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LA TIERRA, ese oasis azul que siempre me ha considerado objetivo de los amoríos humanos, despierta en quien les habla un sinfín de emociones. Si cautiva me mantiene la fuerza que ejerce, mucha más atracción me provoca el amplio universo que atesora.
Y en medio del paradójico silencio, mi cara alumbrada es testigo de la atmósfera que allí se origina en diciembre, por Navidad. Experimento entonces una especial empatía al contemplarla más pizpireta, adornada de tradición, chimenea, buenos deseos y regalos llamando a las puertas. Descubro a las gentes que alzan la mirada, como si me presintieran; algunos, canturrean villancicos; otros, otean la lejanía para buscar la señal de oriente en un horizonte idealizado; hay quienes evocan fiestas pasadas; tampoco faltan los que pasan por el aro del consumo.
Antaño desfilaban carruajes sobre la nieve, anunciadores de veladas en aristocráticas casas; o carritos de heno y paja, en el bullicio de la humilde aldea: bailes acompasados de cánticos, ajenos a la habitual sobriedad que el destino les imponía.
Las costumbres varían con el paso de los años, pero las celebraciones siguen fieles a su cita. El cielo alterna bóvedas estrelladas y milenarias con copos que blanquean ilusiones, siempre bajo la lupa de mis rocosos sentidos. Veo así el contemporáneo refulgir de las luces en las calles, abetos con guirnaldas o pastores que de nuevo sortean el río para adorar al Niño. Percibo, además, el sempiterno olor a horno, entre burbujas de brindis y trizas de turrón.
Ya ha regresado la Nochebuena, y encuentro a Medea a través de la ventana. También ella me observa de manera singular, con triste expresión. El mantel rojo de papel, el plato y una copa cubren la mesa del pequeño salón, como únicos invitados tangibles; se intuye el furtivo revoloteo de añorados espíritus agitando las zambombas.
Pasa cierta nube blanca, repentina, que se interpone entre ambos. Pero concede un hueco a través del cual el vínculo queda establecido: el rayo de mi luz atraviesa el estrecho resquicio hasta introducirse en los pensamientos de la mujer... Poco después, vuelvo a vestir las mejores galas de plenilunio; consciente de que ha recibido el mensaje, mientras vierte vino en la copa, preludio de un dilatado trago.
Aquel cuadro olvidado, que guardaba en el viejo bargueño, preside ya la mesa, ampliando el horizonte de la noche. El lienzo la ha transportado a un lugar con casitas iluminadas y trineos que se deslizan por calles orgullosas de su empaque invernal. Queda embelesada, convencida de participar en tan idílica escena: «¡Felicidades, Medea!» le desean los transeúntes que la ven pasar; y devuelve la voz del deseo: «¡Felices Pascuas!», al son del baile de sus cabellos por mí bruñidos, en el vaivén impulsado entre varios perros… La travesía finaliza ante una puerta de madera que luce sinuosos juegos de campanas. Los espíritus antes recordados, encarnados para la ocasión, cruzan el umbral; la reciben con los brazos abiertos, zambombas en mano, y la invitan a disfrutar del bullanguero calor del hogar…
Han transcurrido las horas sin mayor novedad, y he de ocultarme otra vez detrás del horizonte, ya con la satisfacción del deber cumplido. Quizá mañana salga temprano, aunque privada del brillo nocturno; quizá vaya en busca de otra alma anónima a quien rescatar en su solitario Día de Navidad, cuando la magia pueda transportarla por un momento a otro mundo.
Que el ánimo anhelado durante estas fechas os acompañe todo el año.