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EXISTEN COMPORTAMIENTOS que llegan a marcar el destino de las personas. Y es obvio que nunca dejaré de recordar las bromas que solía gastar a los amigos y compañeros de clase. En especial a Lorenzo Andrada, muchacho de aspecto melifluo y retraída personalidad.
Con el juicio amoldado por la huella emocional de los acontecimientos —la muerte de mi madre y el posterior amago de infarto que sufrí—, quedé inmerso en una inesperada fase de arrepentimiento. De ahí que se me ocurriera localizarlo un año después de la licenciatura para, en cierta forma, resarcirlo del perjuicio ocasionado. No se trataba de nada especial…: charlar con él, sin más testigos que la sinceridad y unas cervezas; o algo parecido. Por desgracia la iniciativa quedó truncada cuando me enteré de la peor noticia que podía recibir: Lorenzo había fallecido.
Guiado por un sentido de culpabilidad, me consideraba una especie de involuntario verdugo: la huella del achaque avivaba la idea de que el corazón de ese pobre inocente —seguramente más débil todavía— se había resentido a la larga con tanto sobresalto por mí pergeñado. Y la causa de semejante elucubración adquirió relevancia aquel viernes, festividad de Todos los Santos…
Días antes, creo que fue el martes, me hallaba en la biblioteca pública donde solía refugiarme durante las tardes. Una joven, que rondaba las estanterías más cercanas, se sentó al lado. Ella habría leído apenas unas líneas del libro elegido antes de dirigirse a mí en voz baja: se llamaba Cristina y me había visto en más de una ocasión bajar las escaleras de la universidad al finalizar la jornada. Yo no la conocía, aunque su cara pecosa sí despertaba una vaga evocación… En determinado momento dio a entender que tenía sed, así que decidimos tomar algo en el bar más cercano. Allí conversamos y entablamos amistad; sensación reforzada cuando me invitó a la fiesta de Halloween que había organizado. Y acepté la propuesta, persuadido por su razonamiento de que lo sucedido a «ese tal Lorenzo» —la puse al corriente de ello— se habría producido por muchos motivos, pero nunca como consecuencia de «una tontería así». No debía, pues, renunciar a divertirme en absoluto.
Pero he de dejarme de tanto preámbulo y situarme en la irremediable noche del 31 de octubre. Iniciada entre el bullicio y las paredes del salón decorado por Cristina, la fiesta desembocó en una inesperada situación, bajo el efecto de varias copas de más —imprudentes copas de más; así las hubiera definido mi galeno en caso de echármelo en cara—. La cuestión del caso es que no percibí pudor alguno por merodear un cementerio situado a las afueras de la ciudad, envuelto en mi sencillo y ridículo disfraz de vampiro.
El reflejo de las farolas ubicadas en el interior del campo santo conseguía saltar hacia el exterior, compitiendo con la luz de las linternas. Esperábamos a que sonaran las doce campanadas de media noche desde el reloj de una iglesia.
—Entremos por aquí —sugirió David, el hermano de Cristina, tras los ecos del último tañido. Con apariencia de hombre lobo, señalaba el hueco furtivo que atravesaba el muro circundante a ras del suelo.
Impulsado por la mirada persuasora de mi amiga, acepté arrastrarme a través de la oquedad. Y casi me tragué la tierra, todavía algo húmeda por las últimas lluvias, al recorrer el medio metro que conducía a la solitaria visión de tumbas y esculturas de mármol. Incorporado, caí en la cuenta de que había sido el primero en pasar; sabedor de que el estado de sobriedad regresaba a pasos forzados.
—Cristina…, David, ¿por qué no venís? —inquirí, pues nadie demostraba tener prisa por entrar, ni oía el más mínimo murmullo.
—¡Contestad! Si se trata de una broma, os confieso que es muy pesada.
Resultaba paradójico que me quejara yo de ello en voz alta.
—Seguimos aquí —surgió la voz de Cristina por fin, con cierto tono ceremonioso—. Hemos venido para ponerte a prueba. Como nuevo miembro del grupo, has de seguir las indicaciones que te voy a dar.
—¡Claro!… ¡Ya lo comprendo! —respiré hondo.
—Escucha. ¿Ves esa tumba situada junto a la cruz de piedra, con un ramo de claveles?
No cabía la menor duda de que habían preparado bien toda esa parafernalia; o digamos… novatada. Me giré; y en efecto, la sepultura en cuestión me vigilaba a varios metros de distancia.
—Camina hacia allí.
—¿Qué diablos quieres que haga?... Además, si me alejo no podré escucharte.
—No te preocupes por eso. Haz lo que te digo.
Asombraba la desconocida facultad teatral de Cristina. Claro que debía seguirle el juego; después de todo, estaba convencido de que ello formaba parte de un simple pasatiempo.
Pero al llegar a la tumba el silenció me sobrecogió. Rodeado de flores desprendidas, se adivinaba un singular epitafio poco fijado en el mármol. Sin responder a la curiosidad de Cristina respecto a mi posición, incliné la cabeza y leí: «Aquí yace…»
—¡Maldita sea! ¡Os habéis pasado de la raya! —grité.
De súbito, unas ramas próximas crepitaron. En otras circunstancias, me habría reído incluso del típico bromista escondido detrás de cualquier sepultura; por supuesto, aquello no tenía la menor gracia.
No tardé en vislumbrar una sombra que salía de la pequeña pared, junto a la cruz. Retrocedí unos pasos, pero la figura avanzaba con lentitud, cada vez más diáfana; más reconocible; terriblemente familiar. Los brazos se me quedaron inmóviles, incapaz yo de emitir un sordo gemido de auxilio, y una fuerte opresión se me clavó en el pecho. Inmerso en la lucha por respirar las exiguas gotas de aire que me quedaban, solo me percaté de que aquella mirada había desaparecido entre la oscuridad y el silencio.
Ignoro el tiempo transcurrido; quizá unos minutos. La verdad es que recuperé la conciencia, por denominarlo de alguna manera, en medio de un indescriptible bienestar. Suspendido en el aire, contemplaba la emotiva escena: Cristina y sus amigos balbucían palabras que servían de insospechada revelación. Incontrolados, rodeaban a ese cuerpo inerte, ya ajeno. Ella lloraba, aprisionando con los puños la peluca verde recién quitada. Y junto a Cristina, movía una y otra vez la cabeza su primo Lorenzo Andrada, cuyo afligido rostro se abría paso en el maquillaje blanquecino.
No cabía la menor duda: él había sobrevivido a mis correrías. El planeado resarcimiento, esa lúdica venganza reservada para este «burlador burlado», se les fue de las manos.
Así fue como finalizó la peculiar fiesta de Halloween de la que formaba parte; primero desde el lado de los vivos; después, en el de los muertos.