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TRANSCURRIERON solo unos segundos, pero el tiempo se dilató en la travesía que separaba Donibane y San Pedro. Todo comenzó con una pugna interior del pensamiento: juraba no haberla visto embarcarse; mas, sin saber cómo, aquella solitaria muchacha de ojos garzos y tristes se hallaba a bordo.
La barca acababa de zarpar, y los cabellos dorados de la joven ondeaban bajo el cielo plomizo. Se habían erigido en abanderados de las aguas color índigo; espejo de los vistosos rincones de Pasaia y las ondulaciones verde esmeralda del lugar. Un ritual forjado ante los montes Ulia y Jaizkibel.
Su imagen, envuelta en telas de seda, difuminó cuanto me rodeaba. Nerea naiz (soy Nerea) exclamó al presentarse, y extendió la mano hacia mí. Sumido en un creciente arrobamiento, sentí que ella me guiaba en volandas por ignotos senderos y acantilados que el Cantábrico vigilaba... Y al regresar de tan particular vorágine, allí, donde el río Oiartzun coqueteaba con el mar, inclinó la mirada para suplicarme Lagundu iezadazu (ayúdame). Emergieron las voces de un coro y la melodía atenorada que alguien le dedicaba; nostalgia de un pasado compartido, ahora allende los mares. Inició un llanto; entonces la agarré con todas mis fuerzas, intentando que no se hundiera en el abismo azul.
Las gotas de lluvia me despertaron de la enigmática vivencia. Tan pronto me repuse, escudriñé lo largo y ancho de la motora, ya amarrada en la otra orilla. Cuando alcé la mirada y me incorporé, los pasajeros caminaban por fin sobre tierra firme; pero no vislumbré entre ellos huella alguna de Nerea.