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J. PÉREZ HABÍA VIVIDO siempre aislado en su mundo; soltero, sin amigos ni relaciones sociales. No conocía a ningún primo, no era hermano de nadie; y por no tener, no tenía ni padres. Los perdió en unos grandes almacenes, cuando estos aprovecharon el tumulto de los compradores para escapar de él; porque en aquel entonces debía de ser un crío bastante repelente. De nada le serviría dirigirse al mostrador de seguridad, ni las innumerables llamadas que realizó desde la megafonía. Nadie acudió para rescatarle de tan precoz soledad. Hablaba y hablaba, pero los padres seguían sin aparecer. Solo le acompañaba el ominoso recuerdo de Camila Bruguen, una vecinita con coletas, gafas y aparato corrector en los dientes, empeñada en tirarle de las orejas sin venir a cuento.
Pasaron las horas, los días y los meses. J. Pérez se hizo adolescente delante del micrófono que el centro comercial dejaba conectado durante los domingos, como acto de buena fe; cuando los grandes almacenes se mantenían cerrados y aún no se les había ocurrido fastidiar a los pequeños comerciantes—. Entonces, el joven seguía vociferando ante el megáfono, aunque no hubiera nadie más en el inmenso edificio de puertas cerradas.
Por fortuna, un buen día —domingo para más señas— ocurrió algo verdaderamente importante para él. Una monja había quedado atrapada en los lavabos situados en la misma planta, desde el sábado por la noche. La hermana, cansada de aporrear la puerta con los nudillos colorados, cejó en su empeño; y no tardó en oír al infeliz orador, que seguía reclamando la presencia de sus padres. Sor Suplicios, que con ese nombre respondía, se enterneció de aquel muchacho, compañero de soledades separadas. Tanto fue así que decidió acogerlo en el convento al que pertenecía y hacerse cargo de su tutela; solo debía esperar a que llegara el lunes por la mañana para que alguien la rescatara. Cuando eso sucedió, se fue corriendo hacia el gran mostrador. Sin mediar palabra alguna, abrazó a J. Pérez y luego le agarró del brazo para llevarlo a la abadía; todo ante la monumental sorpresa del joven: no es muy corriente que aparezca una monja en la vida de uno, de forma tan brusca. Una vez allí, lo condujo hasta las dependencias de la mismísima madre superiora para solicitar la pertinente aprobación, gracia que consiguió con algo de santa persuasión.
Comenzó de esta forma una nueva etapa en la vida de J. Pérez. Le enseñaron a rezar y le alimentaron a base de pucheros, fiambres, zumos y dulces de variada naturaleza. Parecía su educación ir por buen rumbo; aunque, de vez en cuando, fuera necesario algún que otro capón para advertirle que no era bueno mirar los tobillos de las novicias.
Nuestro personaje creció y se hizo realmente hombre a fuerza de probar las Cuevas de Monja —un pastel muy logrado y elaborado por la joven sor Elena, sobre todo cuando esta se encontraba ligera de hábitos—; y de estudiar matemáticas, física e historia, materias impartidas a diario por el padre Ángel. Pero ese oasis en la vida de J. Pérez se desvaneció cuando tuvo que abandonar el convento, al enterarse la abadesa de esa apetencia primitiva que tanto le caracterizaba —había aprendido mucho del padre Ángel—, mientras algunas hermanas se convertían en madres repentinas después de haber adquirido una sospechosa gravidez —incluida sor Elena.
Con semejante panorama, pues, no tuvo más remedio que marcharse de allí por la puerta de atrás y enfrentarse a la vida, cruel y cotidiana; a la lucha diaria, rodeado de nuevas soledades; arrepentido por haber defraudado a sor Suplicios, que tanto lo había ayudado. Le esperaban años de monotonía y tedio, desamparado y sin rumbo; como aquel niño pegado a la megafonía de los grandes almacenes. Iba a ver transcurrir el tiempo entre navidades negras, pascuas sin torrijas ni arroz con leche; y sin cumpleaños, convertidos más en condenas que en alegres fiestas compartidas. Los celebraba mirando un álbum con cromos de monjas que coleccionaba, perseguido por la huella de sus alegres andanzas en el convento. Y es que J. Pérez estaba realmente ávido de celebraciones, harto de tanto aburrimiento y tan poca compañía. Tenía todo el derecho a saborear algo que muchos humanos disfrutan; al menos, una vez al año: convertirse en el centro de atención de quienes le rodean —la verdad es que algunos lo consiguen con cierta frecuencia.
