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LA PUERTA ESTABA CERRADA por dentro. En aquella soledad de trastienda, libre de clientas chismosas, Clara ejercía de modelo improvisada y familiar. Ahora contemplaba un velo blanco que acababa de colocarse, reflejado en el espejo.
—¡Anda, cariño! Gírate, que quiero verte.
—¡Tía…! —La muchacha se dio la vuelta, pizpireta, aparentando cierta ingenuidad.
—¡Estás preciosa!
Ana avanzaba despacio hacia su sobrina.
—¡Venga, no se hable más! —exclamó—. Te quedas con el vestido.
—¿Estás diciendo que… me lo regalas?
—¡Pues claro que sí, mujer!
—¡Oh, tía! No puedo creerlo —exclamó Clara mientras le daba un achuchón—. ¡Es maravilloso!
Tras un efímero desconcierto, los ojos marrones de la joven irradiaron un brillo sereno. Mostraba ahora ese aire de madurez, de trascendencia, que solía intercalar en su universo de espontaneidad. Afirmó entonces con voz pausada:
—Me has traído a la tienda, y no he sido capaz de sospechar nada. Este detalle nunca se me va a olvidar.
—¡Tontina!
Clara se situó una vez más ante el espejo. Pero vio que la sonrisa reflejada desaparecía poco a poco. Retrocedió unos pasos, hasta agarrar las manos de su tía.
—Tu siempre has sido como una madre para mí; esa madre que me hubiera gustado tener.
—Clara, ya sabes lo mucho que os quiero a tu hermano y a ti. Siempre me tendréis a vuestro lado cuando me necesitéis.
La joven concluyó con voz trémula:
—Es posible que desde el cielo... papá la haya perdonado.
El rostro rollizo y maduro de Ana adquirió un aire de inopinada gravedad.
—Sí... Es horrible que tu madre cayera en este estado de locura, sin distinguir el bien del mal.
—En momentos como este, es cuando hecho más en falta a papá.
Ana enjugó las lágrimas que se escurrían por las redondeadas mejillas de la sobrina.
—¡Bueno!¡Bueno! ¡Nada de tristezas! Él te vigila desde un agujero, y quiere que seas feliz. Así que, ya sabes. Te toca complacerle.
Clara esbozó una sonrisa antes de recobrar su espontaneidad. Se dirigió una vez más al espejo asiéndose la abullonada falda.
—Niña, hasta Andrés, con lo cerebral que es, se va a quedar chiflado al verte en la iglesia.
—A lo mejor le entran los calores y tenemos que empezar la luna de miel antes de tiempo.
Sus desahogadas risas invadieron el ambiente.
La corbata que llevaba Andrés tapaba los ojales de la americana, balanceada por el aire que soplaba en la ciudad.
—Allí está la agencia. ¡Vamos! —hizo una señal a su futuro cuñado, señalando el semáforo de peatones a punto de ponerse rojo.
Una vez que cruzaron la calle, este exclamó:
—¡Vaya! Como padrino de vuestra boda, voy a ser testigo de un gran momento.
—¡Faltaría más! —respondió Andrés, con irónico sentido del humor.
El otro sonreía. Eso era lo habitual en aquel joven, dos años menor, siempre orgulloso de una forma de vestir informal, con camisa de cuadros y vaqueros.
—Mi hermanita te tiene bien cogido —le dio varias palmadas en el hombro.
—Sí, David. Cosas del destino. Habrá que acatarlas.
—¡Ay, cuñado! —exclamó este, risueño—. No puede negarse que os complementáis muy bien. Yo en cambio... ya lo ves. Con mis veintisiete años, recién cumplidos, soy un verdadero desastre. Demasiado independiente y poco constante. Así, ¿quién va a cargar conmigo?
—Cualquiera que no se espante de ti. Mira, lo importante es guardarse fidelidad a uno mismo.
—¿De veras? Y eso, ¿cómo se consigue?
—Supongamos que a la chica de tus sueños… ¿Cómo se llama esa amiga que te gusta?
—Anabel.
—Si a Anabel le enseñaras la casa donde vives, y en la sala tuvieras latas de cerveza vacías y esparcidas por el suelo, algo habitual en ti, pues…
—Me conoces bien, ¿eh?
Andrés asintió con una esbozada sonrisa, y prosiguió:
—Llegado a ese caso, no deberías darle una idea errónea para impresionarla. Mejor que te viera en tu salsa; desordenado, olvidadizo... Sí, David. Resulta preferible la naturalidad. Al fin y al cabo, muchas relaciones se frustran por basarse en un principio de apariencias.
—¡Cómo me tomas el pelo, cuñado! De las veces que me han llamado desordenado y olvidadizo, ésta parece la más convincente. No, si todavía me sentiré orgulloso de serlo.
—Ya hemos llegado. —Junto a la entrada de la agencia de viajes había un viejo mendigo, casi ciego, sentado en el suelo. Arrobado, acariciaba una canastilla con algunas monedas.
—He de reconocer que habéis elegido una inmejorable luna de miel —afirmó David mientras esperaban en el mostrador—. Dos días en esa casa de campo y después el crucero. Así, le entran a uno ganas de casarse.
Afuera, los labios del anciano susurraron unas palabras maquinales, perdidas entre el traqueteo urbano:
—No vayáis a ese lugar. No lo hagáis...
Un descapotable rompía la paz de la carretera estrecha y de los árboles alineados a ella. El terreno llano permitía a Eva circular deprisa. Llevaba un sombrero llamativo y había exceso de coloretes en sus mejillas. Canturreaba la música estridente que emitía la radio, hasta que divisó lo que parecía una zona residencial, con jardines.
Poco después se dispuso a reducir la marcha, al cruzar el cartel que rezaba: «Centro Psiquiátrico de Villacarmona». Estacionó el coche, mientras tiraba en la grava el chicle que mascaba. Como si acabara de despertarse, estiró los brazos, gesto acompañado por un resuello.
—¡Esto sí que es vida!... Cualquier día me vengo para quedarme aquí —dijo para sí misma.
Observó el edificio central, apretándose el sombrero sobre la cabeza, como temiendo que se cayera; y concluyó entre risas—: ¡Claro! Fuera del manicomio, se entiende.
Caminaba por un pasillo, cerca de la entrada, cuando una voz la increpó:
—¡Espere un momento, señora! ¿A dónde va sin permiso? No puede pasar.
—¡Oh! ¡Descuide, enfermera! No necesito ningún permiso. Soy íntima amiga de la paciente.
—¡Deténgase! Son las normas.
—¡Normas! ¡Normas! ¡Siempre las normas!
—Eva, ¿qué hace usted aquí? —preguntó una joven con tono educado, mientras se aproximaba a ellas.
—¡Oh, Diana!, dígale por favor quién soy.
—Esta mujer quiso entrar sin atender a razones —replicó la enfermera.
—Debe comprender que las cosas no se hacen así, de improviso. Sólo hay una persona que puede venir sin cita previa; me refiero a la hermana de la paciente.
—¡La conozco! ¡La conozco! Se llama Anita ¡No la voy a conocer, si frecuento su tienda! —Eva soltó una carcajada breve— ¡La de excursiones que hacíamos juntas! ¡Pobrecilla!
—A ver, Eva..., espere un momento, por favor.
Diana hizo una señal a la enfermera. Ambas se separaron varios pasos.
—Se trata de una amiga suya de la infancia. ¡Mujer peculiar donde las haya! Pero diez minutos de charla no serán perjudiciales.
Se aproximaron de nuevo a la señora.
