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LA MIRADA DE LEO se paseaba por la borrosa y anárquica habitación. «Mis gafas», recordaron aquellos ojos miopes al incidir sobre ellos la agresiva luz blanca. Sintió al instante un desfile de avivados pensamientos.
Salía del colegio el día anterior, dispuesto a iniciar el camino hacia casa. Se había despedido de sus compañeros, tal como solía hacer: emitiendo sonidos con la boca —el logopeda le había infundido esperanzas sobre el habla—. Acababa de enfilar el camino cuando escuchó el inesperado reclamo en voz baja de la Rula, la estrafalaria pintora que vivía a unos pocos kilómetros de distancia del pueblo:
—Ven Leo —señalaba la mujer, de alborotados cabellos canosos, rígidos como «el estropajo con el que limpia mami». Tu mamá está muy atareada y quiere que yo me cuide de ti durante unas horas… Bueno. No debería decírtelo, pero te guarda una sorpresa… Vamos. Entra en el coche.
«¡Qué buena es mamita! Va a darme una sorpresa para mi cumpleaños. Me comprará una tarta con siete velitas», pensó el niño…
En la extraña habitación seguían desfilando por su mente las imágenes del inesperado paseo junto al río; las piedras que formaban ondas en el agua; y sus pobres gafas, desaparecidas tras caerse en la corriente mientras jugaba «¿Me regañará mami cuando no las vea?», se decía sin más testigos que las paredes del cuarto. Tampoco podía olvidar la primera visión del caserón donde ahora se encontraba, oculto tras la arboleda; y la sesión previa de dibujo, mientras la Rula perfilaba al carboncillo los rasgos de su cara pecosa y los insinuados rizos rubios.
—Tu mamá se llevará también una sorpresa mañana, cuando le llevemos el retrato —le susurraba la pintora.
Las horas posteriores habían transcurrido a lo largo de una larga noche de inesperados rumores y dudas, en la misma habitación. Murmullos graves e indescifrables, concluidos con la voz lejana y alterada de la Rula: «Avísenme, por favor, en cuanto sepan algo». «¡Avisarla…! ¿Por qué?», se preguntó Leo a su manera. Después, un golpe seco, metálico; el rugir de unos coches alejándose, que parecían emitir una luz azul e intermitente, y el regreso de la quietud profunda. La cama donde se tumbó derrotado por el inesperado ajetreo del día. Sueños repletos de floresta, riachuelos… «Dino, mi querido perro, corre junto a mamita y me busca… ¿Y mis gafas? Las he perdido ¡Oh, las tiene un horrible dragón!...» Tras el sueño, un despertar de puerta cerrada con llave: «la Rula ha querido protegerme de los monstruos de la noche». Y una leve sonrisa: «Mamita estará muy contenta cuando mañana vea mi cara dibujada con colores».
Los pensamientos de Leo se interrumpieron al entrar la mujer en aquella habitación. El modelo infantil había seguido las instrucciones de permanecer quieto, en silencio, y todo estaba preparado para que se iniciara el retrato definitivo. Ella deslizaba las pinturas sobre la paleta con agitada respiración, sin dejar de vigilar la posición estática del niño.
Este gimió de repente porque necesitaba ir al baño, y la pintora accedió a regañadientes. Cuando ya regresaban del lavabo, a Leo le entró un sudor frío. Al percatarse de un descuido de la Rula, se alejó deprisa, sin saber por qué, hasta entrar en una desangelada y pequeña estancia. Fue entonces cuando dio un respingo: sus ojos acababan de toparse con los retratos de dos amiguitos; no los había visto desde que se marcharon con sus padres a otra localidad.
«¡Eva!, ¡Luis!, estáis pintados como yo…! Os echo mucho de menos», intentó exclamar con sonidos guturales.
—¿Te gustan? Tú quedarás igual de bien —apareció la Rula enarcando las cejas, sin aparente tono de reproche.
La satisfacción en el rostro de Leo fue efímera; no así el mohín de sorpresa. Corrió hacia una ventana cerrada y emitió nuevos sonidos: «¡Mamm… Mamm!», señalando los cuadros, borrosos a esa distancia.
—¡Ah, claro! Quieres decírselo a mami.
Leo asintió con repetidos movimientos de cabeza. Inducido por un nuevo impulso abrió la puerta que conducía al sótano.
La Rula lo agarró con fuerza.
—¿Sabes? Eres muy curioso. —Hizo una pausa, antes de apostillar—: Todo llegará.
El niño gesticuló, dando a entender que percibía un lejano y desagradable olor.
Las arrugas de la mujer se tornaron menos rígidas.
—¡Ya…! Se han podrido unas patatas. —se acercó el dedo índice a la nariz, y añadió—: Venga. Hay que terminar el retrato a tiempo.
Minutos después Leo posaba de nuevo en aquella fastidiosa silla, bajo la mortecina luz blanca.
«¿Me echará Dino de menos? Mami le habrá dicho que mañana es mi cumpleaños».
—Niño, concéntrate y no te muevas…
«¿Por qué están los cuadros de mis amigos aquí, y no los tienen sus papás?»
