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¿DÓNDE SE ENCUENTRA el límite entre la ciencia ficción y la realidad, ahora, cuando navegamos en el siglo XXI? Si 150 años atrás alguien hubiera anunciado la existencia del primer artefacto volador, con seres humanos dentro, le habrían tomado por un pobre iluso turbado entre tanta imaginación; o por un cronista dotado de humor. Hoy, mientras el paso de un avión hace retumbar las vajillas de un escaparate, el escenario resulta trascendental. Fuentes informativas fiables, enemigas de cualquier sensacionalismo, han revelado un secreto hasta ayer bien guardado: ha salido a la luz un antídoto de vital importancia para la humanidad. Esa omnipresente losa de la mortalidad, con la que el ser humano ha estado cargando desde sus orígenes, pronto va a desaparecer de la faz de la tierra. El idílico deseo de vivir eternamente, y de seguro incumplimiento, aparece por primera vez en el horizonte de nuestra esperanza. Todo gracias a un científico excepcional, a punto de convertirse en la persona más influyente en la historia de la humanidad: el doctor Marwell X, artífice de una vacuna de incalculable valor…
Sabemos ya que el científico había comprobado la efectividad del maravilloso descubrimiento al aplicar la vacuna a varias personas. Estas sobrevivieron a pesar de haber sido sometidas a diversas torturas; incluso cuando soportaron la temática de ciertos programas, retenidas delante de un televisor durante horas. Con seguridad se erigirán estatuas con la imagen del doctor Marwell X en todo el mundo, y se formarán enormes colas para rendirle un merecido homenaje...
Por desgracia, este gran investigador no podrá contemplar en vida los resultados de tan excelsa obra; hecho realmente paradójico, por supuesto. Según parece, cuando él mismo probó la solución que había creado cayó fulminado encima de una señora, notario para más señas, con quien acababa de contraer nupcias. Tras unas indagaciones, las sospechas surgidas en medios confidenciales han sido aclaradas: ella había trucado la toma, convertida en un veneno incoloro e insípido, con el fin de quedarse con los derechos de propiedad de la vacuna. Tan solo necesitaba manipular el registro de propiedad, aprovechando las ventajas de su cargo, y seguir de forma escrupulosa —y sin escrúpulos— las indicaciones que el ya difunto científico dejó escritas en la fórmula…
Una vez descubierto el pastel, el peso de la justicia caerá sobre esa mujer, para corroborar eso de que no hay crimen perfecto. A pesar de todo, se le permitirá recibir una parte proporcional de los beneficios por tratarse de la viuda; aunque la cárcel no parezca el mejor lugar para ello.
Como no podía suceder de otra forma, el conocimiento del hecho ha incendiado los medios de comunicación y las redes sociales; la demanda de champán alcanza niveles insospechados. El ser humano, liberado de un límite impuesto por la naturaleza y las Fuerzas Superiores, va a dejar de padecer un ambiente de latente resignación. Quienes eran casi felices podrán sustituir el casi por un para siempre, de venta en los comercios del ramo. Al menos afortunado, el destino le brindará la oportunidad de cambiar su suerte y convivir con ella hasta la eternidad; pues tiempo no le faltará para mejorarla...
Casi todos los habitantes han recibido ya la vacuna. Tan solo queda una pequeña porción de población rezagada, según informaciones fidedignas de última hora, facilitadas por los correspondientes países —porque hasta en estos casos surgen los despistados de tumo, inmigrantes incluidos:
120 Canadienses
234 Chinos
71 Norteamericanos
192 Franceses
363 Cameruneses
40 Ingleses
181 Colombianos
2.300 Españoles…
Los herederos del doctor Marwell X llevan medio año frotándose las manos. Aunque el precio de la vacuna por persona sea asequible, los ingresos han alcanzado ya niveles importantes. Tan solo se ha presentado un escollo: concretar de una vez los ingresos por persona. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la página del documento donde se reflejan había quedado impregnada con crema facial de la pérfida esposa del científico. Pero ese problema se encuentra ahora en vías de solución, debido a un especializado equipo de restauradores que trabaja día y noche...
Los hijos del doctor Marwell X están de uñas. El dictamen, a resultas del trabajo de los restauradores, les fue desfavorable; y ello a pesar de que, según parece, la crema alteraba los porcentajes de forma conveniente para la mujer. La viuda, tras volver a la carga en este asunto, los había sobornado a cambio de ciertos favores realizados desde la misma cárcel. También el juez, al cargo del caso, sucumbió ante los encantos de la dama, aunque eso le costara el cargo y una sífilis legal.
Por otra parte, y he aquí lo más importante, se ha seguido confirmando la efectividad de la vacuna. En todo este tiempo no se han constatado datos de ninguna defunción en todo el planeta...
Ha pasado el tiempo y se produce un gran revuelo en el cielo; algo que nunca había sucedido:
—¡Qué hiciste, insensato! ¡Tenía ya ganas de hablar contigo! Si no me he presentado antes, ha sido para evitar dirigirme a ti con mayor sofoco —exclama san Pedro.
—Le prometo, señor, que obré con buena intención —trata de justificarse el espíritu del Dr. Marwell X.
—Durante un año he estado observando las nefastas consecuencias de tu experimento. Nadie debe desafiar el orden establecido por el Maestro; ese mandato esencial que tú infringiste en nombre de la ciencia. No sabes el enojo que le has ocasionado.
—¡Oh, no!...
—Además, has de saber que el cielo necesita renovar con espíritus recién fallecidos su Fase 1, que por tu culpa se encuentra prácticamente vacía.
—¡Cuánto lo siento, Señor! Tan sólo buscaba la felicidad de las personas; un eterno estado de gracia en donde no existiera el temor a la muerte.
—¿La felicidad...? El cielo representa el único lugar en donde puede hallarse tal recompensa; y precisamente por tu acción, el ser humano se verá privado del derecho a conseguirla algún día.
—¡Es que todo me sale mal! No hay nada más que verme. Yo inventé la fórmula para la eternidad, y me encuentro aquí por culpa de aquella arpía que me envenenó al sustituir la toma.
—Esta es la clara demostración de que todo el mundo debe morir para rendir después cuentas, según la clase de comportamiento que haya tenido en vida.
Justo en estos instantes surge una imagen muy peculiar, y que el «científico» reconoce enseguida:
—¡Qué sorpresa, tía Ana!
—¡Querido Marwell X!
—Cuánto me alegro de verte… No sabes las ganas que tenía de encontrarme con algún familiar.
—Yo también me alegro mucho, querido sobrino. Ya me enteré de todo lo ocurrido. ¡Anda que la has armado buena!
—Eso parece. Aunque yo…
—¡Ja, ja, ja!... Perdona, hijo, que me ría; pero resulta gracioso que el descubridor de esa vacuna de la inmortalidad cayera fulminado, así de repente, y se fuera al cielo ¡Ja, ja, ja!...
—¡Espíritu Ana! —exclama san Pedro para llamarle la atención.
—Disculpe, Señor —su expresión adquiere la de una niña traviesa que parpadeara, poco convencida del arrepentimiento.
—Tía, ¿has encontrado a mis padres? ¿Cómo están?
—Son muy felices. Y he de confesar que, en cierta forma, se alegraron al comprobar que tú venías al cielo.
—¿Sabes? Cuando vivía en la tierra pensaba mucho en ello: en que las personas se reencontraran después de morir… Dime. ¿Podré verlos pronto?
—Pues deberás tener paciencia; eso ocurrirá cuando evoluciones y cambies de zona. Pero para eso hay que perseverar y seguir mejorando. Tú ya me ves a mí. Después de asentarme durante algún tiempo en la Fase 2, me han vuelto a traer aquí. Según dicen, necesito purificarme un poco más.
—¡Pero si tú fuiste siempre muy buena!
Varios querubines, con apariencia de tener el pelo rizado y rubio, se aproximan mientras agitan sus alas.
—Sí, espíritu Marwell X. Ella lo era, y por eso se encuentra en el cielo. ¡Pero a cotilla, nadie la gana! —manifiesta un angelito.
