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ERA INVIERNO, pero el día se había presentado cálido, como si estuviéramos en los lejanos trópicos —en realidad ese año no hizo frío hasta bien entrado el verano—; y es que en la urbe todo ocurría con esa misma normalidad. No se sabe bien si las alteraciones del clima afectan a las congregaciones humanas, o son estas las que desesperan a las corrientes atmosféricas, en un mundo de lógicas incongruencias.
Dicho esto, ha llegado el momento de recordar al célebre Carulo, un hombre alto y flaco, famoso por sus constantes extravagancias. Meaba delante de la gente de a pie, y orinaba para los más finos, en un espectáculo digno de la mejor televisión basura.
Mientras tanto, un pájaro, el loro de la señora Angustias, no dejaba de chillar. Estaba en un cuarto piso, pero se le oía en demasía, prisionero de su particular y enjaulada ciudad; aunque con derecho a protestar contra el humo de los tubos de escape que entraba por la ventana.
Los coches circulaban con lentitud, sin poder reanudar la marcha normal hasta que Carulo no terminara de hacer sus necesidades públicas. Cuando este finalizó la faena, todos los conductores y viandantes aplaudieron de forma vehemente; incluso el loro de la señora Angustias se mostró jubiloso.
La peluquería de la señora Faustina abría habitualmente a las diez horas (a.m.), pero ese día tardó en hacerlo un poco más. No se había querido perder el citado espectáculo, sobre todo teniendo en cuenta que sus clientas seguramente estarían todavía agolpadas en la calle, con humana y femenina curiosidad: es difícil contemplar algo así todos los días; y además, gratis.
Dado el éxito obtenido, Carulo ofreció una segunda representación de su peculiar espectáculo, a pesar del sol radiante que caía sobre él. Justamente, al otro lado de la calle estaba lloviendo con intensidad; pasaba una nube discriminatoria por allí: era lamentable ver como aquellas gotas, gruesas y limpias, no caían sobre la encumbrada figura del enjuto exhibicionista —cosa bastante necesaria, por cierto—. Limpiaban los pulcros e inmaculados rincones, destinados a los turistas y visitas ilustres, pero dejaban que el astro rey incrementara con su cálido abrazo el oloroso charco amarillo, que atraía a las gentes, ávidas de tanto morbo.
Cuando la señora Faustina abrió la peluquería, se encontró de forma sorprendente a varias señoras con las cabezas fijadas en los secadores, esperando tener finalizadas sus permanentes del día anterior. Sin duda se trataba de un descuido de la peluquera, que hubo de disculparse ante las iracundas clientas, molestas de pasar toda la noche encerradas, con unas cabelleras a medio hacer. «¿De qué les servía pagar tantos impuestos municipales?», se preguntaban, utilizando lo sucedido como pretexto para reforzar sus contribuyentes quejas.
No muy lejos de allí, en una esquina, varios padres de familia y banqueros ocupaban una mesa plegable: iban a apostarse cantidades moderadas de dinero jugando al mus. La partida estuvo a punto de suspenderse porque los banqueros, algo descuidados, se habían dejado la cartera en los respectivos despachos. Para poder celebrarla, los padres de familia tuvieron que prestarles la cantidad que necesitaban, no sin realizar un gran esfuerzo económico.
Comenzó por fin el juego, entre pares y señas. Víctimas del abuso bancario, aquellos fueron perdiendo su capital, hasta convertirse en nuevos indigentes —como otros tantos—. Pero la partida proseguía, ajena a los nuevos gritos emitidos por el loro de la señora Angustias, que se percataba de semejante injusticia.
Alguien publicó en un periódico una noticia curiosa. Según lo indicado en primera página, se iba a establecer la Nueva Inspección Técnica Obligatoria para los coches matriculados en un radio de veinte kilómetros, e independiente de la establecida a nivel nacional. Para las autoridades municipales era importante asegurar el buen estado de los vehículos, sin esperar a que transcurriera un año completo. Las tasas derivadas de dichas inspecciones servirían para mejorar el estado de las calles y el alcantarillado. También iba a extenderse el impuesto de circulación de peatones, dotando de dos mil quinientos puestos de trabajo para nuevos agentes encargados de vigilar cobrar y, llegado el caso, multar a los viandantes. Todo ello provocó cierta alarma e indignación social, con protestas masivas que fueron acalladas por el consabido desmentido. En realidad, se trataba de un error; un accidental fallo al confeccionar la plantilla del rotativo en cuestión: se había incluido esta noticia, sacada por error del cajón, y no utilizada en su momento el día de los inocentes. No obstante, las autoridades pertinentes no desecharon la idea de poner dichas medidas en práctica, con toda la seriedad del mundo; eso sí, tras agradecer al periodista bromista semejante iniciativa.
Pero la ciudad seguía su curso, testigo de ciertas acciones muy reprobables y de legal trascendencia: una muchacha fue atracada y violada por un individuo nacido por esas equivocaciones de la naturaleza que, por desgracia, a veces se producen. Como ella había intentado defenderse, el atracador-violador la denunció por no entregarse a tales caprichos, de forma voluntaria, y por haber recibido arañazos en la cara con las uñas pintadas de rosa. El Juez ordenó enseguida la detención y encarcelamiento de la joven, hasta conseguir que ella se convirtiera en toda una mujer rehabilitada… Por desgracia el magistrado quedó indemne.