—Eva, puede visitarla —concedió Diana—; pero la próxima vez ha de avisarnos con antelación. Eso sí. Me tiene que prometer una cosa.
—¡Oh!, ¡por supuesto! Haré lo que sea. Le doy mi palabra.
—Se lo recuerdo una vez más. —Diana dejó pasar unos segundos de silencio, revestidos de cierta solemnidad—. Bajo ningún concepto se le ocurra hablarle de sus hijos. Ya sabe que se trata de un tema prohibido. Eso, por favor, no lo olvide.
—¡No! ¡No! ¡Ya le juro…! —Se besó la mujer las yemas de los dedos—. ¡Por estas!
—Bien. Entonces, venga con nosotras.
—¡Gracias, señorita Diana!
Avanzaron las tres por el pasillo, y la voz de Eva resonaba con animoso eco:
—Es que Luisa y yo siempre estuvimos tan unidas. No saben la cantidad de juegos que conocíamos, y todos tan divertidos; que si el escondite, que si la pata coja, que si las adivinanzas. Nos lo pasábamos tan bien...
La calma del centro psiquiátrico se vio turbada por los gritos que provenían de una celda:
—¡Vete de aquí!
—¡Venga, tranquilízate! —Diana trataba de bajar la voz—. ¿Qué te sucede? No eches por tierra todo lo conseguido.
—¡Maldita sea! ¡Los odio, los desprecio!
—¡Luisa!
—Su padre era un miserable ¡Maldito cerdo! Se lo merecía...
—¡Basta, ya! Lo que hiciste no tiene remedio, pero estamos aquí para ayudarte.
—¿Ayudarme? ¡Iros todos al infierno!... Me engañasteis. La boda… se me ha ocultado…
Diana cerró los ojos, apretando los labios. Luego intentó reponerse entre balbuceos:
—Escucha… escúchame, por favor. Si no dijimos nada, fue por tu bien. Has de comprender…
—Clara será feliz, y yo seguiré pudriéndome en este agujero.
—Te lo he dicho muchas veces: lo importante eres tú; que te encuentres bien contigo misma. Por favor, no hables con ese odio.
—El mundo me ha defraudado. Y tú... no eres más que un estorbo.
—¿Por qué…? Siempre te he tratado bien.
—Quiero salir de aquí. No me lo vas a impedir.
Se escuchó un chasquido.
—¡Espera! ¿Qué haces? ¡Suéltame, Luisa!
—¡A la mierda este lugar!
—¡No! ¡No lo hagas! Voy a llamar a seguridad.
Se acrecentaron los signos de lucha, convertidos en fuertes quejidos. Diana apenas podía gritar para pedir auxilio, ahogada entre inopinadas risas de la paciente.
La música fluía al son del champán y los licores. Después de despedirse de las personas más allegadas, los novios avanzaron hacia la salida del restaurante, superando los achuchones de los invitados. Un camarero tropezó, y la botella que llevaba se estrelló contra el suelo, donde se esparcieron los cristales y una bebida rojiza.
Ajenos al pequeño revuelo formado, Clara y Andrés inspiraban ya el aire fresco y el aroma de los pinos.
—Nos espera la carroza nupcial —esbozó el novio una sonrisa mientras señalaba el coche, engalanado de forma llamativa.
Clara se puso una mano sobre la cara.
—¡Oh, querido! Mi hermano se ha superado a sí mismo. ¡Es incorregible!
Tras asentir, Andrés abrió la puerta del vehículo.
—Adelante. El mundo es nuestro.
—¡Sí, cariño! —bromeó Clara, con un brillo especial en la mirada.
Carmen, la directora del centro psiquiátrico, apretó los puños mientras corría por el pasillo.
—¡Dios mío! ¿Cómo puede haber desaparecido?
—No logro comprenderlo —profirió un agente de seguridad que la acompañaba.
—¿Que no lo comprendes? ¡Así os luce el pelo! ¡Por Dios! Se ha reído en vuestra cara. Esa mujer es tan astuta como peligrosa. ¡Más vale que aparezca pronto!
Llegaron por fin a la celda de vigilancia especial. Al entrar, la directora dio un respingo.
—¡Horror! —exclamó ante la imagen de Diana, sentada en una silla, con el rostro arañado y ensangrentado—. ¡Pero qué salvaje!
—Me duele todo el cuerpo. Ha sido horrible. El tratamiento era correcto…
Los quejidos interrumpieron las quebradas palabras de Diana.
—¡Desde luego, a quién se le ocurre interrumpir la vigilancia en un caso como este! —reprobó Carmen, girándose hacia el vigilante y una enfermera.
Diana trataba de sacar fuerzas para hablar:
—¡Por favor! No les culpe. Yo soy la única responsable de todo. Confiaba en su mejoría. Quise hablar con ella, a solas... Una visita inoportuna... echó todo por tierra ¡Mira que se lo advertí!
—¿Visita inoportuna?
—Una amiga suya…, excéntrica. Habló más de la cuenta; de sus hijos, un tema tabú. No debí permitir que la viera.
—Desde luego, Diana —dijo la directora con tono de suave reproche—, no fue una buena idea.
Enseguida apremió al vigilante para que reforzara la búsqueda. Luego dibujó un gesto dirigido a la enfermera.
—Llévatela a la sala de curas. Avisaré al doctor.
Acariciaba la cara de Diana, mientras la ayudaba a levantarse
—Gracias, Carmen —musitó esta.
El coche de los recién casados circulaba por una carretera estrecha. Clara sujetaba el voluminoso velo, ahora extendido sobre las piernas. Oteaba el exterior, tratando de divisar la naturaleza perdida en la noche. Como esta no le mostraba más que la negrura, miró la guantera.
—Andrés, ¿necesitas el plano?
—No. Tu tía me lo explicó con detalle. Esta comarcal nos llevará a la casa de campo.
La novia atusaba los cortos cabellos de su marido.
—Ha sido todo maravilloso—, pero deseaba que llegara este momento. Nos espera una estupenda luna de miel.
—Desde luego, querida —respondió Andrés con semblante complaciente.
Clara volvía a fijarse en el velo.
—Este vestido es muy bonito... —Amagó una risa repentina—. Espero que mi hermano no haya hecho de las suyas; lo veo capaz de quitarnos el equipaje.
—No me extrañaría. —Tras unos segundos, la sonrisa de Andrés se volvió más intencionada—. Tengo una sorpresa para ti.
—¿Una sorpresa?
—Mira la guantera, al fondo.
Introdujo ella la mano de forma ceremoniosa, hasta que palpó una cubierta. La sacó entonces con mayor rapidez.
—¡Un móvil nuevo! —Le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Como responsable de ventas tenía que practicar con el ejemplo. ¿La mejor forma?, pues comprarte lo mejor del mercado.
—¡Oh, Andrés! ¡Tú sí que eres incorregible!
—¿Te gusta?
—¿Cómo no me va a gustar? ¡Claro que sí, cariño! No sé si sabré utilizarlo. Es que para estas cosas soy un caso. Ya ves. Con las prisas me olvidé el otro móvil en casa de mi hermano.
—Clara, después de lo ocurrido… mereces toda la felicidad del mundo.
—Contigo sí voy a ser muy feliz.
Había guardado el teléfono móvil en un pequeño bolso. Ahora apoyaba la cabeza sobre el hombro de Andrés.
El coche seguía circulando por la angosta carretera, rodeada de árboles. Poco después, los novios llegaron a la altura de un letrero que rezaba: «Dorna». Unas farolas iluminaban la casa rural de dos plantas, con muros de piedra, que esperaba impertérrita en la soledad del lugar. Aparcaron en una explanada, rodeados del estridular de los grillos y la leve brisa nocturna.