—¡Vale, vale! Reconozco que el chismorreo siempre me ha gustado. Por cierto, querido sobrino... ¿Sabes quién se encuentra en la Fase 2?
—¡Otra vez, espíritu Ana! —vuelve a regañarla san Pedro—. La Fase 1 pertenece al cielo, pero ya sabes que es la zona menos purificada. Por eso tienes que erradicar el defectillo ese del cotilleo si quieres alcanzar definitivamente niveles más elevados. ¡Vaya caso más extraordinario el tuyo! Eres la única alma que, después de evolucionar, vuelve a tropezar una y otra vez con la misma piedra.
—Prometo… prometo enmendarme de aquí en adelante.
—Y yo, ¿cuánto tiempo voy a permanecer en esta Fase, señor? Desde que me morí y vine al cielo, no he salido de esta zona. ¡Es esto tan aburrido! —pregunta el «Dr. Marwell X».
—Y seguirás aquí hasta que se produzcan en la tierra nuevas defunciones por causas naturales; hecho que empiezo a dudar como consecuencia de tu vacuna. Sí. Ya sé que obraste de buena fe, pero tu vena de científico sabio te jugó una mala pasada.
—¡Pues lo tengo claro!
—Bien. Ahora os dejo. Los dos tenéis muchas cosas de las que hablar. Será mejor que me vaya a dar una vuelta por otras Fases. Aquí —reconoce san Pedro— parece encontrarse uno en un desierto…
En la tierra solo faltan por vacunar:
1 Chino
1 Francés
100 Españoles…
La mujer-notario ya salió de la cárcel. Los herederos del científico habían mantenido un clima de disputas con ella por todo lo relacionado con los derechos de propiedad de la vacuna. Pero, al tener todas las de perder, han preferido unirse a su enemiga y mostrarle una interesada empatía que despertara su sensibilidad emocional: modo sutil de recuperar parte de las ganancias que ella les había usurpado. Y como la mujer se ha percatado de que con ambición y dinero no compartido podía ahogarse en la soledad de una eterna carencia afectiva, acaba de firmar las paces y ha llegado a un acuerdo económico que incluye noches de alcoba.
Al margen de esto, la euforia producida por la inmortalidad había ocultado a la especie humana una serie de realidades y amenazas, latentes en esta nueva situación. Ahora, tres años más tarde de producirse las primeras vacunas, se va descubriendo que no todo es de color de rosa. Ha surgido una reflexión que pocos plantearon en un principio, y que cobra más fuerza a medida que pasa el tiempo. En especial, para quienes creen en la posibilidad de una vida celestial; conscientes ya de que la vida eterna y telúrica les privará de poder reunirse con sus familiares y amigos, ya difuntos.
El ser humano ha conseguido la inmortalidad; aunque, en contra de lo que pensaba en un principio, no ha solucionado el problema del envejecimiento —solo se había contemplado el hecho de nacer y crecer, hasta obtener una apariencia adulta determinada—. Una vez realizadas ciertas investigaciones donde se demuestra que a pesar de que la célula no muere, esta evoluciona hasta producirse un deterioro que siempre va a verse reflejado en toda la población. Se trata de una situación realmente patética, y el horror empieza a invadir a las personas conscientes de ello: a buen seguro, serán testigos de cómo sus cuerpos van a envejecer. Nadie podrá conservar su estado actual; en especial las vampiresas, cuyas figuras se transformarán en una agrupación de huesos adornados con finas capas de pellejo reseco —hecho también aplicable a los vampiresos; para que no se enfade ninguna feminista.
Otro problema inevitable —y muy relacionado con el anterior—, consistirá en la saturación producida por el aumento imparable de seres que van a habitar el planeta en general; y en especial, de personas ancianas —no solo de la tercera, sino también de la cuarta, quinta o sexta edad—. Sin duda, los asilos se convertirán pronto en un negocio con futuro. Y los gobiernos se plantean reducir las pensiones o, incluso, eliminarlas. Su elevado coste podría representar la ruina en la economía mundial.
Los accidentes que se produzcan no ocasionarán la muerte a nadie. Aunque, quienes los sufran, deberán convivir para siempre con las posibles mutilaciones y deformaciones en sus miembros o en los rostros. Solo mediante la cirugía estética se realizará algún que otro milagro a cambio de precios abusivos.
A pesar de la inmortalidad, no va a desaparecer la necesidad de comer y beber, objetivo de una población afectada más por la gula y las ansias de placer que por la supervivencia; algo cada vez más difícil de lograr ante el más que probable caos económico y la progresiva escasez de bienes y alimentos.
En los próximos años se formarán crecientes colas de parados ante la exigua oferta de empleo. Pero quienes llevan ya tiempo desesperados son los médicos forenses y enterradores —con palas en mano en señal de protesta— y demás trabajadores pertenecientes a cementerios públicos o privados, junto a fabricantes de ataúdes y agentes relacionados con los seguros de vida.
Como puede apreciarse, el panorama no se presenta muy halagüeño. Llegará el momento en que la tierra se abarrotará de Homo sapiens; tanto que los Homos terminarán por aplastar a los Sapiens, si estos no huyen hacia otros mundos.
A pesar de todo, la relación de personas que faltan por vacunarse es ya muy reducida; ergo testimonial:
3 españoles
Se trata de Agapito Cobos Rueda, su esposa Josefa y Luisa; una hermana solterona de esta.
—Mujer, ya va siendo hora. Todo el mundo ha recibido ya la vacuna.
—Por supuesto, cariño. Hemos esperado demasiado tiempo.
—Pero... habrá que pagar mucho. ¡Digo yo! —interviene Luisa
—¡Para nada, hermana! Además, en algo tan relevante no se escatima el dinero.
—Mirad. Precisamente os tenía guardada una gran sorpresa —Agapito se saca un bote de cristal del bolsillo— Aquí tengo la vacuna. Acabo de comprarla.
—¡Oh, cariño! —exclama Josefa con lágrimas en los ojos—. ¡Cuántas ganas tenía de tocarla con estas manos!
—Anímate, cuñada, y toma la pastilla. Qué bien me lo pasaré al verte envejecer a través de los años ¡Ja, ja, ja!
—¡Gracioso! —el rostro de Luisa muestra cierto desconcierto.
—¡Venga! Haz caso a Agapito. Tómala sin temor alguno.
—No sé... El cachondo de tu marido me ha asustado. Yo no quiero envejecer.
—¡Qué va! Ya sabes que le gusta bromear. Además, todo eso que se comenta sobre el envejecimiento es una patraña que alguien se ha inventado.
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Me la tomaré. Después de todo, a nadie le gusta morirse.
—¡Así se habla! —Agapito celebra la decisión.
Luisa coge una pastilla y la ingiere.
—¡Ah! ¡Qué amarga! —se pasa una mano por los labios, como si ello aminorara el sabor
—¡Muy bien! —aplaude Agapito—. Y ahora llega tu turno, querida.
Josefa se la toma también con rapidez.
—¡Uf!… Sí. Tiene un sabor muy desagradable.
Agapito aplaude y da saltos de alegría.
—¡Por fin lo conseguí! ¡Ja, ja, ja!
—Ahora te toca a ti, cariño —Josefa gesticula, emocionada.
—¿Que me toca a mí? ¡De eso nada! ¡Ja, ja, ja!
—Se trata de una de tus absurdas bufonadas, ¿verdad?
—No. Aunque me ría, hablo en serio.
—¡Eres un maldito animal! —Luisa le dedica tal lindeza a su cuñado.
—¡Toma la pastilla de una vez, Agapito! —exclama Josefa, nerviosa.
—¡Que yo no me vacuno! Además, mirad el envase. Está vacío. Solo he comprado dos píldoras, y vosotras ya las habéis ingerido. ¡Ja, ja, ja!
—¿Cómo has podido hacerme una cosa así? Renunciar a vivir conmigo para siempre... Con tu esposa.
—¡Cría cuñados y te sacarán los ojos! —exclama Luisa.
—Debéis saber que cuando me vaya al cielo me partiré de risa observando, desde allí arriba, como las dos os hacéis mayores; arruga va, arruga viene... Ahora lo puedo decir: sé de muy buena tinta que la gente va a envejecer ¡Ja, ja, ja!...