Claro que, para encontrar otros hechos también sorprendentes no hace falta esperar mucho tiempo. En un determinado momento, se escuchó una explosión por toda la ciudad. Numerosos bomberos se desplazaron al lugar de los hechos con inusitada rapidez; saltándose semáforos —que, por cierto, no funcionaban—, atropellando peatones de diversa clase social. También aparecieron unos coches patrulla, que huían a toda velocidad de unas pobres personas que corrían con desesperación, en busca de seguridad ciudadana.
Todo el mundo se preguntaba qué había ocurrido; qué podía haber ocasionado semejante ruido. Al final se descubrió la causa de tan atronadora manifestación urbana: la señora Angustias, que acababa de devorar a su pobre loro chillón, no pudo soportar los avalares de tan horrible y precipitada digestión. Unas traseras contracciones precedieron al estallido final, sucio y apoteósico.
Las concurridas calles estaban cubiertas de excrementos y restos de pluma, cuya salpicadura atravesó incluso los balcones de la casa consistorial y el palco de autoridades del ayuntamiento, engalanados para las fiestas locales a punto de inaugurarse. Al atardecer la ciudad recobró la vida normal; si bien continuaba flotando en el aire la ausencia del anónimo y difunto loro: el desdichado animal, tan reivindicativo él, a menudo maltratado y coaccionado por doña Angustias para que no la denunciara, acababa de ser declarado víctima de la violencia de especie.
La mañana siguiente hubo de nuevo partida de mus. Pero los siguientes contrincantes de los banqueros, ya alertados por los rumores del día anterior, adoptaron la medida preventiva de sujetarlos con unas gomas elásticas, para así evitar que se escaparan con todo el dinero; e incluso, con la documentación referida a desahucios y bienes hipotecados. Aprisionados por la flexible tela de araña, estos solo podrían alejarse unos metros hasta casi la altura del banco, y regresar volando, catapultados hacia la mesita de juego.
¡Pues sí que fueron útiles estas medidas! A poco de finalizar la partida, los casi-mendigos de la jornada echaron mano del elástico en el momento preciso, y los banqueros regresaron por correo urgente tras su intento de huida. Nada más recuperarse del envite, estos se vieron obligados a calmar toda clase de recriminaciones. Prometieron a sus rivales un supuesto plan de ahorro, a treinta años vista, con una interesante tasa de interés, desgravable en caso de presentar las respectivas declaraciones de la renta. Sin embargo, aquellos no cayeron en la trampa de las promesas y ataron a los banqueros con las mismas gomas elásticas; pudieron así recuperar por la fuerza todo lo que les habían quitado durante dicha jornada. Tal hecho fue aplaudido por la colectividad de indigentes del barrio que allí se encontraban, víctimas de anteriores partidas; quienes aprovecharon la ocasión para vengarse a base de mamporros justicieros.
Carulo, el hombre flaco y exhibicionista, volvió a las andadas. Quería llamar de nuevo la atención de los viandantes y regalarles una nueva actuación, por si algún cazatalentos pasaba cerca. Empezó su espectáculo, meando para unos y orinando para otros.
La gente aplaudía de nuevo enfervorizada al contemplar que se repetía lo del día anterior; incluso algunas personas previsoras se habían traído las hamacas de casa para alquilarlas. También los vendedores ambulantes aprovecharon la situación:
—¡Helados calentitos! ¡Pipas, caramelos, perritos y hamburguesas!
De repente pasó una comitiva fúnebre, que, sin detenerse, dio muestras de júbilo delante de Carulo. Hasta el muerto no quiso perderse detalle alguno del acontecimiento: abrió la caja mortuoria para asomarse, aun sin decir ni media palabra. Cuando ya se alejaba el cortejo, se metió de nuevo en la caja, pues había refrescado y, como andaba un poco delicado de salud, no era cuestión de empeorar las cosas.
Un día después, en una nueva función de Carulo, podía verse entre el público a dos monjas que habían salido del convento para realizar unas compras, y que venían de saborear unos vinillos en una bodega que les había pillado de paso. Se querían sentar en unas sillas de madera recién adquiridas en una tienda de chinos, ubicada justo donde antes se encontraba un comercio de ultramarinos —los ultramarinos, de toda la vida, son esos establecimientos del barrio destinados por desgracia a ser sustituidos por locales orientales; yo siempre he preferido encontrarme a doña Carmela, la que de pequeño me regalaba algún que otro caramelo o un sobre de cacao, que a Liau Shu Shin Shin Pum, tocando las narices en suelo patrio—. En su enajenación producida por el efecto de los tintorros, se sentían orgullosas y el asombro las embargaba ante el acabado que ofrecían las sillas: tan hermosas y livianas como místicas y sobrenaturales; parecían, incluso, estar barnizadas a gusto de la Madre Superiora, que a buen seguro las iba a recompensar religiosamente.