—Ten paciencia. Recuerda que la pintura ha de secarse. ¿No querrás que tu mamá se manche los dedos?
El crío mostró un resignado mohín de negación.
Transcurrió una hora, eterna e incómoda, hasta el momento del pequeño retoque final. La Rula respiró hondo y alzó la vista.
—Bien. Está terminado. Ya puedes mirar.
Leo se acercó en busca de ese alter ego de óleo.
—¡Mamm!
—Sí. Le gustará mucho a tu mamá —la pintora se mordió un labio.
Él se aproximó enseguida al óleo, comparándolo con los retratos de sus amigos.
—No lo toques, niño inquieto —ella separó el lienzo del crío.
Tras escudriñar a Leo, la Rula le hizo una señal y avanzó unos pasos, tratando de no mancharse.
—Espera. Voy al sótano. Les diré a tus amigos que ya puedes jugar con ellos...
Leo gimió con energía.
—Verás qué bien os lo vais a pasar…
Volvió a quedarse solo, y en su infantil pensamiento trataba de asimilar aquella situación. «¿Qué hacían Eva y Luis en esa casa, en el sótano, jugando al escondite? ¿Por qué no habían salido de allí para abrazarlo entre brincos y “hurras”?». Hasta que un nuevo impulso lo llevó hasta la puerta de la habitación. Como se temía, no pudo abrirla.
El desconcierto se acrecentó al recordar que Eva odiaba los lugares cerrados y pequeños. Ella nunca jugaba en el desván de su casa…
Fue hacia la ventana del cuarto, pero el pestillo se resistía… «No quiero ir al sótano. Necesito abrazar a mamita y a Dino… ¡Dino!..., ven a buscarme, perrito. ¡Como en el sueño!».
La Rula regresó. Esbozaba un frío visaje.
—Vente. Tus amigos te esperan.
«¿Qué me va a hacer la Rula, mamaíta?»
Ante la inopinada resistencia del crío, ella se lo llevó arrastrándolo por el pasillo.
Llegaron al oloroso sótano; allí aguardaban las miradas impasibles de los niños retratados, incluida la suya; lienzos perfectamente colocados sobre una mesa convertida en altar, cubierta por un mantel rojo. Leo intentó zafarse de los brazos que lo zarandeaban y dio de bruces sobre uno de los cuadros. Fue entonces cuando reconoció dos objetos que pertenecían a sus amigos: el reloj de Luis y una medalla azul de Eva. Y detrás de tales pertenencias, emergían sus gafas, «¡Mamm! ¡Mamm!», completando el ritual.
Pero los acelerados latidos del corazón se mezclaron de repente con el sentir intenso de una conexión afectiva: «¡Dino! ¡Dino!». «¡Sí!» Unos ladridos lejanos empezaban a romper aquel febril silencio.
Impulsado por la esperanza, Leo arañó la cara de la Rula.
—¡Maldito seas! —gritó ella.
Echó a correr entre gemidos incontrolados. Sus piernas alcanzaban los pocos escalones que dejaban atrás el sótano; cruzaban la estancia con la amenazante sombra detrás, a poca distancia; había que atravesar el pasillo, deprisa, sin girar la cabeza…
Los rugidos de su querido Dino se percibían cada vez más cercanos; como si provinieran de la cocina. Allí, una puerta abierta daba al huerto… «¡Dino!, la Rula me mira muy enfadada. Me hará daño… ¡El huerto!... ¡Aquí! ¡Aquí!»
El niño consiguió salir, justo cuando las manos de la mujer lo alcanzaban. Gimió de terror, ecos acallados por un fulgor trascendental de sus ojos: los ladridos se materializaban con la presencia del perro. «¡Mamaíta, Dino ha venido para salvarme!». El Golden Retriever, que había saltado sobre una verja, no tardó en abalanzarse sobre la Rula para clavarle los incisivos en el brazo.
Sin tiempo para abrazarlo, y tras escalar la verja, Leo se dejó guiar por su protector de pelo dorado: trotaba y trotaba, sorteando piedras y ramas, alentado por el animal, hasta que por el camino divisó un coche patrulla. Dos agentes los recogieron y dieron aviso de la buena noticia.
Ya en el pueblo, al bajar del vehículo vio a su madre. Ella acudió a su encuentro entre gritos y lágrimas, hasta abrazar con fuerza el cuerpo retozón del niño y besarle las mejillas. «¡Mamm! ¡Mamm!», exclamaba él, también con los ojos húmedos. Y el dorado Golden Retriever posaba las patas delanteras sobre ellos, como uno más de la familia, celebrando el reencuentro, el final de la pesadilla.
—Por fortuna su hijo está a salvo; los otros dos niños corrieron peor suerte. Esa Rula va a disponer de mucho tiempo para retratar la conciencia —había escuchado Leo horas después al policía; feliz, ante el mejor regalo de cumpleaños: «Juntos otra vez: mami, Dino y yo; y con mis amiguitos Luis y Eva, que mami ha dicho que me ven por algún agujerito desde un bonito lugar».