Tras unos instantes de furibundos reproches, Agapito empieza a sentir en el cuello las crecientes caricias de Josefa y su cuñada, que con las manos prietas dan buena fe de cómo se lleva a cabo una venganza. En el cielo, desde donde se contempla la escena, esperan novedades sin salir de su asombro.
—¡Atención! ¡Atención! —se muestra san Pedro jubiloso—. Después de mucho tiempo de tediosa situación, ha surgido la posibilidad de recibir a un nuevo inquilino… ¡Sí!¡Sí! Parece algo travieso; pero por los informes que obran en mi poder, puedo asegurar que nunca ha obrado con maldad. Y creo que se enfrenta ya a sus últimos instantes en la tierra. Así que voy a dirigirme sin más dilación a la Fase 1; quiero encontrarme allí para recibirlo…
En estos momentos se aproxima otro grupo de querubines, que siguen los acontecimientos con atención:
—¡Qué mujeres más bestias! No dejan de apretarle el cuello.
—¡Mirad! El pobre está rendido.
—Se admiten apuestas sobre cuánto va a durar.
—¿Y cómo se llama? ¿Hemos recibido ya la información?
—No... Y no vamos a quedamos aquí como pasmarotes. Hay que contemplar los hechos más de cerca.
—¡Eso! Acompañemos a san Pedro. Esto se pone muy interesante...
Los querubines lo han seguido. Todos están ya en la Fase 1.
—Se llama Agapito Cobos Rueda —explica san Pedro—. He recibido sus datos mediante Internet Galáctico-Celestial.
—¡Cómo se ha modernizado el cielo! —observa la pizpireta ánima de tía Ana—. Los tiempos cambian que es una barbaridad.
—¡Más respeto! —La recrimina de nuevo san Pedro—. ¡Eres realmente incorregible!
—¡Pobre hombre! —se compadece el «Dr. Marwell X»—. Tiene fuerza, pero no creo que aguante mucho más tiempo. —Ahora su expresión cobra un brillo especial—. Señor, si Agapito ingresa en el cielo, ¿podré cambiar de fase, verdad? —¡En absoluto! La condición no incluye esta defunción en ciernes. Se trata de la única persona que no se ha vacunado; por eso mismo su llegada no representa ningún hecho meritorio ante un posible indulto. Y veo ya difícil que se muera otra persona más.
—¡Pues más vale que alguien invente un antídoto contra mi pócima!
Los querubines A, B y C narran la situación:
—¡Qué fieras!
—¡Oh! Ahora las mujeres han cambiado de estrategia. Una le agarra en sus partes y la otra le da sartenazos en la cabeza.
—¡Va a arrancarle los cataplines!
—¡Para lo que le van a servir! —interviene «tía Ana»—. Aquí no encontrará a nadie con quien utilizar sus atributos.
—¡Ahora! ¡Ahora!... Parece que la cosa va en serio —señala el «Dr. Marwell X».
Los angelitos agitan las alas entre nuevas exclamaciones:
—¡Sí! ¡Sí! El hombre se encuentra en las últimas. No ofrece ninguna resistencia.
—¡Se cae!
—¡Cierto! ¡Está inmóvil!
—¡No respira! ¡Ha muerto! —dice el ánima del Dr. Marwell X.
—¡Por fin! —suspira «tía Ana»—. Nuestro club va a tener un nuevo miembro.
—¡El aura! ¡Empieza a Salir! —enfatiza un angelito.
—¡Oh! Su alma se está separando del cuerpo. Va a iniciar el viaje —concluye otro.
—¡Qué espectáculo tan maravilloso! —profiere el «científico»— Lástima que no me sirva de nada…
—¡Atención! Agapito no va a tardar mucho en entrar en el cielo; viaja a gran velocidad —interviene san Pedro—. Debemos prepararnos para semejante acontecimiento. ¡Querubines, coged posiciones y que suenen las trompetas!
Después de sacar de entre sus alas unos bellísimos y dorados instrumentos de viento, los angelitos tocan una estridente y aguda señal de llamada: ¡Ta Ra Ri Ta Ra Ra! ¡Ta Ra Ri Ta Ra Ra!
Espíritus venidos de otras fases invaden la zona para dar la bienvenida al nuevo inquilino. «Agapito» acaba de penetrar en la atmósfera celestial.
—¡Ya se divisa desde aquí! —vocifera uno de los muchos querubines presentes.
—Que se quite todo el mundo de en medio. ¡Abrid paso, por favor! —clama san Pedro—. ¡La pista de aterrizaje! ¡Dios mío, llega como un torpedo!
—¡Se me cae encima!... —el «Dr. Marwell X» da un respingo.
—¡Qué batacazo! —exclama «tía Ana».
Los querubines, que habían dejado de tocar, revolotean en un intento de esquivar los efectos del aterrizaje. Se producen varios choques; una especie de efecto dominó. Hasta san Pedro recibe lo suyo:
—¡Ay! ¡Que me ha dado!...
Sin duda, el deterioro de las pistas por falta de uso ha magnificado este hecho. Pero ha transcurrido un breve lapso de tiempo y, como se suele decir, tras la tormenta regresa la calma: el alma de Agapito ha frenado por fin, hasta detenerse como meteorito recién llegado.
—¡Querubines, tocad de nuevo! Ya ha pasado el peligro —ordena san Pedro.
«¡Ta Ra Ri Ta Ra Ka!... ¡Ta Ka Ri Ta Ka Ka!...», suena el toque de trompetas.
San Pedro se dirige al recién llegado con tono solemne:
—¡Bienvenido seas, espíritu Agapito! Perdona que te hayamos recibido de esta forma tan desordenada. Ha sucedido todo muy deprisa, y nos ha sido imposible reparar la pista de aterrizaje. Pero lo importante es que ya te encuentras aquí.
—Muchas gracias, Señor —se levanta «Agapito» después de la caída sufrida.
—No. Señor no. Me debes llamar excelentísimo… —rectifica san Pedro.
—Muchas gracias, excelentísimo —titubea el recién llegado.
—No. Excelentísimo, sin más, tampoco. Tiene que ser excelentísimo san Pedro.
—¡Oh!... Disculpe. Entonces…: excelentísimo san Pedro.
—Espíritu Agapito, ahora te has olvidado de darme las gracias. Falta la correspondiente frase.
—Muchas gracias, excelentísimo san Pedro.
—¡Muy bien! Por fin lo has logrado.
—Pues yo le he llamado señor, a secas, y no me lo ha recriminado — reflexiona en voz baja el «Dr. Marwell X».
San Pedro se aleja de «Agapito» para dirigirse a los querubines:
—¡Tocad de nuevo! El nuevo inquilino se merece los mejores honores.
«¡Ta Ka Ri Ta Ka Ka! ¡Ta Ka Ri Ta Ka Ka!», vuelven a sonar las trompetas.
Vítores y aplausos de bienvenida inundan esa zona del espacio celestial, ahora llena de ánimas y nuevos angelitos, venidos también de lugares más evolucionados; conscientes todos de que se trata de la última oportunidad para celebrar festejos de este tipo...
Una vez finalizadas las muestras de júbilo, las almas desarrolladas y los querubines regresan a sus correspondientes zonas, en un desfile progresivo y ordenado. Momento propicio para conversar con mayor tranquilidad:
—Realmente, estás de enhorabuena —señala san Pedro al recién llegado—. No como esos necios que han decidido quedarse eternamente en la tierra y quebrantar la Voluntad Divina, sin dar opción a elegir el camino correcto a sus descendientes; a quienes vacunarán con toda seguridad nada más nacer… Bien. De momento convivirás en esta Fase 1 con los espíritus Ana y Dr. Marwell X. A medida que evoluciones, accederás a lugares más elevados —ahora mira a las otras dos ánimas—. No como estos, que tienen para rato.
—¿No es usted el «Doctor Marwell X»; el famoso…? —pregunta «Agapito» tras examinarlo durante unos segundos.
—Sí. Y no sabe cuánto me arrepiento de ello.
—Perdone... perdone que me ría. ¡Ja, ja, ja!