Pero fue allí, al comenzar el espectáculo de Carulo, donde, de forma repentina, se les paso el efecto de la embriaguez. Las hermanas acabaron dándose cuenta de que no se encontraban ante una revelación divina de la materia; de que las sillas no existían ni de forma imaginaria ni real; mas ya era tarde para reaccionar. Tras confiar en el apoyo de sus cuerpos al sentarse, se percataron de que flotaban en el aire durante breves décimas de segundos, antes de terminar por bendecir el suelo, con brusquedad, como caídas del cielo; porque en maderas inexistentes no hay sujeción de traseros posible. Entonces comprobaron con estupor que el pavimento estaba salpicado por la amarillenta demostración de Carulo, y se convirtieron en víctimas de unas peculiares visiones y de la humana curiosidad. Se acababa, además, de esfumar el sueño de ser admiradas por todo el convento; y sobre todo, por su máxima autoridad.
Transcurrieron tres días y, después de similares algarabías, la gente terminó por darse cuenta de algo realmente decepcionante: Carulo no era aquel hombre delgado que tanto les había sorprendido. Se oyeron entonces bastantes voces de desilusión:
—¡Este no es nuestro hombre flaco!
—¡Nos lo han cambiado!
—¡Mirad, qué gordo está!
Parece ser que la fama empezaba a reflejarse en su creciente apariencia. Determinados programas nocturnos de televisión le habían ofrecido enormes cantidades de dinero para repetir el espectáculo en los estudios; incluyendo en el contrato un polémico coloquio, en el que estaban también presentes diversos personajes, ajenos al ausente mundillo del arte y la cultura.
Había una persona que se sentía atraída por la política. Ya desde niño veía por la televisión los debates de investidura o las mociones de censura cuando se producían, en una democracia recién estrenada. En vez de jugar con soldaditos y vaqueros, coleccionaba diputados de plástico de diversas tendencias, con los que organizaba batallitas dialécticas que salían de su propia voz. Creció y se formó con particular devoción a la especie dirigente, como espectador de lujo, pasivo y lleno de admiración, hasta que llegó el momento oportuno de pasar a la acción. Fue entonces cuando decidió pisar el Congreso, y para ello se subió a lo alto del edificio de las Cortes. Por fin podía sentirse protagonista ante sus héroes de carne y hueso. Notaba las tejas bajo los zapatos de piel curtida a base de material de imitación, mientras hacía equilibrios de malabarista novato para mantenerse en la cima de su peculiar gloria. Pero resbaló de forma inoportuna y se cayó en picado, como moscardón pesado, hasta terminar los sueños inalcanzables con una pierna hacia la izquierda y otra a la derecha, sentado ahí abajo, despatarrado sobre uno de los leones de la Carrera de San Jerónimo.
Una señora regañaba a su hija por querer deshojar una margarita. La intención de la niña era buena, romántica y soñadora. Carecía la criatura de maldad, mas su ignorancia la convertía en peligrosa, sin darse cuenta la pobre de ello. En aquella ocasión estaba desmantelando una fuente de la ciudad, cuyos bordes confundía con pétalos de flor, inexistentes, y sin ofrecer ninguna clase de respuesta a las amorosas preguntas que profería; todo ante los desesperados intentos de la madre por parar el inconsciente e inocente impulso sentimental de la niña. Como consecuencia de ello, esa bella e irremplazable joya del siglo XVIII tuvo que ser reconstruida urgentemente por personal cualificado y experto en restauraciones.
La ciudad continuaba con los atascos de día, el bullicio nocturno de bares y el silencioso asfalto de las madrugadas, precursoras de una nueva jornada de hechos cotidianos o, quizás, quién sabe, de inesperados acontecimientos. En cualquier caso, otro día de humos. También de autobuses antiestéticos que volvían a circular desde primeras horas, entorpeciendo el tráfico de los coches. Eso no ocurría con aquellos clásicos, limpios y eléctricos tranvías, de otro tiempo, que seguían su rumbo, de peculiar sonido, sin salirse del curso trazado por los raíles, y que proporcionaban un cierto encanto de móvil presencia, alargado con los troles que apuntaban hacia el cielo.
Para compensar los sobresaltos del ajetreo urbano, y como muestra de buena fe, el Ayuntamiento propuso arreglar las playas situadas según se salía de la metrópolis, a mano derecha. La promesa se cumplió, aunque para tal fin se gastara casi todo el dinero de los contribuyentes. Se limpió la arena de manera minuciosa, aunque esto fue muy criticado al descubrirse que el mar se encontraba a más de quinientos kilómetros de distancia. Las quejas aumentaron cuando las obras concluyeron sin que los ciudadanos sacaran provecho alguno del destino de sus impuestos. En realidad, lo que se había construido era una lujosa urbanización; envidia sana de muchos; realidad insaciable de pocos; cosa de privilegiados del ente público, amigos del pelotazo urbanístico. De todas formas, el alcalde —ya en su nuevo hogar, obtenido como premio a la ayuda especulativa— intentó calmar toda muestra de disconformidad —otra vez una autoridad engañando con discursos al inocente pueblo—. Aseguró a la ciudadanía que el mar llegaría a la urbe cuando las mareas subieran con fuerza; que todos podrían disfrutar de las limpias arenas y bañarse en aguas de decepcionante conformidad. Ahora no es difícil imaginarse al pobre y difunto loro de la señora Angustias, chillando, sin ser escuchado, mostrando desde aquel cuarto piso su recelo:
—¡Que van a traer el mar!... No gasten nuestro dinero con semejante señuelo. Además, aquí no lo necesitamos. Dejen que sea la costa único testigo de sus limpias aguas; que el interior, con aires serranos se basta y se sobra.
