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EL CRUCERO DESTINO VERACRUZ transcurría según lo previsto: una placentera normalidad, forjada con fiestas de salón sobre el Atlántico oscuro y desfiles de alta sociedad entre chascarrillos al sol, cócteles y piscina.
Flotaban los cubitos de hielo en el vaso largo. Inspirado por el aroma del whisky, Alberto Segura recordaba el momento antes de zarpar, cinco días atrás, mientras oteaba el muelle desde el puente:
Su móvil se encontraba entonces sobre el cuaderno de bitácora y unos caracteres escritos en rojo: 19 septiembre de 2018. Se disponía a utilizarlo, cuando recibió un mensaje; al leerlo, dejó escapar una sonrisa aliviada. Poco después vio a Claudio y Laura correr por el muelle y alcanzar, jadeantes, la escalerilla.
—Con estas prisas casi me rompo los zapatos —exclamó ella, nada más llegar al vestíbulo. Apenas recuperada de su agitada respiración, alargó el dedo índice.
—¡Capitán! —alzó la voz, sonriente.
—¡Capitán! —repetía el marido.
—Bienvenidos a bordo —celebró el capitán Segura—. ¡Vaya! Por poco el pasaporte nos juega una mala pasada.
—Mira que se lo dije… —profirió Laura.
—¡Maldita sea! Al cargar los toneles, me di cuenta de que no lo traía. Menos mal que vivimos cerca del puerto… ¡Ah! Quería mostrarte…
Claudio sacó una navaja plegable del bolsillo.
—¿Y esa pieza?
—¿Te gusta? Es la última adquisición.
—Él… y sus colecciones —gesticulaba Laura.
—Siempre lo he dicho. Claudio tiene muy buen gusto. —El capitán chasqueó los dedos—. Amigos, está todo en orden para zarpar. Claro que nunca hubiera partido sin vosotros —añadió con satisfecho semblante.
—Todo un detalle; verdad, querido —Laura se atusaba los ondulados cabellos de color castaño.
—Bien… —el capitán se anticipó a cualquier respuesta informal de Claudio—. Ya sabéis que mis ocupaciones me reclaman. Después nos reuniremos; mientras tanto, acomodaos.
—Tus palabras son órdenes —exclamó este…
Había echado otro trago. Revivía ahora la sensación percibida al iniciar el barco la marcha; las despedidas anónimas de quienes se habían quedado en tierra; los inertes quejidos de las grúas al bordear el dique; y el giro alrededor de un faro, para alejarse poco a poco y dejar una huella de espuma sobre el océano. La costa se perdía ya ante sus ojos.
Evocaba los momentos distendidos, horas después, al encontrarse con Laura y Claudio en el comedor:
—Bien. Decidme qué os parece este salmón.
Claudio respondía mientras masticaba:
—¡Exquisito! La verdad, no tengo palabras.
—Alberto es un verdadero anfitrión —enfatizó ella.
—Sí. La calidad es algo que no se debe nunca escatimar. Pero… ¿qué hacemos con las copas vacías? Probad ahora este vino. Aprovecharemos la ocasión para brindar… Por nuestro plan.
Todos las alzaron.
—Por nuestro plan —repitieron Laura y Claudio...
Provocó de forma subconsciente que los cubitos chocaran entre sí. Después de encontrarse inmerso en sus pensamientos, una voz femenina lo despertó por fin del letargo:
—¡Capitán Segura! —bromeaba Laura—, has sido muy amable invitándome a la rifa.
Era la última jornada de travesía. Iba a celebrarse un sorteo, como colofón benéfico, junto al chapoteo de los bañistas. Estaba previsto llegar a Veracruz sobre las 8 de la tarde, y ya no había tiempo para más lucimientos de alhajas, tan tintineantes en los memorables bailes nocturnos.
—Ya ves, Laura. Tu marido haciendo todo el trabajo sucio y arriesgado, mientras nosotros lo pasamos en grande.
El rostro de la mujer cambió de expresión.