—¡Andrés, esto es maravilloso! Aunque de noche no se ve mucho…—exclamó Clara nada más salir de coche.
—Y muy sano, querida. No está nada mal para iniciar nuestra luna de miel. —Al sacar el equipaje del maletero, el novio añadió—: Como ves, tu hermano se ha portado bien y no nos ha dejado sin ropa.
Clara pergeñó una mueca risueña, cogida del brazo de Andrés. Ambos se acercaron a la casa y ascendieron los pocos peldaños que les separaba de la entrada. Él abrió por fin la puerta, despacio, y tanteó el interruptor, de acuerdo a la posición prevista según las instrucciones recibidas. La luz descubría un salón y, en especial, la escalera que comunicaba con el piso superior.
Avanzaron unos pasos.
—¿Qué te parece? —preguntó él.
—¡Oh! ¡Es muy acogedor!
Clara sentenció entonces, solemne:
—Andrés, contigo he empezado a vivir de verdad.
Se habían abrazado y guardado silencio, cuando ella observó la puerta.
—¡Vaya! La hemos dejado abierta.
—Será mejor cerrarla. Podría aparecer el hombre de las nieves.
—¡Qué cosas tienes!
Mientras Andrés la cerraba, Clara alzó el dedo índice.
—Cariño, allí está la cocina. Me apetece verla.
Caminaron por el salón y entraron en aquella estructura alargada y estrecha, de azulejos y muebles marrones.
—Es pequeña, pero está muy bien... ¿Sabes qué? El lunes podríamos ir a comprar en el pueblo más cercano. Viendo esto me he animado a cocinar.
Clara añadió luego, con tono meloso y gracioso:
—Además, he de estrenarme como ama de casa.
Abrió un pequeño armario. Lo miró con intencionada sonrisa y volvió a cerrarlo enseguida. Junto al fregadero, varios cuchillos competían con tenedores y cucharas, alineados de forma ordenada sobre un cubertero.
Andrés se dirigió, indagador, a la nevera que se encontraba al fondo. Tras abrirla, sacó una botella.
—Parece que nos han querido obsequiar con champán.
La sonrisa de Clara brillaba, mientras las cortinas se movían detrás de ella debido a la brisa que entraba a través de la ventana entreabierta. De repente, su semblante revelo cierta extrañeza.
—Es curioso, pero... tengo la vaga sensación de haber estado en este lugar.
—Mujer, quizá soñaste con este momento. Ya sabes que hay sueños premonitorios.
Andrés apagó la luz de la cocina. Vista desde la puerta, destacaba ahora la figura de Clara, en la penumbra, bajo su vestido de novia. Antes de salir, ella se giró un momento hacia la ventana, de forma maquinal.
—Podemos subir a la habitación, a cambiarnos. ¿No te parece? —sugirió Andrés en el centro del salón, con ademán de recoger el equipaje.
—¡Tú eres muy pícaro! —exclamó Clara entre risas, que acalló de repente—. ¡Mi hermano! Hemos de enviarle un mensaje para que le diga a la tía que hemos llegado. Pobrecita. Se quedó sin batería en la boda, y no quiero que pase pena.
Andrés sacó su teléfono móvil. Iba a marcar el número, cuando separó los dedos.
—Espera. Es una buena ocasión para estrenar el que te regalé. Pero permíteme. Escribiré unas breves palabras a mi madre, antes de desconectar este.
Poco después, Clara sacó del bolso su nuevo teléfono.
—Solo utilizaremos el que te he regalado —señaló él, mientras la enseñaba a manipularlo—. Después del mensaje, David y tu tía serán los únicos que tendrán acceso al número. Nadie más podrá molestarnos.
Una vez enviado, Clara sugirió:
—¿Vamos a la planta de arriba, querido? Tengo ganas de quitarme el vestido.
—¿De veras, Clara?
—¡Muy gracioso! —se rio ella, antes de añadir con gesto de burla— Me refería a ponerme algo cómodo.
—¡Ya! ¡Claro! Pues subamos. Señora, usted primero.
La luna bañaba las copas de los árboles que circundaban una carretera comarcal. El silencio quedó interrumpido por el rugir de un automóvil, cuyos faros dejaban al descubierto fracciones sucesivas de la cuneta. Una figura se amagó deprisa, aunque con frialdad, detrás de un tronco. Era alta, delgada y llevaba el pelo largo y liso. Vestía un camisón blanco que le llegaba casi hasta los tobillos. Con mirada penetrante, aguardó a que el vehículo pasara de largo.
—¿No crees que es el momento de brindar con champán? —preguntó Andrés, entre breves y juguetones besos en la cama.
—Sí, querido —respondió la joven, pizpireta.
—Entonces, espérame aquí. Vengo enseguida.
—Sí, no tardes. —Clara lo observaba complaciente, mientras él se incorporaba y salía de la habitación.
Los pasos al bajar la escalera de madera se sucedían a ritmo lento. La luz de las farolas, que entraban por la ventana de refilón, apenas iluminaban los peldaños. Cruzó luego el salón y la cocina, siempre inmerso en la misma penumbra, hasta llegar a la nevera. Cogió dos copas, como si de un ritual se tratara; las cortinas seguían moviéndose por la brisa.
Regresó a la habitación. El corchó salió disparado hacia el techo y se esparramó espuma en el suelo de granito, hecho celebrado por Clara con vítores. Después de brindar, los novios bailaron al compás de una música imaginaria, a veces tatareada con femenino timbre.
El exterior del centro psiquiátrico se sumergía en la profundidad de la noche. Unos zapatos con discreto tacón avanzaban hacia el edificio, sobre el rocío de la hojarasca. Tras sonar el llamador, la puerta se abrió.
—Buenas noches. Soy Ana Robles. La directora me espera.
Los ojos vivarachos de Carmen cercaban el expediente de la paciente fugada. Sujetaba con firmeza su móvil, sin dejar de gesticular.
—Bien, inspector. Esperemos que sea así... Ya... A ver si pronto tenemos buenas noticias... De acuerdo. No le entretengo más. Gracias. Adiós.
Escuchó el golpeo de unos nudillos.
—¿Sí? Adelante.
Entró Ana, precedida por la auxiliar que la había recibido.
—¡Carmen!, querida…! Perdóname que tardara en contestarte. Entre el jaleo de la boda y mi móvil descargado, no me pude enterar de nada... ¡Madre mía, yo de fiesta y mi hermana… fugada, perdida Dios sabe dónde!
Ambas se abrazaron.
—¡Ana, cielo! No tienes por qué disculparte. ¡Sólo faltaría! —Hizo un gesto a la enfermera—. Puede retirarse. Si necesito algo más ya la avisaré.
Cuando se quedaron solas, Carmen le señaló un asiento.
—Como sabes, he tenido que acudir a la policía. El inspector me ha dicho que será más efectiva la búsqueda ya con la luz del día; estamos cercados por mucho bosque.
—¡Dios mío! Espero que la encuentren pronto. Luisa hizo lo que hizo en su día, pero... es mi hermana.
—Desde luego, Ana. Hay que tener confianza. Ya verás como todo se soluciona.
Repiqueteó los dedos sobre la mesa, pensativa, y prosiguió:
—Como directora de este centro, es una situación muy bochornosa; sobre todo por tratarse de tu hermana. Mira, Ana… El sistema de seguridad ha quedado en entredicho, y el servicio de vigilancia no ha sido aún capaz de solucionar el problema.
—¡Claro!¡Claro! Te entiendo, Carmen. Fíjate... Lo más doloroso de todo es que haya ocurrido ahora, cuando ella parecía haber mejorado su estado.