Hablemos ahora de los teléfonos móviles; esos aparatos que salvan vidas o evitan pasar pena por alguien si se retrasa, pero que también se convierten en herramienta de la estupidez humana cuando son utilizados de forma distraída, al caminar por la calle, ante el volante de un coche o al sentarse en el retrete, pudiendo producir cualquier tipo de accidente. Ello viene a cuento porque cierto día una joven se disponía a cruzar una calle transitada. Hablaba por teléfono con aires y voces de pija sin haberse vacunado. Su conversación transcurría con lentitud, como lento era su paso, configurado por tacones altos y demoledores. Se atrevió por fin a cruzar la calzada al aprovechar que la luz del semáforo de peatones estaba verde; morada se puso entonces ella de hablar y escuchar al invisible interlocutor. Cuando todavía no había llegado a la otra acera, se detuvo para concentrarse mejor en la propia disertación, ignorando que el paso de peatones se había ya cerrado. A partir de ese momento, comenzó a interceptar el tráfico y el repentino paso de una ambulancia, de una patrulla de policía y de un coche de bomberos, todos inmersos en un llamativo servicio de urgencias. La dama hablaba con el novio, un pretendiente surgido de la noche al día en internet, ajena a los frenazos bruscos que estaba ocasionando y a las consiguientes colisiones que terminaron por bloquear el paso prioritario de todo servicio de urgencia. Todos resultaron heridos: los de la ambulancia, los policías, los bomberos y la muchacha, que seguía sin enterarse de nada; aunque eso sí, el móvil resultó ileso del trance.
Se había instalado una caseta, bien ornamentada, en plena calle. Tres señoras de alta alcurnia y otras dos del mundillo del espectáculo postulaban, hucha en mano, por una buena causa. Estaban sentadas detrás de una mesa alargada, cubierta por un mantel dorado. Había cinco canastillas con pegatinas e insignias para los donantes, y otras tantas bandejas con hojaldres, pasteles, caramelos y copitas de jerez para ellas. En el centro no faltaba el clásico ramo de flores, a modo de adorno que contribuía a un todo, visto desde fuera, con apariencia de cuadro impresionista, digno de los mejores museos del mundo.
Ni siquiera la poca recaudación que consiguieron, entre charlas y cotilleos, pudo deslucir tan cromática composición de colores chillones, vestidos recién estrenados, peinados con tintes de arcos iris y maquillajes que camuflaban toda clase de arrugas. Esas señoras habían tenido el noble gesto de apadrinar un niño, de desconocido nombre y país, para hablar de ello en las tertulias de cafetería o en el correspondiente programa televisivo, mientras el supuesto beneficiado esperaba, a buen seguro, un futuro entre barros y mosquitos.
A altas horas de la noche, las bulliciosas calles solían encontrarse vacías. Era una maravilla caminar sobre el pavimento, sin tráfico; aunque el que se atreviera a pisarlo se quedara pegado a buen seguro con sus zapatos atraídos por el alquitrán, todavía húmedo debido a las obras que mantenía levantada a media ciudad. Pero si uno tenía cuidado, podía burlar las zonas pantanosas y caminar sobre el suelo seco, a riesgo, eso sí, de encontrarse en su trayectoria con mujeres de buena vida y hombres de mala calaña. De hecho, hubo alguien que se vio obligado a desprenderse de la cartera, a punta de pistola; y que buscó con desesperación un coche de la policía para que lo ayudara, sin que la patrulla apareciera en el momento preciso. Momentos después, el hombre, con rasguños de diversa índole y despojado de toda pertenencia, se vio desamparado. Sintió entonces una inopinada rabia por la impotencia; y, a modo de desahogo, arreó un puñetazo a la papelera municipal que encontró más cercana, con el emblema de la ciudad inscrito en la parte delantera. Pero como la papelera estaba fabricada con material consistente, se lesionó una mano, sin más consuelo que la visita, ahora sí, de la policía, que llegó justo a tiempo de contemplar su gesto de furia. De nada sirvieron las lamentaciones, ni la narración de lo que acaba de ocurrirle: le habían visto dar un puñetazo a la papelera y eso era un acto incívico. El pobre infeliz terminó en la comisaría por la acción, multado, con la mano rota y sin la cartera en el bolsillo. Mientras tanto, los malhechores andaban por ahí, prosiguiendo la ronda ciudadana.
