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TE ENCONTRABAS delante de un espejo; sentado en la butaca e inmerso en plena meditación. Deseabas saber si aquella persona que te miraba era alguien realmente conocida; o sí, por el contrario, estaba animada por un espíritu extraño.
Seguías contemplando ese reflejo, y la mirada penetrante ya te intimidaba, convirtiendo tu ser en alguien misterioso y ajeno.
Sacabas fuerzas de tanto estupor y dibujabas una tímida sonrisa en busca de la réplica complaciente. Pero aquellos intentos por controlar los labios de cristal resultaron infructuosos: con su frialdad no remedaron el cálido deseo de los originales. Te viste envuelto en un laberinto donde las alegrías se convertían en penas, los deseos de superación en dejadez y los sentimientos nobles en deslealtad.
Te levantaste raudo y, con voluntad de hierro, agarraste una varilla de metal para romper esa lucha interna que te atenazaba; que atravesaba tu cuerpo; tu alma. Golpeaste el ignoto espejo, hasta entonces vigilante y mudo. Se produjo entonces un estallido de alivio y paz: los temores acababan de desaparecer, convertidos en una alfombra de cristales divididos, incapaces de insinuar enigma alguno. Contemplabas el liso marco, sereno y liberado de tanto peso, sobre el suelo. Ya no te veías reflejado, mas sus tonos dorados convertían ese hueco desnudo de baldosas en pequeñas ventanas que se abrían. Avanzaste hacia una de ellas; y cuando quisiste darte cuenta, se formó un gran bosque alrededor, repleto de pinos y charcos, en donde podía verse el cielo algodonado: gotas finas de lluvia caían sobre ti, como si vinieran de alturas celestes, cuando en realidad provenían de las profundidades terrenales.
Las nubes se miraban en aquellas quietas aguas; como tú te habías mirado desde el asiento. Pero ellas bogaban libres; sin temor a la contrapuesta y, al mismo tiempo, simétrica conducta humana; en el fondo tan temerosa de su destino.
Caminaste después, rodeado de campos verdes, hasta encontrar otro remanso de agua. Allí surgió de nuevo el espejo con su liso marco dorado. Pero esta vez, en medio de la naturaleza, no alimentaba ningún tipo de temor. Te reflejaste como una de esas nubes que volaban por encima de cualquier contradicción, aplacada por lluvias de valentía ante los seres ajenos; ante el propio futuro.