—Hay algo que, con el barullo, antes no te mencioné. Diana, la psiquiatra agredida, nos habló de cierta persona que fue a visitar a tu hermana. Según parece, se fue de la lengua al hablar de su hija y la boda... Seguro que eso la alteró.
Ana dio un puñetazo a la palma de su mano izquierda.
—¡Como si lo viera! ¡Pero qué imbécil!... No puede ser otra que Eva. Una amiga de la infancia y clienta de mi tienda. Mujer excéntrica y, por supuesto, sin sentido alguno de la mesura. ¡Esa estúpida me va a oír!
Segundos después, con la expresión menos iracunda, cambió el tono de voz:
—Por cierto... ¿Cómo está la pobre muchacha?...
El doctor y la enfermera rodeaban a Diana, postrada en una camilla. El galeno se había puesto en contacto con el hospital:
—Sufre un cuadro de traumatismo extendido por la mandíbula y pómulo izquierdos. Diversos arañazos distribuidos a ambos lados, en las mejillas, y una hemorragia en el labio superior izquierdo, en parte controlada. Es necesario ingresarla para que le realicen una tomografía axial de la cabeza y una radiografía del hombro izquierdo...
Por la mañana, Andrés se desperezaba en la cama. Resultaba extraño que su mujer no se encontrara con él.
—¡Clara! —alzó la voz, a pesar de que la puerta de la habitación estaba cerrada.
Iba a levantarse, pero la puerta se abrió, poco a poco. Sonrió al percatarse de que el velo de la novia se asomaba por el vano.
—Me has salido muy graciosa.
Ella entró por fin, con la bandeja del desayuno invadida por los blancos encajes.
—¡Buenoos díaaas!
—¿Y este desayuno tan misterioso, de dónde lo has sacado?
Clara colocó la bandeja en la mesilla.
—Ya ves, cariño. Ayer me di cuenta de que había algunas provisiones. No te dije nada, para darte una sorpresa.
—A fe que me la has dado, querida. Hoy no hará falta ir a desayunar al pueblo más cercano. ¿Y la bromita del velo?
Me acordé… cuando lo vi en el salón —señaló ella—. Según mi tía es una broma recurrente en mis antepasados; como una tradición.
Andrés estudió complaciente la imagen de Clara.
—Quiero contemplarte así, otra vez. Si quieres, puedes ponerte todo el vestido.
—¡Qué tonto eres!
Entre chanzas y achuchones desayunaron. Luego, ella propuso la idea de realizar una excursión.
—¿Una excursión? ¿Es que quieres acabar conmigo? —objetó Andrés.
—¡Pero si caminar es muy sano! Además, me refiero a una caminata suave, mientras contemplamos la naturaleza.
—De acuerdo. Tú ganas —concedió Andrés, sonriente—. Supongo que estirar un poco las piernas por estos parajes no nos va a perjudicar. En mi familia no somos tan deportistas como en la tuya. Vienes de muy buena pasta.
—¡Así me gusta! —Clara le pellizcó la nariz—. Te portas muy bien conmigo.
Carmen y Ana volvieron a reunirse en el despacho. Hablaban, acompañadas por el humo que desprendían unas tazas de café.
—La verdad es que nuestra mente es un tesoro que no solemos apreciar.
—Sí, querida —asintió Ana, con un brillo lacrimal—. Ya ves. La desdichada de mi hermana cómo ha terminado—. El marido era un trozo de pan. ¿De qué forma acabó ella con él?: envenenándolo. Cuánto sufrimiento para sus hijos, con lo unidos que estaban con el padre... Gracias a Dios, ellos tienen un carácter alegre, y eso les ha ayudado a superar este trance.
—No cabe duda... En cuanto a tu hermana, he de reconocer que el tratamiento evoluciona de forma un tanto desconcertante. La locura es algo que podemos adormecer en cierta medida, pero existe el riesgo de que se despierte más fuerte que nunca, ante cualquier estímulo negativo; y a las pruebas me remito.
Ana le dio vueltas a un pensamiento, hasta que rompió el breve silencio.
—Carmen, no sé si llamar a mi sobrina Clara. Quizás debería conocer lo ocurrido.
Sacó su teléfono móvil. Después de marcar el número, esperó unos segundos.
—No lo coge... Llamaré a Andrés, su marido.
Tras intentarlo, repitió cierto gesto de frustración.
—Parece que lo tiene desconectado.
—Es normal. Se trata de su viaje de novios y quieren estar tranquilos —repuso la directora.
—¡Oh! Quizá me he precipitado. Mejor dejarlo así y esperar a que todo se solucione sin molestarlos. Después de todo, Clara no mantiene ningún trato con su madre.
Paseaban cogidos de la mano entre la arboleda, después de haber dejado el coche en una pequeña explanada cubierta de hojarasca.
—En este lugar hay muchos senderos —observó Andrés.
Habían llegado a una intersección donde destacaba un letrero de madera. Los ojos de Clara se clavaron entonces en la inscripción.
—¡Villacarmona! —exclamó—. Por allí está internada mi madre.
Ambos observaron, sin moverse, el inicio de ese camino.
—Clara, no lo pienses más. —La envolvió con un brazo, animándola a reanudar la marcha.
—¿Sabes? —reflexionaba ella, después de avanzar unos pasos—. Alguna vez he intentado meterme en su pensamiento; examinar lo que pudo provocar esa locura. Se trata de algo paradójico. Por un lado, mis sentimientos hacia ella siempre han sido de desprecio, y eso bien lo sabes; pero por otro, me persigue una duda; algo así como un remordimiento espontáneo.
—¿Remordimiento?
—Quizá mi hermano y yo pudimos haber hecho algo por ella. Siempre la mirábamos como a un bicho raro, sin intentar comprenderla; sin hacerla partícipe de nuestros secretos y juegos, privilegio reservado a nuestro padre. ¿Y si eso alimentó en ella los recelos y el odio? A lo mejor nada horrible habría sucedido.
—Clara, por lo que yo llegué a ver, vuestra madre nunca os quiso. Solo os trató con desprecio, y de nada hubiera servido otro tipo de actitud. Que no te quepa ninguna duda. Ella es la única culpable de ese rechazo. Y no le des más vueltas.
—Nunca me olvidaré de una caja de música… Yo era muy pequeña; solo recuerdo que, cuando sonaba, aquella melodía me entristecía.
Respiró hondo, mirando hacia el cielo entreverado con las ramas de los árboles, y extendió los brazos en cruz.
—Sí, cariño. Miremos solo hacia el presente y el futuro. Tú y yo.
Se dieron un beso.
—Qué zona tan bonita —afirmó Clara al reanudar la marcha—. A pocos kilómetros de la civilización; y, a la vez, tan separada de ella. Además, tenemos suerte con el tiempo.
—Es el veranillo de San Martín. Hay que aprovechar, porque parece que no durará mucho.
Clara hizo unas fotos con su móvil, instruida por Andrés. Poco después, él dibujó un gesto.
—Con tanto paseo, ya me está entrando el apetito. Menos mal que se trataba de una suave caminata. —Consultó el reloj.
—¡Exagerado! Si no hemos andado tanto.
En realidad, no nos conviene alejarnos más del coche. Podemos ir a almorzar a un lugar que conozco. No creo que tenga pérdida yendo desde aquí.
—Mi primera sesión como cocinera tendrá que esperar.
Dieron la vuelta y caminaron en sentido contrario hasta llegar al vehículo. Cuando se disponían a partir, se oyó el crepitar de unas ramas.