—¡Qué! ¿De guasa? —frunciría el ceño en estos momentos el Dr. Marwell X de estar vivo.
—Resulta muy gracioso que el descubridor de la vacuna para la eternidad se encuentre aquí, en el cielo. ¿Acaso a usted le falló la toma? ¡Ja, ja, ja!
—No sabe el cachondeo que hay a costa de mi sobrino, el gran científico.
«Tía Ana» y «Agapito» forman en estos momentos un risueño dúo.
—¡Guarden la compostura, por favor! —intenta poner orden san Pedro tras retroceder hacia ellos— Bastante tiene con permanecer siempre aquí por el gran error que cometió en vida.
—¡Disculpe! No quería burlarme de usted en absoluto —confiesa «Agapito»—. Pero ha de admitir que su situación resulta, cuando menos, peculiar.
—Sí. Se trata de una larga historia. Tiempo tendré para contársela —El «Dr. Marwell X» se muestra conciliador.
—¡Pues ya me ve a mí! Por no haberme vacunado me encuentro con ustedes, antes de tiempo. Engañé a mi esposa y a su detestable hermana al hacerles tomar la pócima.
—Sí. Estamos al corriente de todo. Desde aquí se observa muy bien lo que ocurre en la tierra ¡Mire, mire!... —señala el «científico».
—¡Oh! ¡No doy crédito!
—¡Bien que veíamos como le agarraban sus partes!
—Espíritu Ana, guarde la compostura de una vez por todas —espeta san Pedro.
—Me han hecho pagar de sobra lo que les hice. Pero no saben cuánta diversión me espera, si las contemplo desde aquí mientras envejecen año tras año ¡Arruga va, arruga viene! ¡Ja, ja, ja!
—¡Qué bueno! ¡Ja, ja, ja! —vuelve a formarse el dúo.
—¡Basta ya! Deberíais mostrar más formalidad. Lo he repetido muchas veces: no existe mayor privilegio que habitar el cielo; y vosotros, a pesar de vuestros defectillos, gozáis de tan excelso premio para poder consolidar vuestra evolución.
—¡Que me lo digan a mí! —dice para sí el «Dr. Marwell X».
—Tú, espíritu Agapito, tendrás que controlar ese vicio de chancearte de los semejantes —enfatiza san Pedro—. La alegría es positiva, pues reírse alimenta la salud del alma; mas no debe traspasarse el límite de la burla y el engaño, al cual sometiste a tu mujer y a esa cuñada que te tocó en suerte. En el arrepentimiento, pues, radica la base del desarrollo espiritual.
De repente aparece el espíritu de un caballo que se aproxima al trote.
—¡Pero que veo!... Excelentísimo san Pedro, ¿acaso hay caballos en el cielo?
—Espíritu Agapito, los anímales viajan, como es normal, a otro lugar después de morir. Pero con él se ha hecho una excepción por estar dotado de una gracia especial. Además, ha alcanzado tanto nivel de evolución que habita en la Fase 3, aunque a veces le entren ganas de estirar las «patas» y darse un paseo por distintas zonas del cielo.
—¡Eso sí que es tener cara! —se queja «tía Ana»—. Yo a lo más que he llegado es a la Fase 2, y eso sin mencionar mi situación actual.
«Agapito» mira a san Pedro con expresión meditabunda.
—Excelentísimo san Pedro, ¿qué hizo el caballo para poder llegar al cielo?
—Consiguió un premio honorífico por haber ganado el Gran National seis veces consecutivas, y llegar siempre a la meta por delante de caballos tan prestigiosos como Black and White o White Horse.
—Reconozco que no está al alcance de cualquiera superar dos clases de whisky tan excelentes —asevera el «Dr. Marwell X».
—Bien... Va siendo hora de que me vaya; tengo muchas tareas que realizar. Así que aquí os dejo a los tres, con vuestras cosas... ¡Ah! Y ya sabéis. Debéis portaros bien, porque desde cada rincón del cielo se os vigila. Hasta pronto. —San Pedro pergeña un gesto para llamar la atención del «caballo»—. Deja de trotar y detente, que me voy a montar. —Se sube al espíritu del cuadrúpedo y se marcha cabalgando...
La tierra se ha convertido en un caos. Menudean situaciones en las que hasta lo más simple representa un arduo objetivo.
—¡Es que ya no se puede obrar tranquilo! Te sale la gente hasta del interior de los retretes—vocea un concursante desde los lavabos durante un programa nocturno de televisión.
—¡Espera! —exclama con desesperación otra persona en el mismo lugar—. ¡No lo hagas todavía! Me han empujado y he caído dentro de la taza. Ha sido esa mujer, que se ha colado entre la multitud masculina.
—¡Uggg! ¡Dejadme en paz! ¡Que yo no quería entrar aquí! —protesta la señora en cuestión, cuya edad alcanza los ciento cincuenta años.
—¿Será, acaso, Josefina Blanco la nominada esta semana para abandonar el Escusado de las Estrellas? —formula la pregunta a la audiencia el presentador del programa...
—¡Despejen! ¡Despejen la salida! —protesta un oficinista—. Paso más tiempo intentando salir por la puerta que en mis cinco horas para el bocadillo.
—¡Calla, privilegiado; que siempre te estás quejando! —le recrimina un mendigo en la entrada.
—¡A que me voy a la huelga!
—Pues para lo que se iba a notar…
Un nuevo Papa acaba de ser elegido. Tras el cónclave, saluda a los apretujados fieles desde el balcón del Vaticano:
—Hermanos, representa para mí un honor serviros durante los próximos doscientos años y compartir la búsqueda de fe en el ser humano. Juntos hemos de caminar pensando en el feliz día del juicio final.
—¡Despistado! —objeta un feligrés en la plaza de San Pedro—. Si lo del juicio final ya nadie se lo cree. Para eso hay que morirse. ¡Ja, ja, ja!
—¡Qué más quisiéramos! —vocifera una beata, arrepentida de haberse tomado la vacuna dos siglos antes…
La corrupción política y empresarial se ha extendido tanto —bueno eso ya sucedía en anteriores centurias—, que los honestos han sido declarados rara especie y ciudadanos no gratos.
Sigue habiendo jueces que imparten justicia y protegen a los pobres maltratadores, ante la agresión que las víctimas de todo tipo de violencia —seres estos sin ninguna clase de escrúpulos— les infligen.
Al margen de dichas situaciones, los problemas medioambientales se agudizan en el planeta con el paso del tiempo. Los gobiernos no dan abasto para buscar soluciones que se antojan inexistentes. Se agotan las reservas naturales y el agua potable empieza a escasear, por lo que las condiciones de habitabilidad son cada vez más precarias. A medida que los polos se deshacen, el hielo derretido provoca que el nivel cubra amplias zonas de costa, lo que provoca la desaparición de algunas ciudades importantes. La contaminación se cierne sobre el planeta, bajo un aire más viciado por culpa de los incumplimientos en los tratados internacionales. Al menos eso proclaman las organizaciones empeñadas en que eso suceda.
Tal como se preveía el comer y beber ha dejado de significar una necesidad vital; los cuerpos generan con la vacuna el sustento suficiente como para no depender de ello. Pero no por eso dejan los sentidos de alterarse: sin ingerir alimentos ni bebidas, las personas pierden el control y se aglomeran con desesperación en los pocos supermercados y tiendas donde aún quedan existencias para calmar su extrema gula.
Surgen nuevas guerras y conflictos, incrementados por la desesperación mundial. Hay quienes se marchan al frente en busca de un inexistente final, y tan solo encuentran el azote del dolor físico —inconveniente del que nadie se ha librado con la vacuna—. Otros también luchan contra la temible inmortalidad; bien, tirándose de las ventanas; bien, al hundir las cabezas en acequias o bañeras repletas para ahogarse. Pero, como sabemos, solo consiguen maltratar aún más sus maltrechos pellejos. Después se miran al espejo, y tratan de huir entre empujones al ver unos fantasmagóricos rostros reflejados.