Cierto día, cuando el tedio y el aislamiento parecían acuciarlo sin remedio, sucedió algo extraordinario. Al encender la televisión para ver los espacios publicitarios —que era lo único que le interesaba—, se encontró con un programa de gran audiencia. En un principio, su intención fue la de aprovechar aquella pausa entre anuncio y anuncio para ir al lavabo; pero algo le hizo renunciar a tal derecho. Movido por alguna extraña intuición, se fijó en unas curiosas imágenes Se trataba de un espacio destinado a establecer relaciones personales y de amistad, aparte de mostrar las consabidas riñas y los reencuentros emotivos. Los personajes anónimos podían solicitar cualquier favor; cualquier deseo de posible realización... Fue entonces cuando J. Pérez atisbó el cielo abierto ante la posibilidad de iniciar una vida social. Se puso en contacto con el programa y consiguió que le admitieran como participante.
Ante tales expectativas, tomó también una gran decisión: dejar de coleccionar imágenes de monjas y desprenderse pronto del álbum, al cual solo le faltaba, por cierto, un cromo de las Clarisas y otro de las Atléticas —llamadas así por ser sus hábitos de color rojo y blanco, a rayas.
Un mes más tarde entraba en el escenario del plató, como Cenicienta en su carroza dorada, ante miles de miradas: reflejo de una franja horaria generosa en audiencias. La verdad es que su presencia se hizo notar enseguida, y no tardó en originar un gran revuelo por el depurado estilo mostrado al correr detrás de la presentadora; también por la manera de parodiarse cuando llamaba a sus padres por una megafonía imaginaria, tal como hiciera cuando era un niño.
En realidad, dichas reacciones instintivas ayudaron a que el plan trazado llegara a buen puerto. A causa de la admiración que empezó a despertar por las numerosas excentricidades, logró reunir a unos cuantos amigos, surgidos de la nada, y hasta conoció a gentes del mundillo rosa; famosillos de diversa índole. La fortuna había cambiado de forma brusca para él, justo a tiempo de celebrar por fin su primer cumpleaños rodeado de gente; más aún, si tenemos en cuenta los personajes mediáticos que asistieron al anhelado evento.
La casa de J. Pérez era pequeña y modesta; eso quizás podría haber significado un impedimento para el buen desarrollo de la peculiar velada. No guardaba relación el escenario de la fiesta, propio de las clases humildes, con la etiqueta de las personas que iban a llegar. Por muy simpático y curioso que les resultara J. Pérez a raíz del programa de televisión, lo más normal hubiera sido el automático rechazo de las señoras de postín al entrar en el pequeño salón, o al asomarse a un balcón donde apenas cabían dos macetas y una mariposa puesta de canto.
Pero él había tenido la brillante idea de hacerles creer que todo obedecía a un truco visual; que la casa y el entorno podían adquirir la apariencia de una mansión rodeada de jardines, un castillo invadido por fantasmas, un ático con amplias vistas; o simplemente, convertirse en una pensión barata. Tan solo con accionar un mecanismo sofisticado, tal como ocurre en el teatro al cambiarse de cuadro durante una obra. Debía hacerles creer que había elegido en aquella ocasión un escenario propio de clases modestas para darle un aire de curioso esnobismo a la fiesta. J. Pérez puso, eso sí, un perfume con aromas silvestres, compró varios adornos en una tienda de chinos y escondió las cucarachas de la cocina en una caja de latón —también comprada en la tienda de chinos—, para evitar que llegaran al pequeño comedor y se subieran a la mesa.
Los invitados a la fiesta de cumpleaños fueron llegando en tropel, mientras rememoraban las peculiaridades de nuestro personaje —como si ellos no fueran ya peculiares, de por sí—. El portero de la finca, que en realidad no era tal sino el vecino de abajo, los iba anunciando a medida que entraban. Se había prestado a semejante pantomima motivado por la promesa de que J. Pérez le daría su álbum con cromos de monjas.
Todos se quedaron sorprendidos ante la maravillosa visión que allí se representaba: manchas de humedad por doquier y papel de pared desgarrado que colgaba en grupos armónicos de tres y cuatro tiras a lo largo del comedor. Los elogios no se hicieron esperar, pues estaban convencidos, en su glamurosa ignorancia, de que ello formaba parte de aquel camaleónico dispositivo de escenarios. No había apenas sillas, y se tuvieron que agolpar alrededor de la mesa, mientras el anfitrión alegaba que sentarse cómodamente no estaba en concordancia con el ambiente que había querido dar a la fiesta.