Al día siguiente, a eso de las doce de la mañana, un grupo de funcionarios y otro de indignados se agruparon en el mismo lugar, por pura casualidad, para protestar en pleno centro de la ciudad. Alternaban las quejas con sonrisas y ademanes ante las cámaras de televisión, con intención de salir en la segunda edición del telediario. Corrían, saltaban y hacían sonar los silbatos, mientras se intercambiaban pancartas escritas con faltas de ortografía; hecho curioso si tenemos en cuenta que muchos de ellos tuvieron que pasar unas oposiciones de alto nivel cultural en su momento. También vociferaban todo tipo de petición, entre preguntas y exclamaciones realizadas con energía, escuchadas con épica resistencia por los viandantes:
—¿Queremos más salarios? ¡Sí!
—¡Y nosotros estamos hartos de todo!
—¿Queremos más vacaciones? ¡Sí!
—¡La banca! ¡Los políticos! ¡La sociedad! ¡El mundo entero! Todos ellos son culpables.
—¿Queremos no sabemos qué? ¡Sí!
—Y encima nos llaman perroflautas.
—¡Ja, ja, ja!
—¿De qué os reís? Vosotros, que no dais un palo al agua.
—¡Eso es mentira! Y encima nos están recortando los sueldos. ¡Perroflautas!
—¡Con que esas tenemos! ¡Funcionarios!
—¡Ensuciaplazas!
—¡Mantenidos a cargo de los presupuestos generales del Estado!
—¡Tocanarices!
En medio de aquella atmósfera de crispación, surgió una voz conciliadora:
—¡Calma! ¡Calma! No hay que generalizar. Ni todos sois perroflautas, ni todos sois vagos. La mayoría de vosotros cumplís con la sociedad, y es lícito que reclaméis vuestros derechos. Así que debéis manifestaros con dignidad; como personas civilizadas.
—¡Cállate! ¿A ti quién te ha dado vela en este entierro? —interrumpió un indignado.
—¡Callarme yo! —replicó el conciliador—. ¡Pues te vas a enterar! ¡Perroflauta!
Así, entre mamporros de diversa clase, terminó la compartida manifestación, ante el asombro ajeno y el recelo de la policía, que no sabía si sacar fotos con sus teléfonos móviles o sacar la porra. Al menos, se crearon puestos de trabajo eventuales para mantenimiento del lugar, ante el deterioro que sufrió. Los contratos duraron seis meses; el tiempo mínimo necesario para realizar tal tarea.
Pero esa no fue la única manifestación aquel día. Un grupo de personas estaban desnudas. Unas reían, otras lloraban, desprovistas de ropas y pudor. Miraban de un lado para otro, agitando sus brazos y piernas. No hablaban. Solo emitían gemidos e incomprendidas llamadas a su alrededor. Quizás se preguntaban qué hacían en este mundo, lugar donde —a excepción de algunos afortunados— se tiene que luchar día a día para lograr algo o, al menos, para no perder nada. Quizá eran conscientes de que, además de momentos dulces y felices, también iban a pasar por malos tragos, en un camino pavimentado de rosas y espinas. A algunos emprendedores les podría motivar el reto de la lucha, al prever sus dotes de líder y el poder de convicción. Para otros, todo supondría un futuro de sentimientos a flor de piel, de alta sensibilidad, en un mundo idealizado. Puede que muchos fueran ya sabedores del beneficio que les esperaba por estar en el lugar y momento apropiado; o que ignoraran, por el contrario, los vaivenes de la suerte, a menudo esquiva, tendente a mantenerse a cierta distancia.
En cualquier caso, las criaturas se encontraban allí, llorando o riendo, sin poder decidir por sí mismos, concentrados en la planta de recién nacidos del Hospital General de la ciudad.
En medio de un inmenso parque de árboles frondosos y arroyos artificiales, alguien tocaba una zambomba, aunque no era navidad. Lo hacía en plena naturaleza urbana ante un efímero y renovado público; no muy fiel, la verdad. Luchaba el músico contra sí mismo y contra las limitaciones técnicas del instrumento que había elegido. Su sueño era llegar a interpretar la novena sinfonía de Beethoven completa, a base de zambombazos, y él ponía todos sus medios para lograr semejante objetivo. Se había aprovisionado de una sombrilla, y un paraguas para días de lluvia. Pero lo que más le enorgullecía en su ciego empeño, a parte de la zambomba, era un atril de segunda mano en el que sostenía un libreto —o mejor dicho, las fotocopias grapadas de un libreto—: la portada revelaba al risueño respetable el título de la obra anhelada.
Cuando llevaba veinte minutos de pretendido concierto, se vio obligado a interrumpir la actuación. El instrumento se había roto y el zumbido constante en re menor fue sustituido por las hilarantes cadencias del respetable. Federico —que así se llamaba este buen señor— se mostró dubitativo mientras contemplaba la maltrecha piel del parche, hecha añicos por la propia vehemencia interpretativa. Después de una pública y silenciosa meditación, decidió pedir ayuda a su mujer, que era funcionaria del Ministerio de Educación Interior en el Trabajo Económico y Buen Ambiente. Recogió los bienes personales y se marchó del parque, aunque con la cabeza bien alta: ya nadie le iba a quitar esos minutos de gloria, antes de que diera el fatal zambombazo, cuando creía estar tan cerca del célebre músico alemán.