Cada vez resulta más difícil comunicarse, pues se ha convertido en tarea ardua sacar los móviles de los bolsillos en las calles, abarrotadas de masas humanas deshumanizadas. Por otro lado, las interferencias imposibilitan comunicarse por internet sin que se produzcan intromisiones de espías cibernéticos.
Los efectos de la vacuna, con el transcurso de los siglos, y en contra de lo que se creía en un principio, han ido penetrando tanto en la genética humana que los recién nacidos ya vienen a este terrible mundo con el estigma de la inmortalidad corriendo por sus venas…
El cielo lleva ya tres centurias sin renovarse. Desde el lejano y excepcional recibimiento del ánima de Agapito, todo ha transcurrido sin sobresaltos. Precisamente la citada alma y la del doctor Marwell X son ahora las únicas moradoras de la Fase 1.
—No sabes las ganas que tengo de conocer nuevos espíritus. Tu compañía es muy grata, pero un poco de variedad no vendría mal —manifiesta el «Dr. Marwell X».
—Pues como no vengan de visita. De aquí no nos mueve nadie —responde «Agapito» con tono de resignación.
En cuanto a «tía Ana», y en honor a la justicia, debemos reconocer que lleva algún tiempo en la Fase 2 por haberse producido cierta mejora en su comportamiento chismoso.
¡Vaya!... Justo en estos momentos cierto espíritu irrumpe en la zona, y lo hace con él mismo ímpetu que un elefante al entrar en una cacharrería. ¡Eso por hablar!
—¡Pero tía!, ¿otra vez aquí?
—¡Jolines! Me han vuelto a bajar de nivel.
—¿Qué ha ocurrido en esta ocasión? Dime... ¿Te han pillado de nuevo?
—Sí, querido sobrino. Me han sorprendido hablando sobre ciertas almas que en su día pertenecieron a gobernantes de diversos países. Creo que ahora se encuentran en la Fase 3.
—¿Almas de gobernantes en la Fase 3?
—Sí…
Aparece de forma repentina san Pedro, acompañado de varios querubines.
—Tienes mucha imaginación, espíritu Ana. Resulta casi más difícil encontrar el ánima de un gobernante en esa zona que el verte a ti allí, purificada. ¡Y ya es decir!... Por cierto. Pareces haber cogido cariño a este lugar. Lo digo una y otra vez: no tienes remedio. Tu trayectoria en el cielo me recuerda los pasos de un viejo baile del siglo veinte... «Delante, detrás, un, dos, tres»...
—¡Ja, ja, ja! ¡Qué risa!
—¡Otro que tampoco tiene remedio! —se lamenta San Pedro, mientras señala el ánima de Agapito.
—Perdone, Señor, excelentísimo san Pedro… ¡No lo puedo evitar! Es que acabo de verlas a través de la pantalla. ¡Son tan graciosas! ¡Arruga va, arruga viene! ¡Ja, ja, ja! ¡Qué pinta tiene mi cuñada! ¡Ja, ja, ja!
—Por una causa u otra, creo que los tres tenéis asegurada la estancia en esta fase durante mucho… mucho tiempo...
¡Atención, atención! ¡Me cuesta creerlo! ¡Que me pellizquen! En un laboratorio situado entre la Gran Vía de Madrid y la Quinta Avenida de Nueva York, siete jóvenes científicos acaban de descubrir una vacuna salvadora: la vacuna contra la inmortalidad. Millones y millones de personas van pronto a conocer esa gran noticia que les devolverá la esperanza, perdida hace ya varios siglos, de despertarse y librarse de tan desagradable pesadilla; y quienes ya la conocen no dan crédito a tan extraordinaria revelación.
Ha transcurrido poco tiempo y la buena nueva comienza a divulgarse cual fuego sobre una superficie inflamable. Con tanta población acumulada, será necesario componer grandes cantidades de la nueva pastilla, pues a buen seguro todos los seres humanos de la tierra querrán tomarla; incluso aquellos más jóvenes, que ven en el planeta algo inhabitable y sin futuro. Quienes en su día se arrepintieron de haber escogido la eternidad terrenal, podrán pronto salir de la duda existencial sobre si van a reunirse en el cielo con sus seres queridos, fallecidos hace una eternidad; o si, por el contrario, sus almas desaparecerán junto a los cuerpos que las envuelven.
Se empieza por fin a repartir la tan ansiada vacuna, ante vehementes muestras de alegría; como si la providencia quisiera acariciar cada grano de arena de forma aislada, y no cesara su labor hasta haber paseado a lo largo y ancho de la singular playa. Se han formado enormes colas de espera en las calles de las ciudades y pueblos. El ser humano es consciente de que el hermoso planeta azul se ha convertido en un infierno sin solución.
Han surgido organizaciones humanitarias con la misión de que la vacuna milagrosa llegue a los lugares más recónditos. Y mientras queden personas sin tomarla, sus integrantes piensan sacrificar la propia liberación. Rechazan públicamente la idea de que las provisiones se vayan a terminar cuando a ellos les llegue el momento, aunque en su interior alberguen cierto temor a que eso ocurra, en silencio, con la generosidad de quienes obran el bien con la única aureola del anonimato...
¡No hay marcha atrás ante la evidencia! Muchas personas han ingerido ya la nueva pastilla, y a fe que comprueban la rápida efectividad. ¡Qué espectáculo! Caen fulminadas como moscas de aspecto centenario; porque los efectos les devuelven la mortalidad al actuar como verdadero veneno letal, aunque en esta ocasión placentero. Sí. Después de tantas centurias sin defunciones, el ser humano ha recuperado la capacidad de morirse; y las primeras ánimas salen disparadas, como verdaderos proyectiles. Se liberan de sus soportes físicos, con la misma facilidad que demuestra un partido político para desvincularse de las rutas marcadas en el respectivo programa electoral.
Y en el cielo se está montando, por supuesto, un enorme alboroto. Nadie es ajeno a la excitación surgida ante los inminentes cambios. Varios querubines se mueven de forma agitada.
—¡Milagro, milagro! ¡Mirad!... Se marchan en tropel de la tierra y se dirigen hacia aquí.
—¿Han inventado una nueva vacuna, y nosotros sin saberlo?… ¡Se están muriendo!
—¡Sí! ¡Sí!
—¡Dios mío! ¡Rápido! Id a la Fase 1 y arreglad todas las pistas de aterrizaje, si es que eso sirve ya de algo —ordena San Pedro.
—Esto nos ha cogido por sorpresa. Con tanto tedio ya nadie miraba las pantallas.
—Vienen más y más espíritus, y no vamos a poder con semejante estampida.
—¡Todos los habitantes de la tierra!
—A excepción de los que se hayan portado mal ¡Digo yo!
—Millones de habitantes, después de tantos años sin defunciones.
—La invasión puede ser catastrófica.
—¡Venga, rápido! Voy a formar un ejército de espíritus evolucionados. Entre todos hemos de lograr agrandar la zona crítica —san Pedro la señala con aspavientos.
Gran número de ángeles, querubines y espíritus evolucionados se aproximan a dicho lugar —donde se ha declarado el estado de emergencia—. Tampoco el «caballo» quiere ser menos y galopa para acompañar esa peculiar patrulla en la que se observa una importante representación de cada zona del cielo.
—¡No sabes la suerte que has tenido, espíritu Marwell X! —exclama un querubín al llegar a la Fase 1.
—¿Suerte…? ¿Qué ocurre? ¿Qué clase de revuelo es este?
—Ha ocurrido un milagro —afirma el querubín.
—¿Un milagro?
—Sí. No te lo vas a creer… Hemos sabido por internet galáctico-celestial que en la tierra se ha aplicado una vacuna de efectos contrarios a los que tú creaste.
—¿Qué…? ¿Acaso podrán las personas morirse de nuevo?
—Querido amigo, esto ya es un hecho —exclama otro querubín— ¡Mira!… ¡Mira, a través de la pantalla!
—¡En nombre del cielo!... ¡Tía…! ¡Tía, observa!
—¡Oh! ¡No es posible!
—¡Por fin!... ¡Por fin podré cambiar de fase! ¡Me van a levantar el castigo!
—Pues una servidora seguro que seguirá aquí —suspira «tía Ana»—. Con mi historial y fama.