Al principio no sonaba ninguna música, lo que produjo cierta extrañeza en los presentes. Claro que J. Pérez lo había previsto todo. Tras rogar unos momentos de silencio, dio un silbido para que otro vecino situado en el piso de arriba le oyera. Erigido en compinche, este tenía instrucciones de conectar su reproductor de música al recibir tal señal, y subir el volumen hasta que se escuchara desde abajo. Resulta evidente que tal favor no lo realizó de forma onerosa, a pesar de la admiración que ya sentía por él: antes tan anónimo y ahora tan famoso. Al igual que el supuesto portero, había recibido también la promesa de que el álbum de cromos de monjas sería suyo.
La música comenzó ante los aplausos de los invitados, atónitos por el efecto que había producido el silbido. J. Pérez se dirigió entonces a los presentes con un sentido discurso; una sincera disertación sobre su solitario pasado. De la experiencia en el convento mencionó alguna anécdota de forma soslayada, pues ya había hecho suficiente mención al respecto en televisión ante la numerosa audiencia de cultos espectadores.
Al concluir el pequeño soliloquio, se produjeron nuevas expresiones de admiración hacia el nuevo miembro del Club de los Famosos. Los invitados destacaron, a su vez, el valor que había demostrado al presentarse en un programa, tras surgir del anonimato y el aislamiento social, para llegar a formar parte del mundo rosa. Este hombre, con sus peculiaridades y extravagancias, merecía ser considerado un gran amigo —en el sentido menos fiel de la amistad, claro está.
J. Pérez les pidió de nuevo que guardaran silencio. Entonces estornudó, acompañado solo por el sonido de la música; esa fue la señal para que apareciera un supuesto sirviente, también ilusionado en poseer algún día el álbum de cromos de monjas. El sirviente no era otro que el vecino de al lado, quien llevaba una tarta de trufa y unos platos de imaginaria porcelana; en realidad, fabricados con simple material plastificado. El vecino colocó todo con tiento sobre la mesa y puso las velas, cedidas por el vecino del cuarto B —a quien únicamente se le había prometido tres cromos, incluidas las Clarisas y las Atléticas, en caso de que se completara algún día el álbum.
El anfitrión advirtió a los invitados que la tarta debía recibir los pertinentes cuidados para no sufrir ninguna clase de deterioro. Había sido prestada por una pastelería, tan solo para que él la utilizara de forma simbólica al soplar las velas. Se trataba de un contrato de alquiler que no incluía el derecho a ingerirla, debiendo ser devuelta intacta en un plazo máximo de veinticuatro horas. Este hecho curioso provocó nuevos aplausos de la concurrencia, maravillada ante otro ejemplo de peculiaridad con derechos de autor.
Se encendieron las velas, ante la emocionada mirada de J. Pérez, en un intento de mantener intactos los adornos de trufa. Hubo en aquellos instantes tal sucesión de sentimientos, que el anfitrión percibió una serie de impulsos característicos, parecidos a los experimentados en el convento y, ya recientemente, en los estudios de televisión. Ello provocó que iniciara una repentina carrera detrás de cierta tonadillera en ciernes, sin percatarse de que se estaba alejando de la tarta y de las velas. Aunque fue algo pasajero. J. Pérez calmó pronto su ímpetu y recuperó la solemne pose, como si se cambiara el día por la noche en cuestión de segundos; después de todo, las velas estaban todavía encendidas, y eso no había que olvidarlo.
Claro que J. Pérez se había demorado en demasía a causa de las breves correrías, y el fuego de las velas había alcanzado una pequeña servilleta, demasiado cercana a la tarta. Cuando quiso soplar ya era tarde: las llamas se estaban extendiendo por el mantel y alcanzaban los vestidos que ciertas damas llevaban —sin duda el fuego se alimentaba aún más gracias a la cualidad inflamable de los perfumes que ellas usaban—. Fue así como el inesperado transcurrir de la fiesta supuso un simulacro de la fiesta de San Juan, con sus fogatas y algarabía.
