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SALÍA DEL BANCO, sonriente, con aires resueltos. Contemplabas semejante prueba de infortunio, y cerraste los puños con inusual fuerza. Ese hermano tuyo, tan cuidado por el destino, parecía regodearse de la abundancia que —¿a quién sino?— le correspondía.
La realidad te asignaba una vez más el papel de simple vigía, mientras esperabas a que él regresara a su porche estacionado en doble fila, ante la ajena amenaza de los municipales. Quizá el fraternal engendro de poder y fortuna te iba a conceder una pequeña propina, ganada a pulso por vínculos de cuna. Recordabas entonces las correrías infantiles; sus aplaudidas victorias y las riñas a ti siempre reservadas.
Te mordiste los labios días después, al sorprenderlo en compañía de quien fuera objeto de tus inalcanzables deseos; de aquellos femeninos aromas a lavanda prohibida. Seguías sin comprender por qué de un mismo tronco pueden crecer dos ramas tan diferentes; una, bajo la acaricia del viento; la segunda, partida por el rayo del despropósito…
Ahora, tras el maldito impulso guiado por la ira, lees delante del inerte cuerpo una nota secreta que guardaba en la chaqueta. Son letras borrosas, veladas a través de las lágrimas que te humedecen las mejillas.
Dejas caer lentamente la empuñadura manchada de sangre, y el pensamiento, dictado desde la conciencia que te acompaña, fluye en contacto con su alma todavía cercana:
¡Qué necio me siento, hermano, por haberlo poseído todo! ¡Cuánta insignificancia reconozco, tras verme abocado a la irremediable enfermedad que tanto yo ignoraba! Y en medio del arrepentimiento, redacto este mensaje para legarte los bienes que atesoro; para devolverte el amor usurpado, con el ánimo de que lo cuides cuando me marche de este mundo…