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VISLUMBRAS LA POSADA ante el desfile de los árboles desnudos, y un baile de sentimientos se acompasa al traqueteo del carruaje. Ya te había deparado el destino la ausencia de David; vaya uno a saber si en busca de otra flor, a pesar de las veinticinco primaveras que te adornan y del brillo inquieto de tus ojos verdes. Y mientras te hundes en las aguas de tan verosímil infidelidad, te embarga también la congoja por la terrible noticia recibida cuando llegaste a la aldea. ¿Cuántas veces has recorrido ese mismo camino, mostrando la felicidad en el rostro, bajo una muralla montañosa repleta de pinos y robles, ahora convertidos en siniestros espectadores?
Oyes al auriga dar la señal de alto y desciendes con cuidado: te integras en el entorno, salpicado por estertores anaranjados de sol, cuando ya pisas los escalones de piedra que conduce a la puerta. Allí te espera Dora, la vieja y servicial lugareña.
—Está todo preparado —te indica con ronca gravedad—. He dejado caldo y café parta ti. La noche será muy larga.
—¿Y Eva…?
—Se marchó. No pudimos avisarla —responde titubeante.
Mientras el cochero espera afuera, entráis en la posada. ¡Qué extraño y álgido resulta el zaguán, a sabiendas de que María ya no podrá recibirte!
La penumbra se incrementa en el salón, a pesar de los ventanales con vestigios de un esplendor ahora lejano. Andas a través del largo pasillo, guiada por la luz de un candil. Y en ese profundo trayecto eres aún más consciente de cómo la alegría de vivir se ha truncado en un breve transcurrir del tiempo.
Llegas al temido destino, la amplia estancia tantas veces compartida; museo de muebles y vasijas de porcelana; también, ambiente de almacén trastero con libros abigarrados en el suelo y una mesa vieja cubierta de frascos. Todo ese conjunto alejado del mundo tiembla con el vaivén de las velas, que rodean el altillo ataviado con una tela morada y claveles rojos.
—Ahí la tienes —susurra Dora.
Los ojos se te humedecen al reencontrarte con ella; tan serena en la palidez de mármol; unidas sus manos sobre un blanco vestido de seda.
Dora ya se ha marchado, y contemplas el inerte cuerpo en la intimidad. Piensas que tu alma gemela es feliz al verte allí, como aquellas noches inolvidables. Con un nudo en la garganta observas la pulsera, a imagen y semejanza de la que llevas; con el vestigio rojizo, símbolo del pacto de sangre que establecisteis. Y albergas la sensación de que esa brujita del alma te sonríe.
La figura de cristal, a la que María atribuía carácter de divinidad, se yergue detrás, a modo de sombrero hierático que ha de acompañarla en la última morada. Al menos, Dora había cuidado semejante detalle.
En aquella atmósfera barroca de sombras profundas y débiles llamas, le acaricias la larga y lisa melena. Mas sus párpados no van a abrirse para mostrar la mirada gris, serena y enigmática que siempre desprendía.
El reloj del salón se deja sentir por toda la casa, tic-tac…, y la noche transcurre entre soliloquios que evocan la película de vuestra unión espiritual; adornada de historias fantásticas relatadas en horas intempestivas, piedras imantadas, hierbas, pócimas e incienso.
Has traído de la cocina el vino aromático, utilizado en aquellos rituales, con el anhelo de un brindis definitivo. Pero al iniciar la solitaria ceremonia te asalta la necesidad de hurgar en el bargueño donde guardaba las esotéricas pertenencias. Avanzas unos pasos, acercas el quinqué, abres un cajón. ¡Ahí están!... Acercas una amatista a los ojos, con lágrimas violáceas que caen sobre cierto manuscrito. Coges el papel y sigues el negro curso de la tinta; es entonces cuando reconoces la huella de David: las palabras adquieren entonces formas punzantes. Una corriente indefinida te atraviesa el cuerpo. Lees cada vez de forma más alterada, incapaz de desmentir cualquier verdad inesperada. «¡Maldita seas, María! ¡Me has traicionado!», te rebelas con el pensamiento. Corres hacia el cadáver y agarras la figura de cristal para arrojarla al suelo. Viertes vino en el blanco vestido y le arrancas su pulsera, que no tardas en quemar con el despechado ritmo de una llama.
«¡Púdrete tú sola!», espetas.
Alzas la muñeca, atónita, tras comprobar que en la tuya ha desaparecido la mancha reseca de sangre. Intentas sobreponerte y lees de nuevo la carta, de cuya parte final no te habías percatado. Y te entra un repentino escalofrío. «¡Oh, cielos!... ¿Qué he hecho?», te reprendes, clavándote la uñas con los puños cerrados.
Arrodillada ahora junto al cadáver, sollozas; has perdido la noción del tiempo. Alzas con lentitud la cabeza: el rígido rostro de María refleja una súbita tristeza. En la enajenación te corroe la huella de la injusticia cometida con ella, cuando las lágrimas caen ahora sobre el manuscrito nombre de su hermana Eva; verdadera destinataria de la furtiva carta. Se nubla la visión, el frío te paraliza y crees escuchar un lamento íntimo.
Te despiertas de un sueño que no era corriente, ni tampoco el lugar donde te encuentras, mientras flotas sin ningún adarme de peso corpóreo. Y a ella la observas a cierta distancia, consciente de que nunca podréis vagar juntas; roto para siempre vuestro pacto de amistad y sangre.