—Fuera de bromas… Espero que las cosas salgan bien. Claudio tiene que actuar con rapidez y cuidado.
—Descuida. Con el plano y las indicaciones que le facilité, no ha de tener ninguna duda. Por lo demás, nadie puede sorprenderle. Todo el mundo está pendiente de la fiesta junto a la piscina; incluidos los miembros de la tripulación. De eso ya me he encargado.
—¡Capitán! —una señora que rondaba los sesenta años se aproximaba con paso animoso.
—¡Señora Remedios!
—Ya veo que está muy bien acompañado.
—¡Oh, no! —enfatizó el capitán—. Se trata de una gran amiga. Le presento a Laura.
—Hola, querida. Lamento haberme precipitado. Siempre hablo un poco de más.
—No se preocupe. En realidad, viajo con mi marido. Ambos conocemos al capitán desde hace mucho tiempo.
—Sí. No hay nada mejor que una larga amistad… ¿Sabe? Yo viajo últimamente en esta ruta; me ha salido un novio en Veracruz —añadió la señora Remedios.
Laura secundaba el tono distendido con una mueca.
—¿No viaja nunca en avión? —preguntó.
—En absoluto. Las alturas no me gustan; sobre todo, en trayectos largos. Además, me sobra el tiempo. —Observó a Laura durante unos segundos—. Su marido y usted han hecho muy bien. No hay nada como un viaje en barco para unir aún más a las parejas.
—En realidad se trata de un viaje comercial. Queremos extender nuestra marca de cerveza a América.
—¡Oh! Comprendo. ¡Qué interesante!...
—Parece que su sobrino se está divirtiendo —intervino Alberto.
—Carlos nunca se aburre. El capitán ya conoce la historia… Ahí, donde lo ve, tan sonriente, está superando un problema de comunicación.
—Deduzco, por sus gestos, que es… sordomudo. ¿Verdad?
—Sí, Laura. Pero, como puede comprobar, intenta relacionarse bien con la gente. Su madre murió hace veinte años; y desde entonces, siempre ha ido conmigo, a todas partes. Para mí es como un hijo.
—Lo entiendo perfectamente.
—Y si ahora me disculpan, voy a meterme en esa especie de danza acuática tan divertida; a ver si pierdo algún kilo. Querida Laura, ha sido un placer conocerla. Espero poder saludar a su esposo antes de que lleguemos.
—Por supuesto, señora.
—¡Ah, capitán! Enhorabuena por esta fiesta tan maravillosa al aire libre.
—¡Nada! Se trata de un simple pasatiempo, señora Remedios. Por cierto, no se olvide de recoger su papeleta para la rifa.
—¡La rifa…! Ya no me acordaba. Ahora mismo voy. Es algo que no me puedo perder.
La fiesta informal discurrió sin mayor novedad. Una hora más tarde de haber finalizado, el comedor se encontraba repleto de comensales, ávidos de langosta y bogavante. Sin duda, tanto baile y charanga les había despertado el apetito.
—Mira, querida. Ya viene… —Claudio señalaba con un leve movimiento de cabeza.
—O al menos eso intenta —sonreía Laura—. Es la máxima autoridad, y está muy solicitado.
—Capitán, es una travesía estupenda —celebraba una pasajera.
—Muy amable por su parte.
—Mi esposa tiene razón. Hace cincuenta años que nos casamos, y lo estamos celebrando a lo grande.
—Me honran esas palabras. Yo deseo que este sea un viaje inolvidable para todos.
—Mire. Para nosotros lo más importante es el cariño que nos profesamos el uno al otro... —La señora hablaba ahora con mayor cautela—: En confianza… Aquí, a bordo, hay muchas personas que solo viven para aparentar y lucirse; ya sabe: con joyas y vestidos inalcanzables para los demás. Pero pienso que así no pueden ser felices.
—Mujer, no entretengamos más al capitán. No debemos marearle con nuestras batallitas.
—¡Oh! No se preocupe. Ha sido un verdadero placer hablar con ustedes.