Menos mal que el anfitrión atesoraba soluciones para todo. Cuando se disponía a llamar al servicio de bomberos, se le encendió la luz de la inspiración. Se marchó raudo hacia su habitación y regresó enseguida vestido con un uniforme, casco incluido, y una manguera de la que comenzó a salir un buen chorro de agua. Los invitados observaron atónitos la nueva ocurrencia de J. Pérez, aunque en esta ocasión no se trataba de ningún trucaje aparente. Y es que nuestro personaje se había acordado de que era bombero eventual; y lo hizo en momentos muy oportunos, no cabe duda. Le había contratado una empresa de trabajo temporal, tan solo para dos jornadas, con derecho a vacaciones al finalizar el contrato; si tenemos en cuenta que de esos dos días, uno le tocaba librar —la misma fecha del cumpleaños.
El fuego dejó de revolotear por la mesa y de acariciar a las damas, perfumadas antes con Agua de Roches Vaya Usted con Dior y ahora con simple humo de andar por casa. Aquellos vestidos habían quedado trastocados, pero ellas estaban graciosas y se reían del anfitrión al verle manejar la manguera; se suponía que disfrazado de bombero. Los demás invitados también se carcajeaban, pero no solo debido a las genialidades de J. Pérez, sino también al contemplar a esas mismas damas tan ahumadas, ignorantes de la peligrosa situación por la que acababan de pasar… El peculiar bombero sofocó después el fuego que se había extendido por las cortinas que daban al balcón, hasta alcanzar también una pequeña butaca, recién comprada en el rastrillo del barrio.
Una vez cumplida la mayor parte de dicha misión, solo le quedaba apagar las velas de la tarta con la manguera, como buen profesional eventual que era. Pero justamente en aquellos instantes se cortó el suministro del agua; más por falta de pago que por avería —y menos mal que eso no había ocurrido minutos antes—. Algo contrariado, y tras prescindir de su preciado instrumento, hubo de conformarse con exhalar un soplido enérgico, como correspondía a fecha tan señalada, hasta extinguir la última llama. Los ciento cincuenta invitados aplaudieron y vitorearon, mientras tosían, al protagonista del evento; incluidas las veinte personas que, apelmazadas en el cuarto de baño, se encontraban haciendo sus necesidades, después de haber desayunado juntas en una cafetería donde eran temidos los controles de sanidad. Acto seguido, los invitados canturrearon con júbilo; unos desde el comedor, y otros desde el retrete:
«Feliz cumpleaños, J. Pérez. Que cumplas muchos… muchos más... Porque eres un muchacho excelente, y siempre lo serás...»
Las felicitaciones duraron una hora; luego vinieron los tirones de oreja. El homenajeado, que hasta entonces se había sentido feliz, mientras cumplía y superaba las expectativas de tan deseado sueño, sintió una repentina desazón sin saber muy bien por qué. Empezó a reflexionar ante semejante situación y se percató de que la realidad vista con otros ojos adquiría una apariencia crítica: los invitados no eran capaces de articular más de dos palabras con el sentido que la lógica aconseja. Simplemente se dedicaban a felicitarle, sin más; a criticarse entre sí, con la amenaza de sacarse los trapos sucios en cualquier espectáculo televisivo, y a seguir tirando, claro está, de sus pobres pabellones auditivos...
Llegaron dos nuevos invitados: artistas de verdad, con fama merecida y el reconocimiento del público serio. Fueron allí, engañados por un representante común, de dudosa reputación, que les había hecho creer que iba a presentarse un libro sobre las conductas humanas y el porvenir de la sociedad actual. En cuanto encontraron el circo montado en aquella casa, lleno de comadres de lujo y papel despegado de la pared, se marcharon corriendo; renunciaron, así, al placer de felicitar a J. Pérez mediante tirones de oreja; solo con la mente puesta en encontrar a otra persona que los representara en el futuro de forma más digna. Porque si alguien escribe, pinta, toca cualquier instrumento o interpreta un papel no necesita ser conocido por motivos diferentes a los de su arte…
La fuga de aquellos intelectuales supuso un contratiempo para J. Pérez. Aunque, lo sucedido ya no le extrañó en absoluto: había alzado la mirada; a solo medio metro de él se encontraba la vecina de un famoso torero; un cantante, surgido en un programa destinado a crear artistas de laboratorio; y la protagonista de una serie de televisión, interpretada por jóvenes actores con lenguaje coloquial, ajenos al significado de la palabra «declamación» —esa actriz, por cierto, acabaría en Hollywood, precisamente gracias a su estupenda dicción cuando callaba—. A un poco más de distancia, dos personajes presumían de la fama obtenida por haberse sacado los mocos en una habitación, delante de la audiencia nocturna, cuando meses antes eran unos desconocidos mocosos para bien de la opinión pública. Ya en el retrete, se encontraba una aristócrata, acostumbrada a explotar sus líos con jugadores de fútbol, y que en aquellos instantes explotaba por otras causas, no menos olorosas, en compañía de la hija de una artista famosa —esa sí que era una artista— y de una contadora de noticias rosas.
