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AQUEL DÍA DE 1890 las horas inauguraban su ronda nocturna en el hogar de aldea y piedra. Allí, donde todo se impregnaba con aroma de lluvia exterior y vino de íntima celebración, junto a la chimenea…
Situada enfrente del sillón, María posó las manos sobre los ojos grises de Teo.
—Ciérralos un momento.
—¿Por qué he de cerrarlos, mujer?
—Tú espérame. No te muevas... Ni mires, ¡eh!
Vigilante, con traviesa sonrisa, la joven caminó hacia el baúl que guardaba bajo llave. Lo abrió. Sacó una caja de madera, en forma de pórtico, con rejilla ornamental incrustada, dos botones color marfil y un círculo central cubierto de cristal, amoldado para contener una aguja y multitud de números inscritos. Luego recogió el pergamino, escrito a pluma; hasta entonces compañero en las profundidades del cofre.
—¡A saber lo que has tramado! —exclamó Teo, sumido en la oscuridad, con la respiración algo más acelerada.
Ella regresó. Se regodeaba, dilatando la espera:
—Será mejor que acaricies el regalo antes de verlo.
Teo palpaba el material, el contorno, los relieves...
—¿Puedo ya…?
—Sí —María dibujó unos hoyuelos en sus redondeadas mejillas.
—¿Qué es esto?
—La Radio de los Tiempos… El anticuario así la denominó.
—¿La Radio de los Tiempos…? ¡Por el cielo que nunca había visto nada parecido!
Con pulso contenido, la mujer desenrolló el pergamino y transformó el manuscrito gótico en femenina declamación:
—… Deberás girar el botón de mayor tamaño. A partir de ahí obtendrás voces con testimonios, aconteceres y músicas que aún no existen, pero que en un momento determinado formarán parte del presente. Disfruta y descubre, así, a través de este artilugio, el rompecabezas de la historia por venir.
—¡Me desconciertas, María!
Amagó ella una risa. Y declaró:
—Ese pobre anciano me ha asegurado que es especial. Nunca nos engañaría… ¡Venga! ¡Hazla funcionar ya, que me muero de curiosidad!
Teo colocó la caja sobre un velador. Titubeó al conducir sus alargados dedos hacia el aparato, y se mordió los labios cuando manipulaba, cauteloso, las dos ruedecillas… Como venido de otro mundo, un sonido susurrante alteró el silencio; primero ininteligible, adquirió enseguida progresiva definición. Los enamorados intercambiaron gestos y frases entrecortadas, sin perder ripio: en efecto; el anticuario había actuado honradamente.
No sabían de qué manera, pero un narrador invisible ya les hablaba, acompañado por fondos de destrucción en Europa: alemanes, aliados; cantos marciales, gritos de horror; verdugos e inocentes; y el estrépito de extraños pájaros explosivos que actuaban sobre la población.
El semblante de María cambió: tímidas lágrimas se amagaban, dando lustre a las pestañas.
—¡Pobre gente!
—¡Mal hemos empezado! —protestó él—. ¡Buen tormento les espera!
—¿Te das cuenta de que si llegamos a los setenta años podríamos nosotros padecerlo? ¡Gira el botón, cielo! No pares hasta encontrar situaciones menos siniestras.
Y Teo hizo mover la aguja, raudo. En plena excitación, se consideraba un ilusionista que disponía del futuro a su antojo. A medida que trazaba el circular movimiento, se aturullaban los registros; algunos, tan agudos que invadían los tímpanos; otros, graves y trémulos. Después se convertían otra vez en humanos, y hacían referencia al Séptimo Arte; una especie de teatro incomprensible:
—¡Vaya con la tal Greta Garbo! —el hombre se atusaba la perfilada barbilla—. ¿Acaso va a tener el don de la ubicuidad? ¿Será capaz de actuar en diferentes escenarios al mismo tiempo?
—Tampoco yo lo comprendo. ¡Seguro que aquí hay gato encerrado!
Desde la caja de madera revolotearon a continuación voces que deseaban un Feliz 1955. No tardó en quedar el ambiente envuelto con cadencias eléctricas, protagonizadas por cantantes femeninas... Impulsados gracias al resorte de Cupido, se levantaron e improvisaron un baile. Los rizos de Teo acariciaban la frente; también, los azules y coquetos iris que ahora rezumaban un brillo especial en María.
—¿Sabes, querido? Si la salud nos concede la dicha de una prolongada vejez, celebraremos esa Nochevieja; que nunca es tarde para vivir y danzar.
La velada proseguía. Las épocas se abigarraban contra las leyes de la cronología. Conocieron programas de variedades: locutores aún por nacer, dotados de emblemático sello. Percibieron la evolución de la música. Se asombraron con los anuncios de lavadoras, comidas precocinadas y ciertos artilugios voladores que, según parecía, tardarían pocas horas en cruzar el Atlántico. Desfilaron sucesos de toda índole: celebraciones, conflictos; justicias e injusticias. Descubrieron una sociedad en la que se consolidaba el insospechado progreso de la ciencia; hasta fueron testigos de la gran hazaña:
—¡La luna! ¿Has oído? ¡El hombre llegará a la luna! —Teo sujetó los brazos de la esposa.
—¡Sí! ¡Es maravilloso! Quizá las parejas sellen su amor allí. No existe lugar más apropiado.
El ímpetu del momento les condujo de nuevo a una desordenada sucesión de décadas: Gandhi, Guerra Fría, Juan Pablo II, migración hacia las ciudades, Einstein, Copas de Europa, Kennedy, los Beatles, caída del Muro de Berlín, Marilyn, Chaplin… Hasta que María sugirió, de improviso:
—Gíralo del todo hacia la derecha… Cuanto sea posible.
EL zumbido cronológico marchó entonces firme, hasta que una barrera insondable ralentizó el escenario final, de inescrutable tecnología en la comunicación; pero a la vez, de crisis económica y deterioro ambiental.
—¡Oh! Siglo XXI… Año 2020… La rueda no avanza más. —recalcó él.
Y fue al escuchar voces de confinamiento impuesto, cuando la mujer suspiró resignada:
—Nosotros habremos desaparecido. Pero quienes ocupen este planeta deberán luchar por defender su libertad ante las decisiones de los poderosos. Que nunca se dejen proteger por ellos.
Ambos meditaron, bajo el brillo de sus ojos.
Una hora más tarde, habían culminado un ritual reforzado de brindis, humo perfumado y contemplación mutua, entre el espaciado discurrir de las ruedecillas. Los párpados se rendían ante Morfeo, bajo la ya confusa manifestación sonora de última generación…
Se despertaron mientras las luces del día invadían el salón urbano. Había varias botellas de vino vacías, rodeadas de colillas con restos de cannabis. Y presidiendo la estancia, se alzaba silenciosa la radio que María había regalado a Teo, destinada a formar parte de su colección de reliquias.
Con la lucidez recuperada, bogaba en el aire la huella de un documental sobre aconteceres del pasado siglo XX, hasta llegar a la época actual; ecos percibidos durante el éxtasis de la noche, mientras el volumen del televisor traspasaba las paredes del vecino… Eran conscientes de no haberse adelantado a los tiempos mediante la magia de las ondas; mas afloraba en ellos el recuerdo vivaz de una aldea norteña del pasado llamada Whisla, donde nadie debía recluirse en su casa, protegido de cualquier virus impuesto.