No habían finalizado el eco de nuevos y postreros cumplidos hacia el capitán, cuando este se encaminó hacia la mesa donde se encontraban sus amigos.
—Bien —miró alrededor mientras se sentaba—. Parece que todo está en orden… Claudio, has realizado un buen trabajo.
—Bueno… Ya sabéis que disfruto haciendo de comerciante y ladrón al mismo tiempo.
—He de reconocer que eso siempre se te ha dado muy bien —asentía Laura.
—Ahora todo ha de seguir su curso, sin demasiados contratiempos. Por supuesto, debemos guardar la máxima prudencia.
Durante unos minutos siguieron conversando. Claudio daba detalles pormenorizados de los pasos que había seguido, de cómo se había desprendido de su disfraz, cuando dejó una palabra inconclusa.
—¿Qué ocurre? —inquirió el Capitán.
—Hay un joven que no deja de mirarnos.
Alberto se giró. Dio un respingo.
—¡El sordomudo!
—No comprendo…
—Sí, nos está observando, sin ninguna clase de disimulo.
—¿El sobrino de aquella señora tan peculiar? —preguntó Laura.
Alberto asintió.
—¡Bah! —exclamó ella— ¿Qué problema puede haber con él? Tiene pinta de ser un pobre infeliz. ¿En qué puede perjudicarnos?
—Sabe leer en los labios. —El capitán propinó un contenido puñetazo en la mesa—. Por la expresión de su cara, deduzco que lo ha hecho cuando hablabas, Claudio.
—¡Maldita sea!
—Ahora se levanta de la mesa. Se marcha —afirmó la joven.
—Laura —se incorporó el capitán—, quédate aquí; como si nada hubiera ocurrido. Vamos, Claudio. Salgamos sin llamar la atención.
Ambos cruzaron el salón. Nada más empujar las puertas abatibles, se introdujeron en un pasillo y apresuraron el paso.
—¡Joder! Lo hemos perdido de vista.
—¡No! ¡Va por ahí! —alzó el capitán la mano.
—Ya… ¿Nos habrá visto? Ese condenado corre como un galgo.
—Sí, pero descuida; lo tenemos acorralado. Con los nervios, se ha perdido; aquella puerta solo conduce a la bodega.
—¿Qué vamos a hacer con él?
—Convencerle de que ha sido un mal entendido. Que todo obedece a un agradable plan para sorprender a su tía, y que por eso ha de guardar nuestro secreto. Es muy infantil, y se tragará ese cuento. Bien… Entremos.
La puerta gruesa de hierro chirriaba al abrirse; un sonido sustituido enseguida por el eco de las pisadas que penetraban en la bodega.
—No puede estar muy lejos. Ve tú hacia los toneles —sugirió el capitán.
Estos conformaban una fortificación, donde se mezclaba el olor a grasa y madera situada en un altillo. Claudio había subido los peldaños que le conducían hacia los recipientes, mientras el capitán iniciaba la búsqueda por varios recovecos.
Una voz sonó, repentina, como si proviniera de algún pozo.
—¡Alberto!
—¿Qué sucede? —El capitán se aproximó con paso acelerado.
—¡Venga, por Dios!
—No… No puede ser… El mudo está muerto.
Entre dos toneles de cerveza, el joven yacía con los ojos abiertos. De su boca se desprendía un suave flujo rojo que salpicaba el suelo.
—¿Cómo ha ocurrido? ¡Maldita sea!
—¡Claudio, no alces la voz!
El capitán se agachó y le cerró los párpados.
—Alberto, nosotros no lo… hemos matado.
—Por supuesto que no. Ya lo ves. Se habrá golpeado la cabeza con ese hierro saliente; un accidente… Ahora no podemos perder más tiempo. Echemos el cuerpo dentro.
—¿Del tonel?
—Sí. Ahí, donde escondiste el motín. Por fortuna este infeliz no era muy corpulento; ocultarlo en otro lugar lo complicaría todo. Vamos, no perdamos más tiempo.
