Microrrelato
SIN DETENER EL PASO, Carla escudriñaba las estanterías repletas de libros vetustos. Entre las tapas sobresalían mil partituras, más amarillentas que nunca. Tío Braulio ya no podía interpretarlas.
Frunció el ceño con ironía.
—Espera aquí, hija. He de ayudar a… Ya sabes —sugirió Carmen, mientras señalaba el brazo escayolado de su hermana.
«Podías haber venido tú sola, mamá», le reprochó la muchacha con el pensamiento. Luego dedicó una sonrisa sardónica a tía Rosa.
Las vio poco después, a través de la ventana: se alejaban despacio a lo largo del jardín, envuelto en la bruma. Desvió la mirada hacia el piano; se aproximó al instrumento. Con un mohín desdeñoso posó el dedo índice sobre una tecla negra. Ya no iba a sentir el roce enervante de la mano sobre su pierna, cada vez más frecuente, durante aquellas clases que él le impartía.
Sonó de repente el do sostenido, sin que la adolescente hubiera pulsado la tecla. Dio un respingo. Desfilaron, veloces, las imágenes de lo sucedido aquella tarde en ausencia de tía Rosa, seducida por tío Braulio. Revivía con palpitaciones el reflejo del espejo, testigo silencioso, después de que el secador enchufado fuera lanzado hacia la bañera; allí donde él la esperaba.
Y a ese do sostenido, le siguieron otras notas negras. De repente, varias teclas blancas, más amarillentas que nunca, se unieron para formar una conocida melodía; todas dispuestas a manifestarse hasta que Rosa, la viuda, y Carmen regresaran…