A pesar de ir en silla de ruedas, pudo sortear todas las dificultades que la ciudad le ponía en su camino. Llegó al ministerio en un tiempo record de tres horas y quince minutos, eso teniendo en cuenta que el edificio se encontraba cerca del parque. Alguien, con ciudadana generosidad, le ayudó a subir unos escalones para que pudiera entrar, pues la única rampa que había estaba reservada por orden ministerial a los hijos de los altos cargos, para que se deslizaran con sus patinetes mientras esperaban a que los padres finalizaran la jornada laboral.
Nada más cruzar la entrada, Federico se vio obligado a pasar por un control de seguridad. El atril, la sombrilla, la partitura y los restos de zambomba recorrieron la cinta móvil sin mayores problemas, aunque los agentes optaron por guardar las pertenencias bajo custodia —no es muy corriente aparecer en un ministerio con tales utensilios—. A continuación, atravesó un largo vestíbulo, de suelo deslizante, y se introdujo en el ascensor que debía conducirle al octavo piso —destino final del viaje que, además, era el Departamento de Atención al Ciudadano—. Por desgracia, se encontró una nota en la que se informaba que las ascensiones más allá del quinto piso estaban prohibidas —el precepto formaba parte de una serie de medidas para ahorrar energía y contrarrestar los efectos del cambio climático—.Tal fue su enfado e indignación que tuvo fuerzas sobrehumanas para levantarse de la silla de ruedas, echársela a las espaldas y subir andando los tres pisos que faltaban: la fe le había proporcionado un impulso incomprensible en su lucha contra la barreras físico-burocráticas, en una especie de sueño efímero del que despertó al llegar al octavo piso. Entonces volvió a utilizar la silla de ruedas, exhausto, y sin acabar de creerse la proeza que acababa de realizar. Pasillo a la izquierda, pasillo a la derecha, se deslizó Federico hasta llegar al mencionado departamento, y se metió entre los huecos dejados por la gente que formaba largas colas esperando el turno. Nada más verlo, su mujer gesticuló con la mano, y se aproximó a él:
—¡Federico!, ¿qué haces aquí?
—¡Sí! ¡Sí! —exclamó este—. Ya sé que estás muy ocupada, esposa mía, funcionaría de la administración; pero me he visto obligado a venir para pedirte ayuda. Necesito otra zambomba nueva. La que tenía se ha roto y mis ganancias no dan para mucho.
—¿Qué me dices de tu pensión de invalidez, esposo mío?
—Me temo que es demasiado pequeña, querida.
—¡Siempre te estás quejando! ¿Es que no te conformas con el Plan de Eliminación de Barreras Arquitectónicas?... Como ves, has podido atravesar calles y plazas hasta venir aquí.
—Mujer, los resultados de ese plan todavía no se perciben por ninguna parte. Además, para colmo de males, he tenido que levantarme de la silla y cargar con ella los últimos pisos.
—¡Ah! Por eso te veo tan agotado.
—La verdad. Mi poder adquisitivo deja mucho que desear; además, he de pagar todos los meses el seguro de vida y los honorarios de un albacea, para que puedas disponer de mis bienes terrenales si algún día me ocurre algo; que, aunque no sean muy numerosos, representan un gran valor sentimental para mí.
—Ya sé... Tu sombrilla, tu paraguas, el atril, la partitura...
—¡Y la zambomba! … si me la compras. Ten en cuenta que tu sueldo es muy alto y solo trabajas por las mañanas. Yo, en cambio, tengo que tocar mi preciado instrumento durante todo el día para ganar una miseria; esa es la única forma que dispongo de colaborar con la economía familiar, una vez deducido el seguro.
—Bien. No se hable más, Federico. Seré benévola. Tendrás una nueva zambomba. ¡Faltaba más!... Claro que tal medida será efectiva con cargo a tu pensión —añadió ella en voz baja.
—¡Gracias, gracias, mujer mía del ministerio! ¡No te arrepentirás, ya lo verás!
—Me has conmovido tanto que cuando ascienda y sea diputada tendrás hasta un violín, que es más caro.
—¡Gracias, gracias, querida! Como agradecimiento a tanta comprensión, votaré a tu partido durante las elecciones generales.
—Ya puestos, vota también en las municipales. Puede, incluso, que me presente también como aspirante a la alcaldía, que eso queda bien.
—Por cierto, ¿fuiste a la manifestación de ayer? En casa se me olvidó preguntarte…
—En efecto, Federico. Fuimos cien mil manifestantes, según nuestras propias fuentes informativas. Según la policía municipal, no pasamos de cincuenta personas, indignados incluidos.
—Pero..., ¿qué fin tenía esa manifestación?
—Aunque éramos dos grupos distintos, todos coincidíamos en que había que protestar por algo; los indignados se quejaban de la situación social y, ya de paso, formaron un gran botellón; nosotros mostrábamos nuestro malestar por los posibles recortes de sueldos, y exigíamos, además, unas cuantas mejoras... como ampliar el horario de la hora del bocadillo... y otras cosas por el estilo. Resultó todo ser muy divertido; aunque al final, esos dichosos perroflautas la acabaron liando…
La conversación seguía animada y llena de buenas intenciones, mientras el público esperaba en la cola con crecientes abucheos, pues el número indicativo del turno no había avanzado en los últimos quince minutos.