—¿Qué ha sido eso? —ella se sobresaltó.
Andrés abrió de nuevo la puerta.
—¡No salgas!
Un animalito corría por la explanada, y volvió a esconderse.
La tensión se tornó en risas.
—¡Oh! ¡Era sólo una ardilla! —Clara se había colocado la mano sobre el pecho, como si quisiera comprobar el ritmo acelerado de las pulsaciones.
—Muy mal hecho por su parte, con el apetito que tengo. Mujer, ¿qué tal un guiso de ese lindo…?
—¡Calla, tonto! ¡Pobrecilla! Algo la habrá asustado.
—Algún depredador.
—¡Venga! Larguémonos ya de aquí —ella le hizo una mueca burlona.
La tarde caía y ellos habían regresado a la casa. Andrés giraba la página de una revista, cuando escuchó los pasos de Clara al bajar la escalera. Al comprobar que llevaba el velo de novia en la mano, inquirió sonriente—: ¿Qué haces?
—¡Venga, cariño! Sácame unas fotos con el velo puesto —suplicó la joven, imitando una afectada voz infantil.
—¡Vaya! A eso se le llama sacarle partido. ¿Es parte de ese ritual familiar…?
Ella amagó una risa. Tras acercarse, señaló con cierto tono de gravedad:
—Ya te lo dije… Siempre lo he considerado como la parte más representativa del vestido; también lo era para la abuela y mi madre cuando se casaron. Llámalo ritual, capricho o… manía familiar.
—Bien. En ese caso, utilizaremos tu regalito. Te inmortalizaré con el velo. Hasta te puedo hacer un pequeño video. Que por mí no quede la cosa.
—¡Gracias, querido! ¡Qué paciencia tienes conmigo!
El nuevo móvil estaba ya preparado. En la pantalla quedaba reflejada la imagen de Clara, ya con el velo puesto. Sonreía de forma contenida y se movía según las improvisadas instrucciones de su esposo.
—Muy bien —profirió Andrés, una vez finalizada la peculiar sesión—. Colgaremos las imágenes en la red.
—¡Serás burro! —protestó la mujer cogiendo el móvil—. Me lo quedo, que a ti te veo capaz.
Él, a su vez, le quitó el velo. Forcejearon entre risas durante unos segundos. Luego intercambiaron miradas que delataban cierto cansancio. Clara bostezó.
—Mañana examinemos mejor las fotos que hiciste en la excursión; sabremos si eres una alumna aventajada. Ahora deberíamos irnos a descansar. ¿No crees, querida?
—¡Andrés!, ¿por qué no vemos una o dos, ahora, antes de subir…? Me hace ilusión. No nos llevará más de un minuto.
Se sentaron en la butaca. Andrés inició la búsqueda de los archivos, hasta que apareció la primera foto en la pantalla.
—¡Oh! No me había dado cuenta ¡Si parezco una profesional!
—¡Bribona! Esta la hice yo… Veamos… La siguiente sí es tuya.
—La fuente... ¿Te acuerdas? ¡Qué agua más buena salía!
—Está bastante bien… Y ahora, Clara, la última por hoy, que nos dormimos... A ver… Aquí nos encontrábamos cerca del sendero de Villacarmona.
Clara bostezaba de nuevo, cuando su mirada delató sorpresa.
—¡Fíjate en esa sombra, Andrés! Parece una figura.
—¿Dónde?
—Al fondo de la imagen. ¿No la ves?
—Ahora sí... No está muy nítida. ¡Bah! Debe de ser un efecto óptico por el contraste de luces. O un fantasma.
—¡Calla, tonto! —Volvió a bostezar—. Y ahora, lo único que deseo es dormir y dormir. Reconozco que hemos pasado un día intenso.
Los dos se levantaron y dirigieron hacia la escalera, entre carantoñas. El velo y el teléfono móvil descansaban sobre la mesa de centro, junto a la butaca.
Ana leía un documento, de pie. Sonó entonces un tono de llamada.
—¿Sí?
Eva pedaleaba una bicicleta estática, con el móvil en la mano. Llevaba una vestimenta con colores estridentes, muy poco apropiada para realizar ejercicios, y, como siempre, un exceso de colorete en las mejillas.
—¡Hola, Anita! Soy yo. Acabo de ver tus llamadas perdidas. Parece que te acuerdas de tu clienta favorita —señaló, risueña.
—¡Vaya! ¡Por fin apareces! ¡Ya tenía ganas de hablar contigo!
—Yo también, querida. Es que tengo una recepción y a mi vestido le falta algo. ¡Anda! Dime si te quedan pañuelos de esos que me chiflan tanto.
—A ver. Yo no quiero saber nada de pañuelos ni gaitas. Eva, hay en estos momentos un asunto mucho más serio.
—Dime, Anita, dime. Suelta por esa boquita.
—¡Por favor! No me llames Anita, que no estoy para bromas... Ahora dime una cosa… Tú has visitado a mi hermana, ¿verdad?
—¡Oh, sí! Le llevé caramelos; los camuflé en un bolsillo. Ya sabes que siempre ha sido muy golosa.
—¿Qué le contaste, exactamente?
—Yo... no sé... Bueno. Le hablé del tiempo tan maravilloso que tenemos.
—¡Claro, claro! ¡Venga, no te hagas la despistada! Te lo preguntaré sin más rodeos. ¿Por qué le hablaste de su hija Clara?
—Anita..., yo... le conté que su hija era muy feliz porque iba a casarse, pero lo hice con buena intención. Quería alegrarle un poco el día.
—¿Acaso no sabías que el simple hecho de mencionar a sus hijos era contraproducente?
—¡Anita, no te enfades! A mí me pareció todo muy tierno. —Alzó una mano y se la contempló—. ¡Uf! He de tener cuidado con mis uñas; podrían romperse.
—Lo que tendría que romperse es tu cabeza de serrín. Has cometido una grave imprudencia y vas a saber qué consecuencias ha ocasionado.
Eva dejó de pedalear y escuchó con mayor atención a Ana…
—¡Pero qué me dices! ¡Qué fuerte! —exclamó.
—Eva, supongo que ya te has dado cuenta de lo que has hecho.
—¡Oh, lo siento mucho!... —Vaciló un momento, y añadió, temerosa—: Oye, cielo... Es que he de confesarte algo más...
Ana, que escuchaba con la respiración contenida, se puso una mano en la cabeza.
—¡Cómo! ¿Le dijiste que iban a la casa rural?... ¡Hay, que me va a dar algo!
Aguardó unos segundos antes de alzar la voz:
—¡Imbécil!, mi hermana conoce el lugar a la perfección. Podría presentarse allí en cualquier momento. ¡Eso si ya no lo ha hecho! ¡Dios no lo quiera!
Frunció el ceño y se concentró en un pensamiento. Una mueca de extrañeza afloraba en su rostro.
—Y tú... ¿cómo lo sabes? ¿Cómo demonios te enteraste? Si nunca te dije dónde se iban de luna de miel.
—Bueno... Verás… Yo me enteré por casualidad. Ya me conoces. Tengo el oído muy fino.
Dejó escapar una breve risa.
—Oí que se lo contabas a otra clienta, en tu tienda. Yo me estaba probando unos sombreros. ¡Qué grandes me venían! ¿Te acuerdas?
Se rio más abiertamente y pedaleó de nuevo, mientras esperaba la respuesta.
Ana separó el teléfono móvil de su oreja con brusquedad y cortó la comunicación.
—¡A esta mujer la voy a matar! —dijo para sí.
Se sentó en una butaca, impulsada por la impresión recibida.