Tras una sesión llena de conflictos entre comadres de ambos sexos, y adornada con esas repetidas felicitaciones para J. Pérez, llegó el momento de que nuestro personaje hablara ante los presentes. Se trataba de su primer gran discurso social, aunque movido ya más por la obligación que por la devoción.
Volvió a silbar para que el vecino de arriba parara la música; entonces realizó un gesto con la mano para acallar a los ilustres invitados.
—Queridos amigos, que habéis surgido de la nada —dijo, por fin—, agradezco vuestro apoyo y nobles intenciones por convertirme en uno de vosotros. Sabido es que unos nacen con derecho a la fama, mientras otros se la tienen que buscar, aunque sea con cara dura y tesón. No importa el mucho o el poco talento que tengan, porque en estos tiempos es difícil distinguir lo que es negro y lo que es blanco. Y por mezclar tales colores, se nos presentan con demasiada frecuencia los tonos grises, reflejo parcial de nuestra sociedad.
»Gentes de la farándula, sé por fin lo que es alcanzar un sueño. Conozco ya de cerca este mundo, repentino y tantas veces anhelado, de algarabías ajenas, vistas tiempo atrás desde la barrera de la soledad. Sin embargo, cuando creo haber cumplido tal objetivo, me siento como un invitado de piedra, en medio de semejante enjambre humano. Sí, amigos. Lo que más deseo ahora es salir a tomar el aire fresco de la calle y pasear durante tiempo indefinido, con la única compañía de mi propia sombra; meditando sobre lo divino y lo humano; liberado de maquilladas felicitaciones; con mis pobres orejas engrandecidas por tanto estiramiento… Ahora necesito largarme de aquí, mientras me pregunto si lo que experimento es real. Os dejo ya para que disfrutéis un poco de este sofisticado lugar, con apariencia de modesto y humilde hogar. ¡Adiós, amigos! ¡Adiós! ¡Hasta la vista!
Tanta era la emoción de nuestro protagonista —cuyo parecido con el príncipe Carlos de Inglaterra iba en aumento—, que se marchó de su humilde morada dudando si era un convidado de piedra en vez del anfitrión, en medio del desconcierto mental que lo rodeaba.
Los invitados, de postín y surgidos de la nada, también se sentían ofuscados. Se quedaron en la casa, convencidos de ser ellos mismos los anfitriones de la fiesta, y no los invitados. Siguieron, así, disfrutando de la celebración bajo los efectos de bebidas alucinógenas imaginarias que J. Pérez les había dejado en unos vasos, también de porcelana plastificada, llenos de vacío embriagador.
Hubo alguien que silbó al ver la pierna, todavía ennegrecida, de una de aquellas damiselas perfumadas. El vecino de arriba creyó entonces que era otra señal de J. Pérez y la música volvió a sonar para delirio de los presentes, incluidos quienes ocupaban el baño —que ya se encontraban mejor, dispuestos a desfilar por el reducido salón—. Bailaron unos con otros, llenos de borrachera irreal; olvidaban por un momento los chismes, las polémicas de amoríos y al verdadero protagonista; se consideraban miembros de una familia muy numerosa, bajo un mismo techo, usurpado y ajeno.
Cuatro horas más tarde, el cansancio hacía mella en ellos, tanto que decidieron irse a dormir. Como la música seguía sonando, la hija de cierta tonadillera probó suerte por si funcionaba el supuesto artilugio: silbó para que el silencio regresara a la casa. Y así fue. El vecino de arriba, que ya estaba un poco harto de tanto servicio a domicilio, quitó el disco y cerró la ventana para no oír más señales.
A la hora de buscar la correspondiente cama, los ilustres invitados se dieron cuenta de que solo había una para tan numeroso grupo de personas. No sabían dónde se encontraban ni cómo se manipulaban los supuestos mandos para cambiar el aspecto de la casa y provocar la aparición de más habitaciones. Se vieron obligados a establecer los tumos pertinentes por intervalos de tiempo no superiores a diez minutos. Se formaron largas colas de espera y desesperación por toda la casa, que como era pequeña parecía un corral lleno de gallinas aguardando un merecido y breve descanso…
J. Pérez regresó después de varias horas de ausencia. Tenía las ideas más claras y sus orejas habían recobrado el tamaño natural, que tampoco era muy discreto. Cuando vio las grandes colas de famosos, cansados de trasnochar, se extrañó; quiso enterarse de lo que estaba ocurriendo.