Cargaron con él. Separaron la cubierta y, tras apoyarlo sobre el borde, dejaron que se deslizara hacia el interior. El capitán aprovechó para comprobar una vez más el contenido que allí dormitaba, desde ahora con inesperada compañía.
—Larguémonos ya. Nos pueden pillar —Claudio apretaba los puños.
—Reúnete con tu esposa. Yo debo quedarme todavía. Tengo un par asuntos que realizar aquí.
—¿En la bodega?
—Sí. No te preocupes. Después nos vemos. ¿De acuerdo?
—Muy bien. Tú eres el capitán.
Claudio ya había salido. Alberto aguardó unos segundos más y cogió el móvil...
Laura acababa de abandonar el comedor. Vio a su esposo acercarse y gesticular con energía.
—¡Laura, iba a tu encuentro!
—Cariño, esperaba noticias vuestras. Estoy en ascuas.
—¡Maldita sea! Ha sucedido algo que no esperábamos… El capitán se ha quedado en la bodega.
—Cuidado, nos pueden oír... Si te refieres a lo de las joyas, tarde o temprano tenían que darse cuenta de su desaparición.
—¡Diablos! No es eso… Se trata del sordomudo.
—¿No os habréis sobrepasado con él, verdad?
—Ha sido horrible…
Las palabras de Claudio salían entrecortadas, solapadas por su respiración…
—¡Muerto! —Laura forzaba una exclamación.
El marido relató lo ocurrido, de forma atropellada. Y concluyó:
—Metimos el cuerpo en el tonel de las joyas. ¡Por qué tenía que suceder esto!
Laura se tapó la boca con la mano; cuestión de que transcurrieran unos simples segundos. Después esbozó una mirada de conmiseración.
—Ninguno de nosotros deseaba un contratiempo así. Pero ahora no nos queda otro remedio que mantener la calma.
—¡Por todos los demonios! Yo no contaba con la muerte de un inocente… No me encuentro bien.
—Cariño, ahora que lo dices…, te veo algo cansado. Deberías ducharte. Eso te quitaría tensión. Con toda seguridad, el capitán tendrá todo controlado.
—Quizá sea una buena idea. ¿Vienes conmigo?
—Sí… Aunque, será mejor que te adelantes tú. Yo iré después. Prefiero tomarme algo en el bar; si te parece. Necesito un trago.
—Comprendo, querida. Te espero, entonces, en el camarote.
Claudio renunció a meterse en la ducha. La inquietud solo le permitía salpicarse el rostro con el agua del grifo. Se contemplaba en el espejo como un juez implacable.
Los tacones resonaban con eco. El capitán alzó la mirada.
—¿Laura?
—Sí —ella se adentraba en la bodega—. Claudio se está duchando. Como es normal, me ha contado lo sucedido. Dentro de poco tendré que reunirme con él; de momento no hay peligro...
—Este es el único lugar donde podemos hablar con tranquilidad. Espera... Entornaré otra vez la puerta.
Las bisagras de hierro volvieron a rechinar.
El capitán se aproximó después a Laura.
—En algún momento la señora Remedios echará en falta a su sobrino —afirmó la joven, con una mueca de complicidad.
—Sé cómo controlar la situación.
—Sí, cariño... Tengo muchas ganas de llegar a Méjico, para que nos perdamos en la inmensidad de ese país.
—Y yo también, Laura. Ya sabes que abdico de mi cargo por ti.
—¿Vas a hacer eso por mí? —preguntó ella con mimosa voz.
Ambos se dieron un beso urgente; y con la misma rapidez, dejaron de abrazarse.
—Ya está preparado el camión. Solo nos quedará aprovechar cualquier descuido de Claudio para escaparnos.
—Eso corre de mi cuenta, querido.
El capitán le señaló el tonel. Subieron los peldaños, replicados por el eco. Alberto lo golpeó con los nudillos.
—¡Si señor! Me gusta este sonido a madera. A madera vacía de cerveza.
Laura sonrió. El capitán la observó con aire seductor.