David apuraba una cerveza, aun con la boca llena de patatillas. Sonrió, pensando en Clara y su feliz retiro nupcial. Después tiró la lata y la bolsa al suelo, para que estas acompañaran a otras latas y bolsas consumidas en diferentes momentos. Se restregó las manos sobre los vaqueros, con las piernas estiradas sobre la mesa de centro; estaba a punto de comenzar una de sus series favoritas. Pero sonó el móvil. «¡Qué fastidio!», pensó. Aunque al ver el número reflejado en la pantalla, dejó escapar otra sonrisa.
—¡Tía!
—David…
—Pero... ¿qué le ocurre a mi tía preferida? Te noto preocupada. ¡Venga, cuéntame!
Le relató lo sucedido.
—Es preciso ir a la casa de campo, donde está Clara —le sugirió enseguida—. Ella y Andrés tienen los teléfonos desconectados; debemos avisarles...
Había oscurecido cuando el coche que conducía Ana se adentraba en una carretera comarcal. El joven observaba a su tía, que acababa de hablar con la directora del centro.
—No hay nada nuevo. La policía sigue buscando —le dijo.
—Tía, yo no sé a cuántos kilómetros se encuentra esa casa del psiquiátrico, pero… ¿no hay demasiada distancia para ser recorrida a pie?
—Tu madre y esa amiguita de las narices solían hacer excursiones muy largas. Conoce la zona y todos los escondrijos como la palma de su mano, a pesar del estado en que se encuentra. Además, en caso de necesidad sabría alimentarse de las plantas silvestres; aún más, guiada por la luna llena de esta noche. —Hizo un ademán con el índice de la mano, dirigido hacia la ventanilla—. Créeme si te digo que ni la edad ni la locura han mermado un ápice su vitalidad.
—Al menos, no parece que en todo este tiempo se haya presentado en la casa. Mi hermana nos habría avisado.
—Dios te oiga —suspiró ella, repiqueteando las uñas sobre el volante—. Pero en estas circunstancias es una mujer tan peligrosa como astuta. ¡Oh! No quiero pensarlo, porque, de sorprenderles, quizá no les daría tiempo a reaccionar.
Guardaron silencio, como si las últimas palabras de Ana necesitaran digerirse. Y la calma tensa quedó interrumpida por un mohín de lamentación.
—¿Qué te sucede? —preguntó Ana.
—¡Se me había olvidado! Resulta que, con las prisas, Clara se dejó el móvil en mi casa, antes de ir a la iglesia. Después, cuando tú la llamaste, se ve que no lo oí.
—¡Por eso no me lo cogía! ¡Claro!
El joven chasqueó los dedos y se tapó media cara con la mano.
—¡Vaya...! ¡Me vas a matar!
—¿Por qué dices eso?
—Tampoco me acordaba de...
—¡Pero muchacho, suéltalo de una vez! ¡Me tienes en ascuas!
—Tía, Andrés me dijo que le había comprado a mi hermana el mejor teléfono móvil del mercado, y que se lo daría, como sorpresa, al llegar a esa casa. Es posible que ya lo utilizara al mandarme el mensaje; no me fijé si era el número de Andrés o el suyo.
—¡David —exclamó Ana con renovado brillo en sus ojos—, eres un desastre! ¡Venga, compruébalo! A ver si podemos hablar con ellos.
El joven, que ya tenía el móvil en la mano, escudriñaba la pantalla ante la mirada impaciente de su tía.
—¡Sí, es su nuevo número! —celebró.
—¡Venga, llama! ¡Dios quiera que te conteste!
El salón se encontraba casi a oscuras; tan solo una luz entraba a través de la ventana de forma tímida, velada por las cortinas Un repentino tono de llamada alteró el silencio y la oscuridad del salón. Las señales azules, que el teléfono emitía con el sonido de campanas repicando, rozaban el velo de novia. Arriba, Clara y Andrés dormían ya, como respuesta al ajetreo de la jornada.
—¿No lo coge? —preguntó Ana, amagando cierto tono de resignación.
—Lo tienen conectado, pero siguen sin responder.
—Me extraña… Cielo, conduce tú; yo te guiaré. Me estoy poniendo nerviosa.
Se cambiaron de asiento. Al arrancar el coche, Ana miraba a través del parabrisas, aun consciente de que resultaría milagroso hallar a su hermana en aquellos momentos. Las ramas, iluminadas por los faros se movían, pero solo era debido al viento que se estaba levantando.
—Ya verás como todo se soluciona, tía.
Ana forzó una sonrisa y acarició el brazo del sobrino.
—¡Me llaman! —exclamó de repente. El tono de llamada de su móvil la había sobresaltado.
—Es la directora...
Se acercó el teléfono deprisa.
—¿Sí?... Hola, Carmen...
Habían transcurrido unos segundos de escucha, cuando sus ojos emitieron un repentino fulgor.
—¡Oh! ¡Gracias a Dios!... —Resolló, ahora con amplia sonrisa…
Acababan de encontrar a su hermana en buen estado. Un coche policial había ya vigilado la casa rural, y se descartaba que la mujer se hubiera presentado allí.
—¡Ves! ¡Si te lo decía yo! —El joven cogió la mano de su tía para agitarla, a modo de celebración jovial.
—David, todo ha pasado. Porque no quiero engordar, sino iríamos de tapas a festejarlo.
—¡Sí señora! ¡Esa es mi tía!
Se cruzaron con dos vehículos de policía que regresaban a la ciudad.
Ana vio una indicación.
—Mira, ya casi llegábamos. Allí mismo daremos la vuelta.
El coche divisó por fin la explanada, siempre iluminada por las farolas. Un cartel pequeño bailaba, pendido de una cadena de hierro, y se escuchaba el crepitar de las hojas de los árboles, cada vez más inquietos.
En la casa, tan solo una tenue luz se escapaba en el piso superior.
—¿Ves tía? Era normal que Clara no oyera la llamada. Debe de estar fabricándome un sobrinito.
Risueña, ella le dio una palmada en el hombro.
—¡Ahí está mi bólido! —exclamó David—. No le han quitado los adornos que le puse, aunque ahora el viento se los está llevando.
—Sí… Cada vez sopla con más fuerza. —Miró a su sobrino fijamente—. Fuiste generoso al ofrecérselo como coche nupcial. Me alegro de que estéis tan unidos.
Él esbozo una sonrisa.
—Hay algo que nunca os había comentado ni a Clara ni a ti.
—¿El qué, tía?
—Esta casa que ves era antes propiedad de la familia.
—¿De la familia?
—Sí. Pertenecía a los abuelos. Tus padres venían con mucha frecuencia; y en verano permanecían aquí hasta dos o tres meses, alejados del ruido. Por supuesto, a vosotros os trajeron, pero erais muy pequeños; resulta normal que no lo recordéis.
—Vaya! He de reconocer que eso me ha sorprendido.
—Cuando Clara me dijo que lo habían reservado, decidí ocultarle la verdad para no chafarle el plan. Después de todo, me pareció una buena idea; se trata de un lugar muy solicitado. Claro que he estado a punto de tragarme aquel silencio.
—Ya... Si es así, ¿por qué la vendieron?
—Verás. Tiempo antes, se habían empezado a manifestar ya algunos síntomas depresivos y cambios bruscos de humor en vuestra madre; aunque en principio eran leves. Por ello, el psiquíatra aconsejó que no frecuentara la casa; que huyera de toda esta soledad. Fue entonces cuando tu padre la vendió; aprovechando, además, el interés de la Diputación por adquirirla y convertirla en lo que es hoy.
Contemplaron la casa durante unos segundos de silencio.
