceden…» Mas la desigual lucha entre la duda y la certeza se esfumó de forma concluyente al sorprender sus furtivas miradas de estupor, dirigidas hacia el jardín.
Dicen que enfrentarnos a nuestros miedos nos beneficia de alguna manera. En cierta forma sucedió así; no porque el estigma de la niñez me abandonara, como es sabido; sino por la sospechosa comprensión materna, que me mantuvo a partir de entonces alejado del caserón, de sus desnudos árboles y, sobre todo, de… prima Alicia.