La joven actriz, desconocedora de la palabra «vocalización», lo reconoció. Cayó entonces en la cuenta de que se encontraba ante el verdadero anfitrión, como si el extraño efecto de la inexistente bebida alucinógena hubiera desaparecido. Intentó estirarle de nuevo las orejas; hecho que el perjudicado en ciernes evitó con rotundidad.
Se corrió la voz de la presencia de J. Pérez a medida que los invitados iban desperezándose. Reconocieron todos al olvidado héroe; habían vuelto también en sí después de la embriaguez imaginaria, y reconocían el haberse convertido en ocupantes de hogares ajenos, tal como hacen muchas noches entrando por la ventana de la pequeña pantalla. Hubo intercambio de saludos y, al mismo tiempo, despedidas. Se reiteraron las felicitaciones para el héroe del día, ya sin estirones de oreja, y salieron por la puerta.
Por fin parecía J. Pérez encontrarse a solas, en su propia y modesta casa. Sí. Se sentía satisfecho por haber experimentado todas las extraordinarias vivencias, pero agradecía regresar a la calma, tras la florida tempestad. Se sentía, a la vez, decepcionado porque había dispuesto de pocas oportunidades para dialogar con los artistas verdaderos; gentes de reconocida valía y esfuerzo.
El cansancio y las ganas de dormir se habían apoderado de él. Se dirigió a su pequeña y modesta habitación, consciente de que no existía ningún botón para cambiar la apariencia de la casa y convertirla en una lujosa dependencia.
Al entrar, se percató de que las sábanas ocultaban algo:
—¡Hay alguien en mi cama! —exclamó, inquieto.
De repente las sabanas se movieron, y de entre ellas salió una bella muchacha, mientras sujetaba en la cabeza el mismo sombrero que llevó en la boda del entonces príncipe Felipe de Borbón.
—¡Ya! —exclamó ella despistada, creyendo que todavía había turnos de descanso, y que el suyo había finalizado.
Para J. Pérez resultaba bastante fastidioso comprobar que el reloj de pared, usurpado del convento donde se había criado, señalara las cinco de la madrugada; una hora demasiado intempestiva, ya que debía levantarse a las seis de la mañana para cumplir su segundo y último día como bombero. Y el fastidio no se debía tanto al cansancio, ya mitigado ante semejante sobresalto, sino al hecho de encontrarse ante un bombón de dulces curvas y suave voz entre el embozo de su cama en circunstancias tan inoportunas; se trataba de una sonrisa femenina, constante y forzada, adquirida a fuerza de señalar la correspondiente bolita todas las noches en el Telecupón. Se veía, pues, obligado a echar una cabezada para poder rendir en su trabajo y renunciar a los placeres que la vida le ofrecía:
—¡Qué lástima! ¡Qué mala suerte! —exclamó— ¡Ya podían ser aún las cuatro en vez de las cinco!
Por fortuna, tal frustración no duró mucho tiempo. J. Pérez se llevó una gran sorpresa, como si hubiera actuado cualquier varita mágica para ampararle; y no por cuestiones de magia, sino debido a algo más mundano: una voz repentina pronunciaba cierto monólogo con peculiar cadencia. Dedujo enseguida, por asociación de hechos, que en realidad el reloj se había parado a las cinco de la tarde; que tan solo eran las tres de la madrugada, porque a esa hora siempre había un vecino al que le gustaba recitar un fragmento de la Iliada, a voces. Lo que normalmente suponía una intempestiva incursión de la Grecia clásica para cualquier sufrido durmiente, en esta ocasión representaba la alegría de confirmar que aún le quedaba suficiente tiempo para divertirse. Además, como el vecino tardaba siempre treinta minutos en callarse, podía incluso controlar la primera media hora, rememorando de forma cronometrada las hazañas amorosas de su paso por el convento.