—¿Estas convencida del paso que vamos a dar?
—Esa es una pregunta retórica. —Laura le rozó el labio con la yema del dedo índice—. Te he demostrado que sí —añadió, coqueta.
—Aunque… llevemos un cadáver dentro.
—Si te he de ser sincera, lamento lo que le ha sucedido a ese joven.
—Yo también. Un desagradable accidente.
—La verdad, tendremos que andar con tiento al deshacernos del cuerpo.
—Ya te he dicho que está la situación controlada. Mis compinches de Méjico se encargarán de todo.
—Capitán, tienes todos los cabos muy bien atados.
—Siempre nos hacemos favores. En esta ocasión, van a disponer de algunas joyas y hasta de buena cerveza —ironizó el capitán.
Volvían a abrazarse, cuando la puerta chirriaba de nuevo. Ella dio un respingo.
—¡Claudio! —profirió el capitán.
Este se adentraba en la bodega.
—¿Qué ocurre, cielo?
—Eso lo debería preguntar yo, Laura. ¿Qué diablos hacíais?
—Estás sacando las cosas de quicio —el capitán alzó la voz.
—¡Me tomáis por idiota! Mis oídos podían engañarme, pero los ojos no. Os he visto por el hueco de la puerta; abrazados.
—Es hora de poner las cartas boca arriba —espetó el capitán—. Este es un mundo de vencedores y vencidos. Y a ti te ha tocado perder.
—¡No! —Claudio apretó los dientes y los puños, con los ojos cerrados. Los fue abriendo, poco a poco—. Laura…, fui al bar y no estabas allí. Te he buscado; algo me decía que te encontrabas aquí. ¡Maldito sueño! Se está cumpliendo.
Dio unos pasos, y por un momento confesó con voz maquinal y mirada absorta:
—Sí. Una vez tuve un sueño premonitorio donde sucedía algo así. Pero al despertarme, celebré, lleno de felicidad, que se tratara de una pesadilla. Qué afortunado era entonces, y qué necio me siento ahora…
Despertó del extraño y breve letargo para prorrumpir:
—¡Por todos los diablos! Ese maldito sueño se ha convertido en cruel realidad.
—Podemos hablar con calma —sugirió Laura, mostrando un tono protector.
—¿Con calma?
—Vas a tener que aceptar los hechos, tal como son. Laura y yo vamos a vivir juntos, en Méjico —intervino Alberto.
Claudio resollaba.
—Me habéis traicionado. Mi mujer… mi mejor amigo… Pero no os va a servir de nada, porque vuestra historia ha llegado a su fin. Juro que me lo vais a pagar.
Claudio metió la mano en el bolsillo. La navaja plegable, que parecía haber aumentado de tamaño, se asomaba entre los delgados dedos que la sujetaban.
—Deja eso. Te has vuelto loco —profirió Alberto.
—Laura, Capitán, ya no hay vuelta atrás.
—Podemos hablar con calma —sugirió la mujer.
—Que el infierno os confunda.
—¡Laura, retrocede! —el capitán extendió el brazo hacia ella.
¡Cuidado, Alberto!
Este trataba de sujetar los dos brazos de Claudio.
—¡Laura, la pistola! ¡En mi bolsillo derecho!
Con el brazo que no sujetaba el arma blanca, Claudio propinó un manotazo sobre el hombro de la joven. Tras un ahogado quejido, esta consiguió hacerse con la pistola. El disparo seco y discreto, debido al silenciador, dio paso a unos quejidos estertores. Las piernas del capitán, impulsado por el cuerpo de Claudio, se doblaron. Sobre las mejillas de Laura se escaparon unas lágrimas.
—¡Que el infierno os confunda! —exhaló el herido de muerte.
Alberto se levantó del suelo.
—Perdóname —exclamó Laura.
Claudio cerró los párpados para siempre.
—Ha sido en defensa propia —el capitán la abrazó.
—Sí. Iba a matarte. No he tenido más remedio —dijo ella con voz afectada.