—Ahora debemos preparamos para recibir a todas las almas que están saliendo de la tierra. Se nos presenta una tarea muy difícil —indica un querubín.
—Si con mi simple llegada hubo ya problemas, no quiero ni pensar lo que puede ocurrir con tantos millones de ánimas... ¡Millones de ánimas!... ¡Oh, cielos! ¡No había caído en un detalle!... ¡No!... ¡Estoy perdido!
—¿Qué ocurre? ¿Por qué te quejas, espíritu Agapito? ¿Acaso te perjudica esta situación? —pregunta un angelito.
—¡Mi mujer! ¡Mi cuñada! Si no se han vacunado, seguramente lo harán pronto; y si nada lo remedia, las tendré aquí.
—Pero ellas te mataron. Se supone que no pueden ir al cielo —objeta otro querubín.
—¡De esas no me fío un pelo! En vida eran unas expertas entrando en los espectáculos públicos, sin pagar. Y como esto empieza a parecerlo, la verdad, no las tengo todas conmigo.
—¡Ja, ja, ja! ¡Arruga va, arruga viene! —las risas de «tía Ana» no obtienen ahora la respuesta de «Agapito».
San Pedro regresa en estos momentos a la Fase 1.
—¡Venga! No es momento de charlar ni reír. Veo que os habéis enterado de la noticia. Será mejor que ayudéis a los demás a preparar las pistas de aterrizaje. Hay una explosión de espíritus que vienen al cielo, y dudo seriamente que pueda afrontar semejante reto. Esta Fase va a pasar de encontrarse casi vacía a sufrir una invasión incontrolada de entes acumulados a través de los siglos.
—Excelentísimo san Pedro, le prometo evolucionar como es debido. Pero, por favor, cámbieme de fase. ¡Se lo suplico! Ellas seguramente vendrán, y no quiero encontrármelas de nuevo...
—Señor, con las nuevas defunciones, podré irme de aquí, ¿verdad? —en la esperada pregunta del «Doctor Marwell X» se refleja la cautela y la expectación ante la esperada respuesta.
—¡Espíritu doctor Marwell X!, debes llamarle excelentísimo san Pedro; como yo. ¡Nada de señor; a secas! —le reprocha «Agapito».
—¡Pelota! ¡Pelota! —exclama «tía Ana», con pedorreta incluida.
—¡Basta Ya! Cuando finalice la tormenta que se avecina hablaremos de estos asuntos. Ahora, id a prestar vuestra ayuda de una puñetera vez —ordena san Pedro.
—¿Quién podía haber augurado que esta zona, tan aburrida y desértica, iba a prepararse para sufrir la furia de un tifón de esta clase? —exclama un espíritu evolucionado que ha llegado a la Fase 1.
—Sí —asiente otro de similar condición—. Por eso nos debemos dar prisa en ensanchar las pistas; pronto los veremos venir.
—Están al caer —señala un querubín.
—¡Vamos! Tiremos de este lado, y así ganaremos espacio —sugiere un segundo angelito. Después se dirige al «doctor Marwell X», a su «tía Ana» y al ánima de Agapito—: Vosotros, venid… venid, por favor. Necesitamos ayuda.
—jQue ya vamos, pesado! —protesta «tía Ana»...
En la tierra se observa una gran desolación. ¡Esto es realmente indescriptible! Millones y millones de cuerpos inertes forman un inmenso cementerio que cubre el ya oscuro planeta azul. Al mismo tiempo, las personas que todavía quedan por vacunarse se disponen a hacerlo lo más pronto posible para escapar de tan desagradable escenario; incluidas quienes pertenecían a las organizaciones humanitarias, ahora pasto de la deserción. Mientras tanto, un éxodo jamás visto de espíritus forma ya un gran embotellamiento en la autopista rumbo al cielo. Tanto es así, que el tráfico debe regularse mediante voluntarios que en vida fueron agentes de circulación.
Ahora, cuando los casi eternos deseos de recibir nuevas almas están a punto de cumplirse, le salen a san Pedro más canas celestiales ante el inminente caos.
—¡Vamos! Como no nos demos prisa se va a formar aquí una colisión espiritual sin precedentes.
—¡Empujad hacia esa dirección! —sugiere «Agapito».
—¡No! ¡No! Si tiramos de aquí cabrán, al menos, cien almas más —replica un querubín.
—¡Hablas de cien almas —enfatiza el «doctor Marwell X»—, cuando lo que se nos viene encima son millones de ellas!
—¿Usted… no es el de la vacuna? ¿El que se murió después de inventar la píldora de la inmortalidad? —pregunta un espíritu recién venido de otra fase.
—Sí. ¿Ocurre algo?
—¡No! ¡Ja, ja, ja!
—¡Gracioso! A ese, que le desciendan de Fase.
—Otro que se cachondea. ¡Ja, ja, ja! —interviene para mofarse de nuevo «tía Ana».
—Vosotros reíros, que yo no tengo ganas de bromas. ¡Cruel destino el que me tiene reservado: encontrarme de nuevo junto a ellas! —se lamenta «Agapito»
—No hay que ser tan pesimista —habla un querubín. Igual no las admiten en el cielo, con lo que te hicieron.
—¡Dios te oiga!...
¡Ver para creer! En estos momentos llegan de otras Fases algunas ánimas correspondientes a ciertos personajes históricos. Tampoco se quieren perder el extraordinario espectáculo que se avecina.
—Mon Dieu! Cela me rappelle mes belles batailles. —manifiesta el alma de Napoleón.
—Tú calla, gabacho, y ven aquí a colaborar, como todos. —protesta «tía Ana».
—¡No hable de esta forma! Un personaje así se merece más respeto —le reprocha un querubín.
—Yo también lo fui —reivindica «Alejandro Magno».
—¡Los hermanos Pinzones eran unos...! —empieza a canturrear el espíritu de Colón.
—¡A ese lo conozco yo! —dice un angelito.
—¡Españoles todos…! —recalca el espíritu de Franco.
—Paquito, calla y empuja hacia la izquierda —le exige el alma de la Pasionaria.
—¡Calla! ¡Hereje! ¡Antipatriota! Por cierto… ¿qué haces tú aquí, si fuiste roja?
—Por lo visto se colaron muchas ánimas a lo largo de la historia —ironiza un querubín señalando a todas las ánimas célebres.
—Y las que se pueden colar ¡No quiero ni pensarlo! —vuelve a reflejar su temor «Agapito».
—¡Arruga va, arruga viene! ¡Ja, ja, ja! —«tía Ana» hurga en la herida.
Y ahora hay que ponerse en pie. Aparece «Groucho Marx» venido de la mejor y más divertida Fase del cielo, con su alargada apariencia de gafas y puro. La mirada irónica, guasona e inteligente se refleja en una sentencia escueta y definitiva:
—¡Qué bello es vivir en el cielo! Pero con lo que se avecina, aquí no va a caber ni Dios…
Mientras tanto, san Pedro continúa su particular lucha contra los elementos.
—¡Apresúrense, por favor! Las almas de la tierra se acercan sin remedio.
En efecto. La enorme marcha de figuras intangibles sigue su curso; una amalgama de ánimas con apariencia juvenil y edad centenaria. Todas flotan y extienden sus etéreos brazos, como astronautas carentes de materia en un espacio sin gravedad. Hay quienes intercambian palabras con otros compañeros de tan espectacular travesía, mientras se dirigen al cielo:
—¡Qué ganas tenía de salir de la tierra! Por cierto, ¿no presentaba usted un programa de televisión?
—Sí. El telediario de las noches; pero de eso hace doscientos cincuenta años.
—Y dígame... ¿Por qué dejó de presentar los informativos?
—Me echaron tras dar una noticia sobre la corrupción. El subconsciente me traicionó y mencioné a un pez gordo del partido afín a la cadena televisiva donde yo trabajaba…
—¡No lo puedo creer! ¡Estoy viajando en compañía de la Gran Susana Carnes Buenas!
—¡No me mire, por favor! Ya podría mi alma mostrar el aspecto de los años mozos.