En cualquier caso, la situación se presentaba algo comprometida. J. Pérez quiso meterse en la cama y abordar a la joven, que en este caso no era ni novicia ni monja. Ella, por su parte, se mostró al principio indecisa: por un lado, le producía cierta vergüenza esta situación; y por otro, comprendía que era demasiado tarde, o demasiado pronto, según se mire, para marcharse y deambular por las calles solitarias de la ciudad.
De repente, nuestro protagonista se frotó las manos ante un aparente ademán, como si ella fuera a acariciarle la cara: el bombero eventual por dos días creía encaminarse hacia el éxtasis. Pero cuando el broche de oro del cumpleaños parecía presentarse, la muchacha completó el movimiento de brazo, desviándolo de la trayectoria inicial para introducir la mano debajo de la sábana. Con gesto pausado sacó una bola, la primera de ellas, y forzó de nuevo su sonrisa para la ocasión. Entonces cantó, con suave y tenue voz, sin apenas equivocarse: «el cinco» Después vinieron los siguientes números de la suerte: «el dos... el ocho... el siete... el nueve...» También dio la serie; eso sí, con algo más de dificultad, pues leer números con dos cifras suponía el doble de esfuerzo para la joven.
Lejos de suponer ello un fiasco amoroso, produjo en J. Pérez una reacción inesperada. Se levantó raudo de la cama y se acercó nervioso a la mesilla, donde guardaba su cupón diario; los números cantados y la serie le resultaban familiares, como si los hubiera conocido toda la vida. Abrió el cajón con pulso trémolo y los párpados cerrados, hasta que tuvo el valor de abrirlos. Entonces el corazón le dio un vuelco. El cupón contenía los mismos números extraídos de la sábana; un prodigio de casualidad que parecía rozar el milagro, pues la serie le coincidía. Pero necesitaba comprobar la colocación exacta de cada cifra, porque las bolas, a fuerza de rodar sobre la sabana, no mantenían el orden con el cual habían ido saliendo. La inquietud se apoderó de él, que no era acariciado por la bella y sonriente joven, sino por la posible fortuna que le rondaba como paloma de bajo vuelo, y que se acercaba a su temblorosa mano; la mano abierta de ese bombero eventual, al cual le quedaba un día de contrato.
Y como faltaba la prueba definitiva, que encauzaría su vida hacia las poderosas armas del dinero, nada mejor que un notario para dar fe del valor real del cupón:
—¡Sal de ahí, Justino! —exclamó entonces la joven, con voz de sensual familiaridad, casi sin equivocarse.
Y Justino, el notario, salió de entre las sábanas, mientras saludaba a J. Pérez con una leve inclinación de cabeza. Se puso las gafas de disimular miopías y extrajo un documento con el resultado del sorteo. Comenzó a revelar el número mágico cuyas primeras cifras coincidían con el orden del cupón de nuestro protagonista. El corazón de J. Pérez latía deprisa y la sangre le hervía ante la esperanza creciente.
Llegó el momento cumbre, a punto de conocerse ya el orden exacto de las dos últimas cifras: una sutil diferencia que le iba a conducir hacia la puerta de la abundancia y la felicidad, o a hundirlo en una frustración profunda… Por desgracia, tal como suele suceder, de las dos posibilidades se dio la peor de ellas: J. Pérez comprobó que la fortuna se había burlado con descaro de él; que lo había rozado, sin ni siquiera dejarle atrapar el reintegro. Castigado una vez más por las ironías del destino, recordaba su expulsión del convento, que asociaba con la situación actual.
Ya resignado, J. Pérez pidió a la muchacha y al notario que, al menos, le hicieran un sitio en la cama, pues solo deseaba dormir...
Transcurrieron meses de tedio, estrecheces y trabajos mal remunerados, y el anonimato había envuelto de nuevo a tan solitaria figura. Pero los vaivenes entre las luces y las sombras en su peculiar deambular volvieron a manifestarse, impulsados por la decisión de salir otra vez del agujero. Con la perspectiva del tiempo, consideró que podía buscar una buena ocasión para contar lo sucedido en la fiesta del año pasado: aunque todo ese enjambre de abejas reinas y zánganos le pareciera falso, sentía la necesidad de volver a ingresar en su estructura poliédrica.