Ambos contemplaron el cuerpo. Enseguida, el capitán agitó su muñeca, rodeada por un Rolex.
—No perdamos más tiempo. Hay que esconder el cuerpo en el tonel de las joyas.
—¿Con el otro muerto?
—Sí. Por fortuna es grande.
En el bar el brazo agitado forzaba el tintineo del hielo en el vaso. Y el sonido se mezcló con una voz inesperada:
—¡Laura! ¡Laura!
De forma atropella, ella dejó el whisky sobre la mesa.
—¿Qué ocurre, señora Remedios? —balbuceó.
—Mi sobrino… Ha desaparecido. ¿Acaso lo ha visto usted?
La joven intentó contener la respiración.
—No… La verdad es que…
Se le escapó una mirada compasiva.
—¿Ocurre algo, querida?
—¡Oh! Nada, señora Remedios… Se trata de un asunto particular.
—Bien. En ese caso seguiré buscando al inconsciente de Carlos. En cuanto lo encuentre me va a oír, por muy sordomudo que sea…
—No se preocupe. Ya verá como su sobrino aparece en cualquier momento. Adiós…
Al quedarse sola, pergeñó un suspiro de alivio y, al mismo tiempo, de cierta culpabilidad.
La tarde llegaba al ocaso. Un salón acogedor, no muy grande, con cortinas rojas, acogía los compases de Duke Ellington. Ella alzó la mirada, sonriente.
—¡Laura!
—¡Alberto!
Intercambiaron unas palabras. Él se sentó.
Se aproximaba un camarero.
—Me he encontrado a tu marido —el capitán dibujó una disimulada mueca dirigida a la chica— Se reunirá con nosotros en cuanto termine de enviar… el correo electrónico.
—Capitán, ¿le sirvo lo de siempre?
—Sí.
—¿Y usted, señora?
La estrategia había sobrecogido durante unos segundos a Laura, pero enseguida comprendió que convenía mantener a Claudio vivo ante oídos ajenos, incluido el camarero.
¿Señora…?
—Yo también un whisky con hielo, por favor.
Algunos pasajeros, sentados cerca de ellos, se levantaron; no sin dedicar un saludo al capitán.
Ya con las bebidas sobre la mesa de centro, ambos hablaron en voz baja; el camarero había ido hacia la barra y los sillones más próximos se encontraban ya vacíos. De repente, el Alberto señaló la entrada.
—Por ahí viene la señora Remedios.
—Han transcurrido tres horas desde que me la encontré, y era extraño que no supiéramos nada de ella —observaba Laura, mientras posaba sus uñas sobre el terciopelo marrón del asiento.
—Yo tampoco la he visto últimamente. Y nadie de seguridad me ha comunicado nada… Se está acercando.
—¡Capitán, ayúdeme, por favor! —exclamó la mujer, cuando se encontraba a unos pasos de distancia.
—¿Qué le sucede, señora Remedios?
—Mi sobrino ha desaparecido.
—¿Su sobrino? —Alberto puso expresión de extrañeza.
—¿No lo ha encontrado, todavía? —se adelantó la joven—. Capitán, hace tiempo que no sabe nada de él. Me empieza a resultar extraño.
—Iniciaré una búsqueda minuciosa. Puede que se haya quedado encerrado en algún lugar. Ya me dijo usted que es muy inquieto.
—Cierto. Siempre le ha gustado fisgonear en los rincones, aunque esta vez se está pasando mucho. Queda ya poco para llegar a Veracruz y estoy muy nerviosa.
—Tranquilícese. El barco es grande, pero no le quepa duda de que pronto lo encontraremos.
—Dios lo quiera...
Majestuoso, el buque arribaba por fin a Méjico, entre diques y grúas que parecían darle la bienvenida. Pronto iba a producirse el trasiego de pasajeros, preparados para abandonar los camarotes. Un numeroso grupo de ellos se arremolinaba en el vestíbulo.
—¡Por Dios! ¿Dónde están las joyas?
—Nos han robado.
