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SENTADO ME ENCONTRABA en la orilla, ante el auge de sombras premonitorias. Contemplaba el cielo reflejado en las rojizas y tranquilas aguas; y el horizonte de poniente, reacio a perder los últimos vestigios del día.
Había cesado la brisa su procedencia marítima, cuando desde atrás ya me acariciaba con un soplo de suave terral. Intuí una presencia. Giré con sigilo la mirada y descubrí entonces la visión: un fino vestido blanco envolvía el cuerpo embaucador de aquella bella muchacha de largo pelo y mirada serena.
Se aproximó con los pies descalzos, despacio, como si de la encarnación de una diosa se tratara. Me levanté atónito y, al mismo tiempo, atraído por esa figura cuya respiración ya sentía por la cercanía.
—¿Quién eres? —le pregunté.
Me tendió la mano y cogió la mía. Esbozó una sonrisa, observándome con ojos hipnotizadores.
—Soy Elena —contestó susurrante, con cadencia dulce—. Vengo de un lugar lejano. Allí he de llevarte conmigo —añadió tras un silencio de liturgia, hablando más con las pausas que con las palabras.
Intenté preguntarle dónde se encontraba tal destino, y por qué extraña causa debía acompañarla. Pero sucumbí ante el encanto que irradiaba y me dejé arrastrar hacia el mar, ya casi nocturno, bajo las primeras estrellas que asomaban en el cielo. Cuando quise darme cuenta, el agua me cubría las rodillas y la falda blanca que ella vestía se hundía entre las algas. Deseaba detenerme, mas un extraño impulso me inducía a seguir gozando de la enigmática compañía.
Transcurrieron varios segundos. Noté que sus brazos ya no eran cálidos ni suaves, sino de mármol. Se habían ocultado, además, las hermosas facciones que poseía, antes percibidas con tanta nitidez. El agua me llegaba ya a los hombros.
Y en medio de la oscuridad, surgió una tenue luz. Alumbró a la mujer, que giró por completo la cara hacia mí; ahora demacrada, de mirada imponente. Me quedé entonces paralizado, convencido de la trascendencia que me atrapaba.
—Ven —susurró con ecos de ultratumba, mientras los dedos esqueléticos intentaban llevarme hacia el horizonte perdido en la noche.
De súbito, otra luz más potente y amarillenta deslumbró sus ojos profundos. Ella me soltó poco a poco la mano y se tapó el rostro antes de perderse en el abismo…
Me desperté deslumbrado por el brillo del sol, rodeado de pescadores, entre espasmos y bocanadas de mar. Al principio no recordaba nada, si bien la memoria se recompuso poco a poco, ayudado por los testimonios de quienes me habían rescatado; testigos de mi frustrado intento por alcanzar la orilla a nado.
Semanas después, cuando creía haber superado las huellas de semejante trance, se me erizó el vello al escuchar a un lugareño referir un nombre y la leyenda: una hermosa joven, vestida con livianas telas blancas, había regresado del mitológico pasado. Vagaba en busca del redentor que la liberara ya del agravio causado por su arrojado amante...
Ese nombre de mujer, compuesto por cinco letras punzantes, me impide alcanzar, aún hoy, la paz que tanto anhelo: Elena