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LAS LLAVES DE MI VOLUNTAD yo se las di en Barcelona… Así rezaba el manuscrito recién descubierto del almirante Colón, que en manos del rey Fernando de Aragón sufría el vaivén del pulso trémolo. ¿A qué se debía tal brevedad? ¿Qué encerraba tan subliminal mensaje? Larga se le antojaba la espera hasta que Isabel regresara del viaje a Arévalo —el galeno de la corte lo había recomendado para preservarla durante una semana de las tribulaciones inherentes al reinado—. Y en aquella incertidumbre nocturna, Fernando contemplaba después, con obligados ojos de Estado, los mapas bajo el flamear de las velas; trazaba con el dedo la ruta que, según lo previsto, debía recorrer ese testarudo y consentido aventurero en el segundo viaje hacia las Américas…
Surcaba la carabela el mar rumbo a Nápoles, donde le esperaba el aposento, procurado con discreción por Diego de Deza, su amigo. Desertor de horizontes atlánticos, el Almirante Cristóbal Colón había fijado así la vista hacia levante, con el aliento del bonancible viento de poniente…
Apuntaba el alba y el rey Fernando, alterado por un aguzado sentimiento, recordó en los lindes del sueño la excesiva anuencia de la reina ante el proyecto que significaría en su momento el descubrimiento del nuevo continente. A través de un invisible cristal, a modo de lupa inserta en la mente, revivió sonrisas y miradas ajenas, entonces nimias, que en semejante estado de conciencia rezumaban sospechosa complicidad; y la cajita de madera con una bella mariposa disecada traída de las Indias, que el marino obsequió a Isabel como símbolo de agradecimiento, incluida sin razón alguna en el equipaje con destino a la villa abulense…
La tripulación, fiel a Colón, guardaba los cofres supuestamente vacíos y destinados a transportar nuevos tesoros durante el regreso de Santo Domingo; en realidad, repletos del primer motín: furtivo signo de riqueza hacia una alianza con Nápoles y Francia...
¿Tendrán razón sus enemigos al tacharlo de hombre poco fiable? Se le podría perdonar algunos de los caprichos, pero nunca una traición… ¡Cielos! Extraña sensación la que me embarga. ¿Por qué se demora el heraldo en traerme nuevas de la reina?... Sí. Hoy partiré hacia tierras de Arévalo… ¡Los caballos! ¿Dónde se encuentran?... ¿Acaso mis confidentes y secretarios han desaparecido?... ¡Por la sangre que me hierve, algo extraño está sucediendo!... ¿Acaso soy víctima de una conjura? ¡Que baje Dios y lo niegue!...
La carabela mantenía el rumbo; con la proa orientada hacia el estrecho de Bonifacio, entre Córcega y Cerdeña. Y en aquel mar rizado, los vientos y el sol adornaban el castillo de popa donde el almirante respiraba el femenino hálito. Próxima a Fernando, con los ojos puestos en el Mediterráneo, Isabel suspiraba bajo el intenso cielo marino. Se había liberado del lastre dejado en Aragón desde que, embozada, abordara la nave con el anhelo de un nuevo reinado del que Castilla también formaría parte.
Él le acarició su fértil cobijo con la misma mano que elevara para exclamar Tierra a la vista. Ella intuía los futuros latidos, dotados de sangre genovesa: un bebé, si la fortuna así lo dispusiera, heredero algún día de la futura corona; engendrado cuando las llaves de mi voluntad yo se las di en Barcelona…