—¡La caja fuerte! —sollozaba una señora—. Alguien ha entrado en nuestra habitación.
—¿Qué están diciendo?...
—¡No es posible! ¡Mi caja fuerte! —bramó otra mujer—. Tiemblo con solo pensar que…
El revuelo se iba extendiendo; se añadían nuevas voces.
—A bordo hay un ladrón profesional.
—¡Seguridad!
—Busquemos al capitán. Es la máxima autoridad.
Alberto tardó unos minutos en aparecer, precedido a cierta distancia por Laura. Cruzaron una mirada ante el tumulto producido.
—¡Capitán, por fin le encontramos! —una pasajera le sujetaba el antebrazo.
—¿Sucede algo?
—¡Por Dios! ¡Nos han robado!
—¿Qué está diciendo?
—Nos han robado las joyas y el dinero, capitán.
—Sí. Alguien entró en los camarotes y abrió las cajas fuertes… ¡Qué disgusto, madre mía!
Alberto movió la cabeza una y otra vez, con expresión atónita. Se mordió los labios.
—Ahora mismo me encargo de todo. Señoras, no se preocupen. Descubriremos al ladrón, y ustedes recuperaran sus pertenencias. Voy a ponerme en contacto con la policía portuaria.
Echada el ancla, amarrados los cabos, los perjudicados del robo permanecían en el vestíbulo. El capitán regresó ante la retahíla de lamentos y muestras de impaciencia. Laura continuaba a prudencial distancia.
—Atención —Él extendió la mano, mientras chistaba—. Me acaban de avisar. Las joyas han sido localizadas.
Los siseos quedaban ahora solapados por suspiros y exclamaciones de expectación.
—Un momento —trataba el capitán de proseguir—. En cuanto sus bienes sean depositados en la comisaría, se les avisará. Les facilitaremos una declaración valorada de las respectivas pertenencias, que presentarán con el resguardo de las cajas de seguridad. Ahora les pido paciencia. Un perito tiene que levantar acta…
El capitán divisó a sus secuaces, en el puerto, dispuestos a recibir los toneles, que no eran de cerveza, sino de contrabando y muerte. Laura sujetaba el equipaje, sin perder de vista el muelle. Los estibadores descargaban ya las mercancías.
Ella se aproximó con disimulo al capitán. Ambos miraban de reojo la reacción de las pacientes y confiadas víctimas del robo. Fue entonces cuando alguien se acercó a ellos.
—¡Oh, capitán! ¡Laura! No saben lo feliz que soy.
—¿Qué ha sucedido, señora Remedios? —el capitán forzó la pregunta.
—Mi sobrino. Ya lo he visto.
—¿Cómo? —Laura tragó saliva.
—Sí, querida. Caminaba por la bodega; así de tranquilo, mientras yo me partía el alma buscándolo. Y ahora, ¿dónde se me habrá metido?
La joven y el capitán cruzaron otra mirada, más desconcertada que nunca.
—¿Está usted bien, señora? —inquirió Laura, con voz entrecortada.
—Mejor que nunca… No debe de andar muy lejos. Espero que no se me haya perdido de nuevo.
Una pasajera se aproximó a ellos.
—Capitán, ¿hasta cuándo debemos esperar? Quiero recuperar mis joyas. ¿Han descubierto al ladrón?
—Puede tranquilizarse. —se anticipó la señora Remedios—. Estoy segura de que pronto lo van a detener—. Alzó la mano. En aquel momento entraron varios agentes y un inspector de policía mejicano.
—Capitán Alberto Segura, Laura Blanco, quedan ustedes detenidos…
Tras enunciar el inspector las causas de la detención, se extendió por el vestíbulo un creciente rumor, hasta convertirse en un clamor acusador de los pasajeros:
—¡Sinvergüenzas!...
—¡Asesinos!...
—Les aseguro que yo no robé ninguna joya —espetó el capitán, tratando de mostrar entereza—. Fue el esposo de Laura quien las robó. Cuando ella y yo le descubrimos, tenía un arma. Tuvimos que defendernos.