El recuerdo del éxito, tiempo atrás, le abrió las puertas para regresar al programa. No se puede negar que, en este aspecto, la suerte le sonrió. Como consecuencia de la recobrada popularidad, la casa se llenó otra vez de invitados de postín, famosillos y supuestas amantes de algún torero, ante el mismo decorado forzoso del año anterior, con el pretexto de que en aquella ocasión había recibido buenas críticas; mientras lucía las sempiternas manchas de humedad, con el mismo papel de la pared colgando al despegarse. Aunque en aquella segunda fiesta multitudinaria, no tuvo que apagar ningún fuego, ni sufrió corte de agua alguno. En la tarta, adquirida también de prestado, en vez de velas utilizó presos de la cárcel que se habían escapado mientras trabajaba de vigilante penitenciario —función formalizada mediante un contrato de tres días, sin derecho a vacaciones—. Como de esos reos fugados necesitaba un número definido, de acuerdo con los años que iba a cumplir, los había contado de forma escrupulosa; con la promesa de que, si accedían a sus pretensiones, les iba a regalar el álbum de cromos de monjas; y que, además, seguirían en libertad —aunque de cumplir esa gracia ya se encargan algunos jueces.
Resultaba curioso verlos ahí, reunidos, convertidos en velas humanas y, también, en un motivo más de admiración para los invitados: no solo se disfrutaba del consabido y cutre aspecto de la casa; J. Pérez se había superado a sí mismo con esa maravillosa escena de hombres, vestidos a rayas, formando un círculo cerrado sobre la tarta de chocolate y nata, mientras recibían el soplido del anfitrión. Los aplausos se multiplicaron y los estirones volvieron a engrandecer las orejas del homenajeado. Desconcertado por el estiramiento, recordado de forma tan brusca, se marchó a tomar el fresco, como el año anterior, con una nueva crisis de identidad.
Una hora más tarde, cuando volvió, se acordaba de que era el anfitrión. Pero en la casa ya no había ningún invitado, y se llevó por ello una gran sorpresa: resultaba bastante extraño que todos se hubieran marchado sin despedirse de él. Las dudas le invadieron entonces el pensamiento. Era consciente de que el día de su cumpleaños, tan prometedor al principio, entre multitudes, falsas tonadilleras, cantantes precursoras de lluvia e hijos sin talento de artistas consagrados se había tornado en silenciosa celebración. ¿Qué podía haber ocurrido? Quizás lo sucedido durante ese cumpleaños y el anterior solo existiera en su imaginación; incluso cabía la posibilidad de que no hubiera asistido a ningún programa televisivo… Y si nadie lo había felicitado, ¿por qué sus orejas se habían engrandecido?
Poco a poco empezó a convencerse de que su única realidad de seguro cumplimiento era el tener que levantarse temprano cada día para trabajar, aislado del bullicio rosa y, aún más, de los verdaderos artistas a quienes admiraba, ausentes hasta en sus peculiares fiestas de cumpleaños.
Se dirigió hacia la habitación sin haber encontrado huella alguna del supuesto evento. Se metió en la cama, en su existencia monótona y triste tras cumplir un año más; en cualquier caso, sin tiempo para festejos solitarios. Se tocó las orejas, que no habían disminuido: lo cierto es que las tenía grandes debido a una comadrona en prácticas que, al nacer él, se las agarró para darle palmadas en el culete; en vez de sujetarle los tobillos, boca abajo.
Vencido por el cansancio, se durmió poco a poco. Y en el sueño empezó a llamar con desesperación a sus padres, a través de un imaginario altavoz; sin saber cuánto tiempo llevaba ante el megáfono, rodeado de artículos de consumo en unos grandes almacenes. Esos ojos infantiles se iluminaron de repente cuando los vio aparecer, después de que estos lo hubieran buscado con desesperación. Se acercaron al pequeño J. Pérez y le abrazaron de forma efusiva, en un intercambio de besos y exclamaciones afectuosas. Decidieron luego llevárselo en seguida de allí para evitar el ambiente cargado del centro comercial.
—¡Feliz cumpleaños, hijo! —exclamó la madre.
Y en la misma experiencia onírica, J. Pérez ignoraba por qué el tiempo se había detenido antes, en unos segundos de eternidad, orientados hacia el futuro. Desconocía la procedencia de esas vivencias, en las que transcurrían tantos años de soledad y efímeras experiencias positivas coqueteando con el mundillo rosa.
Su madre tenía cierta prisa, porque quedaban algunos detalles que ultimar para la fiesta. Mientras caminaba junto al niño y su marido, repasaba la lista de invitados.
De repente, se dirigió al pequeño J. Pérez, y le preguntó con ternura:
—¿Sabes quién va a ir a tu fiesta de cumpleaños, hijo? Camilita Bruguen, la hija del tendero...