—… Y ahora, querido, debes marcharte. Me he dejado una revista del corazón a medias, y si no termino de leerla me pueden abrir un expediente en el ministerio.
—Ya… ¿Has visto algo interesante en ella?
—Por supuesto. La señora Angustias ha vendido la exclusiva de cómo se comió a su loro. Ese que solo chillaba.
—¡Pobre! Chillaba, pero nadie lo escuchaba…
Se formó un gran revuelo en la calle. La escena se repetía de nuevo y se extendía entonces hasta el mercado de abastos. Una vez más el público, surgido de la nada, se arremolinó alrededor de Carulo. Pero ya no estaba gordo; había recuperado la desmirriada figura. Los viandantes se alegraban de ver a su héroe de nuevo en estado puro, sin los artificios que le habían provocado los kilos de más. Contemplaban cómo meaba y orinaba ante las consiguientes aclamaciones.
Sin embargo, se produjo un problema por falta de previsión. En ese momento pasaba la Decimocuarta Maratón Urbana, que se venía celebrando anualmente en la ciudad. Los corredores, creyendo que el público se había congregado a causa de la carrera, acrecentaron la velocidad, espoleados y subidos en la cima de la motivación, convencidos de que los aplausos que oían iban destinados a ellos. Tal fue el ritmo de la carrera, que al pasar cerca del hombre flaco no pudieron frenar a tiempo, ni evitar pisar el gran charco oloroso. El corredor que iba ganando la carrera fue, desde luego, el primero en resbalar al llegar a la inesperada meta. Fue también el primero en vestirse de amarillo —como en el Tour de Francia—, por el contacto con el dorado líquido. Los demás participantes tuvieron semejante suerte y se amontonaron como fichas de dominó, aplastándose entre sí y, lo que es peor, sepultando al pobre Carulo, el hombre flaco. La carrera, suspendida de forma tan brusca, ya no volvería a celebrarse desde entonces…
Había un indigente que se encontraba en la acera de los números pares de una céntrica calle —justamente en el número 17— Allí estaba aparcado en zona azul el coche de lujo que conservaba de su época de esplendor; y es que no puede negarse que la vida da muchas vueltas. Unos agentes se acercaron amenazantes, ignorantes de la mala situación por la que pasaba el propietario del vehículo, y le multaron sin hacer caso a sus explicaciones. Le explicaron que necesitaban realizar un número mínimo de multas para justificar el sueldo, y que corrían el riesgo de perder un trabajo tan cómodo si no lo hacían. El pobre siguió argumentando que iba mal de fondos y que a este paso se vería obligado a vender el coche. Entonces, los vigilantes le instaron a que ingresara en el cuerpo de Agentes de la ORA, pues las pruebas de acceso no eran muy difíciles; su misión sería pasearse por las calles y hablar con la compañera de turno, entre multa y multa; dispondría de un reconfortante trabajo y evitaría, además, tener que vender su coche de lujo para subsistir. Pero tanto consejo por parte de los agentes no significaba que estos le perdonaran la multa. Él consideró, por consiguiente, que ellos eran unos charlatanes; que simplemente habían hecho publicidad de las ventajas de su trabajo para llenarle de envidia. Decidió cortar por lo sano: vendió el deportivo y estableció un plan para volver a convertirse en un adinerado ciudadano. Pensó que con el dinero obtenido iba a poder constituir una empresa con funciones parecidas; comprar una grúa, unos cepos para las ruedas y un bolígrafo para anotar las multas. Estaba convencido de que, a fuerza de quitar coches mal aparcados, perjudicaría a los agentes por aquello de la competencia.
Pues sí. Consiguió sus objetivos, aunque para ello tuvo que hacer un cursillo de hipnotizadores con el fin de convencer a los miembros municipales competentes. Con la autorización del ayuntamiento, empezó a vaciar las calles de coches mal aparcados, mientras hacía muecas de burla a los agentes que en su momento le habían multado... Unos meses más tarde la cuenta corriente del indigente había subido como la espuma. Volvió a disfrutar de su vehículo de lujo, aunque perdió a los amigos de pobreza, a quienes empezó a mirar por encima del hombro. Recuperó, eso sí, a los de la anterior época de esplendor; tan selectos y fieles como él: ellos también le habían despreciado en su momento, al caer este en la indigencia.
La ciudad seguía ofreciendo su mejor y peor cara: momentos divertidos y rutinarios. Bellos parques y artísticos edificios, en su reto por eclipsar lo marginal y sobrante. En realidad, era una especie de museo al aire libre, en un prisma de arte figurativo y abstracto, de bullicio y soledades.
