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DIONISOS DEAMBULABA por la habitación a la espera de cualquier señal, cerca del espejo adquirido en un enigmático bazar. Se contemplaba a cierta distancia, con una copa de brandy y un cigarro, exhalando el humo de su impaciencia: la hora anunciada se aproximaba con lentitud.
Consultó el reloj. Apuró la copa y dentro de ella apagó el cigarro: liturgia con posos de alcohol y cenizas, como si de un trámite hacia el reencuentro se tratara. Titubeante, se dirigió luego al espejo; los latidos del corazón aguardaban cautivos.
Se eternizaron los segundos, hasta que una inopinada vibración invadió la estancia. Su contorno se ocultó, deslumbrado por cierta luz. Se protegió la cara con las manos, sumido en una efímera vorágine de la conciencia; aunque volvió a descubrir el rostro, poco a poco. Y con esa lentitud alzaba la cabeza, cuando se le erizó el vello. Necesitó agarrarse al marco del espejo con fuerza, porque ahí estaba ella, envuelta en la túnica blanca. Rescatada en el tiempo y el espacio, Pérsida desprendía de nuevo la angelical aura de verdes ojos esperanza; de enigmática sonrisa... «¿Merezco yo semejante dicha?», farfulló el joven, sabedor de que había dado el primer paso.
Y en medio de la excitación, Dionisos logró vocalizar el nombre de la amada y deslizar las manos, que rozaban el cristal camino del éxtasis. Tras un intercambio de anhelantes miradas, el espejo ofreció una expresión sensual: las suaves telas blancas se alzaron con lentitud. Quedó al descubierto una lencería de seda, y las piernas mostraron ya todo su esplendor. Él imploró la anuencia de la barrera que los separaba. Intentó besar la imagen, posando los labios sobre el cristal; anheló acariciarla, aun sin poder tocarla.
Absorta en un ceremonioso movimiento, Pérsida se retrepó sobre multitud de almohadas. «¿Te acuerdas Dionisos?», inquirió por fin con cálida voz. Después tomó la propia seda, para desplazarla y ofrecer los recónditos tesoros.
La mirada de Dionisos atravesó el espejo, que rezumaba perfumes evocados de azahar. Se paseó por las dos majestuosas montañas y descendió con ritmo contenido al Monte de Venus. Ante semejante estímulo, hizo el amante gala del enderezado estandarte del amor.
En aquel gozo, cercano y remoto al mismo tiempo, experimentaba él tal enajenación que empujó el espejo y provocó un temblor en la femenina manifestación. Cegado, perdió la noción de lo que le rodeaba.
Cual si abandonara un breve sueño, los sentidos luchaban contra la confusión. Sin saber el modo, había cruzado los lindes de la otra orilla; de ello se dio cuenta por la atmósfera diferente que se respiraba y los restos de cristales incrustados en la vestimenta. Y allí se encontró junto a Pérsida, como eco de una vida anterior, compartida. Extendió los brazos, que temblaban y recibían la réplica inmediata. Ambos unieron, así, con vehemencia, los cuerpos rescatados del pasado. Meditaron también sobre lo divino y lo humano, calmado el fragor de la unión. Y otra vez yacieron...
«Que nadie nos separe, Pérsida», repetía Dionisos, copa de brandy y cigarro en mano. Miraba con recelo las imágenes de la solitaria existencia recién abandonada, reflejadas ahora a través de otro espejo.