—¡Bien! ¿Y ahora qué hacemos, excelentísima tía? —recuperó David la expresión jovial.
—¡Pues qué vamos a hacer! Marcharnos. Te acompañaré a tu casa y después me iré al centro psiquiátrico.
—Sí, será mejor. No me gustaría interrumpirles la fiesta. —señaló él la tenue luz del piso superior.
—No tienes arreglo —Ana se rio de nuevo.
Eva llevaba una prenda larga y ligera con colores llamativos y una gorra. Demostraba cierta indignación al quitársela y ponérsela de nuevo, entre aspavientos y su vocinglero hablar. Se encontraba rodeada de los agentes, en el asiento de un vehículo; la habían encontrado cerca de la carretera, caminando con una linterna.
—¡Es que no me van a creer! Se lo repito las veces que haga falta: la mujer que se escapó es mi amiga; se han equivocado de persona.
—¡Claro, claro! Lo que usted diga —replicó con sorna uno de los policías.
—Señora —intervino otro policía—, ¿no le parece demasiada coincidencia que la hayamos pillado por aquí con esa especie de camisón…, bata o lo que sea, cuando llevamos horas buscando a una señora con parecidas características?
—¿Qué le pasa a mi bata! La llevo porque me apetece… ¡Y quiero mi coche! He venido con él; lo he dejado aparcado cerca de aquí.
—¡No me diga!
—Yo... solo trataba de buscarla en nuestro escondrijo; una cabaña abandonada, donde solíamos ir. Era nuestra ocupación favorita... ¡Pero deténganse! ¡Quiero mi coche!
—¡Vaya! Pues verá lo que vamos a hacer: primero le daremos un paseíto en este deportivo, y después la conduciremos, de regreso, al psiquiátrico. No me dirá que no le gusta el plan.
—¡Son unos policías muy malos! ¡Me arrestaron sin compasión!
Todos los agentes se rieron.
Se movían con lentitud en la cama, iluminada por la tenue luz de la habitación. El golpeo de la persiana contra el cristal de la ventana les había despertado.
—Es el viento, ¿verdad? —Clara bostezó.
—Sí. —Andrés, que se frotaba la cara, consultó la hora—. Son las once de la noche.
—¡Vaya! Como nos fuimos a dormir tan temprano.
Se escuchó entonces un chasquido que parecía provenir de abajo.
—Creo que dejamos abierta la ventana de la cocina. Iré a cerrarla —hizo el joven un ademán de incorporarse.
Clara estiró los brazos.
—¡Tengo una sed! ¡Anda, cariño!; tráeme agua, de paso.
—Como tú digas, caprichosilla.
Andrés le dio un beso en la frente.
—Eres un encanto —ella le atusaba el pelo.
Él se levantó y recorrió la habitación.
—Espérame en la cama. No te vayas de excursión —se giró con expresión socarrona.
Clara le sacaba la lengua, con risas contenidas, antes de que él saliera. Después, se quedó mirando durante un rato la puerta entornada.
Había bajado las escaleras. La huella de las farolas le permitió fijarse en el velo de novia y el móvil que había regalado a su mujer. Dejó escapar una sonrisa y decidió aproximarse a la mesa de centro del salón; le parecía mejor idea comprobar la linterna del smartphone que encender las luces. Lo recogió con gesto de complacencia y anduvo unos pasos. Casi asomado a la entrada, asoció la cocina con un túnel estrecho y corto, donde se mantenía la pugna entre la claridad nocturna del exterior y la negrura de la casa. Pero no había silencio, porque el viento se dejaba sentir con mayor fuerza; y al vaivén de los árboles, se unía la agitación de las cortinillas en medio de tal penumbra: en efecto, la ventana estaba abierta. Iba a pulsar la función de la linterna, cuando se percató de que había una llamada perdida de David. Volvió a sonreír.
Clara nadaba ahora entre el embozo de las sábanas, como si de un ritual de meditación y regocijo se tratara. El rictus fue interrumpido por un lejano e indefinido golpe proveniente de la primera planta. Apoyó su espalda sobre la cabecera.
—¡Vaya! Será el viento.
Aguardó casi un minuto y alzó la voz:
—¡Andréees! ¡El aguaaa!
Poco después escuchó unas pisadas, lentas, cada vez más cercanas, que se detuvieron detrás de la puerta. La mirada guasona de la joven se había acentuado.
—¡Entra ya! ¡Me tienes aquí, muerta de sed!
Se levantó de la cama, aunque no se alejó de ella.
La puerta se movió apenas unos centímetros. Por el vano se adivinaba el velo de novia; todo parecía transcurrir en cámara lenta bajo aquella discreta claridad.
—¡Con que devolviéndome la bromita!
Clara caminó unos pasos y volvió a detenerse.
—¡Vamos, déjame verte! ¡Bueno, cerraré los ojos para no avergonzarte!
Así hizo, reprimiendo de nuevo la risa. Y añadió:
—Seguro que estás muy guapo.
Por el leve chirrido, dedujo que la puerta se abría un poco más. Las pisadas traspasaron el umbral.
—¡Querido…!
Abrió los párpados y las piernas apenas le respondieron para dar un respingo. Su repentina palidez se repetía en el semblante que la contemplaba bajo el velo: ojos penetrantes, cabellos largos y despeinados, el camisón blanco y sucio, hasta los tobillos, y un cuchillo empuñado.
Clara chilló, y el grito se entremezcló con los quejidos que atravesaban el corto pasillo. Su marido entró en la habitación, con sangre en la cabeza.
—¡Andrés!
Luisa se giró, amenazante.
—¡Andrés! ¡Andrés! —repitió la joven.
—¡Sepárate, Clara! —advirtió él, con voz débil. Tu hermano… Lo avisé…
Luisa le dedicó una vehemente carcajada. Intentó acercarse a la joven.
—¡Clara, aléjate, por Dios!
Luisa amenazaba a Andrés con el cuchillo, entre improperios.
—¡Cuidado! —gritó su mujer.
Sonó el móvil nuevo; un tono que se percibía lejano, entre la agitación de las persianas.
La respiración de la enferma se aceleró. Sus pupilas reflejaron un brillo extraño, y de los labios comenzaron a fluir palabras frías:
—Felicidades, Clara. —Mostró una sonrisa cínica de penumbra—. ¡Qué pena! Tu padre no está aquí. ¡Cuánto lo queríais!, ¿verdad?
Frunció el entrecejo y prosiguió más alterada:
—¿Y a mí, quién me quería? ¡Un bicho raro! Sí. Eso era: una madre diferente. ¡Maldita sea!
—¡Andrés! —Profirió Clara, que intentó acercarse a él.
—¡Quieta! —espetó Luisa.
Alzó el cuchillo. Pero dejó caer el brazo, con lentitud, mientras lo contemplaba. Por un momento parecía calmarse.
—Nunca me comprendisteis —escudriñaba con la mirada a su hija—. Me quemaban las entrañas, llenas de odio por vuestro desprecio. Debía vengarme… Y lo hice. ¡Vaya si lo hice! Con esa pócima maté al principal culpable.
Se mordió el labio, antes de proseguir:
—Me encerraron, y hui de vosotros. Solo mi hermana me ha querido… Yo era feliz, en mi mundo, pero…, después de tanto tiempo, esa imbécil de Eva ha despertado ese monstruo dormido para restregarme tu felicidad; tu estúpida boda... ¡Maldita sea! ¡Estoy loca, pero os di la vida!
Concluyó con expresión lastimosa y mirada abstraída.
—No. Nunca me comprendisteis.