—Ya ve que el alma en algunos casos no tiene memoria: muestra la apariencia de sus últimas centurias. ¡Jo! ¡Jo! Ahora la llamarían Gran Susana Pellejos Secos.
—¡Pero qué gracioso! Con esas estupideces que suelta dudo que el cielo sea su destino.
—Pues vamos en la misma dirección...
—¡Venga aquí! ¡No huya! Mire por donde, al final lo he localizado.
—¡Mi casero!... ¡Qué mala suerte! En vida conseguí escaparme de él; y ahora, que estoy muerto, me lo encuentro en plena travesía.
—¡Sí, bribón! Gran osadía tuvo al dejarme plantado, sin pagarme un solo céntimo de las mil mensualidades que debía, después de dejar el piso hecho un desastre.
—Mírelo de esta forma. Aunque yo hubiera cumplido con mis pagos, usted estaría, tal como ocurre ahora, con las manos vacías.
—¡Manos vacías! ¡Al infierno debería ir usted, mal inquilino!
—¡Apartaos de aquí, leñe! ¡Dejad el carril de la izquierda para los que adelantan! —les recrimina otra alma que se desplaza a mayor velocidad...
—¡Mi… mi banquero!... ¡Mire, mire! ¡Él!... ¡Ese fue el culpable de todo! Si me hubiera concedido el préstamo, yo no habría sufrido ninguna crisis.
—Y que lo diga. Yo también tuve problemas… —interviene otro viajero—. El banco me desahució; me dejó sin casa y tuve que irme a vivir bajo un puente. Intenté cargarme al director; pero como estaba bajo los efectos de la vacuna para la eternidad, todo fue en vano…
En medio de la travesía los hay quienes detectan espíritus de dirigentes del poder establecido y el Nuevo Orden Mundial; ello provoca cierta polémica:
—¿A dónde van esos?
—Querrán gobernar el cielo… ¡Digo yo!
—¡Apañados estamos!
—¡Que alguien les cambie el rumbo!
—¡Yo!... Eso lo soluciono ahora mismo. —Un espíritu viajero, que fue programador, manipula el ordenador que se ha llevado como recuerdo: ¡Que giren!... ¡Media vuelta!... ¡Ya!... ¡Ja, ja, ja!
—¡Así se hace! Los has mandado directo hacia el infierno...
¡Atención! En el cielo, la avanzadilla de ánimas viajeras está entrando en la órbita celestial.
—¡Rápido! ¡Terminad! ¡Salid de las pistas, que ya están aquí! Se nos termina el tiempo —va san Pedro de un lado a otro, sin control.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! —avisa un querubín.
—¡Se acercan! —exclama «Agapito»; y añade, tratando de convencerse una y otra vez—: Pero… ellas no pueden venir al cielo porque me mataron. No hay motivo de preocupación.
—Cosas más difíciles se han visto. ¡Pellejo va! ¡Pellejo viene! —otra vez se burla «tía Ana».
—¡Tonta!...
En momentos tan inoportunos, y ante ciertas protestas provocadas por la nueva situación, alguien intenta reivindicar los derechos de los próximos y multitudinarios huéspedes:
—Hay que dar una oportunidad a los que vienen. El cielo es de todos. ¡Viva la globalización! —vocifera «Karl Marx».
—Déjate de reivindicaciones. Bien que te aprovechas ahora de los beneficios de este honorable lugar, después de haber sido un empedernido ateo —espeta san Pedro, con veloz verbo para no perder tiempo.
—He de confesarle que en vida me hice pasar por ateo para vender más ejemplares del Manifiesto comunista. Pero para mis adentros, fui siempre muy creyente.
—Bien, pero que no te oiga Engels. Y Ahora dejémonos de rodeos.
—Yo sí que te he oído. Me voy a chivar —amenaza «la Pasionaria».
—¡Que sorpresa! Y pensar que yo siempre admiré a Marx en secreto —confiesa «Franco».
Los querubines se mueven sin una determinada dirección, mientras agitan con desesperación sus alas. El «doctor Marwell X», «tía Ana», «Agapito» y otros espíritus, que han llegado de zonas más evolucionadas, intentan apartarse lo más posible para evitar la gran e inminente colisión.
—¡Salid! ¡Salid de aquí! —insiste san Pedro.
El río de almas está a punto de desembocar en el océano celeste, y sus primeros componentes se encuentran ya a muy poca distancia de las pistas.
—¡Van a aterrizar los primeros! ¡Qué pinta tienen! —se queda «Agapito» atónito.
—Son feos de verdad —cree el «Dr. Marwell X» ver una película de zombis.
—¡Cómo me estoy divirtiendo! —exclama «tía Ana».
—¡Huid, que caerán en tropel! —advierte san Pedro.
El cielo empieza a arder; no solo por los efectos ópticos de semejante invasión, sino también — y sobre todo— a causa de una aparición inesperada:
—¡Nerón!, ¿de dónde ha salido tu alma? Yo creía que estabas en el infierno… ¡Lo que faltaba! ¡Fuego en el cielo! —se echa san Pedro las etéreas manos a la cabeza.
—Mi querida Roma. Qué bonita te voy a dejar.
—Hasta Nerón se ha colado. —se ríe «tía Ana».
—Estoy perdido. Seguro que mi esposa y su hermana se presentan entre tanta multitud —se muestra de nuevo temeroso «Agapito».
¡Sorpresa! Venidos de zonas elevadas, los espíritus de Cervantes, Goya y Mozart, hacen acto de presencia.
—¡Qué desastre! Cual gigantes a punto de caer sobre los molinos celestes. Si don Quijote los viera, querría mandarlos otra vez a la tierra, lanza en mano, subido en su rocín.
—Esto parece un cuadro de mi época oscura.
—O una ópera de Salieri… ¡Mirad! —señala «Mozart»—. Tampoco quiere perderse el espectáculo.
—¡Pipas, caramelos y chicles para los que llegan, que la fiesta va a comenzar! ¡Mozart, Goya y Cervantes para mí; que soy un goloso cultural! —proclama Groucho, mientras guarda cierta distancia de seguridad.
—Goya, Cervantes, Mozart y Groucho —interviene un veloz querubín—. Ellos sí que se ganaron el cielo.
La situación refleja ya tal descontrol que san Pedro pierde de manera definitiva los papeles.
—¡Huid, por favor! ¡Alejaos de las pistas!... ¡Dios mío, no me deje solo ante la adversidad!
Alguien que vivió en el Vaticano se le aproxima con premura.
—Excelentísimo san Pedro, yo fui una vez su representante en la tierra. Cuente con mi apoyo.
—¿Un imitador mío? Esto no tiene remedio.
¡Sorprendente! Una repentina luz especial ilumina la zona con especial claridad. Venida de la parte más pura del cielo, refleja su grandeza con el eco de la voz:
—Querido san Pedro, aquí estoy.
—¡Oh, mi Dios!
—Soy tu soporte y fuerza. Mantente firme y no pierdas la calma.
—¡Señor! ¡Señor!, le estaba buscando con ansiedad y se ha dignado en acudir a mi llamada.
—No temas. Me encuentro en todas partes y acudo a quien me necesita; ya sabes que no ocurre nada sin mi consentimiento. Pero has de actuar con fe y decisión; ahora más que nunca. En estos momentos tan extraordinarios, debes demostrar tu valía y finalizar la misión encomendada.
—Maestro, por primera vez he sentido miedo e inseguridad. Mas sus palabras acaban de alimentar mi alma con nuevos bríos; y tal impulso ha de servirme para vencer tanta dificultad...
La luz desaparece y san Pedro da, en efecto, muestras de recuperar la moral tras el encuentro con Dios. Si bien, los acontecimientos se producen de forma excesivamente rápida.
—¡Aquí están! ¡Ya aterriza el primero! —anuncia el «Dr. Marwell X».
Los querubines tampoco salen de su asombro.
—¡Cinco…! ¡Diez…! ¡Cincuenta...!
—¡Nos vamos a espachurrar!
—Fijaos. Empiezan a caer ya muchos de golpe.
—Parece una invasión de millones de hormigas.
—¡Por ahí! ¡Por ahí! Aterrizan a centenares —señala «Agapito».