Un día empezó a nevar con fuerza —hecho que no hacía sino confirmar la teoría del calentamiento climático—; y entre esa amalgama de blancos matices, propios y ajenos, se encontraba cierto hombre cuya edad debía de estar comprendida entre los treinta y los cincuenta años, aproximadamente. Caminaba y caminaba; pero en vez de sufrir las consecuencias del atasco circulatorio, disfrutaba admirando lo positivo de su entorno y del ambiente que formaba la agrupación humana, difuminada de blanco. Trataba de vislumbrar, entre la cortina caída del cielo, unos inmensos espacios abiertos que acababa de descubrir, y que se complementaban con las estrechas y profundas calles, en una especie de laberinto social, a vista de pájaro.
Finalmente, sus andares le condujeron a un bosque encantado; uno de esos oasis que con el habitual verdor, entonces escondido bajo la nieve, superaban ese desierto, teñido siempre de gris cemento. No tardaría en encontrar a unos duendes divertidos que reían de forma contagiosa. Se extrañó al contemplar tanta variedad: los había de diversos acentos y coloridos; buenos y malos. Pero el hombre de treinta a cincuenta años solo hacía caso a los que eran de fiar —quizás había demasiados duendes para un solo bosque—. Tanta hilaridad se respiraba, envolvente y animadora de ánimas, que el caminante de edad concreta terminó por retorcerse sobre un suelo frío, de escondido musgo. Y así se mantuvo unos minutos, el tiempo que tardó en recuperarse de la risa que esos curiosos seres le habían provocado.
Cuando se levantó, reanudó la marcha. Se encontró a una bella hada de ojos verdes, cabellos dorados y rostro de cálido marfil que lo miraba de forma angelical. Quería el hombre eternizar esos momentos de gloria que a priori no le pertenecían; pero, al mismo tiempo, temía que todo fuera demasiado hermoso para ser cierto: pensaba que había caído en la trampa de la felicidad bajo la ilusoria barita mágica de aquella aparición. En un principio vio como aquellos labios empezaban a moverse, carnosos y sensuales, para desprender una voz inalcanzable. Entonces percibió unos perfumes que adornaban la experiencia con aromas venidos del Edén. Sin embargo, la voz perdió de repente su fina cadencia y fue convirtiéndose de forma progresiva en una gruesa sonoridad, más terrenal y humana; un ritmo descendente, desde la pureza celestial hasta el mundo de las realidades, que prosiguió hasta hacer desaparecer por completo la bella aparición. Pero la nueva voz seguía acompañando la conciencia del caminante. El timbre, antes idílico, ahora rugido infernal, interrumpió, pues, una bella historia, convertida en pesadilla final:
—¡Pepeee! ¡Pepeee!, ¡despierta!
El hombre se despertó con brusquedad del sueño profundo y abrió los ojos. Comprendió enseguida por qué el glorioso sueño había tenido un final negro e indefinido: la voz gruesa, que por desgracia había hecho desaparecer la bella tonalidad sonora del hada, correspondía a una señora entrada en muchos kilos, fea, bigotuda y de aromas putrefactos. ¡Qué cruel realidad! ¡Soñar con el cielo y despertarte en el abismo infernal!... Mas la terrible señora continuaba emitiendo sus graznidos para desventura del hombre. Si había algún buen momento para dejar de existir, seguro que era ese:
—¡Pepeee! ¡Pepeee!, ¡que hoy es lunes! Son las seis de la mañana, y vas a llegar tarde al trabajo. ¡Pepeee!, ¡date prisa! … Recuerda que al mediodía has de recoger a mi madre, porque viene a comer. ¡Pepeee! ¡Pepeee!...
Y así ocurrió. El desdichado Pepe sufrió un repentino y liberador infarto. Su corazón no pudo soportar encontrarse con la señora Angustias, cuyos labios todavía mostraban algunas plumas, atrapadas; resto insignificante de ese pobre loro, anterior pareja de hecho de la voluminosa dama, que siempre chillaba, y a quien nadie quiso escuchar. Desde entonces, Pepe descansó en paz, quizás reunido con su bella hada del bosque, en el gran sueño hecho realidad, en compañía también del loro, ahora sin motivo alguno de queja.
Todo este relato es un sueño que ustedes podrían experimentar, señores lectores. Me gustaría que disfrutaran paseando o saboreando con cerveza el ambiente literario de un café de tertulias, vencedor en su lucha contra el paso del tiempo y la especulación. Sería aconsejable superar los horizontes contaminados con la ayuda de aires norteños, fríos y transparentes, clarificadores de ideas; con el impulso del viento templado y acariciador de suaves sentimientos; o quizá, con la contrastada unión de ambos, origen y causa de níveas partículas, que desde el cielo cayeran presagiando épocas de bienes. Y si, llegado el caso, oyeran ruidos estridentes, no huyan de ellos. Es posible que, bajo esos sonidos chillones, se encontrara latente alguna llamada de socorro; o algún mensaje sordo sin respuesta, pues loros solitarios hay muchos, y gente dispuesta a devorarlos también.
En fin, miembros del censo municipal; intenten, llegado el caso, disfrutar de su entorno y de las buenas compañías, aunque tengan que vivir todos juntos en la disparatada ciudad. Y cuando abran los ojos, deseo por su bien que no se encuentren con la señora Angustias, y sí con el hada del bosque encantado.