Dio unos pasos, ignorando el repetido sonido del móvil. Se detuvo y observó otra vez a Clara; recobraba su mirada penetrante.
—Es hora, por fin, de rendir cuentas; aunque antes, permitiré, en justicia, que este hombre y tú os dediquéis unas palabras de amorosa despedida; la luna de miel que toca a su fin.
Soltó otra carcajada, y la risa se entremezcló con el sonido de un coche. Al oírlo, se acercó a Andrés y le provocó una fugaz incisión en la pierna. Salió corriendo de la habitación.
Clara abrazó a su esposo, ya tendido en el suelo. Después, cogió el móvil de este y lo conectó luchando con sus dedos trémulos.
—¡Tía! ¡Tía!...
Ana y su sobrina, intercambiaron lágrimas y voces entrecortadas, ya cercanas, sacudidas por el intenso viento. David vigilaba la suave luz de arriba y el batir de las pequeñas persianas.
—Por el amor de Dios, Clara; cierra la habitación. La ambulancia y la policía están de camino...
A ambas les temblaba los respectivos teléfonos en las manos después de utilizarlos.
Reflejos amarillos y azules revoloteaban en el exterior al compás de las sirenas. Cuando se encendieron las luces de la casa, pudo verse un vaso hecho añicos en la cocina, que Luisa había empujado al entrar a tientas por la ventana desde el mueble del fregadero; y un busto de mármol en el suelo, ya en la entrada del salón, moteado con manchas de sangre.
Tras una tensa espera, la policía abrió la puerta de entrada; Ana y su sobrino corrieron escaleras arriba, escoltados por un agente.
—¡Clara! ¡Andrés! —alzaron la voz.
Al oír la joven el alboroto, descorrió deprisa el pestillo de la habitación. Se agarró a su tía y a David, entre sollozos...
Tras aplicarle un torniquete, dos enfermeros colocaron a Andrés sobre una camilla; este respondía tímidamente a los gestos y palabras que su cuñado le dedicaba. El viento hacía revolotear poco después las hojas resecas, desprendidas de los árboles, como si las ordenara introducirse en la ambulancia, junto al paciente.
—Cariño, nos vemos en el hospital. Lo peor ha pasado; Andrés está en buenas manos —concluyó Ana, después de intercambiar unas afectivas palabras con la joven.
—¡Hermanita! —David le agarró la mano y le dio un beso.
Clara se subió a la ambulancia; afloraba en ella un semblante grave y cierto brillo en los ojos que le conferían aires de madurez. El vehículo arrancó, y los ecos de la sirena se perdieron enseguida entre la negrura.
Se arrimaron a los muros de la casa, cerca de la entrada, para refugiarse del vendaval.
—Tía, cuánta razón tenías. Tus temores estaban justificados.
—Sí, querido. Por desgracia ha sido así... Ahora, antes de irnos, debemos llevarnos sus pertenencias. Creo que nos permitirán hacerlo…
El último agente en salir de la casa, dispuesto ya a unirse al retén exterior, no puso objeción.
—No se olviden de ese móvil. —sugirió el policía desde el umbral de la puerta, señalando el lugar donde lo habían encontrado, a pie de escalera.
Se disponían a entrar, cuando Ana recibió una llamada.
—Si quieres, voy recogiendo las cosas… —se ofreció el sobrino.
—Hola, Carmen. Perdona un momento…—Apuntó el dedo índice hacia David—. De acuerdo, empieza a subir. Voy enseguida…
Este se adentró en el salón y recogió el teléfono, rescatándolo del camuflaje de peldaños. No pudo dejar escapar una efímera sonrisa: era, en efecto, un gran regalo para su hermanita. Se lo guardó y subió las escaleras, mientras se fijaba más en los detalles, impresionado por las pequeñas huellas rojas que parecían querer guiarle.
—…Hasta para esto, esa estúpida de Ana ha sido protagonista —proseguía Ana la conversación—. Carmen, cuando avisaste de que no habían encontrado a mi hermana, me dio un vuelco el corazón. Di entonces la vuelta y regresé; aunque solo se tratara de vigilar desde afuera, mientras no hubiera ninguna patrulla; y ellos seguían sin contestar… Fue poco después cuando recibimos la llamada de auxilio. ¡Pobrecitos! ¡Qué nervios, Dios mío!... Sí. Se han ido ya con la ambulancia…
David atravesó el pasillo y vio una puerta pequeña, cerrada, y poco más allá la entrada a la habitación. Recibió la llamada de Anabel, su amiga. La breve conversación, condicionada por el momento, le arrancó una sonrisa. Al finalizar, respiró hondo en medio de aquella soledad, perturbada por el repiqueteo de las persianas. Contempló el cerco de sangre, más extenso donde habían encontrado tendido a Andrés. Sin saber por qué, se acordó del momento en que ambos fueron a la agencia de viajes.
—… Parece ser que entró y luego salió por la ventana de la cocina. La policía la está buscando por los alrededores. ¡Cielos! Han de encontrarla de un momento a otro; no puede estar muy lejos. —Miró el oscuro horizonte y respiró hondo—. Carmen, conviene que vaya a recoger el equipaje de Clara. Se ha adelantado mi sobrino, pero con lo desordenado que es… —esbozó una sonrisa—. ¡Angelito…! Se ha llevado también un buen disgusto…
El joven se acercaba al armario, cuando escuchó un vals lejano. Regresó al pasillo, desconcertado, abstraído. Aquella caja de música, olvidada después de la niñez, se despertaba en el subconsciente e impulsaba sus movimientos hacia el cercano desván. Las manos inquietas giraron la manivela de la puerta; las bisagras chirriaron al abrirla. Él se adentró despacio, cada vez más invadido por esas notas que percibía amargas. El corazón se aceleraba mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz. Lo pulsó y vio unos estantes con fotos y papeles abigarrados, entre telas de araña. Unas bailarinas, las mismas que recuperaba de la memoria y que, de niño, le parecían tan grandes, giraban al son del vals. Se aproximó, conteniendo la respiración. Fue entonces cuando oyó un canturreo frío y débil, que remedaba la melodía. Se giró poco a poco, hasta percibir una mezcla de terror y amargura. Luisa, apenas reconocible, tan distanciada por el tiempo y los acontecimientos, lo miraba con fijeza, con el velo de novia puesto en la cabeza y el cuchillo camuflado entre la mano y el brazo. De repente, ella sonrió.
—Fue el único regalo que os hice. Nunca te gustó; tampoco a Clara —afirmó con aparente serenidad, al señalar la caja de música—. Conservas la misma mirada de siempre.
Pero tras unos segundos de silencio y mutua vigilancia, su semblante se tornó más acerado.
—La misma que tu padre. —Bajó por un momento la cabeza. Volvió a erguirla—. Sí. La misma de desprecio.
Se le agitó la respiración. El joven inició un leve retroceso hacia la puerta, sin perder a su madre de vista, pero Luisa chilló y se abalanzó sobre él. Este trató de agarrar la amenazante mano: el cuchillo oscilaba, hasta que se produjo un fuerte quejido.
Ana corría por el pasillo, entre los rumores de un lánguido vals y sus palpitaciones.
—¡Dios mío!
Llegó al desván. David, paralizado, contemplaba el cuerpo herido de muerte en el desgraciado forcejeo. Luisa, con el último aliento, apenas tuvo tiempo para contemplar a su hermana y amagar una sonrisa casi cubierta por el velo. De la mano abierta se desprendió una amarillenta foto, enmarcada con trazos de sangre en el suelo; la imagen de dos pequeños junto al padre, y de una complaciente Luisa observándolos con una caja de música en la mano.