—Bien, señores —intervino el inspector, mirando de soslayo a los allí presentes. Luego realizó un gesto de acercamiento—. Acá tenemos a una chavita que les aclarará definitivamente este caso: mi colega de España… ¡La señora Remedios!
—Inspectora Ramírez; si no le importa, capitán —rectificó esta, amagando una sonrisa,
—Mi colega de España —repitió el inspector. Luego añadió, con intencionada expresión—: Y alguien más...
Fue al girarse cuando el desconcierto por parte de Alberto y Laura se revistió de un frío temblor, de palpitaciones compartidas.
—No es posible. Estaba muerto —farfullaba el capitán.
—Acércate, Carlos. Acércate —la inspectora Ramírez gesticulaba. Luego escudriñó al capitán y a la joven—. Sí, amigos. El agente Redondo y yo hemos frecuentado este barco durante las últimas travesías; eso, capitán, lo sabe perfectamente. En realidad, llevábamos tiempo siguiendo sus movimientos, así como los de la señora Laura y su difunto marido. Quizá recuerde, en un viaje anterior, cierta conversación que mantuvo en cubierta, creyendo que nadie podría descubrirle. Sin duda, desestimó la presencia de mi sobrino. Girado de espaldas, él nunca podría haberle leído los labios, pero sí escuchar lo que usted decía, si tenemos en cuenta que su deficiencia era ficticia. A partir de entonces, supimos que los tres elementos del rompecabezas iban a reunirse pronto para viajar juntos a Méjico; claro que uno de ellos estaba destinado a ser vilmente traicionado. Solo era cuestión de esperar a que llegara el momento propicio para poder actuar. No es así, agente.
—Sí —habló por fin el agente Redondo, respondiendo a la inspectora—. Ya ven que estoy vivo y que, además, soy capaz de hablar, de escuchar y, como ha dicho la inspectora, de actuar en el momento propicio.
El capitán apretó los puños.
—Tan solo —intervino la inspectora— había que dejar transcurrir los acontecimientos y obtener las pruebas definitivas. En el comedor mi sordomudo fiel debía comportarse de forma llamativa; darles a entender que les había leído los labios. Así provocó que le persiguieran, porque en realidad nos interesaba llevarles hasta la bodega, donde se habían instalado unas cámaras. Guiados como corderos, se encontraron entonces en el lugar apropiado para aportar, de forma involuntaria, un testimonio que los delatara; en especial, a usted capitán, porque el señor Claudio ya había sido grabado cuando usted y la señora Laura lo habían utilizado como conejillo de indias. No podemos negar, pues, que se quedaron reflejados hechos muy aclaratorios. Y si se hizo el agente pasar por muerto, fue para forzar aún más su manera de reaccionar.
—La sangre simulada y el líquido que produjo la sensación de frío en mi cuerpo eran productos de primera clase, muy convincentes, capitán —ironizó Carlos Redondo—. Por cierto, no resulta muy reconfortante quedarse encerrado en un tonel.
—Tanto el agente como yo estábamos siempre en contacto. Cuando usted, capitán, se marchó de la bodega, le abrí la tapa para que pudiera salir de allí. La verdad, tuviste muchas agallas al compartir las joyas con un cadáver. Tendremos que condecorarte. ¿No es así, querido colega de Méjico.
—Por supuesto. Es un chamaco muy valiente y con mucho futuro.
El agente Redondo dibujó un distendido visaje de agradecimiento.
—Procedamos, ahorita. Saquemos de este barco tan lindo a estos dos malandrines. Buena luna de miel les espera —enfatizó el oficial mejicano.
—¡Fuera!... ¡Asesinos!... ¡Ladrones!... —vociferaban algunos pasajeros, mientras los agentes se los llevaban.
—Inspector —manifestó la inspectora Ramírez poco después—, en nombre de mi país, agradezco su inestimable colaboración.
—Ha sido y es un placer ayudarla y… platicar con usted. Este servidor siempre estará a sus pies.