—Observad. Otro grupo. Es tan numeroso... Vienen por su cuenta. ¡Dios mío! —dice un querubín.
—Eran corruptos —responde otro angelito.
—Pues esto no ha hecho sino empezar —afirma «tía Ana»—. Si hasta aquí ha llegado el problema de la inmigración.
¡Qué apocalipsis! Las pistas de aterrizaje se encuentran ya abarrotadas de espíritus recién llegados que, amontonados unos encima de los otros, atascan el paso de los que llegan detrás.
—¡Salid de ahí! —lucha san Pedro por mantener el coraje—. ¡Oh! ¡Vaya desastre! ¡Huid, que os aplastan!
El desconcierto y la desesperación hacen que espíritus comunes, querubines y ángeles se vean incapaces de evitar la avalancha procedente de la tierra. Mientras tanto, «el caballo» vuelve a aparecer; cabalga y relincha de forma descontrolada, formando parte del desorden general.
—Ven, caballo. He de huir de aquí —le suplica el ánima de un valiente soldado, curtido en miles de batallas.
—No le hagas caso —replica «Agapito»—. Yo soy el que necesita salir de este lugar.
—Lo tuyo es mala suerte —observa un querubín—. Creo que tienes visita.
—¡Oh no! ¡Por Dios! Se confirman mis malos augurios. Son… son ellas. Acaban de aterrizar entre la multitud de ánimas... Me han visto... ¡Detente, caballo! ¡Por favor, déjame subir; que vienen a por mí!
—¡Estúpido cuadrúpedo! ¡Casi me tira! —protesta «tía Ana».
—¡Hiii! ¡hiii! —relincha el ánima del caballo.
—¿Qué he oído?... —cambia de repente el semblante de «tía Ana», ahora más risueño— ¿Son ellas?... ¡Ja, ja, ja!... Sigue, caballo. No te detengas. Quiero ver como se vengan del espíritu Agapito.
Este intenta huir de los espectros de la esposa y su cuñada, tras sortear gran cantidad de obstáculos etéreos.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Qué pinta más horrible tienen!... ¡Perdonadme, os lo ruego! Ya hicisteis pagar mi fechoría; me estrangulasteis.
—¡Agapito…! ¡Hermana, ahí está!…
—¡Ven aquí, no te escapes! —prorrumpe esta—. ¡Te hemos encontrado, malandrín!
—¡Me engañaste! —espeta el espíritu de Josefa—. ¿Acaso creíste que en el cielo te ibas a librarte de mí?
—Pues ya ves que no. Cuánto te habrás reído a costa nuestra —secunda «la cuñada».
—¡No, no! ¡Yo no…!
—¿Acaso no te acuerdas de lo que nos dijiste? —le pregunta «Josefa—. ¡Arruga va! ¡Arruga viene!
—¡Ja, ja, ja! —se carcajea de nuevo «tía Ana».
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!...
El desorden creciente y la saturación de almas —que no cesan de llegar— ocasionan ya un movimiento circular, cada vez más vertiginoso; como si de una lavadora milenaria se tratara.
—¡Dios mío! Giramos muy deprisa —se ve san Pedro acuciado por una sensación de vértigo.
Los querubines también se descontrolan en la vorágine:
—Mis alas no me responden.
—¡Uf! ¡Qué mareo!
—¡Hiii hiiiuap! — a la pobre ánima ecuestre le entran ya mareos.
—Giramos y giramos, pero ellas no salen disparadas —se queja «Agapito» a modo de torbellino.
—¡Quien me mandaría inventar la dichosa pócima! —se lamenta, de forma concluyente el «Dr. Marwell X.
—¡Qué divertido! —en situación tan extrema, sigue con su regocijo particular «tía Ana»—. El cielo se ha convertido en una montaña rusa… ¡Uf...uf!
Vaya espectáculo más grandioso y, al mismo tiempo, caótico. La espiral celeste se expande a mayor velocidad. El cóctel espiritual va tomando cierta apariencia homogénea. Ya no quedan Fases en un cielo hasta ahora infinito; todo se concentra de forma concéntrica y progresiva, y gira cada vez con mayor virulencia.
El «doctor Maxwell X» dibuja ahora un movimiento rotatorio mucho más lento, al margen de tan inmensa vorágine; como si en esta escena tridimensional, formara parte de un primer plano. Llega el momento en que se detiene, y desaparece tras su imagen la enorme espiral y el ruido producido por esta. Realmente emocionado, se prepara para recibir un mensaje de vital importancia, dictada por la Voz Superior, que ya comienza:
—Espíritu doctor Maxwell X, con tu grave error cometido siglos atrás alteraste el orden cósmico por mí establecido. El cielo, símbolo de perfección y, desde siempre, escenario de grandes obras de pureza, se ha convertido en una especie de teatrillo en donde se entremezclan actores de gran valía y técnica depurada, con simples aficionados carentes de síntoma alguno de evolución. ¿Acaso creíste ser una especie de salvador de la humanidad, al ofrecer esta errónea inmortalidad, repleta de sufrimientos y destrucción; de deterioro físico y moral?
—Gran Maestro..., me arrepiento de haber creado la vacuna para la eternidad, de tan graves consecuencias en todo el mundo. Si así lo hice fue porque, aunque pensara en ello, en el fondo dudaba de la existencia de vida superior después de la muerte. Yo deseaba evitar que las personas se murieran y dejaran un gran vacío a quienes permanecían en la tierra. De haber tenido más fe en el reencuentro entre las almas queridas, mi fórmula habría quedado postergada en algún lugar recóndito del laboratorio, o destruida por las llamas de una fogata; pues no me guiaba ningún deseo especial de gloria profesional. Y si la registré, lo hice para evitar vanaglorias de científicos poco éticos. Aunque al final hubo alguien que se aprovechó de mí... Ahora, abandonado a mi propio destino, daría cualquier cosa por despertarme de esta pesadilla que yo mismo originé.
—Muy bien. Tus palabras desprenden sinceridad y autocrítica. La confesión va a darte el fruto de experimentar una segunda oportunidad, en la que emergerás de este mar de pérfidos sueños, y te reencontrarás en el lecho de tu habitación, el día en que cometiste el gran error. Volverás al punto de partida y destruirás tu vacuna para la eternidad; pues tal dicha nunca ha de lograrse en la tierra, llena de imperfecciones, sino en un cielo inundado de orden y alegría. Pero mientras se habite el planeta azul, deberéis conservarlo para que vosotros y las futuras generaciones podáis disfrutar del equilibrio natural. Quien con el poder abuse de ese entorno, para provecho propio, quedará minimizado por el aura de grandeza que hubiera creado. Nadie podrá actuar sobre destinos ajenos… Y ahora llega el momento de…
El discurso divino se interrumpe al aparecer el «caballo» a medio trote, después de escaparse de la vorágine ya invisible. La Voz Superior se dirige a él:
—Alma equina, acércate
—¡Hiiii!
—Escúchame… Voy a concederte un merecido honor. He decidido encomendarte la tarea de acompañar al espíritu del doctor Marwell X en un viaje retrospectivo que ambos realizaréis hacia vuestras vidas. De tal suerte que podrás seguir compitiendo en tu carrera favorita…el Gran National.
—¡Hiii! ¡Hiii!
—Veo que lo has entendido bien... Tendrás así la ocasión de evitar aquella valla que un desaprensivo puso en tu última carrera, cuando ibas a entrar en la meta, y que produjo esa caída de tan fatales consecuencias… ¿Recuerdas?
—¡Hiiii!
—Queda pues todo sentenciado —señala la Voz Superior, mientras una brisa adquiere más y más fuerza, a modo de repentino vendaval—. Ahora ha llegado el momento de vuestra partida. Id, sin más dilación, y despertad de nuevo en la tierra… Que así sea...
A las 8.40 h de la mañana, un científico abre los ojos después de un movido e inquietante descanso. Su querida, llamada Eva, experta en notarías y abogacías, se encuentra al lado, adornando la cama mientras le ofrece una manzana Golden. Un caballo da vueltas por toda la habitación, e intenta advertirle de la situación entre coces al aire y relinchos…